Los guardianes del tiempo (52 page)

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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

BOOK: Los guardianes del tiempo
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—¡No! —Cristian se echó las manos a la cabeza, espantado al descubrir el cuerpo sin vida de Florian Ardeleanu.

Con el corazón a punto de estallarle, corrió a la siguiente camilla y tiró de la sábana. Sintió una punzada inaguantable en el pecho y la sala comenzó a girar a su alrededor mientras perdía la consciencia y caía sobre el cuerpo inerte y aplastado de su hermana. La mano rígida de Silvia todavía agarraba un jirón de la bandera. Tanto Silvia como Florian habían recibido un fuerte golpe en la cabeza, probablemente producido por una porra metálica o por la culata de un fusil de asalto. Era imposible saber si la muerte se la había producido ese golpe o el blindado que desarrolló unos segundos después.

* * *

Una hora más tarde, Cristian estaba sentado en el minúsculo despacho del subdirector, con los codos apoyados en la mesa y las manos sujetando la cara, cubierta de lágrimas. El terremoto emocional apenas había disminuido su intensidad. Rabia, culpa, desamparo… Pensó en su madre, luego en Diana. El funcionario le había reanimado y, torpemente, había tratado de consolarle. Cristian reconoció formalmente los dos cadáveres, firmó un montón de papeles y le facilitó los datos de los padres de Florian. Después intentó llamarles, pero la red telefónica estaba colapsada, o tal vez saboteada.

Cuando el subdirector quiso saber qué debía hacer con los restos mortales de su hermana, reflexionó durante unos minutos. Su madre ya estaba en el extranjero y él mismo se disponía a exiliarse. Aunque la cremación no formara parte de las costumbres del país, no estaba dispuesto a abandonarla allí. La única opción era incinerar el cadáver. El propio médico se ocupó de todo, y a las dos y media de la tarde, Cristian salió del recinto llevando consigo una urna con las cenizas de Silvia.

Como un autómata, Cristian atravesó una Bucarest en caos. Al volante del Citroen XM que había sido su vehículo oficial, pasó sin inmutarse entre las concentraciones populares, los controles policiales desbordados, el fuego cruzado y los combates cuerpo a cuerpo entre ciudadanos y agentes del régimen. Contempló aquel panorama apocalíptico como si lo viera en una enorme pantalla de cine, como si no estuviera allí y aquello no fuera con él. Dos ráfagas de ametralladora impactaron en la carrocería. Después resquebrajó el parabrisas la pedrada de algún disidente, furioso ante la presencia del lujoso vehículo de la
nomenclatura
, todo un símbolo de aquel régimen odioso. Conducía con la mano izquierda, buscando algún camino transitable para llegar a la calle Tirana. Con la otra mano, sujetaba contra su pecho aquella especie de jarrón precintado. Tuvo que esforzarse por mantener la serenidad. No podía dejar que las lágrimas le impidieran conducir hasta la legación española. Tenía que reunirse con su madre. Tenía que ver a Diana. Ya nada más tenía sentido.

De pronto comenzó a sonar un extraño timbre. Cristian nunca lo había escuchado. Era el radioteléfono del coche. Casi había llegado. Aparcó a unos metros de la embajada de España y respondió.

—Cristian, Aurel Popescu al aparato. ¡¿Se puede saber dónde te has metido?!

—Estoy en Snagov, la vieja me había enviado a…

—¡Mentira! ¡En Snagov no hay señal de radiotelefonía! Mira, chaval, he tenido mucha paciencia contigo, te he ayudado como a un hijo y me has fallado en el momento clave. ¡Quiero que vengas inmediatamente al cuartel general! ¡Ahora mismo! Me tienes que dar unas cuantas explicaciones. Además tengo una misión para ti. Esta noche te irás a la base de Tárgoviste para hacer el papel del "poli bueno" con los viejos. Tienes que sacarles cierta información: la contraseña de algunas cuentas cifradas en Suiza y otros datos que necesito… Luego vas a colaborar en los preparativos del juicio contra los Ceausescu. Será el colofón de nuestra gloriosa revolución popular.

—¡Usted…! ¡Usted ha provocado los disturbios, ¿verdad?! Usted está detrás de todo esto…

—¿Se puede saber de qué te sorprendes ahora, muchacho? Eso ya lo sabías desde hace meses.

—¡Usted me había hablado de un golpe incruento, no de una maldita guerra civil! Dígame sólo una cosa, general. ¿Dio usted la orden que desencadenó la masacre de ayer en Universitatii?.

—¡Naturalmente! Era importante que los primeros incidentes graves se produjeran justo después del mitin de adhesión. La operación entera se está cumpliendo conforme a lo planeado. Es un éxito, Cristian: estamos derribando el régimen que tanto odias. ¡Deberías estar entusiasmado! ¡¿Qué demonios te pasa?!

Cristian, furioso, cortó la comunicación tras confirmar quién era el asesino de su hermana. No le cabía duda de que Popescu la había matado. El agente antidisturbios y el conductor del blindado no habían sido más que las herramientas empleadas por el autor intelectual del crimen para no manchar de sangre inocente su lujoso traje inglés. Estaba decidido a vengarse. Con la urna en una mano y su credencial en la otra, se dirigió a la puerta de la embajada. Poco después entró en una sala de reuniones con el agente Pedro Zamora, el hombre de Carcedo que tenía órdenes de llevarle sano y salvo a España. De unos treinta y cinco años, era bajo y un poco gordo. Tenía más aspecto de oficinista que de espía, y desde luego no ofrecía la imagen de un agente destinado a operaciones especiales. Lo primero que hizo Zamora fue informarle de que su madre había llegado sin novedad a Madrid. Luego le invitó a sentarse y entraron también sus dos subordinados, que se quedaron de pie junto a la puerta, detrás del arqueólogo.

—Verá usted, agente —le dijo Cristian en inglés—, quiero que transmita mi agradecimiento a sus superiores y en particular a David Fernández y Marina García. Pero anule el dispositivo: me quedo en Bucarest y ya me las arreglaré para llegar por mi cuenta a España, dentro de unos días. Tengo… cosas urgentes que hacer aquí.

Zamora cruzó una mirada inquieta con sus hombres, integrantes de una unidad de élite de la Guardia Civil. Rápidamente, uno de ellos se aproximó a Cristian por la espalda y le inmovilizó, mientras el otro le desarmaba.

—Lo siento, comandante Bratianu. Mis órdenes son muy precisas. Tengo que sacarle del país incluso contra su voluntad. La señora García me ha insistido en este punto, tras conocer la desaparición de su hermana. Le ruego que no se resista, por favor.

Entonces el agente español reparó por primera vez en el objeto que Cristian había dejado sobre la mesa, y le recorrió un escalofrío al imaginar lo que contenía. Se acercó y le apretó amistosamente el hombro sin saber qué decirle. Cristian estaba haciendo esfuerzos sobrehumanos por no derrumbarse ante ellos.

—De verdad lo siento mucho. Algún día nos agradecerá que no le hayamos permitido quedarse.

—Tenemos que irnos de inmediato —intervino uno de los guardias civiles.

—La operación —explicó Zamora— se ha complicado mucho. Tenemos que salir del país clandestinamente.

Cristian se levantó dócil y ausente, sin decir nada.

Capítulo 27

Gijón, 25 de diciembre de 1989.15:00

Varios agentes montaban guardia en torno al chalé de los Román, bajo una lluvia intensa y helada. "No me extraña que esta región sea tan verde, ¡así cualquiera!", pensó uno de ellos, tinerfeño, mientras se colocaba mejor la bufanda y maldecía su suerte. En el salón de la casa, Smaranda trataba de serenarse, de no pensar.

—Y, ¿cómo dice usted que se llama este dulce? —preguntó en francés.

—Turrón, Smaranda. Pero habíamos quedado en hablarnos de tú —Leonor Muñoz, que, al contrario que su marido y su hija Diana, apenas hablaba unas pocas palabras de rumano, sonrió con ternura a su invitada mientras le acercaba la bandeja de los turrones. Cristian estaba sentado junto a ella y le sujetaba cariñosamente el brazo. Los dos habían secado todas las lágrimas que eran capaces de producir, y ya sólo les quedaba un dolor abrasivo, despiadado, que les acompañaría de por vida. Tenían que aprender a convivir con la injusta y absurda ausencia de Silvia.

Mónica había dispuesto un magnífico piso para los Bratianu en la calle Velázquez de Madrid, pero cuando el agente Zamora le informó de la muerte de Silvia, cambió de planes. Era mejor que Smaranda estuviera acompañada hasta que llegara su hijo con la espantosa noticia. La habían trasladado a casa de los Román en Gijón. Leonor y ella se habían hecho amigas rápidamente, pero la profesora rumana notaba que se le estaba ocultando algo. El 24 de diciembre por fin llegó Cristian. Junto a Zamora y los dos guardias civiles, había tardado dos días en burlar los controles y cruzar la frontera húngara, mientras la Securitate le buscaba con orden de arrestarle y llevarle ante Aurel Popescu. Cuando Smaranda le vio entrar solo en el chalé presintió lo peor. Luego vio la urna, de la que su hijo no se despegaba ni por un momento. La profesora no necesitó ni una palabra. Ni un gesto. Sólo se sentó, callada, mientras sus ojos empezaban a encharcarse. Dejó que su hijo llegara hasta ella y la abrazara. Cuando no pudo contenerse más, rompió a llorar casi en silencio. Primero su marido, ahora su hija. Durante mucho tiempo Smaranda deseó con todas sus fuerzas morir. No concebía otra forma de liberarse de aquel horror. Tardaría mucho tiempo en apagar ese deseo.

—Hola a todos —Diana entró con una bolsa de viaje. Junto a su padre, acababa de llegar de Londres.

—¡Diana! —Cristian se levantó y fue a abrazarla.

—Cristi… No sabes cómo lo siento. Es… es horrible —Diana le besó y después se acercó a saludar a Smaranda y a su madre.

—Buenas tardes —Carlos Román dejó en el suelo su maletín antes de darle un beso a su mujer.

—Buenas tardes, "señor Fernández" —le dijo Cristian en su mejorable español, tratando sin mucho éxito de sonreír. Ya se le había informado de todo lo relacionado con el CESID y de las identidades reales del padre y la tía de Diana, pero no respecto a la Sociedad. Carlos se le acercó y le abrazó, sin atreverse a expresarle verbalmente sus condolencias. Pero su expresión lo decía todo.

Diana se dirigió a Cristian y Smaranda.

—Mientras veníamos del aeropuerto, la radio ha confirmado la noticia. Los Ceausescu han sido ejecutados.

—Sí, ya lo he oído yo también —asintió el arqueólogo—. Iliescu ya es oficialmente el nuevo líder. Pronto montarán unas elecciones de cartón-piedra para legitimarle y todos tan contentos.

—"A rey muerto, rey puesto", decirnos aquí.

Leonor miró a su hija y después a su marido, que asintió. Se armó de valor y se levantó, invitando a Diana a que la acompañara. Poco después, Carlos Román se disculpó por dejar solos a Cristian y a su madre, y se encerró con ellas en el despacho. Para sorpresa de Diana, la trampilla estaba abierta y sus padres bajaron al sótano oculto. Les siguió y entró por primera vez en aquella habitación acorazada. En el centro había una mesa redonda con cuatro sillas, y los Román tomaron asiento. Estaban rodeados de estanterías llenas de archivadores de alta seguridad, puertas de cámaras blindadas empotradas en los muros y algunos libros en lengua de Aahtl.

—Quiero que sepas que he propuesto la captación de Cristian. Me parece una persona idónea para ingresar en la Sociedad.

—Es un acierto, papá —dijo Diana, sonriendo—. Bueno, ¿por qué me habéis traído aquí?

—Diana —intervino Leonor—, tu actividad en la P-7, en la Operación Zalmoxis… tu misión como agente secreto ha terminado. Bueno, al menos de momento, porque Mónica dice que quiere seguir contando contigo en el CESID, pero ahora para misiones normales, como una agente más. En fin, eso ya lo decidirás tú. Lo importante es que ahora eres una candidata al ingreso en la Sociedad. Pasarás como todo el mundo por el proceso de iniciación y aprendizaje, y deberás aprender bien la lengua de Aahtl. Sin embargo, todavía no te lo hemos contado todo.

Diana miró a su madre con cierto enfado.

—Me habíais dicho que ya no habría más secretos.

—Lo que vamos a contarte habría podido interferir en tu misión. Tal vez habría sido demasiado para ti. Quizá ni siquiera lo hubieras creído. Por eso optamos por esperar a que todo hubiera concluido. Esta noche abrirás el arcón que contiene la Herencia.

—¿Yo?

—Sí, hija. Pero antes debes saber por qué. Después de esta conversación ya no se te ocultará nada más. Tu padre y tú habéis venido a Gijón para que tengamos esta conversación, en lugar de ir directamente a la apertura del arca. Yo iré con vosotros. Carlos, por favor, trae el Libro. La versión de caracteres latinos.

Su marido se dirigió a una de las sofisticadas cajas de seguridad e introdujo un código. Poco después regresó, pero no con un libro, sino con un cilindro de plástico rígido, del que extrajo un rollo de papel.

—Diana —prosiguió Leonor—, desde los tiempos de los Fundadores hasta el siglo XII de nuestra era, la Sociedad estuvo organizada como una minúscula monarquía. La sangre real se transmite por vía femenina, y la reina es la heredera directa de Kal, la hija que tuvo Nefertiti con Zalmoxis. Kal instauró la monarquía y reinó en la Sociedad con el nombre de Nefertiti II. La dinastía fue cambiando de país en función de los acontecimientos políticos y sociales. A lo largo de la Historia ha habido grandes mujeres en el trono de la Sociedad. Citaré por ejemplo a Aspasia de Mileto, la auténtica artífice del periodo de mayor gloria en la Atenas gobernada por su marido, Pericles.

»Otra de nuestras reinas tuvo un papel determinante en el curso de la Historia: María de Magdala, la esposa de Jesús de Nazaret, que huyó al Sur de Francia tras su ejecución. Allí nació la hija de ambos, lo que dio origen a la leyenda del Santo Grial, que en realidad era la "Sangre Real" para determinados grupos de cristianos disidentes. Ellos creían en la existencia de un linaje masculino originado en Jesús. En realidad no hubo tal cosa. María de Magdala sólo tuvo una hija, la continuadora de la dinastía y de la Sociedad.

»Después ha habido otras muchas reinas que fueron mujeres importantes en su época, aunque actuaran a veces desde un segundo plano, a la sombra de sus padres o maridos. Muchas de estas grandes mujeres fueron personas admirables, pero mi preferida es la gran filósofa y matemática Hypatia de Alejandría, asesinada en el siglo V de nuestra era por una turba de cristianos fanáticos. En fin, podría hablarte de otras muchas, pero es mejor que veas tú misma el árbol genealógico.

Leonor había desplegado una parte del larguísimo rollo de papel sobre la mesa. Diana comenzó a leer con curiosidad los nombres que seguían al de Nefertiti. La gran mayoría de las reinas habían sido personas completamente anónimas, pero conforme se avanzaba en el tiempo fue apareciendo al menos una veintena de mujeres que sí habían derrotado el machismo pasando a la Historia por diversos motivos. También las mujeres desconocidas que habían sido reinas de la Sociedad debían de haber jugado un importante papel en la política de sus respectivos momentos históricos, ya que muchas de ellas habían contraído matrimonio con personajes muy relevantes. Muchas otras habían sido reinas o princesas, sin que nadie sospechara que a su linaje conocido, heredado por vía masculina de sus padres y abuelos, unían otro femenino heredado de sus madres y abuelas. En momentos especialmente difíciles, algunas herederas habían sido alumbradas en secreto por sus madres y entregadas a la Sociedad para su mayor seguridad. Todas habían dedicado sus vidas a ayudar a la Sociedad en el avance hacia el cumplimiento de la Misión, aunque muchas habían compaginado esa tarea secreta con una importante actividad política, artística o empresarial.

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