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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

Los guardianes del tiempo (31 page)

BOOK: Los guardianes del tiempo
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—A mí me tendréis que disculpar —dijo el superior de Marina mirando su reloj—. Debo regresar a Madrid. Te dejo en buenas manos, Cristian. Marina García es mi mano derecha y la mejor jefa de inteligencia del CESID.

Se levantó y antes de marcharse añadió en rumano:

—Ha sido un auténtico honor conocerte, Cristian —le estrechó la mano—. Espero que nos veamos pronto.

En realidad no se fue a Madrid sino a la sala de vigilancia interior. Se situó frente al monitor donde se veía a Diana y supo de inmediato que algo no iba bien. Se acercó con el
zoom
y escudriñó la expresión de enfado y perplejidad de la agente, sintiéndose culpable. Su intuición le llevó a coger un teléfono y marcar apresuradamente una extensión. Cruzó unas palabras con el general Zaldívar. Unos minutos después vio en la pantalla cómo se abría la puerta de aquel salón y entraba Marina García.

* * *

Marina esperaba encontrar a Diana enfrascada en el estudio de la documentación, pero la agente estaba sentada en el sofá, pensativa. Miró a su jefa con dureza. Marina ni siquiera cerró la puerta y se acercó a ella extrañada.

—¿Qué está pasando aquí?

—¿Cómo dices?

—Tengo dudas de estar en un edificio del CESID y entre personal del CESID. Dudo de que tú seas quien dices ser.

Tengo la impresión de que todo esto podría ser una simulación organizada por un servicio extranjero: una clásica operación de "envoltorio", aunque muy bien desarrollada. Ojalá me equivoque, pero si de verdad trabajas en la Casa ya conoces las normas. No estoy dispuesta a colaborar en nada hasta que reciba una confirmación verificable del alto mando.

—Pero, ¿tú te has vuelto loca? ¿Se puede saber qué te hace pensar que…?

—No, por favor, no tiene sentido que insistas. Repito: ya conoces las normas. Prefiero tener que disculparme contigo después, si estaba equivocada.

Y, como para reforzar su decisión, Diana se cruzó de brazos sosteniendo la mirada de Marina, pero una voz la hizo girarse nuevamente hacia la puerta.

—¿Le parece suficiente confirmación la mía, señorita Román? —el general de división Alberto Zaldívar, director de contrainteligencia y número tres en la jerarquía del CESID, acababa de aparecer en el umbral, vestido con ropa civil—. Si no es así, no se preocupe: ahora mismo llamamos al ministro de Defensa, que en cualquier caso está pendiente de recibir noticias nuestras.

Diana, algo abochornada, se apresuró a asegurar que no era necesario y a disculparse con sus superiores.

—No tiene que pedir disculpas —dijo el general sonriendo—. Usted hasta ahora no conocía a Marina, y además comprendo que todo esto se aleja mucho de lo habitual. Ha hecho usted lo correcto, agente. Pero no nos deje con la curiosidad. ¿Qué le ha llevado a dudar?

—Pues el hecho de que no estemos en España, señor.

Los superiores de Diana se miraron asombrados.

—¿Y por qué lo supones? —preguntó Marina.

—Los enchufes. O mucho me equivoco o estamos en Gran Bretaña.

En la sala de pantallas desde donde seguía atentamente la conversación, David Fernández se echó las manos a la cabeza. Marina, discretamente, miró a la posición de la cámara oculta como si quisiera decirle "¿Lo ves?" al hombre que les estaba observando. El general Zaldívar se quedó un momento en silencio y después procuró escoger bien las palabras, ya que no tenía más remedio que contarle a Diana mucho más de lo previsto.

—Es usted muy perspicaz, cosa que es de agradecer en una agente del servicio secreto. Ya le ha explicado su jefa que en este asunto crucial España no actúa sola, aunque recaiga sobre nosotros el peso principal. Estamos en unas instalaciones casi enteramente subterráneas, cedidas por el MI6 británico como centro de mando para esta operación. Pero no estamos en el Reino Unido, sino en Gibraltar.

Diana no daba crédito a lo que estaba escuchando. ¿Qué había pasado, de pronto, con el contencioso por la soberanía de Gibraltar? ¿Ahora Madrid y Londres colaboraban tranquilamente compartiendo un centro de espionaje en ese territorio en disputa? Apenas hacía cuatro años desde que se había reabierto la frontera terrestre. Y los vuelos…

—Sé lo que está usted pensando, agente: cómo pudo aterrizar aquí su avión si España mantiene una zona aérea prohibida en torno al Peñón y no se permite iniciar ni finalizar en España vuelos con origen, destino o escalas en Gibraltar. Yo mismo di a Aviación Civil la orden de que se autorizara excepcionalmente el plan de vuelo. Y después el mismo avión, que es civil y está matriculado en Canadá, se fue a Madrid y trajo al comandante Bratianu. Normalmente utilizamos medios más discretos en nuestros viajes al Peñón, pero esta vez hemos tenido que hacer un par de excepciones.

—Pero, ¿por qué precisamente en Gibraltar? No entiendo…

—En este asunto colaboran con nosotros varios servicios secretos, pero el británico es el que mayor importancia le concede. España dio a conocer este asunto a sus principales aliados hace un par de años. Francamente, los ingleses nos han ayudado mucho. Los norteamericanos, por ejemplo, se limitan a participar en las reuniones de coordinación y no se muestran muy interesados. En el fondo piensan que todo esto es una fantasía, "cosas de europeos". El M16 enseguida nos ofreció unas instalaciones adecuadas para el centro de operaciones. Ya sabe que la base militar gibraltareña es cada vez menos importante y hay un montón de instalaciones en desuso. Era más fácil y menos llamativo reconvertir este antiguo centro secundario de mando y control, construido durante la Segunda Guerra Mundial, que construir unas instalaciones nuevas en algún lugar de España. Desgraciadamente, las relaciones entre la cúpula del MI6 y el Estado Mayor británico no son precisamente idílicas, pero los militares no han tenido más remedio que ceder al servicio secreto esta pequeña parte de la base. A nosotros nos viene bien porque, francamente, preferimos que este recinto quede fuera del control directo de la cadena de mando ordinaria del CESID.

—¿Quién está al frente, los británicos o nosotros?

—El mando sobre el uso en sí de estas instalaciones les corresponde a ellos, naturalmente. El mando de la operación es nuestro, aunque respondemos ante un comité de coordinación con nuestros aliados.

—¿Se me iba a comunicar que estamos en Gibraltar?

—Sí, por supuesto —mintió Marina—. Yo misma te lo iba a explicar ahora, en la reunión con el comandante rumano.

—¿Qué hay en estas instalaciones?

—Bueno —dijo Zaldívar—, pues hay varios salones polivalentes como éste donde usted ha dormido, algunas salas de reuniones, una sala de comunicaciones para las conferencias a distancia entre los miembros del comité de coordinación internacional, archivos, un centro de proceso de datos, cámaras acorazadas donde se guarda documentación, un laboratorio de arqueología y egiptología, toda una unidad internacional de física cuántica que de momento sólo especula respecto a la fuente de energía escondida en el arca, y los apartamentos del personal. Aquí viven casi treinta personas de nueve nacionalidades, sin saber en qué lugar del mundo están. Sólo conocen la parte subterránea del complejo y no pueden salir más que para disfrutar de sus permisos. Hay quienes sospechan que están en algún lugar de Escocia, pero también hay rumores de que se trata de Oriente Medio. Cuando tienen que viajar lo hacen durmiendo, como usted ayer, y se les deja en Londres. Ah, también tenemos una cocina, pero conviene evitar sus guisos. Ya sabe que la gastronomía no es el punto fuerte de los ingleses.

—¿Podemos continuar según lo previsto? —preguntó Marina a la agente.

—Sí, claro. Por supuesto —Diana todavía estaba un poco avergonzada.

—Bueno, pues salgamos de este cuarto. Tienes que estar harta de estar encerrada aquí dentro.

—Un poco, la verdad.

Zaldívar sonrió y acompañó a las dos mujeres hasta una cómoda sala de juntas. Después Marina se fue a buscar a Cristian y regresó poco después seguida del arqueólogo rumano. En un inglés impecable le presentó al general y después a Diana.

Unas semanas más tarde, Cristian definiría como "conmoción" lo que sintió al conocerla. Se quedó sin habla observándola, pero enseguida se dio cuenta y enrojeció ligeramente. Estrechó su mano sin decir nada, pese a la corrección con la que había saludado un momento antes al general. Diana, que no estaba demasiado acostumbrada a que los hombres se fijaran en ella, no lo advirtió y pensó simplemente " ¡Vaya, qué guapo, espero que no sea el típico cretino!", sin darle más importancia.

* * *

No podía dejar de mirarla pero evitaba en cambio cruzar su vista con la de ella. Habría tenido que sorprenderle mucho el dato que le acababan de dar: estaban en una base militar situada en la colonia británica de Gibraltar. También habría tenido que participar más en el diálogo, pero conocer a Diana le había dejado fuera de combate. Finalmente comprendió que estaba a punto de hacer el ridículo y poco a poco fue centrándose más en la reunión.

—Vamos a ver —dijo Marina—. ¿Qué indicios tenemos sobre el lugar donde se guarda la tablilla y la llave?

Cristian se inclinó hacia adelante pensando, pero sólo pudo confirmar su primera idea:

—Ninguno. Yo nunca le he preguntado a Elena Ceausescu. Hacerlo habría sido una gran estupidez por mi parte. Y tampoco me puedo poner a revolver en todos los cajones de Primaverii. Aquello está muy vigilado, claro, y aunque yo tenga libre acceso, tampoco puedo pasarme de la raya…

—Claro, por supuesto —intervino el general—. Lo normal sería pensar que guarden estos dos objetos en el mismo lugar donde tengan sus posesiones más preciadas: sus obras de arte más valiosas, no sé…

—¿Obras de arte? —Cristian sonrió con ironía—. General, los Ceausescu son un par de salvajes que tienen algunos de los mejores cuadros de Grigorescu colgados en el cuarto de baño. No es un chiste ni un rumor: yo mismo los he visto. Sin embargo no creo que los objetos que buscamos estén guardados en ningún baño. Por supuesto que en Primaverii hay una gran caja fuerte, pero la
pareja real roja
tiene otras cuarenta residencias exclusivamente reservadas para ellos en toda Rumanía. A algunas van con frecuencia, como la Villa 23, que está a orillas del lago de Snagov, a una hora de Bucarest, pero hay otras casas que no utilizan casi nunca. Me imagino que en todos esos inmuebles tiene que haber caja fuerte. Los objetos que buscamos podrían estar en cualquiera de ellos.

—Yo no descartaría que tengan la tablilla y la llave en cualquier sitio carente de medidas de seguridad, simplemente para despistar —dijo Diana.

—No creo —Cristian por primera vez la miró a los ojos, sintió cómo el ritmo cardiaco se le hacía más violento y tardó un par de segundos en retomar el hilo—. Son dos viejos obsesionados por la seguridad y desconfían enormemente de todo el mundo e incluso entre sí. Él no usa dos veces la misma ropa porque teme que le envenenen por vía cutánea, y durante la noche hay agentes de guardia que custodian su guardarropa. Ponen vigilantes hasta en los lugares más intrascendentes. En fin, todo es posible, pero no me los imagino escondiendo en un lugar desprotegido unos objetos a los que conceden tanto valor. No va con su psicología.

—¿Y en el extranjero, en algún banco?

—Eso sí podría ser, claro, aunque tampoco me parece lo más probable. Las cuentas de los Ceausescu en Suiza y en otros países están gestionadas por una unidad especial de la Securitate. Aunque esa unidad depende directamente del Conducator, sigue siendo parte de la Securitate, en la que ellos no confían demasiado. Yo creo que en esas cuentas sólo hay dinero, no creo que tengan objetos de valor en una caja fuerte de un banco extranjero. Una cosa es tener fondos fuera del país y otra es guardar lejos de Rumanía unos objetos en los que han depositado unas esperanzas tan grandes. Además, tiendo a creer que la compañera… perdón, la señora Ceausescu seguramente guarda las dos piezas cerca de sí. Hasta me la imagino contemplándolas de vez en cuando y dando rienda suelta a sus sueños de grandeza. A mí me ha llegado a decir que cuando tenga el arcón ya no le podrán seguir "negando" el premio Nobel.

—¿El Nobel de qué? —preguntó el general, atónito.

—Como comprenderá, no se lo pregunté. Creo que no hay Nobel de Estupidez, ¿verdad?

Diana sonrió y Cristian la correspondió. La asturiana comenzó a darse cuenta de que Cristian la miraba de una forma especial.

—Entonces —continuó Marina—, si descartamos los bancos extranjeros…

—No, no —se apresuró a puntualizar Cristian—. Solamente es una corazonada, una simple intuición.

El general Zaldivar so recostó en su sillón sonriendo, miró a los ojos primero a Cristian y después a Diana y les dijo:

—Aunque no lo parezca a simple vista, la intuición es una facultad lógica, así que no conviene despreciarla. Es simplemente un proceso secundario de datos por parte de nuestro cerebro, pero es tan rápido que no somos conscientes de él, sino sólo de su resultado. A veces puede ser más correcto que nuestra deducción consciente, porque no le afectan nuestros apriorismos ni nuestros prejuicios. Incluso hay quienes afirman que la intuición es la razón en estado puro. Yo pienso que simplemente es una forma diferente de análisis humano, aunque siempre necesitaremos corroborar su resultado con la razón consciente, que es nuestra única guía verdadera.

Diana compartía plenamente esa forma de ver las cosas, pero hubo algo en aquellas palabras que le resultó familiar. Se quedó mirando al general mientras intentaba recordar, pero Marina intervino de inmediato, algo irritada.

—¡General, por favor! No tenemos tiempo para filosofar. Vamos a ver, Cristian, tenemos que encontrar una forma de que tu jefa te confíe la llave y la tablilla, aunque sea temporalmente, no sé, para estudiarlas…

—Eso sería arriesgadísimo. En la amplia documentación del meticuloso Calinescu no consta que en todos estos años haya tenido en sus manos esas piezas ni una sola vez desde que las entregó en 1970. Yo sólo he visto las fotos.

Todos le miraron estupefactos.

—¿Fotos? —preguntó Marina—. Nosotros creíamos que sólo tenías una traducción de la tablilla. ¿Te ha dejado ver fotos? La creíamos aún más desconfiada. Suponíamos que no había permitido fotografiar los objetos.

Cristian, sorprendido, se levantó y buscó a su alrededor. Enseguida encontró un cortador de papel, con el que se rajó el forro de la chaqueta. Extrajo unos negativos y los dejó sobre la mesa.

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