Bucarest, 9 de junio de 1989
A las nueve de la mañana, Cristian llegó al control de acceso al recinto del palacio Primaverii.
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Bajó la ventanilla para preguntarle al oficial si podía aparcar el coche junto al muro exterior, en el bulevar del mismo nombre, pero, para su sorpresa, el joven soldado se cuadró ante él, aunque Cristian ni siquiera le había mostrado aún su credencial de la Securitate.
—A sus órdenes, compañero comandante Bratianu. La asistente personal le está esperando. Por favor entre y aparque donde le va a indicar aquel oficial —La verja se estaba abriendo y otro agente uniformado le esperaba dentro para darle instrucciones. Nunca habría imaginado que a sus veinticuatro años iba a recibir un trato tan respetuoso por parte del régimen brutal que había asesinado a su padre.
Aparcó y anduvo hasta la entrada del palacio. Al llegar se quedó unos segundos contemplando el coche preferido del dictador, un Buick Electra del 75, regalo del ex presidente Nixon.
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El chófer estaba junto al vehículo, seguramente esperando que bajara el Conducator o algún miembro de su familia. El arqueólogo subió la escalinata y enseguida le atendió una secretaria, que le estaba esperando. Estuvo apenas un cuarto de hora haciendo antesala para ver a la gran jefa.
Cuando se abrió la puerta, salió un importantísimo
apparatchik
del partido y alto cargo del gobierno, uno de los nomenclaturistas que, tras el cambio de régimen, habrían de continuar durante muchos años su carrera política como si no hubieran tenido un turbio pasado en la dictadura. La asistente personal le dio paso y Cristian entró en el despacho. En persona resultaba aún más desagradable que por televisión. Con su gesto hosco habitual, mal vestida y peor maquillada, aquella mujer menuda parecía a simple vista una vieja sin importancia, pero todo el mundo decía que en casa de los Ceausescu era ella quien llevaba los pantalones. En realidad, la desconfianza mutua entre ambos esposos era considerable. Elena Ceausescu le lanzó una mirada escrutadora. A Cristian le pareció que le miraba con arrogancia y desprecio, pero pronto comprendería que aquella era su expresión habitual. Finalmente habló ella, tratando de romper el hielo.
—Buenos días, Bratianu. No te quedes ahí, hijo, pasa. Siéntate. ¿Sabes quién acaba de marcharse, le has reconocido?
—Sí, compañera viceprimera ministra.
—No, no. Llámame "compañera" a secas. Pues bien, el proyecto de este compañero es maravilloso. Si todo va bien, estoy segura de que en menos de tres años la población ya no tendrá que cocinar ni comer en casa, e incluso podremos suprimir las cocinas. Todo el mundo irá al comedor popular de su zona, donde se le dará desayuno, comida y cena siguiendo una dieta científica y equilibrada que hará del nuestro un pueblo sano y fuerte. Y el Estado ahorrará una millonada, lo que nos permitirá destinar un porcentaje aún mayor de la producción agrícola a la exportación. Además, esto nos permitirá probar en la población los últimos adelantos en materia de nutrición. Naturalmente, a las personas que requieran una dieta especial por prescripción médica se les proporcionará.
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El socialismo da a cada persona lo que le corresponde: "De cada uno según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades", como dijo el compañero Marx.
Cristian disimuló el horror e interpretó su papel lo mejor que pudo.
—Sabias palabras, compañera. Lástima que en algunos países socialistas se estén olvidando.
—Bah, tonterías. Yo sigo pensando que eso de la
perestroika
es una fiebre pasajera, ya lo verás. Bueno, Bratianu, ya sabes que ha fallecido tu jefe, el compañero Radu Calinescu. Era nuestro mejor arqueólogo. ¿Has sentido su muerte?
—Por supuesto, compañera. Siempre se portó muy bien conmigo. Ha sido una enorme pérdida. Era un hombre cabal, un gran científico y un comunista de verdad. Casi no puedo creer que haya sufrido un accidente tan desgraciado.
Elena Ceausescu esbozó una sonrisa irónica e iba a decir algo, pero cambió de opinión y prefirió entrar directamente en materia.
—Ahora sólo te tenemos a ti. La composición de la unidad Z siempre ha sido muy reducida, ya sabes. Por un lado está tu puesto, es decir, un arqueólogo de total confianza y formado para tareas de seguridad e inteligencia, bajo las órdenes directas del arqueólogo principal Calinescu, pero sin conocimiento pleno de la misión —Cristian se sorprendió pero controló el gesto—. Y por otro lado, el propio Calinescu al mando de tres o cuatro agentes más de la Securitate con funciones de protección y contraespionaje respecto a vuestros hallazgos y tareas, pero sin conocimientos arqueológicos. Y nadie más. Tu antecesor, como sabes, murió hace casi un año de un cáncer de hígado. A ti te reclutaron en noviembre, me parece, y te incorporaste al servicio en enero, ¿no es así?
—Así es, compañera.
—Eres muy nuevo y demasiado joven, pero en fin… tus referencias políticas y académicas son verdaderamente inmejorables. Me encanta rodearme de científicos con los que poder sostener un diálogo de igual a igual, aunque la arqueología no es una de mis especialidades principales. Calinescu siempre me habló maravillas de ti —Cristian reparó en un expediente situado sobre la mesa. Seguro que se trataba de su dossier personal—.
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Él fue una de las personas más leales que he conocido, así que hago mía su elección. Por eso no dudé ayer, cuando me comunicaron su muerte, en nombrarte director de la unidad Z. Como sabes, esto implica el rango de un comandante de dirección de la seguridad del Estado, aunque sólo Vlad, Popescu y sus más inmediatos subordinados saben que la unidad existe. Tus credenciales serán las de un comandante adscrito directamente al staff del general lidian Vlad.
—Le estoy muy agradecido, compañera, y espero hacerme merecedor de su confianza.
—Bueno, bueno, ahora lo que importa es la misión. Dime, ¿cuál es la misión de la unidad Z?
—¿La misión? Pues buscar yacimientos arqueológicos geto-dacios, y especialmente los del periodo más antiguo.
—¿Con qué fin?
—¿Con qué fin? Pues… —Cristian no sabía cómo responder a esa pregunta, pero su interlocutora se le adelantó.
—¡Bratianu, por favor! Tu jefe ya está muerto, así que no le traicionarás al decirme lo que te haya contado sobre la misión. No me hagas perder el tiempo explicándote cosas que ya sabes.
Cristian siempre había sospechado que aquel derroche de recursos y el secretismo de la unidad Z no podían responder a una simple misión arqueológica, pero Calinescu nunca le había revelado nada.
—No me atrevería a hacerle perder su valioso tiempo, compañera, pero le aseguro que no sé nada especial. El comandante Calinescu nunca me dijo que hubiera nada extraordinario en nuestra misión científica.
Elena Ceausescu se quedó en silencio un momento, valorando la situación. Finalmente creyó a Cristian. Le miró fijamente a los ojos.
—Un hombre extraordinario, Calinescu.
—Desde luego, compañera.
—Bien, pues tengo que ponerte al día. Radu Calinescu era apenas un poco mayor que tú cuando viajó a África en 1970, como alumno y ayudante del matrimonio Iordache, que había obtenido permiso para excavar en un lugar nuevo. ¿Has oído hablar de ellos?
—Sí, compañera, por supuesto: los dos egiptólogos más grandes de Rumanía, que murieron en un accidente de avioneta cerca de las ruinas nubias de Meroe, en Sudán.
—Los accidentes no siempre son lo que parecen… —Cristian comprendió entonces que la
compañera
no creía en la muerte accidental de Calinescu—. En realidad, a Emil y Mariana Iordache los mató a tiros tu jefe. Eran unos traidores que pretendían escapar a Francia. Los resultados de su investigación le pertenecían, naturalmente, al pueblo rumano, pero iban a ser su pasaporte para hacerse ricos y llevar una vida burguesa y decadente en París. Calinescu comprendió de inmediato la importancia extraordinaria de los objetos descubiertos y de su significado. Afortunadamente pudimos arreglar las cosas con el gobierno sudanés. Calinescu regresó a Bucarest escondiendo estos dos objetos importantísimos en un maletín que logró pasar como valija diplomática, evitando así que se lo registraran al salir de Sudán —de una carpeta extrajo una serie de fotografías que mostraban lo que parecía una típica estela mortuoria egipcia, grabada en caliza y llena de jeroglíficos, y una llave retorcida llena de extraños caracteres que Cristian no logró identificar—. Esa llave prueba la existencia del baúl descrito en los jeroglíficos, y de una antigua civilización muy adelantada en algunas áreas. Desde que tengo la llave varias personas, seguramente enviadas por los españoles, han intentado comprármela y me han ofrecido por ella mucho más de lo que puede valer una pieza de museo. Esto confirma su importancia.
»Cuando leas la traducción del texto egipcio comprenderás por qué es fundamental la misión de tu unidad y su más estricto secreto, y por qué en ella sólo hay un arqueólogo conocedor de la misión completa. Igual que hizo tu antecesor, puedes buscarte un segundo de a bordo que sea un buen arqueólogo a quien puedas encomendar las tareas necesarias. Conviene que reciba formación de la Securitate, como tú, pero no puedes contarle nada. Tómate los meses que necesites pero selecciona bien a ese arqueólogo. Tienes que pedirme el visto bueno sobre la persona que elijas. Comprobaré su dossier. Los equipos de investigadores que emplees para cada tarea serán personal ajeno a la unidad, y los demás miembros de ésta seguirán siendo apenas dos o tres agentes ordinarios, dedicados a protegerte a ti y a tu trabajo pero sin conocer los secretos que buscáis. Además se les sustituye cada dos años. Los despachos que tenéis en la sede del Comité Central son una simple tapadera para que Vlad y su gente no sospechen nada, y de paso te servirán para los trabajos menores: coordinar excavaciones, recopilar información… todo lo que tú mismo has venido haciendo estos meses.
»A partir de ahora dispondrás también de un despacho aquí, en Primaverii: el despacho de alta seguridad que ocupó tu jefe aquí abajo, en uno de los búnkeres subterráneos. Es como una caja fuerte. Desde ahora tienes acceso prioritario e inmediato a mí (y si no es posible, a mi marido), a cualquier hora del día o de la noche, estemos donde estemos, en el país o en el extranjero y bajo cualquier circunstancia. Ya he dado las órdenes oportunas. Y tienes a tu disposición todos los medios técnicos, humanos y financieros del Estado: todo lo que necesites. La misión auténtica sólo la conoceremos tú y yo. Y el Conducator, por supuesto. Pero nadie más. Tú respondes únicamente ante mí, y ni siquiera los máximos dirigentes de la Securitate tienen autoridad para pedirte información ni para darte órdenes, ¿queda claro? Bratianu: en esa caja antigua se encierran unos conocimientos científicos que le darán a Rumanía una ventaja política, militar y tecnológica inimaginable. Se trata, sobre todo, de una fuente de energía inagotable, además de otros muchos avances de gran importancia. Son nuestros y tenemos que encontrar ese arca o lo que sea, a cualquier precio. Entonces sí que no podrán seguir negándome el Nobel.
Cristian tragó saliva y tuvo que esforzarse para que no se le notara que no daba crédito a lo que estaba oyendo. ¿Esta anciana megalómana de verdad creía semejante disparate? Lo que estaba claro era que sólo pensaba en su propia gloria personal. Además, ¿en qué disciplina pretendía obtener el premio Nobel aquella enorme ignorante? Desde luego no sería en Economía, a juzgar por la miseria extrema que padecía su país.
—Entonces, compañera, debemos obtener permisos de excavación en Sudán y quizá en Egipto para…
—No, no, de ninguna manera. El tesoro no está en África —Cristian tuvo que morderse la lengua para evitar una carcajada. ¡¿Cómo podía llamarlo "el tesoro"?!— En la expedición había un cuarto hombre, un español llamado Cárdenas que se sumó a última hora pidiendo permiso a los Iordache. Decía ser un egiptólogo, pero yo creo que en realidad era un espía de Franco y probablemente estaba de acuerdo con los Iordache. Este agente imperialista escapó a los disparos y huyó con la otra piedra de jeroglíficos, donde al parecer se explicaba la ubicación exacta del arca. Nos ayudaría mucho recuperar esas instrucciones, por eso Calinescu llevaba años pidiendo informes a la
antena
de la Securitate en Madrid. Pero de todas formas tenemos que seguir buscando por nuestra cuenta. Lo que está claro es que el arca está enterrada en algún lugar de Rumanía.
—¡¿En Rumanía?! —Cristian no se explicaba cómo podía haber llegado a su país esa misteriosa arca egipcia.
—Sí, claro, en Rumanía. No hay lugar a dudas. Ya leerás la traducción y los demás documentos e informes de Calinescu. ¿Por qué crees que tu unidad Z se llama como se llama?
Esas palabras de la dictadora fueron como una revelación para Cristian, que se quedó con la boca abierta hasta que pudo reaccionar y cerrarla. La
compañera
le miró satisfecha: aquella sorpresa significaba que de verdad Calinescu había sido discreto, pero también indicaba que Cristian tenía realmente una altísimo nivel de conocimientos y había sacado inmediatamente las conclusiones correctas.
Al arqueólogo no le hacía falta oír más. Si lo que estaba pensando era cierto, él mismo iba a estar en condiciones de confirmar y demostrar a la comunidad académica una teoría ciertamente heterodoxa y minoritaria que él compartía. Y aunque Elena Ceausescu era una vieja déspota y una inculta con risibles aires de científica, el jefe de la unidad, Radu Calinescu, había sido uno de los más grandes arqueólogos del país. Además de un asesino, claro, como acababa de saber. Si Calinescu había dedicado diecinueve años de su vida a ese asunto, no podía ser una fantasía. Estaba deseando sentarse a leer el archivo de su difunto jefe. Afortunadamente la
compañera
no le retuvo mucho más y pudo bajar a tomar posesión del bunker.
* * *
Pasó el resto de la mañana en su nuevo lugar de trabajo, el despacho secreto asignado al jefe de la unidad Z. Era una estancia de apenas quince metros cuadrados con una mesa de despacho, archivadores y estanterías abarrotadas de libros. Los informes confidenciales de Radu Calinescu no dejaban lugar a dudas: en algún punto de la actual Rumanía, concretamente en una cueva situada en la cima de un monte, un consejero del faraón egipcio Akhenatón había escondido una vieja arca procedente de una civilización desaparecida en tiempos remotos. Akhenatón había ordenado a ese consejero poner a salvo el importante legado escondiéndolo en "tierras lejanas y bárbaras". Según la tablilla egipcia, que en realidad no era una estela mortuoria, ese arcón encerraba los secretos de una energía ilimitada y otros adelantos milagrosos.