Ahora poseía dos certidumbres. La primera era que Philippe Sertys, un hombre oscuro, se entregaba allí a una actividad oculta. La segunda era que el joven individuo había sido obligado, justo antes de morir, a vaciar el lugar con urgencia.
El oficial de policía se levantó y escrutó con atención las paredes, explorándolas con la linterna. Tal vez hubiera nichos, escondites que contuvieran algún objeto olvidado por Sertys. El intruso buscó a tientas, golpeó los tabiques, escuchó las resonancias, tanteó diferencias de materiales. Las paredes estaban revestidas de hojas de papel de embalaje, bajo las cuales había fibra de vidrio comprimida. Siempre la búsqueda del calor.
Niémans palpó así paredes enteras, hasta que notó, a un metro ochenta de altura, un refuerzo rectangular que no cuadraba con la superficie abombada del conjunto. Plantó el índice a lo largo del tramo y se dio cuenta de que habían rellenado la ranura. Rasgó más el papel y descubrió unas bisagras. Deslizando las uñas por el intersticio central, consiguió entreabrir el reducto. Estantes. Polvo. Moho.
El comisario palpó los estantes y notó sobre uno de ellos algo plano, cubierto por una película polvorienta. Cogió el objeto: era un pequeño cuaderno de espiral.
Una llamarada bajo su carne. Lo hojeó inmediatamente. Todas las páginas estaban cubiertas de cifras minúsculas, incomprensibles. Pero una de las páginas tenía, encima de las cifras, una gran inscripción oblicua. Aquellas letras parecían escritas con sangre. El trazo era de tal violencia que las palabras habían perforado el papel en algunos lugares. Niémans pensó en una cólera frenética, en un geiser rojizo. Como si el autor de estas líneas no hubiera podido abstenerse de escupir su locura en letras escarlata. Niémans leyó:
Somos los amos, somos los esclavos.
Estamos por doquier, no estamos
en ninguna parte.
Somos los agrimensores.
Dominamos los ríos de color púrpura.
El policía se apoyó en la pared, contra los jirones de papel marrón y los filamentos de fibra de vidrio. Apagó su linterna pero una luz deslumbraba su conciencia. No había encontrado un vínculo entre Rémy Caillois y Philippe Sertys. Había descubierto algo mejor: una sombra, un secreto en el corazón de la existencia discreta del joven auxiliar de enfermería. ¿Qué significaban las cifras y las frases ocultas del pequeño cuaderno? ¿A qué jugaba Sertys en su almacén clandestino?
Niémans hizo un breve balance de su investigación, como se reúnen las primeras pajas chispeantes de un fuego bajo un viento helado. Rémy Caillois era un esquizofrénico agudo, un ser violento que en el pasado había cometido —tal vez— un acto culpable. En cuanto a Philippe Sertys, realizaba actividades clandestinas en este taller siniestro, actividades que había intentado borrar unos días antes de su muerte.
El comisario no tenía aún ninguna prueba tangible, ninguna precisión, pero cada vez era más evidente que ni Caillois ni Sertys eran tan diáfanos como hacía suponer su existencia oficial.
Ni el bibliotecario ni el auxiliar de enfermería eran víctimas inocentes.
Desde hacía casi dos horas, Karim circulaba con un nudo en la garganta.
Pensaba en el rostro. El rostro del niño. A veces lo imaginaba como una especie de monstruo. Una cara perfectamente lisa, sin nariz ni pómulos, horadada por dos globos blancos y brillantes. Otras veces lo consideraba, por el contrario, un chiquillo corriente, de facciones suaves, apagadas, anodinas. Un niño tan corriente que se perdía en todas las memorias. En otras ocasiones, Karim veía rasgos imposibles. Rasgos ondulantes, inestables, que reflejaban el rostro de quien los miraba. Facciones centelleantes que devolvían la imagen de cada rostro, traicionando el secreto de las almas bajo la hipocresía de las sonrisas. El poli se estremeció. Estaba definitivamente torturado por esa certidumbre: la clave de la verdad era ese rostro. Exclusivamente. Irreversiblemente.
Había escogido la autopista de Agen, en dirección a Toulouse. Después había bordeado el Canal du Midi y pasado Carcassone y Narbonne. Su coche era un desastre. Una especie de tos de cilindros y piezas restallantes montados todos juntos. El poli no rebasaba jamás los ciento treinta kilómetros por hora, incluso con el viento a favor. No dejaba de meditar. Ahora circulaba en dirección a Sète por la orilla del mar y se acercaba al convento de Saint Jean-de-la-Croix. El paisaje grisáceo y borroso del litoral le prestaba una calma difusa. Pisando a fondo el freno, consideró los elementos racionales de que disponía.
Las visitas al fotógrafo y al sacerdote habían alterado la perspectiva de su investigación. Karim comprendió de repente que los documentos desaparecidos de la escuela Jean-Jaurès podían haber sido robados mucho antes del atraco de la noche anterior. Por la carretera volvió a llamar a la directora. A la pregunta: «¿Es posible que todos estos documentos desaparecieran en 1982 y que nadie se haya dado cuenta durante todos estos años?», la directora contestó: «Sí». A la pregunta: «Es posible que esta desaparición no se haya descubierto hasta hoy a causa del robo con escalo?», respondió: «Sí». A la pregunta: «¿Ha oído hablar de una religiosa que intentó conseguir las fotografías escolares de aquella época?», contestó: «No».
Y no obstante… Antes de marcharse, Karim había hecho una última comprobación en Sarzac. Gracias a los registros civiles —fechas de nacimiento y señas de residencias—, había contactado por teléfono con varios antiguos alumnos de las dos clases fatídicas: CM1 y CM2, 1981 y 1982. Ninguno de ellos poseía ya los retratos escolares. A veces se había declarado un incendio en la habitación que contenía los negativos. Otras, había tenido lugar un hurto: los ladrones no habían robado nada, sólo algunas fotografías. En otras ocasiones, pero más raramente, se recordaba a la hermana: había ido a buscar las fotos. Era de noche y nadie habría podido reconocerla. Todos estos sucesos databan del mismo y breve período: julio de 1982. Un mes antes de la muerte del pequeño Jude.
Alrededor de las cinco y media de la tarde, cuando bordeaba la cuenca del Thau, Karim vio una cabina telefónica y marcó el número de Crozier. Ahora avanzaba al margen de las normas. Oscuramente, esta sensación le gustaba. Largaba las amarras. El comisario gritó:
—Espero que estés de camino, Karim. Dijimos a las seis.
—Comisario, sigo una pista.
—¿Qué pista?
—Déjeme avanzar. Cada paso confirma mi intuición. ¿Tiene elementos nuevos relativos al cementerio?
—¿Te lo montas solito y encima quieres que yo…?
—Respóndame. ¿Han encontrado el coche?
Crozier suspiró.
—Hemos identificado a los propietarios de siete Lada, dos Trabant y un Skoda en los departamentos de Lot, Lotet-Garonne, Dordogne, Aveyron y Vaucluse. Ninguno de ellos es nuestro coche.
—¿Ha comprobado ya qué hicieron los conductores a esa hora?
—No, pero hemos encontrado partículas de neumáticos cerca del cementerio. Se trata de neumáticos de carbono, de muy mala calidad. El propietario de nuestro cacharro circula con los neumáticos de origen. Todos los coches que hemos visto llevan Michelin o Goodyear. Es lo primero que cambian los compradores de este tipo de vehículos. Seguimos buscando. En otros departamentos.
—¿Eso es todo?
—Todo por el momento. Es tu turno. Te escucho.
—Yo avanzo al revés.
—¿Cómo, al revés?
—Cuanto menos encuentro, más seguro estoy de que sigo el buen camino. Los robos de esta noche disimulan un asunto mucho más grave, comisario.
—¿De qué índole?
—No lo sé. Algo que concierne a un niño. Su secuestro o su asesinato. No lo sé. Volveré a llamarle.
Karim colgó sin dar tiempo al comisario de formular otra pregunta.
En las inmediaciones de Sète, cruzó un pequeño pueblo frente al mar. Las aguas del golfo de León se mezclaban allí con la tierra en una inmensa marisma indistinta, bordeada de cañas. El policía aminoró la marcha al enfilar un puerto extraño donde no se veía ningún barco y sólo largas redes de pesca negruzcas se elevaban entre las casas de postigos cerrados.
Todo estaba desierto.
Un olor denso llenaba la atmósfera, pero no un olor marítimo, sino más bien de un abono cargado de ácidos y excrementos.
Karim Abdouf se acercaba a su destino. Unos carteles indicaban la dirección del convento. El sol poniente alumbraba charcos salinos, afilados como cuchillos, en la superficie de las ciénagas. Al cabo de cinco kilómetros, el poli se fijó en otro panel que anunciaba un camino asfaltado que subía hacia la derecha. Siguió conduciendo y tomó otras curvas, otros virajes, bordeados de cañas y juncos despeinados.
Por fin aparecieron los edificios del claustro. Karim se quedó estupefacto. Entre las dunas oscuras y las malas hierbas se elevaban dos iglesias, ambas monumentales. Una de ellas mostraba torres finamente cinceladas que se terminaban en cúpulas estriadas parecidas a pasteles colosales. La otra era roja y maciza, tejida con pequeñas piedras y coronada por una gran torre de tejado plano como una rueda. Dos verdaderas basílicas que hacían pensar bajo el aire marino en ruinas olvidadas. El policía no podía explicarse su presencia en un lugar tan desierto, tan desolado.
Al acercarse, descubrió un tercer edificio que conectaba las iglesias. Una construcción de un solo piso y ventanas en hilera, estrechas y frías. El propio monasterio, sin duda, que parecía abrazar sus piedras como para evitar todo contacto con los edificios sagrados.
Karim aparcó. Pensó que nunca se había visto tan de cerca con la religión, ni con tanta frecuencia en tan poco tiempo. Esta reflexión suscitó en él un razonamiento que ya había oído. Cuando estaba en la escuela de inspectores, en Cannes-Écluse, a veces iban comisarios a contar sus experiencias. Uno de ellos había marcado profundamente a Karim. Un individuo alto, peinado a cepillo, que llevaba pequeñas gafas de montura metálica. Sus charlas le habían fascinado. El hombre explicaba que el crimen se reflejaba siempre en los espíritus de los testigos y familiares. Que había que considerarlos como espejos, que el asesino se ocultaba en uno de sus ángulos muertos.
El hombre tenía aires de loco, pero subyugó a los asistentes. También habló de estructuras atómicas. Según él, cuando ciertos elementos y detalles, incluso anodinos, reaparecían con regularidad en una investigación, era preciso retenerlos siempre porque era seguro que disimulaban un significado profundo. Cada crimen era un núcleo atómico y los elementos recurrentes eran sus electrones, que oscilaban en torno a él y dibujaban una verdad subliminal. Karim sonrió. El inspector con gafas de metal tenía razón. Esta observación podía aplicarse a su propia investigación. La religión se había convertido en un elemento recurrente. Desde aquella mañana se dibujaba allí, sin duda, una verdad que necesitaba descubrir.
Se encaminó hacia un pequeño porche de piedra y llamó al timbre. Al cabo de unos segundos, en el umbral apareció una sonrisa. Era una sonrisa antigua, bordeada de blanco y negro. Antes de que Karim pudiese abrir los labios, la hermana se apartó y le ordenó:
—Entre, hijo mío.
El poli entró en un vestíbulo muy sobrio. Sólo una cruz de madera se perfiló en una de las paredes blancas, encima de un cuadro de reflejos oscuros. A la derecha, en un pasillo, Abdouf distinguió la claridad gris de algunas puertas abiertas. Por un hueco más cercano vio hileras de sillas barnizadas y un suelo revestido de linóleo claro. El aspecto desnudo e impecable de un lugar de oración.
—Sígame —dijo la religiosa—.Íbamosa comer.
—¿A estas horas? —se asombró Karim.
La hermana ahogó una breve risa. Tenía la malicia de una adolescente.
—¿No conoce usted el horario de las carmelitas? Cada día debemos volver a nuestras oraciones a las seis de la tarde.
Karim siguió a la silueta. Sus sombras se reflejaban en el linóleo como sobre las aguas de un lago. Accedieron a una gran sala donde una treintena de hermanas cenaba, conversando bajo una luz cruda. Los rostros y los velos tenían una sequedad ligeramente acartonada, una sequedad de hostia. Dirigieron al policía algunas miradas, algunas sonrisas, pero no se interrumpió ninguna conversación. Karim captó varias lenguas diferentes: francés, inglés y también una lengua eslava, quizá polaco. Por consejo de la hermana, se sentó en el extremo de la mesa, ante un plato hondo lleno de una sopa con grumos ocres.
—Coma, hijo mío. Un muchacho tan alto como usted…
Otra vez «hijo mío»… Pero Karim no tenía valor para reprender a la hermana. Bajó los ojos hacia su plato y se dijo que no había comido desde la víspera. Consumió la sopa en pocas cucharadas y luego devoró varias rebanadas de pan con queso. Cada alimento tenía el gusto íntimo y singular de los platos confeccionados en casa con los medios disponibles. Se sirvió agua de una jarra de acero inoxidable y luego alzó la mirada: la hermana le observaba, cambiando algunos comentarios con sus compañeras.
Murmuró:
—Hablábamos de su peinado…
—¿Sí?
La hermana emitió una risita.
—¿Cómo se hace esas trenzas?
—Es natural —respondió—. Los cabellos rizados se disponen naturalmente en trenzas si se dejan crecer. En Jamaica las llaman
dreadlocks.
Los hombres no se cortan nunca el pelo y tampoco se afeitan. Es contrario a su religión, como los rabinos. Cuando los
dreadlocks
son lo bastante largos, los llenan de tierra para que sean más pesados y…
Aquí Karim se interrumpió. El objeto de su visita acababa de volver con fuerza a su memoria. Entreabrió los labios para explicar su investigación, pero fue la hermana quien preguntó en un tono grave:
—¿Qué quiere, hijo mío? ¿Por qué lleva una pistola bajo la chaqueta?
—Soy de la policía. Tengo que ver a la hermana Andrée. Es urgente.
Las religiosas seguían conversando, pero el teniente comprendió que habían oído su solicitud. La monja dijo:
—Vamos a llamarla. —Hizo un discreto signo a una de sus vecinas y luego se dirigió a Karim—. Venga conmigo.
El poli se inclinó frente a las mesas, en señal de despedida y de gratitud. Un salteador de caminos saludando a quienes le habían ofrecido su hospitalidad. Enfilaron de nuevo el brillante pasillo. Sus pasos no hacían el menor ruido. De repente, la religiosa se volvió.
—Le han prevenido, ¿verdad?
—¿De qué?