Los guardianes del tiempo (10 page)

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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

BOOK: Los guardianes del tiempo
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A pesar de su nombre, se trataba de un pueblo sedentario y normalmente pacífico, pero formaba parte de una etnia más amplia con la que a veces debía participar en empresas de conquista o simplemente de saqueo. Otras veces las guerras eran internas, y su gente se veía obligada a combatir con pueblos similares y cercanos que hablaban casi el mismo idioma. Al Viajero le repugnaba la guerra y cualquier forma de violencia. Le horrorizó comprender que uno de los mayores orgullos de aquella gente tan parecida a su propio pueblo era la narración épica de cómo se habían sumado a las huestes que destruyeron en cuestión de días ciudades cuya construcción había durado siglos. Aquellos toscos salvajes, a los que debía honrar como primos de sangre, habían contribuido, dos siglos atrás, a acabar con la estirpe y el legado del gran Hammurabi en su lejanísimo reino. Esa "hazaña" todavía resonaba en los cánticos y leyendas populares.

Al cumplir dieciséis años, el muchacho informó a su padre de que no deseaba ser el futuro caudillo. Sabía que en el mundo había civilizaciones más avanzadas, que construían ciudades populosas con grandes y sofisticados edificios. Había reinos donde algunas personas dedicaban sus vidas a acumular conocimientos y transmitirlos a sus discípulos. Había pueblos capaces de "dibujar las palabras" representando el maravilloso tesoro del lenguaje mediante trazos simbólicos en la piedra, en la madera o en otros materiales. Se producía así el milagro de que la sabiduría quedara fijada para que otras personas la obtuvieran sin necesidad de reunirse con el autor, e incluso muchos años después de su muerte. Había lugares donde todas estas condiciones habían hecho posible que las artes y las ciencias se desarrollaran hasta extremos increíbles.

Los comerciantes, los invasores, los prisioneros extranjeros y los pocos compatriotas que regresaban liberados de su cautiverio en tierra extraña, habían ido forjando una serie de leyendas cuya transmisión oral constituía un elemento esencial de la cultura. Él estaba decidido a desentrañar lo que hubiera de cierto en esas leyendas de avanzados reinos lejanos, a aprender las lenguas y costumbres, los oficios y las creencias de esos pueblos.

Contra lo que él mismo esperaba, su padre acogió con respeto y admiración su deseo de partir en un viaje quizá sin retorno para buscar apasionadamente la sabiduría por el mundo entero. Además, ambos sabían que su hermano menor estaba mucho más cualificado para mandar a aquellas gentes tan aguerridas. Durante un año más, su padre le preparó para esa aventura que seguramente él también había deseado emprender de joven. Se extremó su educación haciendo venir a los hombres más sabios disponibles, y se le brindó una importante formación para la autodefensa que sin duda iba a serle vital en sus viajes. El Viajero recibió de su padre, ya anciano y enfermo, algunos consejos que siempre le acompañarían. Al despedirse, ambos supieron que era su último adiós.

Viajó durante más de dos décadas y conoció decenas de culturas. Aprendió numerosas lenguas y en varias de ellas vio cumplido su sueño de expresar las ideas mediante símbolos gráficos inteligibles para otros seres humanos. Aprendió la anatomía y el funcionamiento de los órganos del cuerpo, llegando a ser reconocido como un experto terapeuta. Dominó el arte de la arquitectura y dirigió la construcción de varios edificios. Comprendió los fundamentos de las relaciones políticas y esto le sirvió para sobrevivir, integrarse y prosperar en los diferentes reinos visitados. En todos los países alcanzó una posición social confortable: consejero o médico real, comerciante, gobernador de un territorio o sacerdote del culto local. Pero, tras algunos meses o unos pocos años viviendo en una sociedad, siempre volvía a sentir la necesidad de continuar su viaje, de llegar más lejos y conocer otras tierras y culturas, de aprender más. Aunque tuvo varias amantes, no había encontrado en sus viajes a una mujer con la que deseara pasar el resto de su vida, y además formar una familia equivalía a establecerse definitivamente en un lugar, idea que le espantaba. Él seguía buscando "algo".

Había llegado a Tebas dos años atrás, e inmediatamente circuló por la gran urbe el rumor de que un sabio extranjero estaba en la ciudad. El excéntrico faraón, que había trasladado la capital fuera de su histórico emplazamiento tebano, pronto tuvo noticia de él y le hizo llamar al nuevo centro político del Estado, la ciudad de Akhetatón. El faraón no sólo había construido la sede de su reino en un lugar consagrado al dios solar Atón, jurando no salir jamás de los confines de esa ciudad sagrada. También había cambiado su propio nombre, Amenhotep IV,
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por el de Akhenatón ("el sirviente de Atón"). Su esposa, Nefertiti había pasado a llamarse oficialmente Nefer-Nefera-Atón, aunque se seguía usando su nombre original, y también sus hijas llevaban nombres relacionados con Atón.

Akhenatón inició su reinado en corregencia con su padre Amenhotep III, representante de la tradición que situaba a Amón como deidad suprema de Egipto y reconocía a su clero una enorme influencia sobre el faraón y su política. Pero, según comentaban horrorizados los antiguos clérigos de Amón, el joven corregente y heredero al trono ingresó en una pequeña y discreta secta de adoradores del dios-sol Atón y se convirtió a su monoteísmo. Tan pronto como murió su padre y pudo reinar en solitario, Akhenatón prohibió el culto a los demás dioses, disolvió el clero de Amón y canceló las prerrogativas de sus integrantes. Mandó construir varios templos dedicados a Atón, principalmente en Karnak, y finalmente escogió como ubicación de la nueva capital un lugar apartado en la ribera oriental del Nilo, a mitad de camino entre Tebas y Menfis. La excusa era encontrar un emplazamiento que no estuviera "contaminado" por haberse celebrado ritos de la religión anterior. En realidad, el faraón temía un complot de sus muchos enemigos, y se había rodeado de una corte fiel. Además, el lugar escogido para la sede de su gobierno no podía ser una casualidad. El rey parecía tener algo especial que proteger en la zona donde había mandado edificar aquella ciudad de Akhetatón, "el horizonte de Atón".

Lejos de Tebas y en un entorno más controlado, el rey podía expresar con libertad sus ideas revolucionarias y diseñar con sus leales la estrategia destinada a ponerlas en práctica. Entre los suyos, Akhenatón había suprimido el acartonado protocolo tradicional y mantenía una relación directa y franca con las personas escogidas para formar parte de su equipo ejecutivo. El faraón no vivía recluido en palacio. Se dejaba ver en la ciudad y participaba en múltiples asuntos públicos y privados, acompañado de una escolta muy reducida y a veces incluso sin guardia. Acabó con siglos de rígida divinización de la monarquía. Por primera vez, el faraón era, al menos en su corte, un ser cercano, un coordinador, un gestor… un gobernante absoluto, pero no un dios.

La reina también mantenía una importante vida social y conducía su propio carro por las amplias avenidas de aquel enorme prodigio urbanístico que era la nueva capital. Akhetatón, con más de quince kilómetros de longitud, había sido levantada en tiempo récord y diseñada de arriba abajo con sensatos criterios arquitectónicos y sofisticadas referencias astronómicas. Los materiales empleados habían sido los mejores, y abundaba la piedra de gran calidad, frente al adobe que era tan habitual hasta entonces. Para los obreros y artesanos se habían construido barrios enteros de espaciosas viviendas, todas similares entre sí y dotadas de tres habitaciones. En los barrios de la clase dirigente las amplias mansiones contaban con grandes jardines y huertos. En palacio, y en general en toda la ciudad, se perseguían criterios de confort y funcionalidad. Fue infatigable la producción de todo tipo de muebles para aquella metrópoli de más de veinte mil habitantes.

La pareja real impulsó también una completa transformación artística. Se les mostraba con una sorprendente naturalidad, comiendo con sus hijas o realizando cualquier otra actividad cotidiana como personas de carne y hueso. Se superó la solemne expresión hierática y por vez primera se pintó y esculpió a las personas, ellos incluidos, con objetividad y sin ocultar las imperfecciones físicas de cada persona. Akhenatón aparecía tal como era: un hombre enfermizo y ligeramente deforme. El faraón incluso visitaba con frecuencia los talleres de sus escultores y les acompañaba en su trabajo para darles instrucciones directas sobre sus obras. A Yuti, uno de sus artistas favoritos, Akhenatón le pidió que les representara juntos: el artista recibiendo las instrucciones de su rey, que señala con un pincel los cambios que desea en la obra.

En Tebas, el Viajero había tenido contacto con algunos sacerdotes del disuelto clero amonita, cuya frustración por el poder perdido se había transformado en un odio sin límites hacia el rey, aquel reformador que amenazaba con transformar Egipto por completo. Esta casta de sacerdotes había alcanzado el poder convenciendo a la población y a los sucesivos faraones de que sólo Amón era el responsable de que Egipto se hubiera librado de los invasores hicsos, un par de siglos atrás. Desde los tiempos de Tutmosis III, el clero amonita era el auténtico poder en la sombra. Para afianzar su dominio, los sacerdotes establecieron un sistema de supuesta "consulta" del faraón reinante a Anión sobre todos los asuntos de Estado, y naturalmente era el clero quien le decía al soberano cuál era la opinión de su dios sobre cada cuestión. Los últimos faraones habían gobernado prácticamente secuestrados por los "deseos" de Amón, es decir, por los intereses de su clero.
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Ahora, desplazados del centro de la vida política y del palacio real, esos "cabezas rapadas" conspiraban para derrocar a Akhenatón y restaurar el antiguo politeísmo coronado por la supremacía de Amón, mientras aseguraban que el faraón era un hereje demente y malvado.

Pero cuando el Viajero conoció a Akhenatón y a la Gran Esposa Real, se dio cuenta de que ambos podrían ser cualquier cosa menos dementes o malvados. Por vez primera se encontró con dos soberanos —porque se podía afirmar que Nefertiti compartía con su marido el trono egipcio— cuyo nivel cultural era elevadísimo, como también su pragmatismo y su sentido común. El Viajero se dio cuenta enseguida de que estaba ante dos personas excepcionales. En Akhenatón encontró rápidamente un amigo, y en Nefertiti, con el paso del tiempo, algo más. Los tres se convirtieron en un equipo inseparable, y los soberanos explicaron al Viajero el secreto trascendental que custodiaban, y que explicaba el emplazamiento escogido para la nueva capital. Proteger ese secreto, la Herencia, se convertiría en la misión vital del extranjero, como ya lo era de Akhenatón y de Nefertiti.

* * *

Cuando el Viajero entró en la estancia privada de su amante, la Gran Esposa Real, vio que ella le esperaba consultando unos documentos, acomodada en ese gran invento egipcio: la silla.

—Has tardado mucho —le recriminó dulcemente, esbozando una sonrisa.

—Sí, lo sé —el Viajero se inclinó y besó la boca de la reina—. Pero por fin he terminado todas las gestiones que tenía previstas. Ah, he estado en el taller del escultor Tutmés. No puedes imaginar cómo le está quedando el busto que le va a servir de modelo para tus estatuas: estás verdaderamente preciosa, es una gran obra de arte. Pero yo sigo prefiriendo la original, claro. Bueno, aquí traigo los planos del nuevo refugio. Creo que no existe mejor forma de proteger la Herencia que esta edificación. A ver qué te parece.

El Viajero extrajo del cilindro de madera unos planos trazados sobre la mejor pasta de papiro, desecada y convertida en una hoja finísima, resistente y flexible. La planta de papiro que crecía en el delta del Nilo, procesada de múltiples formas y para los usos más diversos, era una de las principales exportaciones del reino. La soberana consultó los planos y no pudo reprimir la emoción. La construcción diseñada era un auténtico laberinto subterráneo de pasillos y salas aparentemente destinado a servir como última morada de algún gran señor, pero contaba con varias cámaras secretas que resultaban inapreciables si no se conocía el mecanismo que había que accionar para desplazar las paredes que las ocultaban. A la reina le maravilló el invento propio que el Viajero pensaba aplicar en varios puntos del recinto: el arco de medio punto sostenido desde arriba por una pieza clave en forma de cuña.

—El recinto que has diseñado es magnífico. Es digno de ti, y sin duda es digno de la Herencia —pero una sombra de duda se reflejó en su rostro—. ¿Lograrás edificarlo a tiempo?

—No sé. En realidad no es nada fácil, sobre todo si queremos que se construya con discreción. Hay que traer obreros del extranjero, mantenerlos aislados en el campamento y devolverlos a sus lugares de origen sin que entren en contacto con la población del reino. Aunque la obra estará en pleno desierto, a cinco días de distancia del primer lugar habitado, va a ser complicado mantener el secreto.

—Pues es fundamental mantenerlo, ya lo sabes. Si nuestros enemigos llegan a sospechar que existe la Herencia no pararán hasta hacerse con ella, aunque tengan que derrocar al rey. Y después la destruirán, matarán a los Doce Sabios y se interrumpirá la transmisión hacia las generaciones futuras. Y ya sabes lo que eso significa…

El Viajero reflexionó con gesto sombrío.

—Tenemos que conseguirlo, amor mío —tomó su mano y se la llevó a los labios—. A cualquier precio.

La Gran Esposa Real, alrededor de los treinta años, conservaba una gran belleza pese a su reiterada maternidad. Sus rasgos eran delicados. Destacaba el cuello largo que le daba un aire majestuoso. Se despojó de la lujosa corona dejando a la vista su cabeza afeitada. Se acercó sensualmente al Viajero y le empujó sobre los planos sonriendo y deslizando una mano entre los ropajes del extranjero. Unos minutos después estaban haciendo el amor, pero en ese momento se abrieron las pesadas cortinas que separaban la estancia de Nefertiti de la sala adyacente.

—¡¿Es así como se comporta la Gran Esposa Real?! —bramó el décimo faraón de la decimoctava dinastía de Egipto.

* * *

Mientras, a las afueras de la capital, la comunidad de los Doce Sabios estaba reunida en sus espaciosas pero incómodas instalaciones subterráneas. Diez eran hombres y dos mujeres. Casi todos eran egipcios, pero había un hombre procedente de la avanzada ciudad de Ugarit, en la costa asiría, y otro originario de Creta. Una de las mujeres era nubia. La otra era la maestra y amiga de Nefertiti, y había llegado con ella de Wassukkani, la capital del reino mesopotámico de Mitanni. Sabedor de que su reino era ambicionado por los hititas, la dinastía de Mitanni procuraba estrechar lazos con el poderoso Egipto, y uno de los medios de hacerlo era emparentar con la realeza egipcia. Así llegó al país del Nilo Nefertiti, hija del rey Tushratta, y con ella esta mujer extraordinariamente culta que había ocupado, unos meses atrás, la última vacante producida por la muerte de otro miembro de la reducida organización secreta. Las princesas de Mitanni traían consigo la tradición del culto exclusivo al dios-sol, lo que favoreció más aún los propósitos de los Doce Sabios.

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