Los guardianes del tiempo (32 page)

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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

BOOK: Los guardianes del tiempo
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—Los había traído para negociar —su voz sonó un poco ingenua y Zaldívar se mordió el labio para mantener la seriedad, pero Diana le miró sonriendo. Se le notaba que estaba empezando a gustarle su compañero de misión. Marina se dio cuenta y miró al techo pensando "Lo que faltaba".

—Ordenaré que saquen copias de inmediato y te los devuelvan —el general salió de la estancia con los negativos.

—Muy bien, Cristian —continuó Marina—, esto nos ayudará mucho. Conseguirnos unas fotos era una de las primeras cosas que te iba a pedir tan pronto como llegaras a Bucarest. Hay que tener en cuenta que una de las opciones es sustituir los objetos verdaderos por otros falsos, pero para preparar las reproducciones es esencial tener buenas fotos.

La reunión se prolongó una hora más. Cristian aportó toda la información que le pidieron, y Marina comenzó a perfilar la operación con la ayuda de los dos agentes. El general Zaldívar salió varias veces a hablar por teléfono. Al regresar de su última ausencia, les dijo:

—La reunión del comité de coordinación se ha aplazado hasta las cinco porque el representante francés ha perdido la conexión en Londres y viene en el siguiente vuelo. Bueno, vámonos. Son las doce y media y aquí se almuerza temprano, a la inglesa.

Marina le miró muy sorprendida.

—¿No estará usted pensando que salgamos de aquí para comer en la ciudad?

—Por supuesto que sí. ¿Qué más da? Ahora todos sabemos dónde estamos. ¿Tienen hambre? ¿Les gustan los monos?

—¿Quiere usted decir… para comerlos? —preguntó Cristian horrorizado, provocando la carcajada de los demás.

* * *

Salieron en la parte trasera de una furgoneta civil sin ventanas. Un rato después el conductor hizo una breve parada en el Ape's Den, la zona preparada para atraer a los monos con comida y permitir que los turistas se fotografíen con ellos.

Como era lunes, no había un solo visitante, aunque sí merodeaban varios simios.
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La vista sobre la bahía de Algeciras era espectacular. Unos minutos después subieron de nuevo a la furgoneta, que les llevó al centro de la ciudad y les dejó en una esquina de Convent Place, junto a la residencia del gobernador británico y frente al edificio del gobierno gibraltareño.

Cristian había imaginado Gibraltar como un pueblo típicamente andaluz, lleno de casas encaladas, pero todo allí —desde la arquitectura hasta los rasgos de la mayor parte de la gente, y desde los rótulos de las tiendas hasta la forma de ser de los gibraltareños— hablaba de un enclave singular, con una evidente impronta británica pero, sobre todo, con una identidad original marcada por una acusada personalidad propia.

Caminaron por Main Street pasando delante de la catedral de Saint Mary the Crowned, y enseguida doblaron a la izquierda por College Lane para entrar en el restaurante Bunters.

—¿Qué piensa usted del contencioso de Gibraltar? —preguntó a Diana el general Zaldívar, en español, mientras Marina y Cristian comentaban la situación política rumana.

—Pues tengo ideas propias al respecto, y también escribí algún ensayo sobre este asunto cuando estudiaba Ciencias Políticas… pero si le digo lo que pienso de verdad, lo mismo tiene usted que echarme del CESID —bromeó la agente, y bebió un sorbo del vino blanco escogido por el general, un excelente Corton Charlemagne del 83.

—O a lo mejor no —Zaldívar sonrió a Diana—. Continúe, por favor. Me interesa mucho su opinión sincera.

—Bueno, pues la verdad es que mis planteamientos son bastante heterodoxos, pero siempre que he visitado Gibraltar se ha reforzado más aún mi opinión, al conocer mejor este lugar y a su población. Yo creo que España seguramente tiene toda la razón histórica sobre este territorio, pero hay un derecho que prima sobre los intereses tanto españoles como británicos: el derecho adquirido por los
yanitos
durante cerca de tres siglos. A lo mejor le parecerá una posición antiespañola o algo así, pero yo creo que los gibraltareños son los únicos que tienen derecho a decidir el futuro de su tierra. Me parece lo más justo y lo más democrático. No me parece bien que Madrid y Londres negocien sobre el futuro de esta gente sin contar siquiera con su opinión. A mí personalmente me gustaría que esto dejara de ser una colonia, pero no para imponerle a esta gente su integración forzosa en España, sino para que alcanzaran su emancipación política mediante algún estatus como el de Monaco o San Marino, o como el de las islas del Canal, o uno nuevo e imaginativo que concilie los intereses de todos. Nuestro gobierno podría asegurar sus intereses prácticos en la zona mediante un tratado inderogable como el que tienen los monegascos con Francia, y Gran Bretaña firmaría como garante.

El general asintió con una sonrisa algo irónica.

—Pues ya puede usted tener cuidado, porque como suelte esas opiniones en Madrid, entre nuestros compañeros… Y sobre todo, Diana, jamás se las cuente a nuestros diplomáticos, especialmente a los de cierta edad: podría provocarles un infarto.

—¿Ve usted? Es un tema sobre el que más vale no hablar. Por menos de nada le cuelgan a una el sambenito de antipatriota y se acabó. Como si fuera tan importante para nuestros intereses reales un territorio de siete kilómetros cuadrados cuya relevancia militar ya es prácticamente nula. En vez de hostigar a esta pobre gente, mejor harían en Madrid defendiendo a nuestra población de Ceuta y Melilla, por ejemplo, que esos sí quieren ser parte de nuestro país y están dejados de la mano del gobierno.

—¿Te puedo tutear? —preguntó Zaldívar.

"Con esta frase ya lo está usted haciendo", pensó Diana, siempre tan lógica, pero simplemente respondió "Por supuesto".

—Vosotros los jóvenes, que ya os habéis educado en una España democrática, tendéis a ver las cosas de una forma muy diferente, claro. Dais prioridad a los derechos y a la voluntad de la gente por encima de otras consideraciones.

—Y usted, general, ¿qué piensa?

—¿Yo? —el general sonrió ampliamente y se quedó pensando—. Ya sabes que se me tiene por un bicho raro en el Ejército, en el CESID y en todas partes, creo que hasta en mi casa. Al contrario que a la mayor parte de nuestros compatriotas, a mí los
yanitos
me caen muy bien, la verdad. Son gente seria y emprendedora. ¿Sabes de dónde viene el apelativo? Cuando los ingleses tomaron el Peñón, recién comenzado el siglo XVII, la ciudad había quedado desierta a causa de los combates. Con el paso de los años los ingleses fueron importando mano de obra civil, principalmente genovesa. Por eso aquí hay tantos apellidos de origen italiano. Aquellos genoveses fueron la base del actual pueblo gibraltareño, al mezclarse con los ingleses. Pues bien, la mayoría de los soldados ingleses se llamaban "Johnny", y los genoveses terminaron por llamar "Gianni" a cualquier inglés. De ese "Gianni" ha derivado la palabra
"yanito"
. Por eso debe escribirse con i griega y no con elle. No tiene nada que ver con "llano".

—No lo sabía, general, es muy interesante. Pero no me ha respondido usted sobre el contencioso.

—Yo pienso, Diana, que el problema de Gibraltar ilustra a la perfección algo en lo que siempre he creído: apenas habría contenciosos si permitiéramos que sólo nos guiara la razón.

Estaba claro que no quería pronunciarse. Por otro lado, era la segunda vez, en unas pocas horas, que el general se refería a la razón como guía de la conducta humana.

—Veo que es usted todo un racionalista, como yo. Seguramente se llevaría bien con mi padre.

—Ah, el ilustre físico…

—Bueno, tan ilustre en su profesión como reservado. Hermético, diría yo. En fin, lo que iba a preguntarle es sí ha leído usted la obra de Ayn Rand.

La mención de ese nombre iluminó la cara del militar.

—Solamente he leído
La rebelión de Atlas
y algunos ensayos. Pero tuve el honor de conocer a la señora Rand durante un viaje a los Estados Unidos, hace cerca de veinte años. Desde luego, coincido en gran medida con su visión y con su filosofía objetivista.

—Yo también, general. Qué pocos somos, ¿verdad? Al menos en España.

—Sí, desde luego. Hay un principio muy sencillo en su pensamiento filosófico que siempre me ha resultado de la mayor utilidad. ¿Adivinas cuál?

—¿El principio de no-contradicción?

—Exactamente.

—A mí también me ha ayudado mucho, general.

—Es que resulta de una lógica aplastante: las contradicciones en realidad no existen. Cuando nos enfrentamos a una aparente contradicción…

—Significa que una o más de las premisas sobre las que nos hemos basado son erróneas.

—Ni más ni menos.

Entonces Marina abandonó momentáneamente la conversación en inglés con Cristian y se dirigió a Diana en español.

—Diana, deberías ser tú quien más hablara con él, que para algo va a ser tu compañero en esta misión. Además —añadió con un tono algo burlón—, mientras habla conmigo no para de mirarte de reojo, y no quiero que se nos vuelva estrábico.

Después de comer caminaron por Irish Town en dirección a la plaza de Casemates, donde debía recogerles otra furgoneta para volver a las instalaciones secretas, dentro de la base militar. El general conversaba con Marina García, y unos metros más atrás Cristian se atrevió por fin a hablar con Diana, aunque sólo consiguió decir cosas intrascendentes. Cuando la agente española le respondió en rumano y casi sin acento, el arqueólogo no se lo podía creer. "Otra que habla rumano… claro, por eso la habrán escogido", pensó.

—No me habían dicho que hablara usted rumano, señorita Román. Y además lo habla con una perfección impresionante.

—Bueno, Cristian, yo creo que entre nosotros podemos tutearnos, ¿verdad? Vosotros siempre tan formales…

—Claro, por mi parte encantado. Te iba a decir que me sorprende mucho haber conocido en menos de veinticuatro horas a dos importantes oficiales españoles con tan alto dominio de mi idioma. El rumano no es precisamente una lengua muy estudiada en el extranjero.

A Diana le extrañó ese comentario porque alguna vez había oído en la Casa que aparte de ella sólo había dos personas más en todo el CESID que fueran capaces de sostener una conversación en ese idioma, y los dos eran jóvenes recién incorporados al servicio, no "importantes oficiales españoles", como decía Cristian. ¡Si incluso el jefe de la
antena
en Bucarest dependía de los intérpretes y apenas chapurreaba el idioma! De todas formas, ella ya no sabía qué era verdad y qué era mentira de todo lo que le habían dicho en el servicio secreto.

—Diana, ¿eres consciente del peligro de esta operación? Te aseguro que si quedamos al descubierto, Elena Ceausescu no vacilará en ordenar que nos fusilen.

—Sí, ya lo sé… Bueno —añadió sonriendo—, por lo menos tú juegas en casa. En tu país seguro que sabrás cuidar de mí.

En realidad estaba pensando que le iba a tocar a ella protegerle, pero no le disgustaba la idea.

Diana, Marina y Cristian subieron al vehículo. Zaldívar iba a entrar también pero se detuvo un momento y saludó con un leve gesto a alguien que, unos metros más atrás, acababa de salir por la puerta trasera de un vehículo oficial con la matrícula Gl. Era Joe Bossano, el ministro principal
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gibraltareño.

* * *

El último en entrar fue el anfitrión, un inglés delgado y alto, con el cabello pelirrojo cortado al uno y con una permanente expresión de gravedad.

—Aunque con retraso, debo darles formalmente la bienvenida al edificio K. Soy Martin Wallace, del MI6, y dirijo este equipo de coordinación durante el semestre actual. Aunque todos nosotros ya nos conocemos y llevamos tiempo colaborando, voy a presentárselos a ustedes —dijo el agente británico dirigiéndose a Diana y Cristian—. Junto a la señorita Román está Maurice Planchard, de Francia. A su lado, Jan van Dalen en representación de la OTAN. A continuación Ann Moore de los Estados Unidos, Takeshi Watanabe de Japón, Aldo Pirelli de Italia y Volker Schaeffer de la República Federal de Alemania. Bien, ante todo me parece necesario agradecer al comandante Bratianu el paso que acaba de dar. Sabemos que no es una decisión fácil y le aseguramos que no se arrepentirá de ella. Créame, comandante: está usted haciendo lo mejor para su país y para la humanidad. También debo agradecer, en nombre de todos nuestros gobiernos, la participación de la agente Diana Román, que es sin duda la persona más cualificada de la inteligencia occidental para llevar a cabo esta delicada misión. Este equipo de enlace y coordinación existe desde hace varios años. Se creó a instancias del CESID y tiene como objetivo apoyar a la inteligencia española coordinando las actuaciones de nuestros países y de la OTAN en el marco de la Operación Zalmoxis.

Cristian dio un respingo en su sillón.

—Sí, comandante —continuó Wallace—. Estamos convencidos de que el extranjero al que alude la tablilla que tienen ustedes en Rumanía es el mismo hombre que dio origen al mito dacio de Zalmoxis. Creo que ustedes habrán llegado a la misma conclusión, ¿verdad?

—Sí, desde luego.

—Pues bien, en el siglo XIV antes de nuestra era, Zalmoxis llegó a ser un consejero del faraón hereje Akhenatón.

Había llegado de la región de Europa que más tarde se conocería como Dacia y actualmente como Rumanía. Akhenatón, que temía un golpe de Estado clerical, le entregó su más preciado tesoro para que lo escondiera lejos de Egipto, en su propia tierra. Confiaba así en salvarlo de la destrucción. Zalmoxis, según cuenta una famosa leyenda dacia (de la que seguramente nos podría hablar el comandante Bratianu durante horas), escondió el arca en una cueva cuya boca se encontraba en lo alto de un monte, junto a un ancho río. Según la traducción que Santiago Cárdenas escuchó de Mariana Iordache antes de que fuera asesinada, la cueva descendía toda la altura del monte y continuaba bajo el agua. Esto también coincide con la leyenda, ¿verdad, comandante?

—Sí, así es. El monte se llamaba Kogainon (o quizá Kogaionon), y hasta hoy no se ha podido determinar cuál es, aunque hay numerosos candidatos en varias zonas de los Cárpatos.

—Bien. Entre 1958 y 1966 se encontró en algunos lugares objetos que presentaban una débil radiación de tipo desconocido, a la que se llamó Gravier en honor del físico canadiense que se encargó de su estudio. Hace unos días, un buque oceanográfico de la OTAN descubrió en el subsuelo de una isla polar noruega unos objetos con el mismo tipo de radiación: unas extrañas piezas metálicas sofisticadamente trabajadas. Los físicos afirman que la radiación Gravier, totalmente inofensiva, corresponde a una forma de energía que hasta nuestros días solamente existe en las teorías de los científicos, ya que no se da espontáneamente en la naturaleza y se desconoce el modo de obtenerla. Se sabe que es una energía poderosísima, obtenible de cualquier tipo de materia. Por lo tanto es fácil y barata de producir. Y se sabe también que su duración es prácticamente ilimitada.

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