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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

Los guardianes del tiempo

BOOK: Los guardianes del tiempo
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Una cuenta atrás de 9.000 años se acerca inexorablemente a su final…

¿Qué escondía el faraón rebelde Ajenatón en la nueva capital que erigió lejos de Tebas? ¿Qué sabiduría secreta protegieron los antiguos dacios, dando pie al mito de Zalmoxis? ¿Qué mano invisible ha guiado durante siglos a la humanidad hacia el progreso tecnológico y la convivencia en libertad… y por qué?

Las claves del futuro están en el pasado. Nueve milenios después, el tiempo se agota… En Londres cunde el nerviosismo entre los integrantes de la sociedad secreta conocedora de esa terrible información. El momento de actuar ya no puede aplazarse más, pero la clave para hacerlo está en poder de un régimen brutal a punto de desmoronarse. Elena Ceausescu guarda celosamente unos objetos procedentes del antiguo Egipto y de una avanzada civilización perdida en la noche de los tiempos. El joven arqueólogo disidente Cristian Bratianu se ve forzado a ingresar en la temida Securitate y trabajar para la dictadura que detesta. Deberá conseguir en España una tablilla egipcia que complementa los datos en poder de la ignorante y despiadada co-dictadora de su país. Sólo así podrá encontrar el trascendental legado que aquel enigmático pueblo dejó a la humanidad futura.

Desde las tierras polares de Noruega hasta el peñón de Gibraltar y desde los Cárpatos hasta el Museo de Antropología de la Ciudad de México, los acontecimientos se suceden a un ritmo cada vez más vertiginoso. Madrid, Gijón, Ávila, Ceuta, Londres, Roma, Burdeos, París, Viena, Jerusalén, Rabat.

Juan Pina

Los guardianes del tiempo

ePUB v1.0

libra_861010
21.09.12

Título original:
Los guardianes del tiempo

Juan Pina, 2007.

Editor original: libra_861010 (v1.0)

ePub base v2.0

Para Roxana.

La razón es la herramienta básica

de los seres humanos para sobrevivir.

Ayn Rand

Prólogo

Kogan, en la Antigüedad

Las cúpulas de oro que coronaban los principales edificios de Kogan habían sido testigos de una tragedia tan absurda como inesperada, en vísperas de otra tragedia mayor que ya no habría de importar a nadie. En la enorme plaza central, los círculos concéntricos azules y dorados estaban sembrados de cuerpos sin vida. El río, de igual nombre que la ciudad, traía cadáveres procedentes de las aldeas más remotas. En muchas paredes estaban escritas con trazos desgarrados las últimas palabras de una nación moribunda.

Zalm apartó las lágrimas de su rostro e inclinó la cabeza ante el panteón familiar. Él mismo había sepultado los cuerpos de su esposa y de sus tres hijos en los lugares asignados. Se colocó de nuevo la mascarilla que debía protegerle de la terrible epidemia, aunque ya comenzaba a sentirse enfermo. No había tiempo que perder. Estaba decidido a ejecutar su plan. Montó en su vehículo y recorrió las calles forzando el motor eléctrico y sorteando los cadáveres. Ya llevaba allí treinta y seis horas y todavía no había encontrado a un solo superviviente, ni lo iba a encontrar. Había recorrido de un extremo a otro el pequeño país con su aeronave. Nadie había sobrevivido. El virus había afectado incluso a algunas especies animales.

Los últimos boletines de información publicados en papel-plástico y en formato audiovisual le habían servido para deducir cuánto tiempo de vida le quedaba. Suponiendo que hubiera contraído la enfermedad nada más pisar la ciudad, tenía por delante unos doce días de vida, pero los últimos cuatro serían insufribles. Por eso muchos se habían suicidado, incluida su familia. A Zalm le recorrió un escalofrío al imaginar el terror y la desesperación de su esposa cuando inyectó a sus hijos y después a sí misma el veneno distribuido por las autoridades para evitarles una insoportable agonía.

Científico e integrante de la Agencia de Exploración Exterior, constituida apenas un par de años atrás, Zalm había sido el último explorador en regresar de un viaje larguísimo. Su misión había sido la más lejana y la única que había dado resultados de interés al encontrar algunas sociedades humanas ligeramente avanzadas. Zalm había emprendido el viaje de regreso entusiasmado por su hallazgo: la atrasada humanidad exterior, descubierta unas décadas antes, sí evolucionaba en su desarrollo, aunque lo hiciera muy despacio. Su pueblo no estaba solo. El mundo estaba lleno de grupos humanos en diversos estadios de desarrollo primitivo, y algunos de esos grupos eran firmes candidatos a convertirse en civilizaciones complejas. La diversidad étnica era enorme pero el denominador común era el lento avance de la razón como herramienta superadora de los temores y de las amenazas naturales.

El explorador se identificó con las comunidades visitadas. Aquellos otros humanos merecían el respeto y el reconocimiento de su pueblo. Zalm había visto incipientes urbes, trazos que representaban cantidades y conceptos en un evidente camino hacia el lenguaje escrito, representaciones artísticas de asombrosa calidad… Pero sus noticias ya no iban a sorprender a nadie. Todos sus compañeros de la Agencia habían llegado de vuelta semanas o meses atrás. Alguno de ellos, seguramente uno de los últimos, había traído sin saberlo la espantosa enfermedad. "Por lo menos pudieron despedirse de los suyos y morir junto a ellos", pensó al recordar a sus compañeros, mientras circulaba por la capital.

Su llave de seguridad en forma de espiral llevaba un código de alto rango y le abrió casi todas las puertas. Las demás las forzó dejando que sonaran las alarmas. Se instaló en el laboratorio más avanzado y comenzó a seleccionar soportes cibernéticos. Después cruzó la plaza, entró en la sede del Parlamento y destruyó los mecanismos de seguridad del archivo de secretos oficiales para consultar la documentación sobre la fuente de energía descubierta unos años antes, aquel enorme avance que propulsaba las escasas aeronaves construidas y que ya suministraba luz y calor a toda la población.

Regresaba al laboratorio cargado de información en varios formatos cuando se produjo un nuevo impacto a unos kilómetros y se oyó una fuerte explosión. Zalm se agarró a un banco de metal y resistió el temblor de tierra. Miró horrorizado al cielo y lo maldijo. El clima se había vuelto loco y las horas de luz se estaban acortando. Los frecuentes terremotos habían destruido barrios enteros y la actividad volcánica había sepultado varias aldeas del norte, mientras en Kogan el frío ya era casi insoportable. Las explosiones ocurrían cada pocas horas. Pero ya daba igual, pensó Zalm.

En la cámara de alimentos del laboratorio encontró algo de comida. Se preparó un plato de vegetales al vapor y se lo llevó a su improvisado lugar de trabajo. Unas horas después salió nuevamente en busca de los materiales que necesitaba. Visitó varios edificios oficiales, bibliotecas y otras instalaciones. Su actividad fue frenética hasta caer agotado en un sillón. Cuando despertó notó un sudor frío. Se pasó la mano por la frente, que sobresalía considerablemente hacia delante y culminaba en unas cejas muy pobladas. Su ancha cabeza estaba cubierta de un cabello oscuro y ondulado. Los ojos se le llenaron de lágrimas pensando que no sería capaz de cumplir su plan, pero se serenó y se puso de nuevo manos a la obra. "Dos días más", se dijo, "pasado mañana tengo que emprender el viaje". Ya tenía claro su destino, el destino de su herencia. "Que sólo la razón me guíe".

P
RIMERA
P
ARTE
Capítulo 1

Gijón, 3 de julio de 1976

—¿Y en inglés?

—I'd like my gifts, please
.

—¿Y en francés?

—Je voudrais mes cadeaux, s'íl vous plaît
.

—¿Y en nuestro idioma secreto, Diana?

—As dori cadourile mele, va rog
.

—Bien, hija, bien —el padre intentaba ocultar el orgullo que sentía, en parte para no hacer de ella una creída y en parte para no herir a su hermano: el pequeño Marcos aparentemente estaba entretenido con sus juguetes, pero tenía un oído puesto en la conversación—. Ya veo que has estudiado, así que mereces tus regalos. ¿Se los damos, Leonor?

—No, no, primero la tarta —respondió la madre—. Vamos todos al jardín, que Encarnita ya ha preparado la merienda.

Diana cumplía ese día trece años. Además de sus padres y de su hermano, acompañaban a la niña algunos primos, la abuela Martha y el tío Felipe (ambos por parte de madre) y las únicas tres amigas del colegio que todavía no se habían ido de vacaciones. El magnífico chalé de la familia, terminado unos meses atrás, estaba en las afueras de Gijón, en la zona residencial de Somió.

—¿Tenéis un idioma secreto que sólo sabéis vosotros? —preguntó una de las niñas a Diana.

El padre contestó por ella:

—Bueno, es como un idioma secreto para nosotros porque aquí no lo habla casi nadie, pero en realidad es una lengua europea normal y corriente. Es muy importante que estudiéis idiomas, ¿sabéis? Aprender idiomas abre la mente y aviva la inteligencia.

—Tío, ¿cuántos idiomas estudia Diana? —preguntó uno de los primos.

—De momento sólo cuatro, Luis.

—¡Hala, cuatro idiomas! Pues yo no tengo que estudiar ninguno —canturreó mirando a Diana con cara de "te aguantas".

—¿Cómo que ninguno? Ya hablaré yo con tu padre…

Al primo Luis se le heló la sonrisa ante semejante amenaza, mientras los demás niños se reían de él. "Toma, por bocazas", le dijo su hermano Sergio.

—A ver si te crees que todo el mundo le da tanta importancia como tú a los idiomas —dijo la madre a su marido mientras comenzaba a servir batido de chocolate en los vasos.

La tarta también era toda de chocolate y tenía una sola vela muy grande, según la tradición de la familia.

—Bueno, Diana, a soplar —la madre encendió la vela.

—¡¿A que nos llena la tarta de babas?! —Sergio siempre hacía lo posible por incordiar a Diana.

—¿A que te quedas sin tarta por idiota, que para eso es mi cumple?

Las amigas de Diana le rieron la respuesta, aunque una de ellas no dejaba de mirar a hurtadillas al tal Sergio, que ya tenía quince años. Cuando acabaron de merendar llegó el momento de los regalos. Los primos y las amigas le habían traído algún pequeño detalle e incluso Encarnita, la empleada de la casa, le había comprado unos pendientes. La abuela abrazó dulcemente a Diana, y la niña reparó en el precioso broche de oro y turquesas que llevaba: parecían dos letras "C". Le dio un magnífico libro ilustrado sobre grandes mujeres de la Historia. En la página de cortesía había escrito una cariñosa dedicatoria en inglés: "Para mi princesita, de su abuela Martha", seguida de su complicada rúbrica, vestigio de su aristocrática ascendencia inglesa y centroeuropea. Sus padres le dieron la maravillosa bicicleta nueva con la que tanto había soñado, pero el regalo que más le gustó fue el de su tío Felipe. Le había comprado un juego de química que a las otras chicas les pareció muy aburrido pero a Diana le resultó apasionante. Estaba deseando quedarse sola para empezar a mezclar esas misteriosas sustancias.

Los niños siguieron jugando en el jardín, aprovechando aquella luminosa tarde de sábado. Al cabo de un rato, Diana entró en casa para ir al cuarto de baño. Pasó delante del lujoso salón del chalé y vio que su madre y el tío Felipe estaban conversando sentados en un sofá. La siguiente estancia era el despacho de su padre, y por debajo de la puerta se veía luz. La niña iba a entrar a darle un beso cuando escuchó la voz de su padre, que hablaba por teléfono con alguien. Apenas se oía a través de la gruesa puerta de madera de roble, pero Diana se acercó y pudo distinguir lo que decía.

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