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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

Los guardianes del tiempo (7 page)

BOOK: Los guardianes del tiempo
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Entre líneas se podía entender que, por supuesto, Calinescu no creía en la existencia de tales adelantos (que en cambio obsesionaban a Elena Ceausescu), pero consideraba que el hallazgo del arca sería el mayor hito arqueológico de la Historia. Si de verdad había existido en tiempos remotos una civilización bastante más avanzada que las demás, tal vez encajaran de golpe muchas piezas del rompecabezas de la Antigüedad. Pero además, a Calinescu le interesaban enormemente los puntos de posible coincidencia de aquel extraño relato, aparentemente escrito por una mujer y esculpido por ella misma en caliza, con un antiguo mito dacio. No podía ser una casualidad: había demasiados datos asombrosamente precisos que encajaban con la milenaria leyenda dacia.

"Qué callado se lo tenía Calinescu. Representaba aparentemente a la corriente arqueológica más tradicional y conservadora, pero en realidad compartía en secreto las teorías más heterodoxas con gente como… yo", pensó Cristian.

Lo esencial iba a ser conseguir la otra tabla o al menos una fotografía, porque, según la traducción de la estela, en ella se detallaba con precisión el lugar exacto en que se encontraban "un monte y su ancho río, ambos con el mismo nombre". Ahí tenía que estar el yacimiento arqueológico más importante del mundo: "en la cueva que horada el monte, quiso el Sabio esconder los secretos más importantes del pasado esplendoroso, pero también su advertencia solemne respecto al trágico futuro".

Se hizo servir unos sándwiches en el propio palacio de Primaverii y continuó estudiando el material. Por la tarde se fue a su despacho oficial, bajo el edificio del Comité Central del partido único. Le divirtió pensar que sus dos lugares de trabajo estaban bajo tierra. "Buen destino para un arqueólogo", pensó. Reunió a sus hombres (tres agentes de la Securitate sin la más pequeña idea sobre arqueología) y les asignó nuevas tareas. A dos de ellos, los más espabilados, se los quitó de encima mandándoles a una remota aldea de la región de Maramures para vigilar unas excavaciones y proteger los restos que se fueran encontrando. El equipo de arqueólogos que estaba excavando allí había sido designado por Calinescu unos meses atrás. Por supuesto, a los agentes no les hizo ninguna gracia la misión. Al tercero, el menos inteligente de los tres, lo retuvo a su lado en Bucarest con la intención de usarle como mensajero y para otras tareas de servicio.

Estaba releyendo el informe de la Dirección 3 sobre la tablilla egipcia de Madrid cuando le pasaron una llamada del cuartel general de la Securitae.

—Buenas tardes, compañero comandante Bratianu. Tan sólo quiero darle mi mas sentido pésame por la pérdida irreparable del compañero Radis Calinescu, que todos lamentamos, y al mismo tiempo felicitarle por su nombramiento como comandante de la unidad —la voz de Aurel Popescu, como siempre, era tan neutra que resultaba irónica. En ese momento Cristian tuvo la certeza moral de que a su jefe lo habían matado y dedujo rápidamente por qué. En tanto que beneficiario de esa muerte, se sintió culpable y maldijo en silencio a aquel repugnante
apparatchik
acostumbrado a actuar como señor de vidas y haciendas. A lo mejor tenía razón su hermana Silvia y con ese régimen lo único decente que se podía hacer era no mezclarse porque, si gente como Popescu iba a ser la encargada de acabar con esa dictadura, daba miedo pensar qué habría de venir después.

—Muchas gracias, compañero general —respondió Cristian tras reflexionar unos instantes, consciente de que la conversación seguramente se estaba grabando—. Sabe usted que puede contar conmigo para cuanto sea necesario. A fin de cuentas, es importante colaborar, ya que a todos nos puede pasar lo mismo que a Calinescu.

—Exactamente, comandante. Nadie está libre de un luctuoso accidente. Todos estamos en el mismo barco y debemos ayudarnos. Reflexione sobre el rango que tiene ahora, el poder y los medios que implica, y téngalo siempre presente. Espero que sepa utilizar tan formidables herramientas en beneficio de la patria socialista y de nuestro amado partido. Pero por ahora no necesito nada especial, ya le informaré. Comeremos juntos la próxima semana. El miércoles a la una y media en el Caru en Bere. No falte.

—Allí estaré, compañero general.

No había terminado de colgar el teléfono cuando llamaron a la puerta y entró el chófer del difunto Calinescu, un agente que ya debía de estar a punto de jubilarse. Cristian apenas había tenido trato con él.

—A sus órdenes, compañero comandante. Me han asignado a usted, ahora soy su chófer. Me llamo Vasile Ungureanu. También nos han cambiado de vehículo por orden expresa del compañero Aurel Popescu. Acabo de entregar el coche del difunto comandante Calinescu. ¿Desea usted revisar el nuevo? Es un Citroen XM último modelo, blindado y con todos los extras. Incluso tiene radioteléfono, compañero.

* * *

Por la tarde, de camino a casa, Cristian reflexionó sobre las palabras de Popescu. Tenía poder, tenía a su disposición "todos los medios del Estado" en palabras de la mismísima Elena Ceausescu. Se preguntó por qué, entonces, no se sentía en absoluto poderoso. De hecho se sentía más vulnerable que nunca. Estaba a merced de fuerzas que le sobrepasaban e inmerso en procesos que ni siquiera acababa de comprender. Pero por lo menos una cosa estaba clara: Popescu y el aparato de la Securitate despreciaban la labor de la unidad Z y no sospechaban el alcance de su misión. Toleraban su existencia como un capricho más de la dictadora, dotando a su jefe del rango y los medios necesarios, pero no perdían demasiado tiempo en vigilar ese "absurdo" proyecto arqueológico, cualquiera que fuese su objetivo.

Mejor así, pensó Cristian, mucho mejor. Eso le permitiría trabajar tranquilamente en su misión arqueológica, que ahora consideraba importantísima, mientras esperaba a que se desarrollaran los acontecimientos políticos que Popescu le había anunciado. Pero, por otro lado, parecía evidente que a Calinescu le habían matado quienes le apoyaban a él: los hombres de Popescu. La próxima semana, cuando comiera con el número dos de la Securitate, intentaría arrancarle la confirmación de que aquella muerte no había sido accidental. Aunque, ¿para qué? Era imposible que se lo reconociera. Si Popescu y su camarilla eran capaces de matar de forma tan gratuita, ¿hasta qué punto podía confiar en ellos? "Sólo en la medida en que los intereses de esa gentuza coincidan con los míos", pensó. Y esa gentuza era la responsable de que ahora mismo él viajara en un lujoso automóvil francés por una ciudad donde muchísima gente, literalmente, pasaba hambre. Se le revolvió el estómago.

—Pare aquí, Vasilo. Continuaré a pie. Preséntese mañana a las diez.

—¿En su domicilio, mi comandante?

—¡No! No, no… en la oficina.

Cristian estaba decidido a no emplear el coche oficial más que para ir a Primaverii y para los viajes que lo requirieran. Prefería que su madre y su hermana no supieran hasta qué altísimo nivel había ascendido en la jerarquía del régimen, aunque ni él mismo se lo acababa de creer. "¿Yo, comandante? Si se lo contara a los de la facultad pensarían que estoy delirando: el introvertido de la clase metido a jefazo
securista
por haber sacado buenas notas y haber hecho la tesina sobre los orígenes de los geto-dacios. Y mientras tanto, ellos arrastrándose para sacar ánforas y lápidas de los yacimientos. Eso en el mejor de los casos, porque la mayoría habrá terminado trabajando en otra cosa… Desde luego, si se enteran me linchan".

Cuando llegó a casa, Silvia y su madre estaban en medio de una fuerte discusión que se oía desde el descansillo, aunque no se distinguían las palabras. Abrió y entró sin hacer ruido, y se quedó un momento escuchando desde el recibidor, con la puerta muy entornada pero sin terminar de cerrarla.

—¡Pero tú te has vuelto loca de remate, hija! —la profesora caminaba de un lado a otro del salón con un cigarro encendido, y ella sólo fumaba cuando estaba verdaderamente nerviosa—. ¡Traer aquí al embajador holandés! ¿Pero es que quieres que nos detengan a todos? ¡Os buscáis otra casa o le veis en una cafetería, pero aquí ni se te ocurra traerle! ¿Me oyes? ¡Ni se te ocurra!

—¿Se puede saber qué pasa esta vez, Silvia? —Cristian cerró con fuerza la puerta de la casa, como si hubiera entrado en ese momento, y pasó al salón.

—¡Sí, claro, a ti te lo voy a contar,
compañero
! Con el régimen no me hablo más que lo justo: buenos días, buenas tardes, ¿cómo está usted? ¿Y su Dacia nuevo? Dice el
Scínteia
que consume muy poco, otro prodigio de la industria socialista. ¿Viene usted de tomar el té con nuestro amado Conducator? Por cierto, ¿cuándo piensa usted detenerme? Es que estoy deseando probar los medios de tortura más refinados…

—¡Basta! —La madre se acercó a medio metro de Silvia y se encaró con ella, mientras Cristian se hundía en un sofá y se llevaba la mano derecha a la frente, sin saber qué decir—, ¡Te prohíbo que hables así a tu hermano, ¿te enteras?! ¡No tienes ningún derecho a…!

—¡Mamá, por favor, quítate la venda de los ojos de una maldita vez! ¡Cristian es uno de ellos! ¡Tu hijo es un
securista
! Ni arqueólogo ni nada… ¿De verdad te has creído ese cuento de que la Securitate se dedica a perseguir fantasmas dacios? La Securitate persigue a gente viva, como yo. Y después los mata, como a papá. Y tu hijo es uno de ellos. ¡Uno de ellos, entérate! —Silvia señalaba a su hermano y no paraba de gritar, pero de pronto la madre no pudo más y se echó a llorar. Al momento se llevó la mano al corazón, asustada por las palpitaciones. Sus dos hijos la sentaron en el sofá y trataron de consolarla. Le prepararon una infusión y poco a poco lograron que se calmara. Cristian le tomó el pulso con preocupación. Cuando se hubo repuesto, salió detrás de su hermana. En la cocina la agarró del brazo y la miró fijamente.

—Silvia, como vuelvas a hacerle pasar un rato así a mamá tendrás que lamentarlo, te lo aseguro. Y ahora vas a darle un beso y le vas a decir que vienes conmigo, y que no nos espere levantada esta noche.

—¿Qué pasa, me llevas detenida?

—No, estúpida. Te llevo a cenar fuera y a dar un paseo. Tenemos que hablar muy en serio, pero los dos solos.

Capítulo 6

Bucarest, 9 de junio de 1989

—¡Sabes que mamá no está para muchos disgustos! ¡Sabes que ya ha tenido dos amagos y sufre una arritmia importante! ¿Es que quieres matarla? —Caminaban hacia la plaza Universitatii. El sol estaba ocultándose pero seguía haciendo un calor insistente y pegajoso.

—Está bien, perdí los nervios, ¿vale? No volverá a ocurrir. Pero déjame que te explique por qué los perdí. ¿Te acuerdas de Liliana Petrescu, mi compañera de clase? Siempre le has gustado mucho, por si no lo sabías. Esta tarde llegué a la Facultad y me encontré con ella. Le propuse que viniera a cenar a casa y le dije que tú tenías interés en conocerla mejor. Ya ves, estaba celestineando para ayudar a mi hermanito a encontrar pareja, que falta te hace. Me habría gustado que salierais juntos pero, ¿a que no te imaginas lo que me respondió? Ella tiene un trabajo por las mañanas muy cerca del palacio Primaverii. Pues bien, me dijo que te había visto entrar hoy mismo en el recinto del palacio, al volante de tu Dacia nuevo, y que no quiere saber nada ni de ti ni de mí. ¡Y el otro día alguien me pintó una hoz y un martillo en mi carpeta de clase! Ahora dime que no es verdad, si te atreves. Dime que te has pasado el día catalogando objetos dacios para el "museo arqueológico de la Securitate"… ¡No me hagas reír…!

—Silvia… —Cristian no sabía muy bien por dónde empezar—. Vamos a ver. Ante todo te confirmo que hoy he estado en Primaverii, ¿vale? Y a partir de ahora tendré que ir con mayor frecuencia porque ayer murió mi jefe de unidad y resulta que ahora el jefe soy yo.

Su hermana le miró con repugnancia pero no dijo nada. Al cabo de unos segundos, mientras Cristian seguía pensando cómo encauzar la conversación y cuánto debía contarle a su hermana, ésta se adelantó:

—¿Cómo es de cerca?

—¿Quién?

—Quién va a ser… "el más
odiado
hijo del pueblo".

—No me he cruzado con él hasta ahora. Supongo que tarde o temprano tendré que verle.

—¿Y entonces qué haces tú en Primaverii, si allí sólo está la residencia personal?

—Elena. Mi unidad depende directamente de Elena.

Silvia se detuvo y le miró con un gesto de incredulidad.

—¡Esta sí que es buena! Ahora resulta que me tengo que creer…

—¡Silvia, por favor! —la interrumpió Cristian—. Déjame que te lo explique todo desde el principio y no me mires así. No te puedes imaginar lo duro que me resulta todo esto. Para empezar, te repito una vez más que mi trabajo está centrado exclusivamente en la arqueología, lo creas o no. ¿Qué tengo que hacer, jurártelo? Pues te lo juro, Silvia. Mírame. Te lo juro por lo que quieras… te lo juro por la memoria de papá —Silvia iba a protestar pero vio los ojos algo húmedos de su hermano y optó por callarse—. La vieja está obsesionada con un hallazgo arqueológico muy concreto, y lleva años manteniendo una unidad secreta para buscarlo. La existencia de esa unidad sólo la conoce la cúpula de la Securitate, de la que dependemos formalmente. Hoy me he convertido en el jefe de esa unidad por puro accidente, y tengo que despachar directamente con ella, cosa que no me gusta pero no me queda más remedio. Mi misión es remover hasta la última piedra de este país buscando un legado dacio de valor incalculable. A Elena se le ha metido en la cabeza encontrarlo. Eso es todo, Silvia. ¡Eso es todo! No soy un informador, no he delatado a nadie en mi vida. Me desmayaría si tuviera que ver torturar a alguien. Odio las armas y odio más aún el régimen comunista, Silvia. ¡Lo odio tanto como tú! Te suplico que me creas, que seas razonable y actúes en consecuencia. Mira, de alguna manera nos ha tocado la lotería. Nunca habíamos soñado vivir así.

—Vamos a ver, Cristian. Supón que te creo. Supón que no te dejo aquí plantado, que seguimos conversando y me das muchos más datos, y me convences de que Elena Ceausescu te ha encargado buscar un cofre lleno de oro y joyas entenado por Burebista,
[14]
por ejemplo. Muy bien. ¿Cómo es que estás en Bucarest? Si fuera verdad estarías todo el tiempo viajando de ruina en ruina, digo yo.

—¡Pero Silvia, si tengo ahora mismo tres equipos de arqueólogos trabajando para mi unidad! Uno en las proximidades de Sarmizegetusa,
[15]
otro cerca de la esfinge de Bucegi
[16]
y otro más en una zona de Maramures. Yo me ocupo de coordinarlo todo desde aquí. Estudio algunas de las piezas que me van trayendo por si hubiera algún indicio, y rastreo el dichoso "tesoro" en las fuentes clásicas. Llevo meses leyendo y releyendo textos y más textos en griego clásico y en latín, que no sé cómo no me he vuelto loco. De vez en cuando preparo un informe y se lo presento a la
Ceauseasca
. Y nada más.

BOOK: Los guardianes del tiempo
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