Niémans hizo una seña a los gendarmes, que esperaban cerca de un buzón. Depositaron grandes sacas de tela impermeable sobre el talud, a varios metros.
—He hecho subir material. Para la expedición. Si quiere comprobar que…
—¿Por qué me ha llamado a mí? —replicó ella, terca como una muía—. Cualquier gendarme haría el trabajo… —Indicó a los hombres atareados a sus espaldas—. Los equipos de socorro en la montaña son ellos, ¿no lo sabía?
El policía se inclinó hacia ella.
—Bueno, pues digamos que la rapto.
Fanny lo fulminó con la mirada.
—Comisario, hace menos de veinticuatro horas que he descubierto un cadáver incrustado en un precipicio. He sufrido varios interrogatorios y pasado un buen rato en comisaría. Si estuviera en su lugar ¡tendría mucho cuidado con las bromas machistas!
Niémans observó a su interlocutora. A pesar del homicidio, a pesar de esta atmósfera funesta, experimentaba de pleno el hechizo de esa mujer musculosa y salvaje. Fanny repitió, cruzando los brazos:
—Entonces, una vez más, ¿por qué a mí?
El oficial de policía recogió del suelo una rama muerta, rodeada de liquen, y comprobó la flexibilidad con un gesto nervioso.
—Porque usted es geóloga.
Fanny frunció el ceño. La expresión de su rostro había cambiado. Niémans explicó:
—AI analizarlos, resulta que los restos de agua que hemos encontrado en el cuerpo de la víctima datan de un período que se remonta a antes de los años sesenta. Esta agua contiene residuos de una contaminación que ya no existe. Residuos de una precipitación caída en la región hace más de treinta y cinco años. Comprende lo que eso significa, ¿verdad?
La joven parecía intrigada, pero no respondió. Niémans se arrodilló y dibujó en el suelo, con ayuda de su trozo de madera, unos trazos superpuestos.
—Me he informado. Las precipitaciones de cada año se comprimen en un estrato de veinte centímetros de espesor sobre el casquete de los glaciares más altos, allí donde ya no hay fusión. —Señalaba las diferentes capas de su dibujo—. Estos estratos se conservan para siempre allí arriba, como archivos de cristal. Así pues, fue a uno de estos glaciares adonde viajó el cuerpo y retuvo esa agua surgida del pasado.
Miró a Fanny.
—Quiero sumergirme en esos hielos, Fanny. Quiero bajar hacia esas aguas antiguas. Porque es allí donde el asesino eliminó a su víctima. O la transportó, no lo sé. Y necesito a un científico que sepa exactamente dónde encontrar las grietas desde las que se puede llegar a esos hielos profundos.
Con una rodilla en el suelo, Fanny Ferreira observaba ahora el dibujo sobre la hierba. La luz era gris, mineral, diluida en los reflejos. Los ojos de la joven centelleaban como estrellas de nieve. Era imposible decir qué pensaba. Murmuró:
—¿Y si fuese una trampa? ¿Y si el asesino hubiese recuperado esos cristales sólo para atraerle a usted a la cima? Los estratos de que habla están situados a más de tres mil quinientos metros de altitud. No es un paseíto. Allí arriba, usted será vulnerable y…
—Ya lo he pensado —admitió Niémans—. Pero en tal caso esto significaría que se trata de un mensaje. Que el homicida quiere que subamos. Y vamos a subir. ¿Conoce las grietas del circo de Vallernes que podrían llevarnos a los hielos del pasado?
Fanny asintió con un breve movimiento de cabeza.
—¿Cuántas hay? —inquirió Niémans.
—En este glaciar, creo que sólo hay una, especialmente profunda.
—Perfecto. ¿Existe una posibilidad de que usted y yo bajemos a ese abismo?
Un fragor de helicóptero perforó súbitamente el cielo. El estruendo de las palas se acercó, las hierbas onduladas se hincharon, la superficie del torrente se estremeció a pocos metros de allí. El oficial repitió:
—¿Hay una posibilidad, Fanny?
Ella echó una ojeada al artefacto ensordecedor y se pasó la mano por los cabellos ensortijados. Su perfil, ligeramente inclinado, hizo temblar a Niémans. Sonrió:
—Tendrá que engancharse, señor policía.
Vistos desde el cielo, la tierra, las rocas y los árboles se repartían el territorio en una sucesión de cumbres y valles, de oquedades y de luces. A medida que el helicóptero sobrevolaba el paisaje, Niémans observaba esta alternancia con el asombro de una primera vez. Admiraba aquellos lagos con el centro oscuro, las lenguas de los glaciares, aquellos vértigos de piedras. Tenía la impresión de atrapar, a través de estos horizontes solitarios, una verdad profunda de nuestro planeta. Una verdad desvelada de repente, violenta, incorruptible, que se resistiría siempre a las voluntades del hombre.
El helicóptero se desplazaba a la perfección a través de los dédalos de los relieves, remontando imperturbablemente el curso del río, la totalidad de cuyos afluentes convergían ahora, contracorriente, en un solo flujo esplendoroso. Al lado del piloto, Fanny escrutaba con la cabeza baja las olas, que lanzaban aquí y allí reflejos furtivos. A partir de ahora sería la joven quien dirigiría las operaciones.
El verdor de los bosques se dividió. Los árboles retrocedieron, se deslizaron en sus propias sombras, como renunciando a medirse con el cielo. Era el turno de las tierras negras, un enrejado estéril que debía de permanecer casi helado todo el año. Musgos negruzcos, líquenes sombríos, ciénagas fijas que provocaban un intenso sentimiento de desolación. Pronto aparecieron grandes cumbres grises. Aristas rocosas surgidas allí bajo la potencia de los suspiros de la tierra. Después nuevas oquedades, como las zanjas negras de una fortaleza prohibida. La montaña estaba allí. Se perfilaba, se estiraba, se desnudaba, desplegando sus estribaciones abismales.
Al final, fue el deslumbramiento. El blanco inmaculado. Las bóvedas cubiertas de nieve. Las fisuras de hielo, cuyos labios empezaban a cerrarse con el otoño. Niémans vislumbró el curso de las aguas que se petrificaban en el centro de su tramo. Pese a la grisalla del cielo, la superficie de esta serpiente luminosa era resplandeciente, como flambeada al rojo vivo. Se bajó las gafas de policarbonato, sujetó las protecciones a los lados y escrutó el río menguado. Pudo distinguir en el fondo de su lecho inmaculado huellas azules aprisionadas aquí como recuerdos del cielo. El estrépito de las palas ya había sido absorbido por la nieve.
En la parte delantera, Fanny no dejaba de examinar su GPS
(Global Positioning System),
un receptor en una pequeña esfera de cuarzo que le permitía situarse en relación con datos recibidos por satélite. Cogió el micrófono conectado a su casco y se dirigió al piloto:
—Abajo, al nordeste, el circo.
El piloto asintió y viró, con una movilidad de juguete, hacia un gran cráter de por lo menos trescientos metros de longitud, en forma de bumerán, que parecía languidecer en la vertiente extrema del pico. En el interior de esta cuenca se desplegaba una monstruosa lengua de hielo que proyectaba brillantes destellos hacia sus alturas y reflejos más oscuros a la base de la pendiente, allí donde los hielos se acumulaban, se comprimían y se rompían hasta el punto de formar hojas petrificadas. Fanny gritó al piloto:
—Aquí. Justo debajo. La gran hendidura.
El helicóptero se dirigió a los confines del glaciar donde las aristas traslúcidas, acumuladas en escalera, se abrían en una larga falla, una grieta tenebrosa que parecía sonreír en un rostro maquillado de nieves. El aparato se posó en un torbellino de polvo. La ventolera de las palas dibujó grandes surcos sobre la nieve.
—Dos horas —vociferó el piloto—. Volveré dentro de dos horas. Después anochecerá.
Fanny graduó el GPS y después lo tendió al hombre, indicando así el punto donde deseaba que volviera a buscarlos. El hombre asintió. Niémans y Fanny saltaron al suelo, sosteniendo cada uno un enorme saco estanco.
El aparato se alejó inmediatamente, como tragado por el cielo, abandonando a las dos siluetas al silencio de las nieves eternas.
Hubo un breve momento de recogimiento. Niémans alzó la mirada y exploró el precipicio de hielo, al borde del cual se encontraban como dos partículas humanas en un desierto blanco. El policía estaba deslumbrado, con todos los sentidos en alerta. Tenía la impresión de percibir, en contraste con la desmesura del paisaje, el murmullo de la nieve, cuyos cristales crujían en una frigidez secreta, íntima.
Echó una ojeada a la joven. Con el busto inclinado hacia atrás y los hombros tensos, respiraba a fondo, como saciándose de frío y pureza. La montaña parecía haberle devuelto el buen humor. El policía supuso que la mujer sólo era feliz en estos reflejos tornasolados, esta presión más ligera. Pensó en un hada. Una criatura de las montañas. Señaló la grieta y preguntó:
—¿Por qué ésta y no otra?
—Porque es la única lo bastante profunda para llegar a los estratos que le interesan. Se abre hasta cien metros de profundidad.
Niémans se acercó.
—¿Cien metros? Pero no tenemos necesidad de bajar más de unos pocos metros para llegar a las capas que corresponden a los años sesenta. He hecho mis cálculos: a razón de veinte centímetros por año…
Fanny sonrió.
—Esto es la teoría. Pero este glaciar no responde a esta media. Los hielos de la depresión están machacados, en sentido oblicuo. Dicho de otro modo, se ensanchan ligeramente, se alargan. De hecho, cada año está representado en esta sima por una capa de un metro de espesor, aproximadamente. Revise sus cálculos, señor policía. Para remontarnos a treinta y cinco años atrás. Deberemos descender…
—¿… a más de treinta y cinco metros?
La joven asintió. En alguna parte, en un nicho azulado, fluía un leve goteo. La pequeña risa de un crisol de agua viva.
Fanny señaló la sima a sus espaldas.
—También he elegido esta falla por otra razón. La última estación del teleférico sólo está a ochocientos metros. Si usted lo ha adivinado, si el homicida atrajo realmente a su víctima a una grieta, existen muchas posibilidades de que lo hiciera aquí. Es la sima más accesible yendo a pie.
Fanny se dejó caer en el suelo al tiempo que abría su saco. Extrajo dos pares de crampones de acero laminado. Lanzó uno a Niémans.
—Fíjese esto bajo los pies.
Niémans obedeció. Colocó las dos suelas de ganchos metálicos ajustándolos a los bordes de sus botas. Cerró después las correas de neopreno como si fueran estribos. Se acordó de las fijaciones de los patines de ruedas de su infancia.
Fanny ya sacaba del petate cuñas aterrajadas y huecas que terminaban en un rizo oblongo. «Clavos para hielo», comentó lacónicamente. Su aliento cristalizaba en un vaho brillante. Cogió a continuación un martillo de montañero de mango hinchado cada uno de cuyos elementos parecía poderse separar, y después alargó un casco a Niémans, que miraba esos objetos con curiosidad. Aquellos instrumentos se le antojaban a la vez muy sofisticados y de una sencillez evidente. Parecían fabricados con materiales revolucionarios, desconocidos, y tenían colores de caramelos ingleses.
—Acérquese.
Fanny ajustó en torno a su cintura y sus caderas un cinturón acolchado que semejaba un laberinto de hebillas y correas. No obstante, la joven lo cerró en pocos segundos. Retrocedió, como una creadora que contemplara su modelo.
—Está estupendo —sonrió.
Después sacó una lámpara compleja, compuesta a la vez de correas cruzadas, un sistema eléctrico y una mecha plana, colocada ante un reflector. Niémans tuvo tiempo de echarse un vistazo en aquel espejo: con capucha, casco, talabarte y clavos de acero: parecía un yeti futurista. Fanny fijó la lámpara sobre el casco del policía y después hizo pasar un tubo por detrás del hombro. Fijó el depósito que estaba atado a la cintura de Niémans y murmuró:
—Es una lámpara de acetileno. Funciona con carburo. Se lo enseñaré cuando llegue el momento. —Luego levantó los ojos y se dirigió a Niémans en un tono grave—: El hielo es un mundo aparte, comisario. Olvide sus reflejos, sus costumbres, sus modos de deducción. No se fíe de nada: ni de los destellos, ni de la dureza, ni del aspecto de las paredes. —Señaló la sima, mientras se ajustaba su propio cinturón—. En ese vientre, allí, todo se convertirá en asombroso, extraordinario, pero todo será una trampa. Es un hielo como no ha conocido nunca. Un hielo supercomprimido, más duro que el hormigón, pero que también puede ocultar un pozo bajo una placa de pocos milímetros. Yo le indicaré lo que debe hacer.
Fanny se detuvo, dejando transcurrir el tiempo suficiente para que sus palabras adquirieran todo su peso. La condensación dibujaba en torno a su rostro un halo encantado. Recogió sus cabellos en un moño y se puso la capucha.
—Vamos a penetrar en la chimenea por aquí —prosiguió—. Hay un desnivel, será más fácil. Yo pasaré primero y plantaré los clavos. El gas aprisionado que liberaré al partir el hielo trazará una grieta gigante, de varias decenas de metros. Esta falla puede abrirse en línea vertical u horizontal. Usted deberá apartarse de la pared. Esto provocará un ruido atronador. No es nada por sí mismo, pero puede liberar bloques de hielo, estalactitas. Abra bien los ojos, comisario. Esté siempre al acecho y no toque nada.
Niémans asimilaba las órdenes terminantes de la joven. Era la primera vez que recibía órdenes de una niña de cabellos rizados. Fanny pareció captar este estremecimiento de orgullo y continuó en un tono divertido y autoritario a la vez:
—Vamos a perder la noción del tiempo y las distancias. Nuestro único punto de referencia será la soga. Dispongo de varios sacos de soga de cien metros cada uno y sólo yo puedo medir la distancia recorrida. Usted seguirá mis huellas y obedecerá mis órdenes. Nada de iniciativas personales. Nada de gestos espontáneos. ¿Entendido?
—De acuerdo —murmuró Niémans—. ¿Esto es todo?
—No.
Fanny examinó otra vez el cielo, saturado de nubes.
—Sólo he aceptado venir por la tormenta. Si vuelve el sol, deberemos subir inmediatamente.
—¿Por qué?
—Porque el hielo se fundirá. Los torrentes se despertarán y nos caerán encima, a lo largo de las paredes. Aguas cuya temperatura no rebasará los dos grados. Ahora bien, nuestros cuerpos estarán muy calientes, a causa de los esfuerzos realizados. El primer choque puede hacernos saltar el corazón. Si sobrevivimos a esto, la hidrocución acabará con nosotros enseguida. Miembros entumecidos, movimientos lentos… No se lo describiré. Quedaremos petrificados en pocos minutos, como estatuas, suspendidos de nuestra cuerda. Así pues, ocurra lo que ocurra, encontremos lo que encontremos, a los primeros signos de sol hemos de subir.