En la quinta estación, el poli sólo encontró una zona de carga, atestada de viejos vagones y turbinas azuladas. Se marchó al instante, pero se detuvo en seco casi enseguida. Se hallaba en un puente, encima de la autopista, la salida de Sète-Oeste. Escrutó la pequeña zona de peaje, a trescientos metros de allí. Su instinto le ordenó hacer una verificación.
No dejar ningún cabo suelto, nunca.
Tomó la vía de acceso y torció enseguida hacia la derecha para franquear una hilera de alheñas. Allí había varios edificios prefabricados: las oficinas de la estación de servicio de la autopista. Ninguna luz. No obstante, cerca de los garajes contiguos a la edificación, el teniente vio a un hombre. Se detuvo otra vez, aparcó el coche y fue directamente hacia la silueta, atareada al pie de un camión muy alto.
El viento acre arreciaba. Todo estaba seco, mate, polvoriento, envuelto en un aliento salino. El poli caminó junto a unas señales de carreteras, excavadoras, toldos de plástico. Golpeó el volquete del camión —un convoy de sal— y produjo un ruido metálico.
El hombre se sobresaltó; su pasamontañas sólo abría un espacio para los ojos. Frunció las cejas grisáceas.
—¿Qué pasa? ¿Quién es usted?
—El Diablo.
—¿Cómo?
Karim sonrió, apoyándose en el volquete.
—Bromeo. Es la policía, abuelo. Necesito información.
—¿Información? No habrá nadie hasta mañana por la mañana. Yo…
—Las áreas de servicio de las autopistas funcionan veinticuatro horas al día.
—El cobrador está en la cabina y yo trabajo aquí…
—Es lo que he dicho. Tú y yo vamos a entrar en la oficina. Tú beberás un café negro mientras yo echo una ojeada al PCI.
—¿El… PCI? Pero… ¿qué busca?
—Ya te lo explicaré todo cuando entremos en calor.
Las oficinas eran a semejanza del conjunto: demasiado exiguas y provisionales. Paredes estrechas, puertas huecas, mesas de formica. Todo estaba apagado, todo estaba muerto, salvo un ordenador que vibraba en la penumbra. El PCI, la central de información que funcionaba a lo largo de todo el año y aseguraba cualquier información sobre la red de carreteras de la región. Cada accidente, cada avería, cada desplazamiento de los agentes de carretera estaban consignados en esta memoria.
El viejo quiso manipular él mismo el ordenador. Se levantó el pasamontañas. Karim murmuró a su oído:
—Julio del 82. Te toca jugar a ti. Quiero saberlo todo. Los accidentes, las reparaciones, el número de usuarios. La menor anécdota. Todo.
El viejo se quitó los guantes y se sopló los dedos para calentarlos. Tecleó unos segundos. Apareció una lista correspondiente al mes de julio del 82. Cifras, datos, reparaciones. Nada que revelara algún detalle.
—¿Puedes realizar una búsqueda por nombre? —preguntó Karim, inclinado sobre el hombre.
—Deletrea.
—Tengo varios: Jude Itero, Judith Hérault, Fabienne Pascaud, Fabienne Hérault.
—¿Todos son tan raros? —refunfuñó el operario, introduciendo los nombres.
Pero al cabo de unos segundos parpadeó una respuesta. Karim se acercó.
—¿Qué pasa?
—El PCI tiene algo, tiene uno de los nombres. Pero no en julio del 82.
—Continúa la búsqueda.
El hombre tecleó unas órdenes. Las informaciones aparecieron en la pantalla oscura en letras fluorescentes. El poli sintió que su cuerpo se petrificaba. La fecha le saltó a los ojos: 14 de agosto de 1982. El día inscrito sobre la tumba de Jude. Y era ese nombre el que abría el expediente: Jude Itero.
—No recordaba el nombre —murmuró el anciano—, pero sí el accidente. Una desgracia atroz, cerca de Héron-Cendré. El coche derrapó. Cruzó el seto central y se estrelló contra la esquina de un muro antirruidos, justo enfrente. Encontraron a la madre y el hijo atrapados entre la chatarra. Pero sólo el muchacho murió. Iba delante. La madre se salvó, simples contusiones. Había un chorro de sangre que atravesaba las dos direcciones. Dos veces tres carriles, ¿te imaginas?
Karim no lograba dominar sus temblores. Así había acabado la huida de Fabienne y Judith Hérault. A ciento treinta kilómetros por hora contra un muro antirruido. Así de absurdo. Y así de sencillo. El poli reprimió un grito de cólera. No podía convencerse de que toda la aventura, todas las precauciones de la mujer se hubieran malogrado en un simple patinazo.
Y no obstante, lo sabía desde el principio: Judith había muerto en agosto de 1982, como lo atestiguaba su tumba. Ahora no hacía más que descubrir las circunstancias de aquella desaparición. Las lágrimas le quemaron los párpados como si acabara de conocer la muerte de un ser querido. De un ser a quien quería, desde hacía sólo unas horas, pero con el furor de un torrente. Más allá de las palabras y de los años. Más allá del espacio y del tiempo.
—Continúa —ordenó—. ¿Cómo estaba el cuerpo del niño?
—Se… se hallaba totalmente incrustado en la rejilla del radiador. Un conglomerado de carne y de chapa. Maldita sea. Tardaron más de seis horas en… En fin… Jamás lo olvidaré… Su rostro estaba… en fin, ya no había rostro, ni cabeza, ni nada.
—¿Y la madre?
—¿La madre? Yo no sé si era la madre. En cualquier caso, no tenía el mismo nombre que…
—Ya lo sé. ¿Estaba herida?
—No. Salió bien parada. Hematomas, arañazos… Poca cosa. Y es porque el coche dio una vuelta de campana, ¿comprendes? Y el muro dio de lleno contra el lado del pasajero. Es el choque clásico…
—Descríbemela.
—¿A quién?
—A la mujer.
—No podría olvidarla. Una giganta. Una morena de cara ancha. Y gafas grandes. Toda de negro y pliegues vaporosos. Realmente extraña. No lloraba. Parecía muy fría. Tal vez fuera el estado de
shock,
no sé…
—¿Cómo era la cara?
—Bonita.
—Pero, ¿cómo?
—Mofletuda, ya no la recuerdo bien… Un cutis muy claro, casi transparente…
Abdouf cambió de dirección.
—Para cada accidente, ustedes conservan un informe, ¿no? Una descripción, con el certificado de defunción y todo lo demás, ¿verdad?
El viejo hirsuto miró a Karim. Sus pupilas brillaban como granos de café.
—¿Qué buscas exactamente, jefe?
—Enséñame el expediente.
El hombre se secó las manos con el anorak y abrió un armario cuyas puertas eran una especie de persianas. Karim le vio leer los nombres de los accidentados, murmurando las sílabas.
—Jude Itero. Aquí está, es éste. Te prevengo, es…
Karim se lo cogió de las manos y hojeó las diferentes páginas. Testimonios, certificados, atestados, actas de seguros. Todas las circunstancias. Fabienne Pascaud conducía un coche de alquiler que había contratado en Sarzac. Las señas de residencia eran las mismas que le había dado el doctor Macé: las ruinas aisladas en el valle de rocalla. Nada nuevo por ese lado. Lo asombroso era que la madre había declarado la muerte de su hijo bajo el nombre de Jude Itero, de sexo masculino.
—No comprendo —dijo el policía—. ¿El hijo era un varón?
—Pues claro… —El viejo miró el expediente por encima del brazo de Karim—. Es lo que ella dijo, en todo caso…
—¿No recuerdas si hubo un problema en este aspecto?
—¿Un problema? ¿Qué quieres decir?
El poli se esforzó en dominar la voz:
—Escucha, te pregunto simplemente si era posible identificar el sexo del niño.
—¡Yo no soy médico! Pero, francamente, creo que no. Más que un cuerpo eran fragmentos… Carne en el parachoques… —Se pasó la mano por la cara—. No se puede describir, jefe… En los veinticinco años que vivo aquí, he visto muchos accidentes… Siempre es algo espantoso… —Agitó las manos levantadas, imitando capas de bruma—. ¡Como una especie de guerra subterránea, sabes, que surgiera de vez en cuando con una violencia terrible!
Karim comprendió que el estado del cuerpo había permitido a la mujer llevar su mentira hasta más allá de la tumba. Pero, ¿por qué? ¿Seguía temiendo una amenaza? ¿Incluso ahora que su hija estaba muerta?
El teniente hojeó de nuevo el expediente y descubrió fotografías del siniestro. Sangre. Chapa retorcida. Trozos de carne, miembros diseminados, desprendidos de la carrocería. Pasó rápidamente. No tenía ánimos para aquello. Después llegó al certificado de defunción, la descripción del médico, y obtuvo confirmación de que las características del cuerpo pertenecían al orden de lo abstracto.
Karim se apoyó en la pared, presa de vértigo. Después examinó el reloj. Había matado dos horas.
Pero esas horas le habían matado a él.
Con un esfuerzo, echó una última mirada a las páginas. Unas huellas digitales estaban impresas con tinta azul en una ficha de cartón. Las observó unos segundos y preguntó:
—¿Estas son sus huellas?
—¿Qué quieres decir?
—¿Estas huellas son las del niño?
—No entiendo tus preguntas. Pues claro que lo son… Fui yo quien aguantó el entintador. Los restos del cuerpo estaban en la funda. El médico apoyó la pequeña mano. Una mano ensangrentada. Joder. Todos tenían prisa por acabar. Escucha, todavía hoy viene a atormentarme por las noches, así que…
Karim se guardó el expediente bajo la chaqueta de cuero.
—De acuerdo. Me quedo con los documentos.
—Eso, quédatelos. Y vete con viento fresco.
El teniente salió con esfuerzo de la oficina. Estaba estupefacto. Bajo sus párpados bailaban unas estrellas. El viejo le gritó desde los escalones de la construcción.
—Cuídate.
Karim se volvió. El hombre le observaba bajo el viento salino, reteniendo con el hombro la puerta acristalada. El cristal doblaba su silueta con un reflejo dorado.
—¿Qué? —repitió el poli.
—He dicho: cuídate. Y ve siempre solo.
Karim intentó sonreír.
—¿Por qué?
El hombre se bajó el pasamontañas.
—Porque lo sé, lo huelo: caminas entre los muertos.
—La de cosas que me hace usted hacer, teniente… Me he reunido con una colega de la delegación…
La voz de la mujer vibraba de alegre excitación. Karim se había detenido en otra cabina para llamar al teléfono móvil de la directora. Ésta continuó:
—El guardián ha sido muy amable…
—¿Qué han encontrado?
—El expediente completo de Fabienne Hérault, nacida Pascaud. Pero es otro callejón sin salida. Después de sus dos años en Sarzac, la mujer desapareció. Parece ser que dejó la enseñanza.
—¿No hay ninguna manera de saber dónde se instaló después?
—Ninguna, no. Por lo visto ya había terminado aquel año su contrato con la Educación Nacional y no renovó sus compromisos. Eso es todo. La delegación no ha tenido nunca más contacto con ella.
Karim se hallaba al pie de un barrio residencial en las afueras de Sète. A través del cristal de la cabina observaba los coches estacionados, cuyas carrocerías rutilantes brillaban bajo los faroles. La información de la mujer no le sorprendía. Fabienne Pascaud había cerrado la puerta a sus espaldas. A su misterio. A su tragedia. A sus diablos.
—¿Y de dónde venía esta mujer, antes de Sarzac?
—De Guernon, una ciudad universitaria en el Isère, encima de Grenoble. En esta ciudad enseñó sólo unos pocos meses. Antes de eso era responsable de una pequeña escuela primaria en Taverlay, un pueblo situado en las alturas del Pelvoux, una montaña de ese lugar.
—¿Ha obtenido informaciones personales?
Ella contestó en un tono mecánico:
—Fabienne Pascaud nace en 1945 en Corivier, en un valle del Isère. Se casa con Sylvain Hérault en 1970 y obtiene el mismo año un primer premio del conservatorio de piano de Grenoble. Pudo llegar a profesora y…
—Continúe, por favor.
—En 1972 entra en la escuela normal. Dos años más tarde se integra en la escuela primaria de Taverlay, siempre en el Isère. Allí enseña durante seis años. En 1980, la escuela de Taverlay cierra sus puertas: una carretera nueva permite a los niños asistir a una escuela más grande en un pueblo vecino, incluso en invierno. Entonces Fabienne es trasladada a Guernon. Un golpe de suerte: está a cincuenta kilómetros de Taverlay. Y es una pequeña ciudad famosa en el mundo de la enseñanza. Una ciudad universitaria, muy agradable, muy intelectual.
—Usted me dijo que era viuda: ¿sabe cuándo murió su marido?
—¡A eso voy, joven, a eso voy! En 1980, cuando llega a Guernon, Fabienne da el apellido de su esposo: no parece haber ningún problema a este respecto. En cambio, seis meses después, en Sarzac, se presenta como viuda. Así pues, el hombre ha desaparecido durante el período de Guernon.
—¿Hay algo sobre él en su expediente? ¿Su edad? ¿Su profesión?
—Es una delegación de la Educación Nacional. No una agencia de detectives.
Karim suspiró.
—Continúe.
—Poco tiempo después de su llegada a Guernon, pide un traslado. No importa adónde, siempre que sea lejos de este pueblo. Extraño, ¿no? Obtiene enseguida un puesto en Sarzac. Nada sorprendente: nadie quiere venir a nuestra bella región… Allí vuelve a adoptar su nombre de soltera. Se diría que quiso hacer borrón y cuenta nueva.
—No me habla de su hijo.
—En efecto, tenía un hijo, nacido en 1972. Una niña.
—¿Está escrito así?
—Pues, sí…
—¿Qué nombre figura?
—Judith Hérault. Pero ya no se hace ninguna mención de ella en Sarzac.
Cada información confirmaba con exactitud la historia que sospechaba Karim. Éste prosiguió:
—¿Ha podido ponerse en contacto con gente que la haya conocido en Sarzac?
—Sí, he hablado con la directora de la época: Mathilde Sarman. Se acuerda muy bien de Fabienne. Una mujer extraña, al parecer. Misteriosa. Reservada. Muy bella. Y muy fuerte. Un metro ochenta. Unos hombros así de anchos… Tocaba a menudo el piano. Una virtuosa. Le repito lo que me han dicho…
—¿Fabienne Pascaud vivía sola en Sarzac?
—Según Mathilde, sí, vivía sola. En un valle aislado, a diez kilómetros del pueblo.
—¿Y nadie sabe por qué se marchó bruscamente de Sarzac?
—No, nadie.
—¿Ni de Guernon, dos años antes?
—No. Tal vez habría que remontarse a entonces… —La mujer titubeó, y luego se atrevió a preguntar—: Sin embargo, teniente… podría por lo menos explicarme la relación entre esta investigación y el robo en mi escuela, yo…
—Más tarde. ¿Vuelve ahora a su casa?
—Bueno… sí, claro…
—Traiga consigo todo lo que concierne a Fabienne Pascaud y espere mi llamada.