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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

Los guardianes del tiempo (4 page)

BOOK: Los guardianes del tiempo
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Con el corazón latiendo a toda velocidad, el arqueólogo no sabía qué decir. Era improbable que fuera una trampa porque se trataba del propio
número dos
de la Securitate en persona, y además Cristian sí había tenido acceso a ciertos "informes verbales" a través de ex compañeros de la academia de Baneasa. Todo encajaba, aunque le costaba creer que la cúpula de la Securitate estuviera comprometida con un cambio de sistema. Lo que sí podía entender era que deseara un cambio de dictador, porque la "vieja pareja" y su régimen estalinista, que siempre habían mantenido una relación tensa con Moscú, eran ahora, en plena
perestroika
, un obstáculo para los planes de Gorbachov. Y la Securitate (o al menos una parte de ella) estaba muy coordinada con el KGB. Tras pensarlo un momento, se decidió.

—Compañero general, puede usted contar conmigo. Totalmente y sin reservas —por primera vez fue el arqueólogo quien sostuvo la mirada de Popescu—. Espero no equivocarme, espero de verdad estar haciendo lo mejor para Rumanía. Confío en usted.

—Muy bien, Cristi. Yo no te voy a defraudar. No me defraudes tú a mí.

Se despidieron con un apretón de manos y Popescu se fue. Sus escoltas se apresuraron a acompañarle de cerca. Cristian se apoyó sobre la barandilla con la mirada perdida en las barcas que surcaban el lago de Herastrau. Pasó un rato reflexionando sobre lo que le acababa de ocurrir.

Cuando el general de la Securitate se sentó en su cómodo Mercedes blindado, un amigo de la infancia y altísimo oficial del Ejército le estaba esperando dentro.

—¿Cómo te ha ido, Aurel?

—Bien, muy bien. Tenemos al muchacho incondicionalmente de nuestro lado. El infeliz ha pasado de pronto a ver en la Securitate la esperanza democrática de este país —Popescu ahogó una carcajada—. En fin, ha sido fácil: es un chaval con buen corazón. Nos vendrá bien contar con él cuando llegue el momento. Ahora nos ocuparemos del arqueólogo principal para que Cristian pase a ser el jefe. La loca de Elena le tiene concedida prioridad máxima y acceso absoluto al jefe de esa absurda unidad arqueológica.

Popescu hizo un gesto afirmativo a su asistente, que se había girado desde el asiento delantero, junto al conductor. El oficial tomó el auricular del teléfono y ordenó simplemente "Adelante, eliminadle".

—Y a ti, ¿cómo te ha ido con Iliescu?

—Pues bastante bien. Los planteamientos de Ion son los adecuados, y en Moscú están cada vez más convencidos de que él es el hombre. Y de que hay que actuar, pero a su debido tiempo. Queda justo un mes para la reunión del Pacto de Varsovia aquí, en Bucarest. Yo creo que lo que se vaya a hacer tendrá que esperar a septiembre, aunque todo irá en función de los acontecimientos de los demás países, claro —el general Militaru hizo una pausa y comenzó a reír—. Oye, ¿es verdad que la compañera Elena está obsesionada con la inmortalidad y se dedica a buscarla en las ruinas dacias? ¿No le iría mejor un poco de Gerovital?
[5]

—¿Un poco? ¡Para rejuvenecer a esa momia andante seguro que hacen falta toneladas!

* * *

Cristian se sentó al volante de su Dacia y se dirigió a la plaza Victoriei, desde donde tomó la calle del mismo nombre para llegar al edificio del Comité Central del Partido Comunista Rumano. En el sótano había un pequeño estudio de televisión y, justo al lado, una puerta que parecía de armario pero que daba directamente a unas estrechas escaleras descendentes. Al final de las escaleras había un largo pasillo y varios despachos y salas de reuniones y de archivo. Era el reino subterráneo de la "inexistente" unidad Z. El personal de seguridad sólo sabía que la mujer más poderosa del país mantenía allí un pequeño equipo a su servicio, y que al parecer eran oficiales de alto nivel de la Securitate que, sorprendentemente, se ocupaban de "cosas culturales". Nadie entendía por qué estaban allí y no en un museo o en las dependencias del propio cuerpo, pero a ver quién era el listo que se atrevía a cuestionarlo abiertamente.

Uno de los agentes de la unidad le informó de que el jefe había salido precipitadamente de viaje por un asunto familiar urgente. Cristian, algo sorprendido, entró en el despacho del comandante. No vio nada fuera de lo normal, pero encima de la mesa encontró un sobre dirigido al jefe. Ya estaba abierto, así que extrajo el contenido. Era un informe codificado en una clave muy simple, que enseguida pudo descifrar. Había sido emitido esa misma mañana por un alto oficial de la Dirección 3 (el departamento de espionaje exterior de la Securitate). Como de costumbre, el informe aparecía como solicitado por el general Vlad, ya que ni siquiera su redactor conocía la existencia de la unidad. Al jefe de Cristian se lo había entregado seguramente la asistente personal de la codictadora.

"Nuestro personal de
antena
en Madrid nos confirma que el objeto arqueológico en cuestión parece encontrarse, en efecto, en poder del político mencionado. Parece ser que el político tiene tanto el objeto como el informe sobre el mismo escrito en 1970 por el arqueólogo Santiago Cárdenas. El objeto está probablemente en la caja fuerte de la vivienda situada en la zona residencial llamada La Florida, a escasos kilómetros de Madrid. Si se tratara de otro político menos relevante, no sería demasiado difícil recuperar el objeto o al menos fotografiarlo. Sin embargo, se trata de una de las personas mejor protegidas de España a causa de sus antiguas responsabilidades y de la amenaza terrorista permanente. Descartamos por completo una intervención en su domicilio y recomendamos una negociación con el CESID español, iniciada con una prueba de fuerza por nuestra parte. Si realmente el objeto es de tanto valor, proponemos ofrecer a los españoles algo importante a cambio, por ejemplo la devolución del material sonoro del expediente 4078/81 relativo al intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, es decir, las conversaciones telefónicas interceptadas por un equipo yugoslavo, y posteriormente sustraídas y decodificadas por nosotros. En caso de que los españoles se nieguen a devolver el objeto, se les amenazará con filtrar las grabaciones a los medios de comunicación, lo que podría ocasionar un problema político de primer orden".

Cristian esbozó una sonrisa amarga: esto significaba que a su jefe pronto le iba a tocar un viaje a España. Se dejó llevar por el sueño de ser él quien viajara a Occidente y aprovechar la ocasión para pedir asilo político nada más pisar Barajas, pero enseguida comprendió que su madre y su hermana podrían sufrir serias represalias, y además recordó la conversación que acababa de mantener con Aurel Popescu. Si de verdad se estaba moviendo algo en la cúpula, lo más sensato era quedarse y ayudar desde su puesto a librar al país de los Ceausescu y del comunismo. A lo mejor era sólo cuestión de meses.

Por la noche, Cristian aparcó frente al moderno edificio de apartamentos donde se había trasladado con su madre y su hermana un par de meses atrás. Otro privilegio derivado de su rango. Hasta entonces habían sobrevivido al frío, al calor, a la humedad y a las cucarachas en un horrible bloque de hormigón clasificado como "tercer confort" según la jerga oficial y situado en Ferentari, uno de los peores barrios de Bucarest. Ahora, convertido Cristian en todo un alto oficial de la Securitate, él y su familia "merecían" vivir en un enorme piso de… ¡ochenta metros cuadrados! El piso tenía nada menos que tres dormitorios además del salón, la cocina y el baño. Eso significaba que cada uno de los ocupantes podía disponer de su propia habitación y que ninguno de ellos tenía que dormir en el salón o en la cocina: un privilegio impensable en la Rumanía de Ceausescu. Y lo mejor era el barrio, porque el piso estaba cerca de todo, situado en pleno bulevar Victoria Socialismului, la amplia avenida que llevaba hasta la Casa del Pueblo.
[6]

—Hola, mamá —se inclinó para besar a su madre en la mejilla—. He traído unas cosas de la
shop
[7]
para la cena. ¿Está Silvia?

—No, hijo, me parece que hoy tendremos que cenar solos —siguiendo las instrucciones que Cristian le había dado tiempo atrás, subió fuertemente el volumen del televisor y se acercó a su hijo para hablar con él, por si había micrófonos—. Tu hermana se ha ido a visitar a unos amigos, según dice. En realidad, me temo que sea otra de sus reuniones conspiratorias con la gente de la facultad. Después de lo de Polonia, aquí están empezando a moverse muchos grupos, aunque sin coordinación, y Silvia siempre tiene que estar metida en todo. Esta tarde conseguí sintonizar Radio Europa Libre, y parece que Gorbachov ya está harto del régimen rumano. La verdad es que yo comprendo a tu hermana. No podemos seguir eternamente así. Si la coyuntura internacional es favorable a un cambio por primera vez en cuatro décadas, pues hay que aprovechar el momento. Pero no quiero que le pase nada, Cristi. ¡Si sólo tiene veinte años…! Deberías hablar con ella. Que espere a los acontecimientos, que no esté en primera línea…

—Pero mamá, si a mí me tiene en cuarentena desde que acepté el puesto. Si no hay manera de convencerla de que no me he convertido en uno de ellos. No me cree. Siempre está con su ironía y sus indirectas hirientes. Esta mañana me dijo algo así como que papá estaría muy orgulloso de mí por haber conseguido esta casa y el coche, pero qué lástima que para ello hayan tenido que morir él y miles de personas decentes más.

—¡¿Eso te ha dicho?! Se está pasando, Cristi, de verdad. Tenemos que hablar con ella en serio. Parece mentira que no se dé cuenta de que tú estás en una unidad de arqueología. ¡De arqueología!

—Es que no se lo cree, mamá. Y lo comprendo. ¿Quién se va a creer que la Securitate tiene un equipo de arqueólogos? Sólo espero que no lo vaya comentando por ahí. Se supone que no lo sabéis. La unidad es ultrasecreta, ya sabes.

—No, no. Sobre eso sí que puedes estar tranquilo. Tu hermana no te pondría en peligro por nada del mundo. Ya sabes que te adora.

—Eso era antes. Ahora no estoy seguro de nada. Bueno, cambiando de tema, ¿cómo te ha ido el día?

—Pues como siempre. Mira qué horror —señaló una pila de exámenes para corregir—, tengo para toda la noche.

Smaranda Bratianu era profesora de literatura rumana en un instituto de enseñanzas medias, como lo había sido su marido. La madre de Cristian era una mujer alta y delgada que había sido atractiva pero que, a sus cincuenta y dos años, ya casi parecía una dulce viejecita por culpa de su pelo gris. Había encanecido muy deprisa en los años setenta, cuando el régimen se llevó a su marido Laurentiu. Ella sola tuvo que ocuparse de sus hijos mientras el sistema la degradaba a tareas burocráticas en un instituto del extrarradio. La viuda de un disidente no podía dar clase, no fuera a "contagiar" a algún alumno. Le llevó casi diez años recuperar su adorada función docente. Estaban cenando y comentando la impresionante efervescencia de los acontecimientos políticos en el resto del bloque socialista, cuando sonó el teléfono y Cristian se levantó para responder. Regresó a la mesa helado.

—Ha muerto mi jefe, mamá. Un accidente de tráfico, al parecer. El caso es que soy el nuevo jefe de unidad. El viernes por la mañana debo presentarme ante la
compañera
.

—¿Qué compañera? —preguntó la madre, temiendo la respuesta. Cristian se mordió la lengua demasiado tarde. La noticia le había hecho perder la concentración y decir lo que no debía. Pensó un momento y optó por no ocultarle a su madre con quién iba a reunirse, porque de todas maneras habría terminado por suponerlo.

—Esa
compañera, la compañera Elena —no necesitaba pronunciar el apellido.

A su madre casi se le atragantó la comida. No sabía que la unidad de su hijo tuviera un trato tan directo con la codictadora. En realidad, Cristian ya se había reunido tres veces con ella, siempre acompañando al jefe de la unidad Z.

Después de cenar se sentaron a ver la anodina emisión televisiva, que apenas duraba un par de horas. Un pasatiempo muy extendido consistía en contar las veces que se citaba el apellido Ceausescu en los telediarios rumanos. Aquella noche no fue muy especial: sólo diecinueve menciones. Al término de la programación, la mayoría de los rumanos sintonizaba la televisión búlgara, diccionario en mano. No entendían natía, pero al menos había más variedad. La madre de pronto se sonrió.

—¿Quieres oír un chiste? Me lo ha contado esta mañana una alumna. Resulta que Rumanía manda su primer cosmonauta al espacio, y cuando regresa le reciben los Ceausescu.
Ceasca
[8]
le pregunta qué se siente allí arriba y el cosmonauta le dice que es muy difícil moverse debido a la ley de la gravedad. Enfadado, Nicolae le pregunta a su mujer: "Pero Elena, ¿cuándo he dictado yo una ley tan tonta?". Y Elena le responde: "¿Y a mí qué me cuentas? Tú eres el que se ocupa de las leyes, yo sólo sé de ciencias".

Cristian pensó que en realidad ese chiste no le hacía justicia a la
compañera
: se quedaba muy corto. Aquella ignorante, cuya educación no había pasado del cuarto curso de educación primaria, estaba obsesionada por aparecer ante el mundo como una reconocida científica, y presumía de una amplia cultura que por supuesto no tenía. Era famosa la anécdota de su intervención en un evento académico cuando, al pronunciar el discurso que le habían preparado, aquella "química de renombre mundial" no supo que C0
2
significaba "dióxido de carbono", se atascó y finalmente leyó "codos". No sabía lo que estaba diciendo. Sin embargo, uno de los elementos imprescindibles de todo viaje oficial de los Ceausescu al extranjero era que a Elena se le concediera algún doctorado honoris causa o algún premio científico. Cuando viajaron a los Estados Unidos en 1978, se enfadó porque el título propuesto era de la Universidad de Illinois. "¡¿Es que Cárter no me puede conseguir algo en Washington?! ¡Me niego a ir a ese Ili… como se llame! Y encima para recibir el título de manos de un sucio judío, ¡el colmo!", protestaba amargamente. Pero al ver que no había mejores opciones, no tuvo más remedio que tragarse su orgullo y su antisemitismo, y aceptar el honor que se le ofrecía. No quería quedarse sin un diploma de los Estados Unidos para su colección.

Capítulo 4

Londres, 8 de junio de 1989

El islandés era un hombre muy alto que rondaba los cincuenta años. Se puso las gafas y leyó con un gesto de aprobación las anotaciones que el presidente de la Sociedad le había hecho en los márgenes del extenso informe.

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