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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

Los hermanos Majere (7 page)

BOOK: Los hermanos Majere
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—No, señor. Los hemos buscado y no hay rastro de ellos. ¿Otro trago, amigo mío? Veo que aprecias mi bebida —le ofreció al guerrero, levantando la botella.

—¡Oh, sí, gracias! ¿Qué es? —se interesó Caramon, con los ojos llorosos y la voz ronca.

—Aguardiente enanil. Difícil de conseguir en la actualidad, ya que se interrumpió el comercio cuando los enanos cerraron las puertas de Thorbardin. —Yost se volvió hacia Raistlin—. Manifiestas un interés inusitado por nuestros asuntos, hechicero. ¿Por qué?

—Muéstrale el pergamino, Caramon.

—¿Eh? ¡Ah, sí!

El guerrero movió las manos con torpeza bajo la guarnición de cuero; al fin, extrajo el bando que encontraran en el cruce de caminos y se lo enseñó al posadero.

—¡Oh, sí! Los consejeros del cabildo aprobaron en una votación ofrecer una recompensa a quien descubriera el paradero de nuestros gatos...

—No es lo que se indica en el bando —hizo notar Caramon.

—Eh... bien. —Yost se ruborizó y se removió inquieto en el asiento—. No ignoramos que el resto del mundo calificaría de extravagancia el amor que les profesamos. Dimos por hecho que los forasteros no lo comprenderían hasta que llegaran aquí.

—Si es que llegaban —susurró Raistlin con una sonrisa desabrida.

El posadero miró al mago de hito en hito. Ante la duda de no haber comprendido bien sus palabras, obvió el comentario del hechicero.

—La idea de la recompensa partió de la Gran Consejera de la ciudad, lady Shavas. Si os interesa el trabajo, dirigíos a ella.

—Es lo que haremos —dijo Raistlin, con la mirada prendida en su hermano, que se servía otro vaso del fortísimo aguardiente.

—¿Nos contarás más historias? ¿Qué hay de ese Señor de los Gatos? ¿Lo conoces? —preguntó Earwig, incapaz de reprimir los bostezos.

Yost mantuvo los ojos bajos, fijos en el vaso. Su acritud denotaba una evidente inquietud.

—El Señor de los Gatos es el rey de los felinos, la deidad que les ordena lo que han de hacer. —El hombre hizo una pausa y tomó un sorbo antes de proseguir—. Con todo, el meollo del asunto está en que la leyenda no aclara si ayudará al mundo o lo destruirá.

—¿Entonces, crees en la existencia de ese personaje? —inquirió Caramon.

—Todos nosotros —afirmó el posadero, echando una ojeada recelosa alrededor, cual si temiera que alguien lo espiara—. Sin embargo, ignoramos sus designios.

Caramon alargó la mano hacia la botella, pero la garra dorada de su hermano se disparó y se cerró como un cepo sobre su muñeca.

—¿Dónde se encuentra el portal mencionado por la profecía? —preguntó el mago.

—Me temo que nuestros conocimientos sobre el augurio son muy limitados. Se descubrió hace siglos, a raíz del Cataclismo. Tal vez si poseyéramos más información, sabríamos qué se esconde detrás de este misterio. Aun así, si te interesa, lady Shavas tiene ciertos libros sobre el Señor de los Gatos, la profecía y todas esas cosas. Están escritos en vuestro lenguaje... en el de la magia, me refiero; aunque ningún mago ha pisado estas tierras desde hace más de una centuria. No es de extrañar, ya que la ausencia de un hechicero no se ha echado en falta; imagino que sabes a lo que me refiero.

El posadero se levantó para regresar a sus quehaceres, y, con gran desencanto por parte de Caramon, cogió la botella.

—Por hoy es suficiente, estáis agotados. Volved a vuestra habitación —insinuó Yost, sin ningún recato.

—Gracias por tu interés, pero no estamos cansados —replicó Raistlin.

—Como gustéis. —El hombre se encogió de hombros y se alejó.

A decir verdad, Earwig se había quedado profundamente dormido, con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados. Caramon, acaso como consecuencia del aguardiente, tenía la mirada, vidriosa y vacía de expresión, perdida en la nada. Raistlin lo aferró por el brazo y lo zarandeó.

—¿Eh...? —balbució el hombretón, y parpadeó como si saliera de un sueño.

—¡Despéjate, necio! Te necesito. No me fío de ese hombre. Mira, ha hecho un aparte para hablar con alguien. Quiero que...

Raistlin enmudeció de repente al advertir por el rabillo del ojo una línea. Un resplandor tenue pero evidente brotaba del suelo como un arroyo de luz blanca que corría a lo largo de la estancia y fluía hacia el norte. Percibió poder, un poder tan arcano como el mundo, un poder que atravesaba Ansalon, que excedía continentes y océanos, y trascendía a unos planos inadvertidos, inconcebibles. Sólo aquellos que caminaban por las sendas tenebrosas conocían tales reinos. O alguien que estuviera en contacto con uno de ellos.

Raistlin se estremeció y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir y miró, no vio más que el suelo: madera sólida, oscurecida por los años, húmeda por la cerveza derramada.

—¿Qué ocurre, Raist? —preguntó Caramon con una cierta dificultad en la articulación de las palabras—. ¿Te pasa algo? ¿Qué hay en el suelo?

Entonces, su hermano no lo había visto. ¿Se trataría de otra mala pasada que le jugaba su perenne debilidad?, se preguntó el mago mientras se frotaba los párpados, sin advertir que tenía los dedos manchados de vino. El escozor le humedeció los ojos. Levantó la vista, borrosa por las lágrimas, hacia la chimenea del vestíbulo. Allí estaba la línea otra vez; una espeluznante luz blanca de un palmo de ancho. Volvió la cabeza y la miró directamente. La línea desapareció.

—Raist, ¿te encuentras bien?

—Debe de ser mi vista —murmuró el mago para sí, aunque sabía, puesto que había percibido el poder, que no era aquélla la causa.

Pero con el poder llegó el miedo; un terror espantoso, desfallecedor. No deseaba encontrarse con
él
otra vez. No estaba preparado. El mago recorrió con la mirada el techo, las vigas, los travesaños y los puntales, hechos con tablones gruesos que conformaban el arco suspendido sobre sus cabezas. Cada vez que miraba a cualquier otro lugar, la línea se hacía visible... un suave resplandor que emergía del suelo. Por el contrario, cuando la enfocaba de manera directa, se desvanecía.

Raistlin asió el bastón y se puso de pie con tal brusquedad que derribó el asiento.

—¿Una pelea de taberna? —Earwig alzó la cabeza parpadeando soñoliento.

—¡Chitón! —ordenó Caramon.

—¿Qué hace Raistlin? —susurró el kender.

—No lo sé. Pero cuando está así, es mejor dejarlo en paz.

«¿Qué he visto? ¿Qué será? ¿Lo habré imaginado?» El mago se encaminó hacia la pared sur del amplio comedor. Se asomó a la ventana y oteó el cielo. La línea se percibía con claridad sobre la suave alfombra de hierba verde; esta vez, irradiaba destellos plateados y rojos a la luz de las lunas. Raistlin se obligó a mantener los ojos abiertos, sin parpadear, y al cabo de un rato se le llenaron de lágrimas. El fulgor de la línea se intensificó.

Raistlin volvió sobre sus pasos. Al llegar junto a la mesa, metió los dedos en el vaso de vino y se los llevó a los ojos. De nuevo, el alcohol le hizo lagrimear. La línea cobró nitidez ante su vista borrosa; una franja de poder que iba hacia el norte. El mago se volvió a la ventana abierta en aquella dirección y divisó el curso del resplandor que manaba del suelo, atravesaba la pared y proseguía sobre la hierba, en un flujo constante que semejaba un río de luz blanca. El mago se dejó caer en el banco.

—Eh, Raistlin, ¡estás llorando! —chilló el kender mientras se levantaba de un salto.

—Raist...

—Silencio, Caramon.

El mago hizo un brusco movimiento con el bastón que obligó a Earwig a agacharse so pena de acabar decapitado, y señaló hacia el suelo.

—¿Qué ves, kender?

Lo inesperado de la pregunta desconcertó a Earwig, aunque reaccionó al instante; sus enormes ojos castaños recorrieron toda la longitud del cayado. La bola de cristal azul pálido que lo remataba se cernía a escasos centímetros del suelo.

—Bueno..., veo madera y algunas pelusas de polvo. Qué nombre tan gracioso, ¿verdad? Pelusas. Será porque parecen bolitas de pelo y...

—Mírame —ordenó el hechicero.

—Claro, Raistlin. —El kender alzó la vista hacia las pupilas doradas.

El mago mojó los dedos en el vino y los sacudió frente al rostro del desprevenido hombrecillo, salpicándolo de lleno en los ojos abiertos de par en par.

—¡Ay! ¿Qué haces? —gritó Earwig, con un timbre más estridente del habitual, causado por el dolor, en tanto se frotaba los ojos con los puños en un intento de librarse del ardiente líquido.

—¿Y ahora qué ves? —instó Raistlin una vez más.

El kender, con los párpados entrecerrados y las lágrimas deslizándose por sus mejillas, enfocó las pupilas enrojecidas de un punto a otro del comedor.

—¡Oh, vaya! ¡La habitación está borrosa y parece que todo el mundo se hubiera hinchado como un globo! ¡Qué divertido, gracias, Raistlin!

—Me refería al suelo —puntualizó el mago con timbre irritado.

—No lo distingo. Sólo percibo una masa informe y oscura.

Raistlin sonrió.

—¿Qué ocurre, Raist? —La voz de Caramon sonó tensa. La expresión plasmada en el semblante de su hermano manifestaba que lo acaecido, fuera lo que fuese, tenía una importancia relevante.

—¡Eh, Caramon! ¿Qué ves? —chilló Earwig con regocijo y, acto seguido, le echó todo el contenido del vaso en la cara.

—¡Un kender muerto! —bramó el guerrero, escupiendo el vino—. ¿A qué demonios juegas? —demandó en tanto asía al hombrecillo por la pechera.

—Calma, hermano mío —intervino Raistlin, con un gesto pacificador de la mano derecha. Caramon soltó al kender, al que había izado en el aire, y lo sentó de un empellón en el banco.

—A propósito, ¿qué ves, Caramon? —agregó el mago con un tono apacible.

—¡Nada, maldita sea! —barbotó el guerrero mientras se enjugaba los ojos bañados en lágrimas con el dorso de la mano.

—¿Tampoco en el suelo?

—¡Otra vez! ¿Por qué te interesa tanto? No dejas de mirarlo, Raist. No es nada más que un suelo, ¿de acuerdo?

—Nada más que un suelo... Caramon, ve y busca al posadero. ¿Cómo se llama...? Yost.

—Bien, Raist. ¿Lo traigo? —Los ojos del guerrero centellearon alegres.

—No es preciso. Sólo pregúntale qué dirección hay que tomar para ir a Mereklar.

—De acuerdo —contestó Caramon sin disimular su desencanto.

—Te acompaño —ofreció Earwig, de nuevo aburrido ahora que se le habían pasado los picores y el escozor de ojos.

Los dos se alejaron. Raistlin se recostó desfallecido en el respaldo. Estaba exhausto, con una carencia repentina y total de energía. La línea era mágica, visible sólo a sus ojos. ¿Pero qué significado tenía? ¿Por qué estaba allí? Y, sobre todo, ¿por qué esa diminuta y gélida punzada de terror clavada en sus entrañas?

* * *

Caramon encontró a Yost y a su botella de aguardiente enanil. Earwig los observó y escuchó durante un rato, pero se aburrió y se removió inquieto, sin saber qué hacer. No le apetecía regresar al comedor. Ya había estado allí y lo conocía de cabo a rabo.

—Iré a dar un paseo —le informó a Caramon.

—Sí..., claro, Earwax. Ve. —El corpulento guerrero asintió con un cabeceo. Su voz sonaba pastosa y las palabras se le enredaban en la lengua.

—¡Me llamo Earwig! ¡Oh, qué más da, olvídalo!

Con la jupak en la mano, el kender salió como una tromba de la posada y tropezó con tres hombres que estaban de pie frente a la puerta.

—Disculpadme —se excusó Earwig muy cortés.

La luz de las lunas iluminaba las figuras de los sujetos, altos y musculosos; vestían unas indumentarias de cuero negro que debían de tener tantos años que apestaban a rancio; sobre sus torsos se cruzaban unas correas anchas de las que colgaban bolsas y armas de hojas relucientes.

—Hola, pequeño. ¿Te importa que te haga una pregunta? —dijo, con voz suave y profunda, el hombre que estaba en el centro. El resplandor rojizo que llegaba de la chimenea del vestíbulo alumbraba su rostro, y el kender advirtió fascinado que su tez era tan negra como la noche que los rodeaba.

—¡Claro que no, pregunta, pregunta! —instó.

Las llamas de la chimenea arrancaron un destello rojo oscuro en las pupilas azules del hombre. Con un movimiento ágil y flexible, lleno de donaire, asió la pequeña mano del hombrecillo que se deslizaba en uno de sus bolsillos.

—Yo que tú, dejaría esa mano quieta —advirtió el hombre de piel negra.

—Lo siento —se disculpó Earwig, y se miró la mano como si ésta se hubiera desprendido de su cuerpo y actuara por propia iniciativa—. No comprendo cómo ha llegado ahí.

—No tiene importancia. Mis amigos y yo —señaló a los dos hombres que lo flanqueaban— nos preguntábamos de dónde habrías sacado ese magnífico colgante. —El extraño personaje apuntó la calavera de gato tallada en plata que pendía del cuello del kender.

—¿Qué colgante? —preguntó desconcertado Earwig. A decir verdad, se había olvidado por completo del amuleto—. ¡Ah! ¿Te refieres a esto? —Levantó la figura de plata a fin de que los hombres la admiraran—. Es una reliquia familiar que pertenece a mi estirpe desde hace unos días.

—Qué mala suerte —dijo el hombre de tez azabache. Sus ojos centellearon tan rojos como los rubíes engastados en la calavera del amuleto—. Teníamos la esperanza de que recordases dónde lo habías conseguido a fin de obtener uno para nosotros.

—Bueno, no me acuerdo, pero no importa. Si tanto te gusta, quédate con éste —ofreció Earwig, a quien le encantaba hacer regalos. Trató de soltar la cadena, pero fue en vano—. Qué extraño. Eh, bien, lo siento, pero me temo que te vas a quedar sin el colgante.

—Sí, yo también lo lamento —musitó el cabecilla. El hombre se agachó. Al hallarse tan cerca de él, Earwig advirtió que las relucientes pupilas eran ligeramente sesgadas—. Tómate el tiempo que quieras, pero recuerda dónde lo encontraste. No hay prisa, tenemos toda la noche por delante.

—¡Vosotros quizá sí, pero yo no! —replicó Earwig, quien se empezaba a cansar de la conversación. Por otro lado, tenía curiosidad por saber en qué jaleos se estaría metiendo Caramon sin estar él a su lado para vigilarlo. El kender empujó a los hombres para abrirse paso, pero le bloquearon el camino y uno lo aferró por el brazo.

—Si es preciso te sacaremos la información y, con ella, las tripas.

—¿De verdad lo harías? —preguntó Earwig, pensando que las cosas se ponían interesantes—. ¿Sacarme las tripas? ¿Cómo? ¿Por la boca? ¿No resultaría algo asqueroso...?

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