En el año 2009 ya sabe Corman que la fluoxetina ha convertido su cerebro en un queso gruyer. Sale a la terraza de su apartamento con una cerveza Alhambra 1925 en la mano y contempla el mar desde su cerebro agujereado. Es una excelente cerveza, la Alhambra 1925. Piensa en ese año, en 1925, muy vagamente. Encima del sofá hay una espada de madera que ha comprado en una tienda de chinos. Es un juguete. Hay un sol espléndido allá a lo lejos. La fluoxetina es como una rata que se ha comido sus neuronas todopoderosas. Se ha tragado miles de cajas de Prozac. Y a nadie le importa nada.
Una noche de febrero de 2010, Corman se despierta muy nervioso. Hay luz en la cocina americana. ¿Quién ha dado la luz? Se levanta de la cama y va hacia el salón. Allí, sentado en el sofá, está otra vez Joseph Stalin viendo la televisión sin sonido.
—Siéntate, Corman Martínez —dice Stalin—. He venido a hablar un rato contigo, a aconsejarte sobre el sentido de las cosas.
—Qué bien, padre Stalin, cuánto agradezco su visita.
—Quería hablarte de la grandeza del presente. Todos los comunistas inmortales nos sentimos atraídos por la vastedad del presente. En el presente la energía de la vida alcanza la llamarada más alta. Todos los comunistas inmortales sentimos un enamoramiento espectacular del presente. Somos hombres, eso ante todo. Somos hombres. Y el hombre es tiempo presente. El presente es presencia. El pasado es ausencia y el futuro es inexistencia. Elige si puedes.
—Pero ¿los comunistas inmortales pueden desplazarse en el tiempo?
—Sí, pero eso en modo alguno afecta a lo que te estoy diciendo. Qué más te da que te desplaces en el tiempo, lo importante sigue siendo el presente. Es una ecuación ominosa. La existencia es cruel. La materia es cruel, pero el materialismo, sin embargo, es cálido. La naturaleza sólo nos dio el presente. No somos infinitos. No morir no significa gran cosa entonces. Un alargamiento de la oscuridad. No quiero decantarme, no quiero que pienses que pienso que es mejor ser un socialdemócrata efímero que un comunista inmortal. Veo que en este 2010 ya no quedan comunistas en el mundo, todos son socialdemócratas pasajeros, banales, efímeros. En todo caso, debemos querernos. Tú y yo, me refiero. Somos los últimos comunistas. Es lo único que podemos hacer. Extraño amor entre un fantasma y un chiflado, pero así es la grandeza de la vida. E imagino que el Creador lo sabe. Por eso he venido a proponerte dos pruebas de conocimiento muy importantes, un trabajo hercúleo. Una aventura que debes ejecutar con mucho amor. Es un reto de presente. Es un gran himno al presente.
—Pero ¿hay un Creador?
—Insuficiencias del lenguaje, hijo mío. El lenguaje es alienación. Es terrible.
—Padre, ¿yo soy un comunista inmortal?
—Lo serás, si superas estas pruebas.
Pasaron las horas veloces. Ya eran las siete de la mañana. Ya estaba amaneciendo. Corman recostó su cabeza sobre el regazo de Stalin. Corman estaba llorando. Siguieron así en silencio largo tiempo, hasta el mediodía. Era la una del mediodía cuando Corman retiró su pesada cabeza del regazo de Stalin, que roncaba levemente. Corman fue a la nevera y sacó dos cervezas Ambar Export. Stalin se despertó sediento. Los dos hombres salieron a la terraza y bebieron sus cervezas. De repente, estaban sonriendo. Stalin veía en Corman un dinosaurio lleno de amor y carne. Corman veía en Stalin luces y aguas y tormentas y nieve y bronce, todo mezclado, amorosamente mezclado. Bebían, se miraban y sonreían. Se cogieron la mano de una forma viril, poderosa.
Eran las seis de la tarde y seguían bebiendo cerveza. Habían estado muchas horas en silencio. Tal vez unas diez horas, pero esas horas, en sus mentes, se habían multiplicado por cantidades de tiempo imposibles de cuantificar. Cuando se volvieron a mirar, les costó reconocerse. Finalmente, Stalin habló:
—Debo revelarte ya las dos misiones que he traído para ti.
—¿Son misiones de comunistas inmortales?
—Sí, misiones a la altura de todo un comunista inmortal, a la altura de la descendencia de Lenin. No me distraigas ahora, Corman.
—Disculpe, padre.
—Te diré tu primera misión: tienes que hacerte un experto en las estaciones y líneas del metro de Londres y de París, en este año de 2010. Tienes que recorrer ambas ciudades. Debes intentar ver qué hay allí. Quien está allí no querrá que la veas. Sí, es femenino. Tendrás que ser exhaustivo e insistente. Eso significa que vas a pasar meses recorriendo las estaciones del metro de Londres y de París. Al comprobar ella tu exhaustividad y tu insistencia, tarde o temprano se manifestará. Será un gran momento. Yo sé que ella está allí. Se refugió allí cuando las grandes ciudades comenzaron la construcción de los trenes subterráneos.
—¿De quién me está hablando, padre?
—No lo sé con seguridad. Sólo sabemos que está allí. Lo sabemos unos cuantos comunistas inmortales. No sé qué clase de mujer es. Pero está allí abajo, en el metro de Londres o de París. Se la ha visto en los dos. Aunque yo pienso que en estos momentos ya habrá elegido uno de los dos metros. Habrá elegido el metro que más le guste, aquel en donde más desdichados encuentre. Se la veía en los dos metros hace ya unas cuantas décadas. Dudaba. Yo creo, pero es una intuición, que ha elegido el metro de Londres. De modo que te aconsejo que comiences por el metro de Londres.
—Pero ¿qué tengo que buscar?
—Ya te lo he dicho, no sé quién es con exactitud. Te compete a ti averiguarlo. Ésa es tu tarea. Yo intuyo que es una condensación de cuerpos, una condensación de energía humana del siglo XX. Pero es energía articulada, concentrada en un punto. Por tanto, es material. Tiene que ser material necesariamente, si no no sería competencia nuestra. No te será fácil encontrarla. Pero está allí, en el metro. Creo que la mejor manera de dar con ella es enamorarte del metro. Estar en él en todo momento. Bendecirlo. Tratarlo como si fuese un Ser. Sentarte en sus sillas de espera. Acariciar lo que nadie acaricia: las baldosas, las máquinas de latas, los pasamanos negros de las escaleras mecánicas, los carteles, las papeleras, el suelo. Y que el metro entienda que eres un ser revolucionario, un hombre enamorado, allí el haber leído con tanto aprovechamiento el
Libro de buen amor
te será sumamente útil. Que el metro sepa que vienes del final de todos los males y aun así estás capacitado para amar la oscuridad. Y te dejará verla.
—Es bonito lo que dice. Lo haré. Imagino que acabaré descubriendo que el amor y la revolución comunista son la misma cosa.
—Eres el mejor de los nuestros, el último comunista.
—¿Cuál es la segunda misión?
—Se trata de que busques otro arcano, la Virgen del Alimento Universal.
—Concrete, se lo ruego.
—Te voy a pedir que visites todos los McDonald’s de la Tierra y que comas en cada uno de ellos al menos una hamburguesa y bebas una Coca-Cola. Son treinta mil restaurantes. Es una gran tarea. Las dos son dos tareas heroicas, homéricas.
—Las dos son muy hermosas, y las entiendo. Soy un privilegiado.
—Ten en cuenta que visitarás muchos McDonald’s sin ninguna clase de atractivo. Tú estás pensando en los grandes y dorados McDonald’s del gran capitalismo cosmopolita, estás pensando en los McDonald’s de Manhattan. Pero no estás pensando en, por ejemplo, los McDonald’s de los centros comerciales de ciudades de provincias invisibles de países de segunda, o países de tercera, de países en vías de desarrollo, de esos países que lo intentan pero que finalmente no pueden. Países que caen derrotados. Y allí también tendrás que comer tu oscura o inextricable hamburguesa, ya no sé cómo calificarla. Oscuridad y hermetismo es lo mismo cuando hablamos de la carne vacuna y porcina universal. Allí, en esos países, en esas ciudades, habrá empleados de McDonald’s de vidas difíciles a quienes tú visitarás y pedirás tu McMenú. Y ellos te mirarán como si fueses un mesías inacabado. Como si fueses la última esperanza indeseable. Y eso ha de transformarte en el mejor de los comunistas y tal vez en el mejor de los hombres.
—Son dos revolucionarias misiones, padre. No se preocupe. Las entiendo. Son muy hermosas. Dignas de un gran amor por todo. A ellas dedicaré los próximos veinte años de mi vida.
Corman Martínez se aleja por un desierto de circunvalaciones. Cientos de carteles con el lema SE VENDE, colgados en las ventanas y las terrazas de pisos y apartamentos y chalets, escoltan su viaje. Va montado en una ambulancia de la Junta de Andalucía. Hay treinta y cuatro grados de temperatura en el exterior. Es una mañana de verano. Lleva dos libros en una bolsa en la que también va un neceser, unas camisetas y una muda. Los dos libros son:
Libro de buen amor
de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, y
Las enseñanzas de don Juan
de Carlos Castaneda. Los dos libros van completamente subrayados y descuartizados. Corman se los sabe de memoria. En el neceser va un tubo de pasta dentífrica Binaca y una cuchilla de afeitar desechable Bic suave. Lo acaban de despedir de su empleo: conserje auxiliar de una urbanización de segundas residencias. Va feliz. Va camino de la luz. La gran luz, y la esperanza.
Una tarde de agosto visitamos El Corte Inglés de La Vaguada. Estábamos en España, como de inspección general. Visitamos Madrid. A Juan Pablo le gustan los supermercados. Dice que allí es donde se ve la riqueza material de un país, y que esa riqueza es gracia de los cielos, dádivas del Todopoderoso, oníricas manifestaciones de la grandeza material del Reino de los Cielos. Me ha rogado que vaya con una libreta, para tomar nota. Dice que le llame Ponti, abreviatura de pontífice. «Llámame Ponti, soy el hombre más feliz del Universo, llámame, llámame Ponti, yo te bendigo, Ponti es el mejor de los nombres.» Hemos desayunado por segunda vez en un bar cercano. Nos hemos alojado en un NH al lado de Atocha, allí hemos desayunado por primera vez. Ponti está eufórico, como siempre, o más que siempre. Euforia y Ponti son lo mismo. La sola idea de visitar un centro comercial le despierta la sagrada bestia interior que lleva dentro. Es un ser enamorado de la globalidad. Si lo vieran los economistas del futuro, eso dirían, dirían que es un estado intermedio entre la materia y el espíritu.
A pesar de que hemos desayunado en el NH, Juan Pablo, es decir, Ponti, quiere volver a desayunar porque ha visto unas porras estupendas en un bar. Valora de forma entusiasta esas porras. Y valora la adecuación de las porras a un café con leche servido en vaso de tubo, con la intención final de que se pueda untar convenientemente la porra en el café con leche. Ponti le comenta al camarero esta idoneidad.
Ponti elige, sin ninguna duda, la sección de electrodomésticos de El Corte Inglés. Comenzamos por las televisiones. Pide que anote las marcas y las características técnicas. Sólo apunto las marcas. Hace consideraciones sobre las televisiones, sobre el diseño, sobre la calidad de la imagen. «Cristianas y fidelísimas familias a la fe de la Iglesia, llenas de alegría, se sentarán frente a estas televisiones, en fiestas de cumpleaños y en Nochebuenas futuras, y yo bendigo esto, porque esto es el Amor», dice Ponti. Pide ser atendido por un vendedor. Es una vendedora. Se llama Rafaela. Rafaela es rubia y alta. Ponti no puede evitar nombrar a la cantante italiana Raffaella Carrà. Rafaela confiesa que sus padres le pusieron Rafaela por la cantante, porque eran fans de esa cantante italiana. Ponti explica que él también era fan de Raffaella Carrà, a quien tuvo el placer de perdonar sus pecados. Ponti tararea canciones de la cantante italiana. Rafaela, la dependienta, acaba por incomodarse, pero continúa enseñando las televisiones. Ponti escucha las explicaciones técnicas de Rafaela pero sigue cantando canciones de Raffaella Carrà. Ponti canta un estribillo que dice:
Para hacer bien el amor
hay que venir al sur,
para hacer bien el amor
iré donde estás tú.
Rafaela nos enseña un modelo de televisión Loewe, es carísimo. Rafaela explica que Loewe en televisiones es como Mercedes en automóviles. Pero Ponti sigue cantando:
Todos dicen que el amor
es amigo de la locura,
pero a mí que ya estoy loca
es lo único que me cura.
Ponti sigue cantando esa canción de Raffaella Carrà. Y ahora Ponti ya está cantando en voz muy alta:
Sin amantes
esta vida es infernal.
Rafaela llama al jefe de sección. Ponti, en ese momento, pide hablar a solas con Rafaela. Veo a Ponti besar a Rafaela, y mientras la besa le toca el trasero. Cuando la deja de besar, Ponti sigue cantando:
Y si te deja no lo pienses más,
búscate otro más bueno,
vuélvete a enamorar.
Rafaela y el jefe de sección llaman a seguridad. Nos ruegan que abandonemos El Corte Inglés. Rafaela decide no denunciar a Ponti, es decir, a Juan Pablo: en estos trances, a veces se me hace difícil llamarle Ponti. Duda Rafaela si denunciar el tocamiento de Ponti, pero finalmente sólo pide que nos echen, y si no nos vamos, llamarán a la policía. Nos vamos. Rafaela nos mira mientras abandonamos la escena. Estamos en la calle. Ponti se echa a llorar. Dice que esa chica era el Amor, y que menos mal que ha podido robarle un beso. Nos sentamos en un banco de la calle. Ponti sigue cantando «Para hacer bien el amor / hay que venir al sur».
Ponti decide ir a otros grandes almacenes. Primero, necesitamos reponer fuerzas. Volvemos al hotel. Al lado del hotel hay un McDonald’s. Entramos. Ponti pide cinco hamburguesas. Quiere someterlas a examen. Dice que quiere ser extremadamente justo. Dice que apreciará también mi opinión en un cuarenta por ciento. «Agnes, tu opinión es importante», me dice Ponti. Procedemos a examinar las hamburguesas, con notas de 0 a 10.
PONTI AGNES
BIG MAC: 7,5 8
DOBLE CHEESEBURGER: 8 7,5
CUARTO DE LIBRA CON QUESO: 10 8
MCCHIKEN: 4 7,5
MCRIB: 7 8
Ahora tenemos que hacer las medias para obtener la nota definitiva. Una vez evaluadas las hamburguesas, las tiramos por el suelo. Ponti tira la primera. A cada hamburguesa sólo le faltan dos mordiscos. Tiramos al suelo todas las hamburguesas. Una empleada llama a seguridad. Pero no pueden hacernos nada. Las hemos pagado. Ponti grita en mitad del McDonald’s:
—¡Oh, Virgen santísima del alimento universal, ayúdanos!
Yo le digo que no es para tanto, a mí no me disgustan esas hamburguesas. Ponti dice que tengo toda la razón del mundo. Ponti dice que a él también le gustan, pero que su grito y su protesta eran una cuestión política; no, se corrige, no algo tan elevado como una cuestión política, sino algo más simple: «Un alarido, un largo alarido animal en mitad de la tierra, es decir, como la ira de Jesucristo ante los mercaderes del templo». Vuelve a cantar canciones de Raffaella Carrà. Cogemos un taxi y vamos a otro Corte Inglés. Estamos, de nuevo, en la sección de electrodomésticos. Ponti inspecciona un lavavajillas Bosch. Abre y cierra la puerta del lavavajillas y dice: «Toma nota de esto, Agnes». Pero yo no sé qué es «esto». Ponti añade: «Es magnífico este lavavajillas, es materia humana, es materia». Ponti está ahora con las neveras. Sé que las neveras le ponen en trance místico, en la vía unitiva. Dice que quiere bailar con las neveras. Afortunadamente, los vendedores están ocupados y no nos prestan demasiada atención. Ponti acaricia una nevera roja. Le gustan las neveras americanas. Abre y cierra las puertas de la nevera roja. La nevera cuesta 3.300 euros. Es una excelente nevera. «Agnes, estas neveras han hecho mucho por todos nuestros hermanos, medita sobre eso, ellas lucharon contra el calor del infierno y el desorden de la putrefacción de la carne, enfriaron el agua y la mejoraron —dice Ponti—, medita sobre el papel de la oración frente a la industria de los electrodomésticos, medita, piensa, acelera, hermana mía».