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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Los ríos de color púrpura (15 page)

BOOK: Los ríos de color púrpura
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Niémans guardó silencio. El ecologista continuó en un tono incrédulo:

—¿Está seguro de que su cuerpo tiene esos restos?

—Segurísimo —replicó Niémans.

—Entonces es increíble, pero su cadáver proviene del pasado. Ha recogido una lluvia caída hace más de treinta años y…

El policía colgó murmurando un vago «hasta la vista». Con los hombros cansados, volvió a su coche. Por un breve instante había creído tener una pista. Pero se había diluido entre sus manos, como esa agua cargada de acidez que conducía a un absurdo total.

Niémans alzó por última vez los ojos hacia el horizonte.

El sol lanzaba ahora sus rayos transversales, aureolando los arabescos enguatados de las nubes. El resplandor de la luz rebotaba contra las cumbres del Grand Pie de Belledonne, refractándose sobre las nieves eternas. ¿Cómo había podido él, un policía de profesión, un hombre racional, creer por un solo instante que unas cuantas nubes iban a indicarle la dirección del lugar del crimen?

¿Cómo había podido…?

Abrió súbitamente los brazos hacia el paisaje resplandeciente, imitando el gesto de Fanny Ferreira, la joven alpinista. Acababa de comprender dónde había sido asesinado Rémy Caillois. Acababa de ocurrírsele dónde se podía encontrar el agua que databa de hacía más de treinta y cinco años.

No era en la tierra.

No era en el cielo.

Era en los hielos.

Rémy Caillois había sido asesinado por encima de los tres mil metros de altitud. Allí donde las lluvias de cada año se cristalizan y permanecen en la eternidad transparente del hielo.

Tal era el lugar del crimen. Y eso era algo concreto.

IV
17

La una. Karim Abdouf entró en la oficina de Henri Crozier y puso su informe delante de él. El hombre, concentrado en una carta que estaba escribiendo, no echó ni una mirada al fajo de papeles y preguntó:

—¿Qué hay?

—Los
skins
no han dado el golpe, pero han visto dos siluetas saliendo del panteón. Esta misma noche.

—¿Te han dado su descripción?

—No. Estaba demasiado oscuro.

Crozier se dignó levantar la vista.

—Puede que mientan.

—No mienten. Y no son ellos quienes han profanado la tumba.

Karim se calló. El silencio se prolongó entre los dos hombres. El teniente prosiguió:

—Usted tenía un testigo, comisario. —Señaló con el índice al hombre sentado—. Tenía un testigo y no me lo dijo. Le advirtieron que los
skins
merodeaban cerca del cementerio aquella noche y usted concluyó que eran ellos los culpables. Pero la realidad es más compleja. Y si usted me hubiera dejado interrogar a su testigo, yo…

Crozier levantó la mano con lentitud, en señal de apaciguamiento.

—Cálmate, pequeño. La gente de aquí se confía a los antiguos. A los de su pueblo. A ti nunca te habrían dicho ni la décima parte de lo que han venido a contarme a mí de forma espontánea. ¿Es esto todo lo que te han dicho los rapados?

Karim contempló los carteles a la mayor gloria de los «agentes de la paz». Sobre uno de los muebles de hierro brillaban las copas ganadas por Crozier en diversos campeonatos de tiro.

—Los
skins
también han visto un cacharro blanco salir de aquella esquina alrededor de las dos de la madrugada. Circulaba por la D143.

—¿Qué clase de cacharro?

—Un Lada. U otra marca del Este. Hay que poner a alguien sobre esa pista. Los cacharros de este tipo no deben de abundar en la región y…

—¿Por qué no tú?

—Comisario, sabe lo que quiero. He interrogado a los
skins.
Ahora quiero registrar el panteón en profundidad.

—El guarda me ha dicho que ya habías entrado en el interior.

Karim pasó por alto la observación.

—¿Cómo va la investigación en el cementerio?

—Estamos a cero. Ninguna huella digital. Ningún indicio. Vamos a peinar los alrededores. Si se trata de vándalos, han tomado muchas precauciones.

—No son vándalos. Son profesionales. En cualquier caso, individuos que sabían lo que buscaban. Ese panteón alberga un secreto y ellos han venido a descubrirlo. ¿Ha prevenido a la familia? ¿Qué dicen los padres? ¿Aprobarían que nosotros…?

Karim se interrumpió. La expresión iluminada de Crozier expresaba inquietud. El teniente puso las dos manos sobre la mesa y esperó la respuesta del comisario. Este murmuró:

—No hemos encontrado a la familia. No hay nadie con ese nombre en el pueblo. Ni en los municipios del departamento.

—Las exequias datan de 1982, tiene que haber documentos, papeles.

—De momento, no tenemos nada.

—¿El certificado de defunción?

—Tampoco hay certificado de defunción. En Sarzac no.

El rostro de Karim se animó. Dio media vuelta y caminó dos pasos.

—Hay un problema con esa sepultura, con ese niño. Estoy seguro. Y este problema está relacionado con el robo de la escuela primaria.

—Karim, tienes demasiada imaginación. Existen mil maneras de explicar este misterio. El pequeño Jude pudo morir en un accidente de coche. Quizá fue hospitalizado en una ciudad próxima y enterrado aquí porque era la solución más práctica. Quizá su madre aún vive aquí, pero no tiene el mismo nombre. Quizás…

—He hablado con el guarda del cementerio. El panteón está perfectamente cuidado pero no ha visto nunca a nadie que vaya a visitarlo.

Crozier no respondió. Abrió un cajón de hierro y sacó una botella de alcohol que despedía reflejos dorados. De un solo gesto, se sirvió un vasito, no más alto que un pulgar.

—Si no encontramos a esa familia —continuó Karim—, ¿podemos conseguir autorización para entrar en el panteón?

—No.

—Entonces, permítame buscar a sus padres.

—¿Y el coche blanco? ¿La búsqueda de indicios en torno al cementerio?

—Pronto llegarán refuerzos. La gente del SRPJ lo hará muy bien.Demeunas horas, comisario. Para llevar a cabo esta parte de la investigación. A solas.

Crozier alzó el vaso delante de Karim.

—¿Quieres uno?

Karim negó con la cabeza. Crozier apuró el vaso y se relamió.

—Tienes hasta las seis de la tarde, incluyendo la redacción del informe.

El joven magrebí salió, muy ofendido.

18

Karim telefoneó de nuevo a la directora de la escuela Jean-Jaurès, para saber si había averiguado algo sobre Jude Itero en la delegación. La mujer había realizado la gestión pero sin ningún resultado: ni una mención, ni una ficha. Ni la sombra de una presencia en los archivos de todo el departamento.

—Quizá sea una pista falsa —aventuró—. El niño que busca tal vez no ha vivido nunca en nuestra región.

Karim colgó y consultó el reloj. Las dos. Se dio dos horas para visitar los archivos de las otras escuelas y verificar la composición de las clases que correspondían a la edad del niño.

En menos de una hora y quince minutos terminó el recorrido de los grupos escolares sin haber encontrado la pista de Jude Itero. Volvió otra vez a la escuela Jean-Jaurès. Mientras hojeaba todos estos archivos había tenido una idea. La mujer de ojos grandes le recibió con inquietud.

—He seguido trabajando para usted, teniente.

—La escucho.

—He buscado los nombres y señas de los maestros que ejercían aquí en la época que le interesa.

—¿Y bien?

—Nos persigue la mala suerte. La antigua directora se ha jubilado.

—El pequeño Jude tenía nueve y diez años en los cursos del 81 y 82. ¿Podemos encontrar a las maestras de esas clases?

La mujer consultó sus notas.

—En efecto. Con tanta mayor facilidad cuanto que el CM1 del 81 y el CM2 del 82 fueron tutelados por la misma maestra. Es muy frecuente que una profesora «salte» durante algunos años de una clase a otra…

—¿Dónde está ahora?

—Lo ignoro. Dejó la escuela al término del año escolar 81-82.

Karim gruñó. La directora le respondió adoptando una expresión grave.

—Yo también he reflexionado. Hay una cosa que no hemos tenido en cuenta.

—¿Qué?

—Las fotografías escolares. Guardamos un ejemplar de cada foto, ¿sabe usted? Para todas las clases.

El teniente se mordió el labio: ¿cómo no lo había pensado? La directora continuó:

—He ido a consultar nuestros archivos fotográficos. Los negativos del CM1 y del CM2 que le interesan también han sido robados. Es increíble…

La revelación se diluyó en la conciencia del policía como una capa de luz. Pensó en el cuadro oval clavado en la estela del panteón. Comprendió que habían «borrado» al muchachito, quitando su nombre, robando su cara. La mujer intervino:

—¿Por qué sonríe?

Karim replicó:

—Discúlpeme. Estaba esperando esto hace demasiado tiempo. Tengo un caso, ¿comprende? —El teniente hizo una pausa y se concentró—. A mí también se me ha ocurrido una idea. ¿Guardan los cuadernos de texto de los años precedentes?

—¿Los cuadernos de texto?

—En mi época, cada clase poseía una especie de registro cotidiano en el que se consignaban a la vez los ausentes y los deberes para el día siguiente…

—Aquí hacemos lo mismo.

—¿Los guardan?

—Sí. Pero estos cuadernos no contienen las listas de los alumnos.

—Ya lo sé, sólo el nombre de los ausentes.

El rostro de la mujer se iluminó. Sus ojos brillaron como espejos.

—¿Y usted espera que el pequeño Jude haya estado ausente algún día?

—Espero sobre todo que los intrusos no hayan tenido la misma idea que yo.

La directora abrió de nuevo la vitrina que contenía los archivos. Karim pasó el dedo por los lomos verde oscuro y sacó los cuadernos correspondientes a los años cruciales. Fue una decepción: el nombre de Jude Itero no apareció ni una sola vez.

Decididamente, seguía una pista falsa: pese a su convicción, nada indicaba que el niño hubiera estudiado aquí. No obstante, Karim pasó y repasó las páginas, en busca de un detalle que le confirmara que iba por el buen camino, a pesar de todo.

El signo le saltó a la cara a través de la escritura redonda e infantil que había numerado las páginas del cuaderno, a la derecha de la parte superior. Faltaban páginas. El poli abrió del todo el cuaderno y descubrió junto a los hilos de la encuadernación una significativa pelusa de papel. Habían arrancado las páginas del 8 al 15 de junio de 1982 del álbum del CM2. Estas fechas parecían tenazas que apretasen un jirón de la nada. Karim tuvo la impresión de que «veía» el nombre del pequeño, escrito con la misma caligrafía redonda, en esas páginas arrancadas…

El teniente murmuró a la mujer:

—Encuéntreme una guía telefónica.

Unos minutos más tarde, Karim llamaba a todos los médicos de Sarzac, con esta certidumbre latiéndole en la sangre: Jude Itero se había ausentado del 8 al 15 de junio de 1982. Seguramente enfermo.

Interrogó a cada doctor, les pidió que consultaran su fichero, deletreando, cada vez, el nombre del niño. Ninguno de ellos recordaba ese nombre. El poli renegó. Probó en los municipios vecinos: Cailhac, Thiermons, Valúe. Fue en Cambuse, una ciudad situada a treinta kilómetros de allí, donde un médico respondió en tono neutro:

—Jude Itero. Sí, claro. Me acuerdo muy bien.

Karim no daba crédito a sus oídos.

—Catorce años después, ¿le recuerda bien?

—Pase por mi consulta. Se lo explicaré.

19

El doctor Stéphane Macé era una versión actualizada y elegante del médico de pueblo. De facciones anchas y largas manos pálidas, vestía un traje caro: era un ejemplo perfecto de médico alerta y comprensivo, burgués y refinado. De entrada, Karim detestó a ese matasanos de maneras afables. A veces le asustaban estos bloques de furor que se desprendían de él como icebergs en un mar de Bering personal.

Se sentó en un lado del sillón sin quitarse la cazadora de cuero. Una mesa de madera barnizada se extendía entre ellos. Objetos artísticos, vagamente preciosos, un ordenador, un vademécum… La consulta del médico era sobria, estricta, de calidad.

—Cuénteme, doctor —ordenó Karim sin preámbulos.

—Tal vez usted podría decirme dónde se encuadra su investigación…

—No. —Karim atenuó su brutalidad con una sonrisa—. Lo lamento. Pero no.

El médico golpeteó con los dedos el reborde de su mesa y después se levantó. Era evidente que ese árabe de casquete colorado le sorprendía. Por teléfono no lo había imaginado así.

—Fue en junio del 82. Una llamada como otra cualquiera. Para un niño… una fiebre alta. Era mi primera ronda. Tenía veintiocho años.

—¿Por eso recuerda tan bien esa visita?

El médico sonrió. Una sonrisa grande como una hamaca que acabó de exasperar a Karim.

—No. Ya verá… Había recibido la llamada desde una centralita telefónica y anotado las señas sin saber adónde iba. De hecho se trataba de una casa pequeña, perdida en una llanura pedregosa, a quince kilómetros de aquí… Tengo la dirección… Ya se la daré.

El teniente asintió en silencio.

—En suma —prosiguió el médico—, descubrí una choza de piedra completamente aislada. El calor era terrible, los insectos chirriaban en los arbustos áridos… Cuando la mujer me abrió, noté enseguida una impresión curiosa. Como si la mujer no estuviera en su lugar en este decorado de campesinos…

—¿Porqué?

—Lo ignoro. Un piano brillaba en la habitación principal y

—¿Es que los campesinos no pueden amar la música?

—No he dicho eso…

El médico se interrumpió.

—Se diría que no le resulto muy simpático…

Karim levantó la mirada.

—¿Qué importancia tiene?

El médico asintió con aire de entendido, afable como antes. La sonrisa no abandonó sus labios, pero ahora sus ojos expresaban temor. Acababa de fijarse en la culata cuadriculada de la Glock 21, embutida en la funda de velero. Y tal vez restos de sangre seca en la manga de cuero de Karim. Volvió a pasear arriba y abajo, cada vez más incómodo.

—Entré en el dormitorio del niño y las cosas empezaron a ser francamente extrañas.

—¿Por qué?

El médico se encogió de hombros.

—El dormitorio estaba vacío. Ni un juguete, ni un dibujo, nada.

—¿Cómo era el pequeño? ¿Qué cara tenía?

—No lo sé.

—¿No lo sabe?

—No. Esto era lo más extraño. La mujer me había acogido en la oscuridad. Todos los postigos estaban cerrados. No había ni un solo rastro de luz en toda la casa. Al entrar, pensé que la mujer buscaba simplemente la sombra, la frescura, pero unas sábanas recubrían también todos los muebles. Era… muy misterioso.

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