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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

Los hermanos Majere (4 page)

BOOK: Los hermanos Majere
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—Le echaste una maldición espantosa —musitó el guerrero con temor reverente—. Ignoraba que supieras invocar semejantes conjuros.

—No puedo —repuso Raistlin.

Le sobrevino un súbito golpe de tos que lo hizo doblarse en dos, atormentado por los espasmos que sacudían su frágil cuerpo. Alargó el brazo hacia su hermano, quien lo sostuvo con delicadeza y lo guió de vuelta al lecho de mantas.

—¿Quieres decir que en realidad no lo amenaza maldición alguna? —inquirió el guerrero con evidente desconcierto, mientras ayudaba a su hermano a tumbarse.

—Oh, ya lo creo que pende sobre él una maldición —explicó el mago cuando fue capaz de hablar de nuevo—. Pero no es obra mía —agregó con una sonrisa—. Él mismo será la mano ejecutora. ¡No te quedes ahí, con la boca abierta! Estoy muerto de frío, recoge algo de leña. Dejaré encendido el bastón hasta que prendas la hoguera.

Caramon sacudió la cabeza sin comprender las palabras de su hermano.

Se encaminó hacia el lugar donde había tirado la brazada de leña durante el ataque de los asesinos y estuvo a punto de caer de bruces al tropezar con el envoltorio de mantas del kender. En la tensión del momento, Caramon había olvidado por completo a Earwig. Ahora recordó a los dos asesinos, de pie junto al hombrecillo, con las lanzas en alto. El guerrero se arrodilló y posó una mano sobre la figura diminuta que yacía inmóvil bajo las mantas.

—¿Earwig? —llamó con un deje de preocupación en la voz.

De las profundidades de las mantas surgió un bostezo, un movimiento de alguien que se desperezaba, y enseguida una cabeza asomó por el borde. El adormilado kender miró a su alrededor, aún inmerso en el sopor confuso del sueño, y divisó a la tenue claridad del alba los cuerpos acuchillados y ensangrentados que yacían en el suelo, las armas astilladas esparcidas en el claro, la hierba aplastada y machacada por los pisotones de los contendientes.

Earwig se quedó boquiabierto, con los ojos como platos por la sorpresa. Su mirada enloquecida fue de Raistlin a Caramon y de nuevo al mago. Después echó la cabeza hacia atrás y estalló en sollozos.

—Tranquilo, Earwig. No llores. Estás a salvo, los asesinos han huido —lo tranquilizó el guerrero.

—¡Ya lo sé! ¡No me lo restriegues por las narices! —barbotó el kender, al tiempo que se levantaba de un salto y pateaba las piedras, las mantas, y cuanto tenía al alcance de los pies.

—¿Cómo? ¿Por qué protestas entonces? —demandó el hombretón, perplejo por el arranque colérico del otro.

—¿Cómo me has hecho esto, Caramon? —sollozó Earwig—. ¡Creí que éramos amigos! Se organiza una pelea... ¡y no me despiertas!

2

Amaneció, y las previsiones optimistas de Caramon se confirmaron. El día, en efecto, era magnífico. La temperatura ascendió a un nivel muy agradable, templado para caminar, pero lo bastante fresco para no resultar molesto. El astro rey brillaba en un cielo despejado de nubes y derramaba sus rayos vivificantes sobre los compañeros.

Los cadáveres de los asesinos en ciernes yacían desplomados en el suelo. Earwig, para compensar su ausencia en la diversión nocturna, registró los cuerpos con el propósito, según él, de «buscar alguna pista que nos aclare quiénes eran estos tipos». En los bolsillos de uno de los asesinos encontró un broche realizado con hilos de oro entretejidos con forma de cuerda. Tras abrir un cierre disimulado que sólo un kender sería capaz de descubrir, Earwig encontró en el interior una colección de instrumentos musicales en miniatura hechos de plata, hueso y ébano, labrados con meticulosidad, listos para que los tocara una orquesta diminuta.

Cerró el medallón y lo tiró en una manta junto con otros «tesoros», y se acercó al siguiente cadáver. El bandido muerto llevaba en las manos tres anillos, todos de oro y diamantes relucientes que centelleaban a la luz del reciente amanecer. Sin embargo, lo que más llamó la atención del kender fue un objeto misterioso que había caído del bolsillo del ladrón, una especie de adorno realizado con alambre tejido.

Earwig cogió el cordoncillo metálico que se retorcía y se enroscaba sobre sí mismo sin propósito aparente y sin forma específica. Al sacudir el alambre, escuchó un sonido tenue originado en el interior del lazo, un sonido de cristal al repicar sobre metal. El kender levantó el objeto y lo puso a contraluz; en el centro del rollo de alambre se percibía un abalorio. Earwig lo contempló largo rato, fascinado por el misterioso objeto, hasta que por fin se cansó de mirarlo y lo añadió a la colección.

Fue de un cadáver a otro y reunió oro y muchos otros objetos preciosos que sostenía en la mano a fin de sopesarlos y palpar las formas, para un momento después dejarlos a un lado, olvidados por completo, al agacharse a recoger una vieja pluma de escribir con la punta de plata reluciente, o un pedazo de cristal purpúreo, o la figurilla tallada de una águila que no era mayor que la mitad de la palma de su mano. No olvidemos que el concepto que el resto de las razas tiene sobre el valor de las cosas no coincide con el de los kenders. Es su extremada curiosidad lo que despierta en ellos el deseo de poseer cualquier objeto que resulte atractivo a sus ojos sin reparar en los que tienen en su poder.

—¿Encontraste algo interesante? —preguntó Caramon.

—Ahí tienes —señaló con gesto ufano hacia la manta—. Bueno, ¿no vas a echar ni siquiera una ojeada? —lo apremió, al advertir la vacilación del guerrero.

—Supongo que sí. Aunque me produce escalofríos hurgar en las posesiones de los muertos. —El hombretón respiró hondo mientras se arrodillaba junto al kender.

—¿Por qué? Tú coges sus armas —objetó Earwig.

—Es diferente.

—¿En qué? No lo comprendo...

—¡Lo es, y basta! ¿De acuerdo? —bramó el guerrero mientras le dirigía una mirada furibunda.

—Eres muy escrupuloso, hermano —intervino Raistlin en voz baja. El mago estaba de pie tras ellos—. Si te apartas a un lado, lo haré yo. A mí no me afecta ese miedo supersticioso que inspiran los efectos personales de un muerto.

El mago se agachó. Sus manos, esbeltas y delicadas, tocaron con levedad los objetos esparcidos ante él. Levantó algunos y los examinó con ojo crítico. Earwig lo observaba con ansiedad.

—Esos son los diamantes más grandes que he visto en mi vida. ¿Has visto tú alguno de este tamaño, Raistlin? —preguntó, incapaz de contener por más tiempo la impaciencia.

—Cristal —fue la escueta respuesta del mago, que arrojó a un lado los anillos con desdén.

Earwig se mostró algo cariacontecido, pero no tardó en recobrar su habitual alegría.

—La cadena de oro es bastante pesada, ¿no te parece, Raistlin?

—Tiene que serlo, ya que está hecha de plomo. ¿Qué es esto?

El mago alzó entre el índice y el pulgar un amuleto de plata. Lo colocó sobre la palma de la mano y se lo mostró a su hermano. Caramon torció el gesto.

—¡Puaj! ¿Quién se pondría una cosa así?

—¡Yo! —se apresuró a afirmar Earwig, en tanto contemplaba la baratija con ojos anhelantes.

La forma del amuleto imitaba la calavera de un gato, con dos rubíes diminutos engastados en los agujeros de las cuencas.

—¿Quién de ellos lo llevaba? —se interesó Raistlin.

El kender reflexionó un momento.

—Ninguno. Lo encontré caído en la hierba, por allí —respondió después, señalando hacia un punto cercano a las mantas de Raistlin, ya recogidas y enrolladas.

—El jefe —gruñó Caramon.

—Sí —se mostró de acuerdo el mago, sin dejar de examinar el amuleto. Un escalofrío estremeció su cuerpo, su mano tembló—. Es maligno, Caramon. Un objeto de las tinieblas. Y muy antiguo. Procede de un tiempo anterior al Cataclismo.

—¡Deshazte de él! —le pidió el guerrero con voz tensa.

—No, yo... —Raistlin vaciló, luego se volvió hacia Earwig—. ¿En verdad te gustaría ponértelo?

—¡Oh, sí! ¡Guau! ¡Un «objeto de las tinieblas»! —suspiró el kender.

—Raist... —comenzó a decir Caramon, pero enmudeció ante la mirada de advertencia que le dirigió su hermano.

El mago ensartó el amuleto en una cadena de plata que se encontraba en el botín y lo colgó al cuello del hombrecillo. Musitó unas palabras incomprensibles en tanto rozaba con los dedos la cadena. Earwig, radiante de satisfacción, contempló con arrobo su nuevo colgante.

El mago se levantó y se estiró para desentumecer el delgado cuerpo. El fresco aire del amanecer le provocó un nuevo ataque de tos. Giró sobre sus talones y se encaminó a la fogata; Caramon fue en pos de él.

—¿Qué hacemos con ese montón de chatarra?

—Dejarlo. No hay nada de valor.

El guerrero echó una mirada fugaz por encima del hombro y vio a Earwig que se afanaba por guardar en sus saquillos la mayor cantidad posible del «tesoro».

—Has convertido al kender en una diana, Raistlin —comentó el hombretón.

El hechicero se arrodilló junto a la hoguera y se arrimó al fuego en busca de calor.

—Una diana no, hermano. Un cebo —corrigió con fría indiferencia.

—En cualquier caso, corre peligro. Quienquiera que fuera el que lo llevara, puede que lo esté buscando. Deducirá que el kender fue testigo de su crimen. ¿Qué significaban las palabras que pronunciaste mientras tocabas el colgante? ¿Una especie de conjuro protector?

Raistlin resopló con fastidio.

—No seas estúpido, Caramon. Es un simple sortilegio para evitar que el kender se lo quite. En lo referente al riesgo, tú o yo correríamos más peligro que él si lleváramos el amuleto. Nadie toma en serio a un kender. Supondrán que lo encontró y se lo puso para hacer el tonto. Habrá que estar alerta y no perder
de
vista a aquellos que muestren un interés especial por el colgante.

—Esto no me gusta, Raist —reiteró el guerrero, con una testarudez impropia de él.

—¡Y a mí no me gusta que traten de asesinarme mientras duermo! —estalló su gemelo. Se puso de pie, apoyado en el bastón mágico—. Pongámonos en marcha; se nos ha hecho tarde. Quiero llegar allí antes de que anochezca.

—¿Allí? ¿Dónde? ¿A Mereklar? —Caramon pateó los rescoldos del fuego y les echó agua.

—No. A la posada El Gato Negro.

* * *

A Caramon, su hermano siempre lo sorprendía. Desde que se sometiera a aquella nefasta prueba, por la que debía pasar cualquier hechicero que aspirara a entrar en las más altas esferas de la magia (una prueba que en ocasiones resultaba mortal), la salud de Raistlin se había quebrantado. Había adelgazado hasta el punto en que su cuerpo se había reducido a poco más que huesos y piel. Lo martirizaba una tos persistente. En ocasiones, Caramon temía que su hermano no lograra aspirar otra bocanada de aire. Asaltado por pesadillas horrendas, Raistlin se removía, daba vueltas y, a menudo, lanzaba alaridos entre sueños. Había mañanas en las que apenas lograba reunir fuerzas para levantarse.

Ese día, sin embargo, el joven mago aparentaba encontrarse en buena forma. Sus pasos eran enérgicos, vigorosos, y apenas se apoyaba en el bastón. Había tomado (para lo que él acostumbraba) un copioso desayuno consistente en pan y frutas. No había bebido la infusión medicinal que le calmaba la tos, ni tampoco había inhalado los vapores del envoltorio de hierbas. Sus ojos brillaban resplandecientes a la luz de la mañana.

«Es a causa de este misterio», se dijo Caramon para sus adentros. «Le encantan las intrigas. Me alegro de que Raistlin se encargue del tema, porque yo... preferiría enfrentarme a un ejército de goblins. Detesto los disimulos y los embrollos.»

El guerrero lanzó un suspiro. Se pasó el día con la espada corta en la mano, dirigiendo miradas penetrantes hacia todas partes, escudriñando el bosque, temeroso de sufrir otra emboscada en cualquier momento.

Su otro compañero de camino también lo pasaba bien. Earwig recorría el sendero dando brincos al tiempo que hacía girar en el aire el arma preferida de los kenders: la jupak. Se trata de un tipo de bastón con una honda acoplada a la parte superior ahorquillada, pero la de Earwig presentaba una variación que la hacía diferente, y que consistía en que la parte superior era desmontable, lo que convertía al bastón en una especie de cerbatana. Con él disparaba unos dardos pequeños, de puntas afiladas en forma de anzuelo, que el kender guardaba en el interior de la manga derecha de su indumentaria.

A decir verdad, a Earwig le entusiasmaban las armas de cualquier tipo y estaba orgulloso de su colección. Poseía un cuchillo arrojadizo poco usual, con cinco hojas curvas proyectadas en diferentes direcciones; después de la jupak, era su arma preferida. También portaba un invento de su propia cosecha, y que no era otra cosa que cáscaras de huevo rellenas con polvos y líquidos especiales que se expandían con el impacto. Aparte de éstas, el kender tenía muchas otras armas, aunque de forma habitual ocurría que se olvidaba de ellas, o, por despiste, las abandonaba para guardar otros objetos que le resultaban más interesantes.

No hacía mucho tiempo que Earwig conocía a los gemelos, pero se mostró dispuesto a seguirlos cuando emprendieron nuevas aventuras. Estaba fascinado con el mago de ojos extraños y piel dorada; se sentía feliz de encontrarse con una persona tan interesante y singular. Con todo, el kender se compadecía de Raistlin. ¡Era tan taciturno! Por consiguiente, Earwig se comprometió consigo mismo a alegrarle la vida con las divertidas historias y aventuras fantásticas ocurridas en lugares lejanos de Krynn, que le habían relatado amigos y familiares; con ello se proponía sacar al mago de la perpetua melancolía que lo envolvía con más agobio que sus ropajes rojos.

El hechicero, por su parte, se limitaba a ignorarlo o, si estaba de mal humor, lo apartaba de su camino con el bastón.

En esas ocasiones, el kender se alejaba a saltitos y se reunía con Caramon, que siempre estaba dispuesto a escuchar sus historias y que a su vez contaba con un repertorio de aventuras tan descabelladas que incluso al kender le costaba trabajo creerlas.

Earwig advirtió que esa mañana el mago mostraba un inusual buen humor y decidió contribuir con todos los medios a su alcance a mantener el animoso talante del hechicero. Así pues, acometió con entusiasmo el relato de una de sus anécdotas preferidas.

—Eh, Raistlin, ¿te han hablado alguna vez de Dizzy Lengualarga, el kender que lanzaba su jupak con tal maestría que conseguía que la vara volviera a su mano? Pues verás, en cierta ocasión apostó con un minotauro a que era capaz de lanzarla alrededor del perímetro de un bosque. «Apuesto el oro que guardo en mi bolsillo contra ese anillo que llevas en la nariz a que logro que mi jupak regrese a mí tras circunvalar el bosque», dijo Dizzy. El minotauro aceptó el envite, pero advirtió al kender que si fallaba, se lo zamparía de postre en la cena. Dizzy, por supuesto, accedió.

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