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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

Los hermanos Majere (5 page)

BOOK: Los hermanos Majere
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Earwig hizo una pausa, a la espera de alguna reacción por parte de Raistlin. Pero el mago, que tosía de tanto en tanto, no levantó la encapuchada cabeza y mantuvo la mirada fija en el camino. El kender se encogió de hombros y, por último, prosiguió con su relato.

—Dizzy retrocedió cien pasos para tomar impulso, echó a correr y arrojó la jupak, que salió disparada en el aire con un zumbido tremendo. —Earwig remedó el magnífico lanzamiento de Dizzy haciendo girar la vara sobre su cabeza hasta conseguir que la honda emitiera el sonido vibrante adecuado—. Dizzy y el minotauro aguardaron durante horas, atentos a cualquier ruido que anunciara el regreso de la jupak. Cuando hubo transcurrido un día entero, el minotauro dijo: «Bien, muchacho, parece que serás la guinda de mi pastel», y Dizzy respondió...

—Mira, Caramon, una posada. —Raistlin levantó el bastón y señaló al frente.

—No, creo que no fue eso lo que dijo Dizzy. —Earwig se frotó la cabeza—. «Mira, Caramon, una posada», no tiene sentido, ¿verdad? De hecho, las palabras de Dizzy fueron...

—No distingo el rótulo. —Caramon oteó entre los árboles.

—¡No, no, no! —chilló Earwig, exasperado—. ¡Tampoco dijo eso! Si te interesa saberlo, es una placa con un gato negro. Ahora, si os calláis, os contaré lo que dijo Dizzy al minotauro, que estaba a punto de zampárselo de cena. Dijo...

—Cena —susurró Raistlin—. Creo que sería una buena idea parar aquí para cenar y pasar la noche, hermano. ¿No estás de acuerdo? Después de todo, es lo que querías hacer.

—Claro, Raist —dijo Caramon sin mucho entusiasmo, tras dirigir una mirada sombría a la posada.

El guerrero envainó la espada ancha, pero dejó abierto el cierre de la funda. El kender, al reparar en la actitud del hombretón, abrió unos ojos como platos.

—¡Oh, Caramon! ¿Supones que habrá jaleo?

El aludido respondió con un gruñido. Raistlin se volvió despacio hacia el hombrecillo, con una sonrisa; alargó la mano y colocó con cuidado el colgante de modo que quedara bien visible sobre el menudo pecho de Earwig.

—Gracias, Raistlin. —El kender estaba encantado con la inusitada amabilidad del mago. «Eso es que disfruta con mis anécdotas», concluyó para sí—. Dizzy dijo al minotauro... —prosiguió en voz alta.

Pero tanto Raistlin como Caramon habían echado a andar y no lo escuchaban.

La posada, un edificio grande de dos pisos, se alzaba cerca de la calzada, en los linderos del bosque. Las paredes eran de estuco blanco, jalonadas con vigas de madera; se advertía el estrago de los años, aunque todavía se mantenían firmes. En torno a los alféizares y los repechos de las ventanas se veían unos adornos oscuros en forma de traviesas entrecruzadas. Todos los cristales relucían de limpios; en las ventanas del piso alto la luz dorada del ocaso relumbraba cegadora con los últimos haces del sol, antes de quedar atrapada entre los recovecos del bosque, la maraña de la maleza y las copas de los árboles.

Con la excitación del momento, Earwig olvidó por completo la inacabada anécdota y corrió hacia el establecimiento; en la carrera volvía una y otra vez la cabeza y gesticulaba con las manos para que los dos hermanos se apresuraran. Caramon habría acelerado el paso de buena gana, pero Raistlin mostraba una súbita y creciente dificultad para caminar. Apoyaba todo el peso del cuerpo en el bastón, encorvaba la espalda como si soportara una carga invisible sobre los hombros, y tropezaba.

Mientras sostenía a su vacilante hermano, Caramon se preguntó con desasosiego si tan repentina debilidad sería real o fingida. Con Raistlin, nunca se sabía.

Al fin, los tres llegaron a la sencilla cerca de tablones que rodeaba la posada y la cruzaron. El guerrero miró a través de la amplia ventana de cristales, engastados en tiras de madera verticales y horizontales en las que se habían tallado adornos que disimulaban su finalidad práctica. El ambiente del local resultaba cálido y acogedor; a pesar de que el sol apenas iniciaba su ocaso, eran muchos los parroquianos sentados a las mesas con jarras de cerveza y copas de vino.

Sobre las cabezas de los compañeros, el letrero chirriaba al mecerse con la suave brisa; el sonido recordaba el maullido suave de un minino. La ilustración dibujada en el tablero representaba a un gato negro plantado en una pose orgullosa, con la cabeza erguida y la cola arqueada sobre el lomo.

—Muy interesante —susurró Raistlin.

—Es un gato —dijo su hermano.

—Sí, y es negro. Los felinos de este color son los espíritus sirvientes preferidos por los hechiceros maléficos de los túnicas negras. Por regla general, cualquier representación de un gato negro es despreciable, ya que retrata en el animal la maldad de su amo. Por el contrario, el gato de este dibujo parece protector, benevolente. Muy interesante.

Caramon se abstuvo de hacer comentario alguno y abrió la pesada puerta de madera reforzada con barras de hierro y un cerrojo enorme del mismo metal. El interior de la posada estaba caliente como un horno. En el centro de la estancia había una gran chimenea en la que ardía un alegre fuego. El aire nocturno empezaba a ser frío y el resplandor de la lumbre suscitó en los compañeros una sensación agradable de bienvenida. El corpulento guerrero desentumeció los músculos estirando los brazos, arqueando la espalda, y flexionando las piernas.

Earwig, llevado por la curiosidad, cruzó a toda prisa el arco que separaba el vestíbulo de entrada de la taberna propiamente dicha, donde se servían comidas y bebidas. Raistlin se acercó con premura al fuego, apoyó el bastón en el hombro y extendió las manos frente a las llamas; la piel dorada reflejó mortecina la luz de la hoguera.

Caramon observó a su hermano para asegurarse de que se encontraba bien y luego buscó con la mirada al kender entre la concurrencia reunida en el local. Fue inútil; Earwig había desaparecido. El guerrero suspiró mientras se preguntaba cómo lo protegerían si la mitad del tiempo no tenían la menor idea de dónde se hallaba. Caramon no sabía bien qué esperaba encontrar: tal vez, a sujetos viles con capuchas negras que se abalanzarían sobre ellos desde su escondrijo bajo una mesa. Sus ojos agudos recorrieron el gentío. Ninguno de los presentes parecía peligroso. No obstante, la experiencia acumulada en infinidad de posadas alertó al guerrero de que algo no marchaba bien. Los parroquianos estaban demasiado... callados.

Caramon se acercó al desvencijado mostrador que ocupaba la mayor parte del lado izquierdo del vestíbulo. Aguardó paciente durante unos minutos, mirando de tanto en tanto a su hermano que aún seguía de pie frente al fuego. Raistlin no había movido ni un músculo; parecía que no respirara siquiera. El guerrero volvió la vista al comedor, esperando escuchar las maldiciones intempestivas y el estruendo de loza hecha añicos que de forma habitual denunciaban la presencia de Earwig en medio de una multitud. No oyó nada. Caramon tamborileó sobre el libro encuadernado en piel que estaba abierto sobre el mostrador y en cuyas páginas figuraban los nombres de los que se hospedaban en la posada.

Pasaron diez minutos y nadie se acercó a atender al guerrero. El hombretón, a punto de perder la paciencia, escuchó la ronca tos de su gemelo y temió que sus ya menguadas fuerzas se agotaran por completo. En el preciso momento en que se aproximaba hacia él para ayudarlo a sentarse en una silla, un hombre de mediana edad, con un delantal impoluto, salió del comedor.

El hombre caminaba con la cabeza inclinada, como ensimismado en sus pensamientos, sin plena conciencia del entorno. Se dirigió a la parte trasera del mostrador, sacó una vela de un cajón, la encendió, y penetró en una habitación oscura, anexa a la recepción; todo ello sin hacer caso del guerrero que esperaba de pie en medio del vestíbulo principal.

Caramon, que había observado en silencio la entrada y la salida del hombre, casi gritó llevado por la frustración, cuando el sujeto regresó de la habitación, ahora iluminada, y dirigió una mirada malhumorada al guerrero.

—Queremos una habitación con tres camas —pidió Caramon—. Que tenga chimenea —agregó después de lanzar una breve mirada hacia su hermano.

El guerrero le sostuvo la mirada al posadero, como si lo retara a afirmar que no disponía de semejante cuarto. Pero el hombre se limitó a empujar el libro de registro hasta Caramon y a entregarle una pluma.

—Firmad aquí, por favor.

El fornido guerrero se volvió para observar a su hermano, y en esta ocasión los ojos del posadero siguieron la misma trayectoria.

—¡Un hechicero! —exclamó el hombre, tan conmocionado que incluso olvidó su preocupación.

—Sí, ¿y qué? Es mi hermano.

—Lo siento, señor. No pretendía ofenderos. Es sólo que... hace mucho que no vemos hechiceros por estos contornos.

«Probablemente porque a todos los han asesinado en el bosque», pensó Caramon, aunque no lo dijo en voz alta. Cogió la pluma y firmó con su nombre; luego añadió un sencillo dibujo de una rosa con una estrella brillante en el centro justo del capullo: su interpretación personal del antiguo y olvidado dios Majere del que su padre tomara el apellido.

Caramon giró el libro de forma que el otro hombre pudiera inspeccionarlo; el posadero ni lo miró.

—Me llamo Yost. Si deseáis algo, dirigíos a mí, señor. —El posadero entregó a Caramon una llave y señaló hacia las escaleras—. La tercera puerta a la derecha.

Yost salió de detrás del mostrador y se encaminó al comedor sin dejar de lanzar miradas furtivas a Raistlin.

El guerrero frunció el entrecejo. Nunca se había hospedado en una posada tan singular. Bajó la vista a la llave, que iba unida a un círculo de cuero sobre el que estaba grabado el número 21. Sacudió la cabeza, se acercó a su hermano y le rodeó los hombros con un brazo, dispuesto a conducirlo a la habitación, pero Raistlin levantó el índice en un gesto de advertencia.

—¡Shhh! ¡Siéntate! —susurró, sin apenas abrir los labios.

Caramon se quedó perplejo.

—Cuando quieras subiremos a la habitación. Tiene chimenea y... —dijo.

—Sí, sí, lo he oído —lo cortó el mago con brusquedad, y le impuso silencio con un ademán imperativo de la mano dorada.

Caramon se encogió de hombros. Giró sobre sus talones para seguir las instrucciones de su hermano y al hacerlo casi chocó con Earwig, que en aquel momento regresaba del comedor.

—No te molestes en entrar —aconsejó el kender—. La gente está más callada que una tumba. Nadie se ríe, ni canta, ni nada. ¡Eh!, ¿por qué se dirá eso, Caramon?: «Callado como una tumba». En mi opinión, no es precisamente animación lo que falta en algunos panteones...

Raistlin resopló con irritación y de inmediato comenzó a toser. La violencia de los espasmos amenazó con romper el frágil cuerpo en pedazos. Se apoyó en el bastón, confiado en que la fuerza del cayado lo sustentara hasta que la respiración se le hiciera más fácil. Esta vez a Caramon no le cupo duda de que su hermano no fingía.

—Llévame a la habitación —jadeó Raistlin, y alargó el brazo hacia su gemelo.

El guerrero sostuvo con toda clase de cuidados al maltrecho mago y lo ayudó a subir el tramo de escaleras que llevaba al piso alto. Al pasar frente a una ventana pequeña reparó en que ya había caído la noche. Las dos lunas asomaban por el oriente; tanto el satélite plateado como el rojo estaban en fase de cuarto creciente, mucho más amplios que unos días atrás.

En el preciso momento en que los gemelos llegaron a la habitación 21, Raistlin empezó a temblar y a toser con violencia, falto de respiración. Caramon abrió la puerta deprisa y acostó a su hermano en la cama más próxima a la chimenea. Había un poco de leña apilada junto al hogar. Con movimientos rápidos, el hombretón preparó la lumbre.

—Detente —ordenó Raistlin con voz estrangulada—. Baja y consigue un poco de agua hirviendo. ¡Apresúrate! —agregó al observar la vacilación de su hermano, remiso a abandonarlo en aquellos momentos de dolor.

Caramon salió corriendo del cuarto y bajó las escaleras como una exhalación.

Raistlin se sentó y se dobló sobre sí mismo, aferrado al bastón con las manos crispadas mientras observaba las chispas luminosas que centelleaban y se apagaban frente a él. La falta de aire y los espasmos musculares eran sin duda la causa de que su visión le jugara aquella treta. Cogió con torpeza el envoltorio de hierbas y lo sostuvo contra la boca. Inhaló... Se sumergió en su propio yo, en lo más hondo de su ser, en la profunda oscuridad donde las estrellas relucían con verdadera intensidad en su propio firmamento, donde el sol alumbraba la misma bóveda celeste, su propio mundo donde todavía gobernaba, donde sus designios eran firmes, donde sus anhelos no vacilaban.

Escuchó los pasos presurosos de su hermano que remontaba la escalera; recostó el bastón contra la cama y sacó de una bolsa las hierbas medicinales con que preparaba el brebaje. Caramon traía en la mano un cuenco con agua de la que emanaban volutas de vapor. El mago le indicó con un gesto que se acercara al lecho y le alargó un saquillo con las hierbas que aliviaban, aun cuando sólo fuera de forma temporal, la enfermedad que lo abrumaba.

Caramon vertió con precipitación el agua en una taza y no dudó en introducir el dedo en el líquido ardiente para remover la mezcla, con la esperanza de preparar el brebaje antes de que su hermano sufriera un nuevo golpe de tos.

—Recuerda, Caramon: agitar la mezcla, no removerla —advirtió el mago con un soplo de voz.

El acre olor de la infusión impregnó el aire. La madre de los gemelos acostumbraba a decir: «Cuanto más desagradable sea el gusto de una medicina, tanto mejor serán los resultados». Si el dicho tenía un fondo de verdad, a Caramon le sorprendía que este brebaje no levantara a un muerto de su tumba.

Raistlin bebió la infusión. Cerró los ojos y respiró hondo; por fin, se dejó caer hacia atrás y se recostó en la cabecera de la cama.

—Este sitio es muy extraño, Raist. No me gusta nada. Hay demasiado silencio —dijo al cabo Caramon, en un susurro.

El mago inhaló hondo.

—Sí, tienes razón. Pero no es el cubil de ladrones y asesinos que había imaginado. ¿Reparaste en esas personas, hermano? Campesinos, granjeros de mediana edad, gente sencilla y trabajadora.

—Sí, es cierto. —El guerrero se pasó los dedos por el cabello—. Sin embargo, es tal como dijo Earwig. Todos están sentados en corrillos y hablan en voz baja. Ninguna canción, ninguna risa. Quizás haya una guerra —agregó esperanzado. Ojalá fuera ésa la explicación. «Todo tan simple y sencillo como aplastarle los sesos a un sujeto de un buen golpe», pensó.

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