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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Los ríos de color púrpura (16 page)

BOOK: Los ríos de color púrpura
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—¿Qué le dijo ella?

—Que su hijo estaba enfermo. Que la luz le hería los ojos.

—¿Y pudo usted auscultarle… normalmente?

—Sí. En la penumbra.

—¿Qué tenía?

—Unas simples anginas. Por otra parte, recuerdo…

El médico se inclinó y se llevó el índice a los labios, un gesto seco, doctoral, acompasado, concebido sin duda para impresionar a la clientela. Pero a Karim no le impresionó.

—En aquel instante preciso lo comprendí… Cuando saqué el lápiz-linterna para iluminar la garganta del pequeño, la mujer me agarró la muñeca… El gesto fue muy violento… No quería que viera la cara de su hijo.

Karim reflexionó. Le temblaba una pierna. Volvió a pensar en el cuadro vacío, clavado sobre la tumba. En el robo de las fotos.

—Al hablar de violencia, ¿qué quiere decir?

—Debería más bien hablar de fuerza. La mujer tenía una fuerza… anormal. Hay que añadir que debía medir más de un metro ochenta. Una verdadera giganta.

—¿Le vio la cara?

—No. Le repito que todo sucedió en una semioscuridad.

—¿Y después?

—Escribí la receta y me fui.

—¿Cómo se comportaba la mujer? Con su hijo, quiero decir.

—Parecía a la vez muy atenta y distante. Cuanto más lo pienso… nada cuadraba en esa visita…

—¿No los volvió a ver nunca más?

El médico seguía paseando por la habitación. Lanzó una ojeada grave a Karim. Toda la jovialidad había desaparecido de su rostro. El policía comprendió de repente por qué Macé se acordaba tan bien de esa visita. Dos meses más tarde, el pequeño Jude había muerto. Y el médico debía saberlo.

—Hubo vacaciones —continuó— y… al final… volví a la casa a principios de septiembre. La familia ya no estaba allí. Me enteré de su marcha por un vecino.

—¿Marcha? ¿Nadie le dijo que el niño había muerto?

El médico negó con la cabeza.

—No. Los vecinos no sabían nada. Lo supe más tarde, por casualidad.

—¿Cómo?

—En el cementerio de Sarzac, al asistir a unas exequias.

—¿Otro de sus pacientes?

—Se está poniendo desagradable, inspector, yo…

Karim se levantó. El médico retrocedió un paso.

—Desde aquella época —dijo el poli—, se pregunta si aquel día no se le escaparon los signos de una afección, de una enfermedad más grave. Desde entonces vive con este remordimiento latente. Debe de haber llevado su propia investigación. ¿Sabe cómo murió el chico?

El médico deslizó un índice dentro del cuello de su camisa y lo abrió. El sudor perlaba sus sienes.

—No. Es cierto, yo… yo realicé una investigación, pero no encontré nada. Me puse en contacto con colegas, hospitales… Nada. Esta historia me obsesionaba, ¿comprende?

Karim dio media vuelta.

—Y aún le obsesiona.

—¿Qué?

El médico estaba blanco como una venda.

—Lo sabrá muy pronto —replicó Karim.

—Por Dios, pero ¿qué le he hecho yo?

—Nada. Pero he pasado mi juventud robando coches de los individuos de su clase…

—Pero, ¿de dónde sale usted? ¿Quién es? Ni siquiera me ha enseñado documentos oficiales, yo…

Karim esbozó una sonrisa.

—Tranquilícese, estaba bromeando.

Se deslizó hacia el pasillo. La sala de espera estaba llena a rebosar. El médico le alcanzó.

—Espere —jadeó—. ¿Hay un elemento que conozca y que yo ignoro? Quiero decir, sobre la causa de la muerte…

—Por desgracia, no.

El poli giró la manilla. El médico aplastó la mano contra la puerta. Su traje temblaba como un velamen.

—¿Qué sucede? ¿Por qué esta investigación, tanto tiempo después?

—Esta noche han visitado el panteón del chiquillo. Y han robado en su escuela.

—¿Quién… quién lo ha hecho, en su opinión?

El teniente declaró:

—No lo sé. Pero hay algo seguro: los delitos de esta noche son los árboles que esconden el bosque.

20

Circuló mucho rato por carreteras absolutamente desiertas. En esta región, las nacionales se parecían a las regionales, y las regionales a caminos vecinales. Bajo el cielo azul y lanudo se extendían campos sin cultivos ni ganado. A veces, picos rocosos se levantaban en el paisaje y miraban de arriba abajo pequeños valles plateados, tan acogedores como trampas para lobos. Atravesar este departamento significaba retroceder en el tiempo. Un tiempo en que la agricultura aún no existía.

Karim había salido en principio a visitar la pequeña casa de la familia de Jude, de la cual Macé le había facilitado las señas. La choza ya no existía. En su lugar, un montón de ruinas y rocas sobresalía un poco en un lecho de hierbas grises. El poli podría haberse dirigido entonces al catastro para buscar el nombre del propietario, pero había preferido ir hasta Cahors, con la intención de interrogar a Jean-Pierre Cau, el fotógrafo titular de la escuela Jean-Jaurès, el que había hecho las fotos escolares desaparecidas.

Esperaba examinar en casa de Cau los negativos de las fotos de clase que le interesaban. Entre las caras anónimas estaría por fuerza la del niño, y Karim sentía ahora una necesidad acuciante de ver esa cara, aunque no hubiese ninguna razón para que la reconociera. Esperaba en secreto captar un estremecimiento, un signo, por leve que fuera, en el instante de descubrir los clisés.

Alrededor de las tres de la tarde aparcó el coche a la entrada del barrio peatonal de Cahors. Soportales de piedra, balcones de hierro forjado y gárgolas. Toda la belleza altiva de un núcleo histórico, algo para asquear a Karim, el niño de los suburbios.

Caminó a lo largo de los muros y encontró al fin la tienducha de Jean-Pierre Cau, especialista en bodas y bautizos.

El fotógrafo estaba en el primer piso, en su estudio. Karim subió un tramo de escalera. La habitación estaba vacía y sumida en la penumbra. El policía sólo pudo entrever grandes cuadros colgados en la pared donde sonreían parejas endomingadas. La felicidad reglamentaria en papel brillante.

Karim lamentó enseguida la oleada de desprecio que le invadía. ¿Quién era él para juzgar a esa gente? ¿Qué podía ofrecer él al lugar, el poli exiliado que nunca había sabido leer bajo las pestañas de las muchachas y había transformado todo el amor que llevaba dentro en un núcleo fosilizado, al abrigo de las miradas y de cualquier calor? Para él, los sentimientos implicaban una humildad, una vulnerabilidad que siempre había rechazado, como un lagarto orgulloso. Pero, sobre el terreno, siempre había pecado de una altivez excesiva, y ahora, en su caracola de soledad, se resecaba a ojos vistas.

—¿Va a casarse?

Karim se volvió hacia la voz.

Jean-Pierre Cau era gris y estaba picado de viruelas como una piedra pómez. Llevaba largas patillas desgreñadas que parecían agitarse de impaciencia, en contraste con sus ojos velados y fatigados. El hombre encendió la luz.

—No, no va a casarse —agregó, mirando con desprecio a Karim.

La voz era gutural, como la de un fumador empedernido. Cau se acercó. Detrás de las gafas, bajo los párpados marchitos, la mirada oscilaba entre el cansancio y la desconfianza. Karim sonrió. No tenía orden ni ninguna autoridad en este municipio. Debía ser amable.

—Me llamo Karim Abdouf —declaró—. Soy teniente de policía. Necesito algunas informaciones para una investigación…

—¿Es usted de Cahors? —preguntó el fotógrafo, más intrigado que inquieto.

—De Sarzac.

—¿Tiene un carné o algo parecido?

Karim metió la mano bajo su chaqueta y le alargó el carné oficial. El fotógrafo lo observó durante varios segundos. El magrebí suspiró. Sabía que el hombre no había visto nunca tan de cerca un carné de policía pero esto no le impidió jugar a los detectives. Cau se lo devolvió con una sonrisa forzada. Unos pliegues le cruzaban la frente.

—¿Qué quiere de mí?

—Busco unas fotos de clase.

—¿De qué escuela?

—Jean-Jaurès, de Sarzac. Busco los retratos de las clases de CM1 de 1981 y de CM2 de 1982, así como las listas de los nombres de los alumnos, si figuran, por casualidad, junto con las fotos. ¿Guarda usted este tipo de documentos?

El hombre sonrió de nuevo.

—Lo guardo todo.

—¿Puedo echar una ojeada? —preguntó el policía en el tono más dulce que pudo sacar del fondo de su garganta.

Cau señaló la habitación contigua: un rayo de luz se recortó en la penumbra.

—Ningún problema. Sígame.

La segunda sala era aún más vasta que el estudio. Un aparato negro y alambicado, un lío de ópticas y estructuras graduables, estaba fijo sobre un largo mostrador. En las paredes se extendían grandes clisés de bautizos. Todo en blanco. Sonrisas, recién nacidos.

Karim siguió al fotógrafo hasta los archivadores. El hombre se inclinó para leer las etiquetas de encima de los tiradores metálicos, y después abrió un pesado cajón. Cotejó unos fajos de sobres hechos con resistente papel de embalaje.

—Jean-Jaurès. Aquí están.

Cau sacó un sobre que contenía varias carpetas de clisés, semitransparentes. Les pasó revista y volvió a hojearlos. Los pliegues de su frente se multiplicaron.

—¿Ha dicho CM1 del 81 y CM2 del 82?

—Exacto.

Los párpados fatigados se levantaron de nuevo.

—Es extraño… No están.

Karim se estremeció. ¿Podía ser que los ladrones hubieran tenido la misma idea que él?

—Al llegar esta mañana… ¿no ha notado nada?

—¿Qué quiere decir?

—Algo como un robo con escalo.

Cau se echó a reír indicando los sensores infrarrojos de las cuatro esquinas del estudio.

—Quienes penetren aquí, lo tienen crudo, créame. He invertido en seguridad…

Karim esbozó una ligera sonrisa y declaró:

—Comprobémoslo, de todos modos. Conozco a unos cuantos individuos para quienes su sistema no sería más molesto que un felpudo. Conserva los negativos, ¿no?

Cau cambió de expresión.

—¿Mis negativos? ¿Por qué?

—Quizás ha conservado los que me interesan…

—No. Lo siento, es confidencial…

El poli observaba una vena que latía en la garganta del fotógrafo. Era el momento de cambiar de tono.

—Tus negativos, abuelo. O me pondré nervioso.

El hombre clavó la mirada en la de Karim, vaciló y después asintió, y caminó hacia atrás. Llegaron a otro mueble de hierro, cerrado esta vez por una cerradura de muelle. Cau lo abrió y luego tiró de uno de los cajones. Le temblaban las manos. El teniente apoyó un codo y se quedó frente al fotógrafo. A medida que pasaban los minutos, sentía crecer cada vez más en este hombre una inquietud y una angustia inexplicables. Como si Cau, mientras buscaba, se fuese acordando de un hecho en particular, de un detalle que ahora le envenenaba el ánimo.

El fotógrafo metió de nuevo la mano entre los sobres. Pasaron unos segundos. Por fin levantó la vista. Los tics le contraían el rostro.

—Yo… No, de verdad. Ya no los tengo.

Karim tiró violentamente del cajón hacía él. El fotógrafo gritó, con las dos manos aprisionadas en la trampa de chatarra. Otro día ya sería amable. Agarró al hombre por la garganta y lo levantó del suelo. Su voz conservaba la calma:

—Sé razonable, Cau. ¿Han entrado para robarte o no?

—N… No… Lo juro…

—Entonces, ¿qué has hecho con esas jodidas imágenes?

Cau balbució:

—Las… las vendí…

Lleno de estupor, Karim le soltó. El hombre gemía, frotándose las muñecas. El poli murmuró guturalmente:

—¿Vendidas? Pero… ¿cuándo?

El hombre contestó:

—Dios mío… Es una vieja historia. Tengo derecho a hacer lo que quiera con mis…

—¿Cuándo las vendiste?

—Ya no me acuerdo… Hace unos quince años…

La mente de Karim iba de estupor en estupor. Empujó más al fotógrafo contra el mueble. Carpetas de papel transparente volaron a su alrededor.

—Empieza por el principio, abuelo. Porque todo esto no está demasiado claro.

Cau gesticuló:

—Fue un atardecer de verano… Vino una mujer… Quería las fotos… Las mismas que usted… Ahora me acuerdo…

Estos nuevos datos trastornaron totalmente las convicciones de Karim. Desde 1982, «alguien» buscaba las fotografías del pequeño Jude.

—¿Te habló de Jude? ¿Jude Itero? ¿Te dio este nombre?

—No. Sólo me cogió las fotos y los negativos.

—¿Te entregó dinero?

El hombre asintió.

—¿Cuánto?

—Veinte mil francos… Una fortuna para la época… por unos negativos de niños…

—¿Por qué quería esas fotos?

—No lo sé. No discutí.

—Debiste mirarlas… ¿Había en ellas un niño con algo particular en la cara? ¿Algo que hubiesen querido ocultar?

—No. No vi nada… No lo sé… No lo recuerdo.

—¿Y la mujer? ¿Cómo era? ¿Era una mujer alta y bien plantada? ¿Era su madre?

De pronto el viejo se inmovilizó y después prorrumpió en una carcajada. Una gran carcajada grave que rascó las miasmas del fondo. Hizo rechinar los dientes:

—Imposible.

Karim agarró al hombre con los dos puños, propulsándolo por encima del mueble.

—¿Por qué?

Cau puso los ojos en blanco bajo los párpados arrugados.

—Era una monja. ¡Una jodida monja!

21

Había tres iglesias en Sarzac. Una estaba en obras, otra bajo la tutela de un viejo sacerdote moribundo, y la tercera al cuidado de un cura joven sobre el cual corrían los rumores más oscuros. Se murmuraba que bebía en compañía de su madre, en el secreto de la rectoría. El teniente, que detestaba en general a todos los habitantes de Sarzac y más aún su pasión por los chismes, debía admitir, sin embargo, que esta vez tenían razón; él mismo había sido requerido un día como refuerzo para separar a la madre y el hijo al final de una pelea apocalíptica.

Karim había elegido a este sacerdote para obtener sus informaciones.

Se detuvo en seco ante la rectoría. Una casa de cemento sin gracia, de un solo piso, lindaba con una iglesia moderna de vitrales asimétricos. La pequeña placa decía: «Mi parroquia». Espinos y ortigas se disputaban el paso de la puerta. Tocó el timbre. Pasaron dos minutos. Karim oyó gritos ahogados. Juró en su interior; no tenía necesidad de cosas así.

Por fin abrieron.

Karim tuvo la impresión de contemplar un naufragio. A mediodía, el sacerdote ya apestaba a alcohol. Su rostro de vaca flaca estaba devorado por una barba irregular y unos cabellos hirsutos, como velados de cenizas. Sus ojos tenían el color de la nicotina. El cuello de la chaqueta estaba apolillado. Relucían manchas en la pechera. Como sacerdote, este hombre estaba acabado, quemado. Su destino religioso no duraría más de lo que duran las hojas de incienso mientras queman su obsesivo perfume.

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