Rémy Caillois pasaba la vida entre libros, Philippe Sertys, las noches en el hospital. Este último no parecía tener ninguna afición, aparte de permanecer escondido en aquellos pasillos que apestaban a asepsia o de los videojuegos al anochecer en la cervecería situada enfrente del CHRU. Caillois había sido declarado inútil. Sertys había hecho su servicio militar en la infantería. Uno se había casado, el otro era soltero. Uno era un apasionado de la marcha y la montaña. El otro parecía no haber salido nunca de su aldea. Uno era esquizofrénico y sin duda violento. El otro, en opinión de todos, era «dulce como un ángel».
Había que rendirse a la evidencia: el único rasgo común a los dos hombres era su físico. Este parecido que compartían, la cara larga y afilada, los cabellos a cepillo y la silueta filiforme. Como había declarado Barnes, era evidente que el asesino había elegido a sus dos presas por su aspecto exterior.
Niémans consideró, un instante, el crimen sexual: el homicida sería un homosexual reprimido, atraído por este tipo de jóvenes. El comisario no lo creía y el médico forense había sido categórico: «No van por ahí los tiros. En absoluto». El médico había percibido, a través de las heridas y mutilaciones del primer cuerpo, una frialdad, una crueldad, una aplicación que no tenían nada que ver con la locura de un deseo perverso. Por otra parte, no se había constatado en el cadáver la menor huella de abusos sexuales.
Entonces, ¿qué?
Tal vez la locura del asesino era de otra clase. En cualquier caso, este parecido entre las presuntas víctimas y el comienzo de una serie —dos asesinatos en dos días— apoyaba la tesis del maníaco que se disponía a matar otra vez, poseído por una demencia violenta. Había además otros argumentos en favor de esta sospecha: el indicio depositado en el primer cuerpo, que había conducido al segundo, la posición fetal, la mutilación de los ojos y la voluntad de colocar los cadáveres en lugares salvajes y espectaculares: el abismo sobre el río, la prisión transparente de los hielos…
Y no obstante, Niémans aún no era partidario de esta tesis.
En primer lugar, por su experiencia cotidiana de policía: si bien los
serial killers,
importados de Estados Unidos, se habían adueñado de la literatura y el cine universales, esta tendencia atroz no se había afirmado nunca en Francia. En veinte años de carrera, Niémans había perseguido a pedófilos que durante una crisis habían caído en el asesinato, a violadores convertidos en homicidas por exceso de brutalidad, a sadomasoquistas que se habían excedido en sus juegos crueles, pero nunca, en el sentido estricto del término, a un asesino en serie, exceptuando una terrible lista de asesinatos sin móvil ni indicios. No era una especialidad francesa. AI comisario le traía sin cuidado analizar semejante fenómeno, pero los hechos estaban a la vista: los últimos asesinos en serie franceses se llamaban Landru o el doctor Petiot y olían bastante al buen pequeñoburgués corriendo tras hurtos insignificantes y mediocres herencias. Nada en común con el desenfreno norteamericano, con los monstruos sanguinarios que atormentaban a Estados Unidos.
El comisario observó una vez más las fotografías del joven Philippe Sertys y después las de Rémy Caillois, esparcidas sobre la mesa de estudiante. De la camisa acartonada le cayeron también los negativos del primer cadáver. El terror le quemó la conciencia como un hierro candente: no podía permanecer así, de brazos cruzados. En el mismo instante en que miraba esas fotos Polaroid, un tercer hombre podía estar sufriendo las peores torturas. Tal vez sus órbitas estaban siendo trituradas con un
cutter o
sus ojos arrancados por unas manos enguantadas en plástico.
Eran las siete de la tarde. Anochecía. Niémans se levantó y apagó el neón de la salita. El policía se decidió por una zambullida profunda en la existencia de Philippe Sertys. Quizás encontrara algo. Un indicio, un signo.
O simplemente, otro punto en común entre las dos víctimas.
Philippe Sertys y su madre vivían en una pequeña casa en las afueras del pueblo, no lejos de un barrio de edificios decrépitos en una calle desierta. Un tejado marrón, una fachada blanca y sucia, visillos de encaje amarillento que enmarcaban la oscuridad interior como una sonrisa cariada. Niémans sabía que la anciana estaba detallando todavía su declaración en la comisaría y en la casa no brillaba ninguna luz. Sin embargo, llamó, para no correr riesgos.
No hubo respuesta.
Niémans rodeó la barraca. El viento soplaba con violencia. Un viento helado, portador de las primicias del invierno. Un pequeño garaje lindaba con la vivienda en el lado izquierdo. Echó una mirada y vio un Lada fangoso que ya acusaba los signos de la edad. Continuó su camino. Varios metros cuadrados de césped cortado se extendían detrás del edificio: el jardín.
El policía volvió a mirar a su alrededor en busca de testigos indiscretos. Nadie. Subió los tres escalones y miró la cerradura. Un modelo clásico, barato. El comisario forzó la puerta sin dificultad, se limpió las suelas sobre el felpudo y penetró en la casa de la presunta víctima.
Después de un vestíbulo, accedió a un salón estrecho y encendió su linterna de bolsillo. En el haz blanco aparecieron una moqueta verdosa, recubierta de pequeñas alfombras oscuras, un sofá cama arrinconado bajo escopetas de caza colgadas, muebles mal ajustados, fruslerías rústicas y feas. El policía experimentó una sensación de confort rancio, de celosa cotidianidad.
Se calzó los guantes de látex y registró con precaución los cajones. No encontró nada de particular. Cubiertos con chapado de plata, pañuelos bordados, papeles personales: hojas de impuestos, formularios de la Seguridad Social… Hojeó rápidamente los documentos y después hizo otra inspección rápida de otros detalles. En vano. Era el salón de una familia sin historia.
Niémans subió al piso superior.
Localizó sin dificultad el dormitorio de Philippe Sertys. Carteles de animales, revistas ilustradas amontonadas en un arcón, programas de televisión; todo respiraba allí la miseria intelectual, en el límite de la subnormalidad. Niémans emprendió un registro más minucioso. No encontró nada, exceptuando algunos detalles que revelaban la vida totalmente nocturna de Sertys. Bombillas de todas clases, de todas las potencias, estaban en hilera en un estante, como si el hombre hubiese querido recrear luces diferentes para cada estación. Observó también postigos reforzados, compactos y sin abertura, para protegerse de la luz diurna o para no revelar sus propios momentos de vela. Niémans descubrió finalmente máscaras, como las que se utilizan en los aviones, a fin de protegerse de la menor claridad. De modo que Sertys tenía el sueño difícil. O bien poseía una naturaleza de vampiro.
Niémans levantó las mantas, las sábanas, el somier. Deslizó los dedos bajo la alfombra, palpó el papel pintado. No descubrió nada. Y sobre todo, ni la menor huella de una relación femenina.
El policía dio un vistazo al dormitorio de la madre, sin entretenerse demasiado. El ambiente de esta casa empezaba a inspirarle una pesadumbre sin remisión. Volvió abajo e inspeccionó rápidamente la cocina, el cuarto de baño, el sótano. Sin resultado.
Fuera, el viento seguía soplando, azotando levemente los cristales.
Apagó su linterna y sintió un escalofrío agradable, inesperado. Un sentimiento de intrusión frustrada, de refugio secreto.
Niémans reflexionó. No podía engañarse. No hasta este punto. Tenía que descubrir un elemento, un signo, cualquier cosa. Cuanto más le parecía equivocarse, tanto más se persuadía de lo contrario, de que tenía razón, de que existía una verdad por sorprender, un vínculo entre Caillois y Sertys.
Entonces el comisario tuvo otra idea.
El vestidor del hospital se diluía en colores plomizos. Las hileras de casilleros se sucedían, en posición de firmes, precarias y chirriantes. Todo estaba desierto. Niémans avanzó sin ruido. Leyó los nombres en las pequeñas etiquetas metálicas y encontró la de Philippe Sertys.
Se puso de nuevo los guantes y manipuló el candado. Unos recuerdos cruzaron por su mente: el tiempo de las expediciones nocturnas, redadas con pasamontañas, con los equipos de la brigada criminal. No sentía ninguna nostalgia de aquella época. Lo que más gustaba a Niémans era penetrar en los espacios, dominar las horas cruciales de la noche, pero como un verdadero intruso: en solitario, en silencio y de forma clandestina.
Varios clics y la puerta se abrió. Algunas batas. Golosinas. Viejas revistas. Y más linternas y máscaras. Niémans palpó las paredes, observó los rincones, procurando que no resonara el hierro. Nada. Verificó que el casillero no contuviera un techo falso, una trampilla.
Niémans se arrodilló y juró. Por lo visto, no salía de las pistas falsas. No había nada que descubrir en la vida de ese joven. Y además, ni siquiera estaba seguro de que el cadáver congelado de las alturas de la montaña fuese realmente el del hombre soltero. Philippe Sertys reaparecería probablemente dentro de unos días, después de su primera fuga, del brazo de una soberbia enfermera.
El policía se vio obligado a sonreír ante su propia testarudez. Decidió eclipsarse antes de ser sorprendido en esta posición. Pero cuando se levantó vio, bajo el armario, una baldosa de linóleo ligeramente despegada. Deslizó la mano y palpó el trozo de material sintético. Con dos dedos, levantó la baldosa. Notó la grava del cemento, el tacto de un objeto. Percibió un tintineo, adelantó más los dedos y cerró el puño con fuerza. Cuando volvió a abrirlo, tenía en la mano una llave y su anilla, que habían sido cuidadosamente escondidas bajo el casillero.
A lo largo del borde, Niémans reconoció las escotaduras características destinadas a abrir una cerradura blindada.
Si Sertys poseía un secreto, se hallaba situado detrás de la puerta que abría esta llave.
En el ayuntamiento encontró por los pelos al empleado del catastro que se disponía a salir. Al oír el nombre de «Sertys», el rostro del hombre no pestañeó. Nadie estaba, pues, al corriente del asunto, ni de la presunta identidad de la nueva víctima. El funcionario, vestido ya con el abrigo, realizó de mala gana la búsqueda solicitada por el oficial de policía.
Mientras esperaba, Niémans se repitió una vez más la hipótesis que le había conducido hasta aquí, para incrementar las posibilidades de éxito. Philippe Sertys había disimulado una llave de cerradura blindada bajo el armario de los vestuarios. Ahora bien, la puerta de su casa no disponía de ningún refuerzo. Esta llave podía abrir una infinidad de puertas, de armarios empotrados, roperos, sobre todo en el hospital. Pero, ¿por qué esconderla? Una intuición había inducido a Niémans a ir allí, al catastro, a fin de comprobar si Philippe Sertys poseía otra vivienda, una cabaña, una granja, cualquier cosa, pero cuyas estructuras protegidas estuvieran cerradas sobre otra vida.
Todavía refunfuñando, el empleado deslizó bajo la tapa del mostrador una caja de cartón apergaminado. En la parte anterior un pequeño ribete de cobre encuadraba una etiqueta marcada con tinta: «Sertys». Dominando su excitación, Niémans abrió la caja y hojeó los documentos oficiales, las actas del notario, los planos del terreno. Auscultó los documentos, observó los números de las parcelas, las situó sobre el plano de la región adjunto al legajo. Leyó y releyó las señas de la propiedad.
De modo que era así de sencillo.
Philippe Sertys y su madre tenían alquilada una casa, pero el joven poseía a su nombre, heredada de su padre, René Sertys, otra.
En realidad, la casa era un almacén solitario, situado al pie del Grand Doménon y rodeado de coníferas secas. En las paredes del edificio, una pintura pálida, escamosa como la piel de una iguana, parecía haber aguantado una cadena interminable de estaciones.
Con prudencia, Niémans se acercó. Ventanas enrejadas con barras de metal, cegadas por sacos de cemento. Un portal macizo y, a la derecha, una puerta blindada. Este local podía haber albergado toneles, cilindros metálicos, sacos de materiales. Cualquier cosa industrial. Pero este almacén pertenecía a un auxiliar de enfermería silencioso que sin duda acababa de ser asesinado en un glaciar etéreo.
El policía dio primero la vuelta al edificio y luego volvió ante la puerta reforzada. Deslizó la llave en la cerradura. Percibió el ligero clic de las bisagras, y después el ruido del pestillo que salía del cuadro de metal.
La puerta giró sobre sí misma y Niémans respiró a fondo antes de entrar. En el interior, el fulgor azulado de la noche se diluía como contra su voluntad, a través de los pequeños huecos conformados por los sacos embutidos contra los barrotes de las ventanas. Era un espacio de varios centenares de metros cuadrados, sombrío, vetusto, estriado por las sombras transversales de las estructuras metálicas del tejado. Unas columnas altas se elevaban hacia los nimbos de la cumbre.
Niémans avanzó, con la linterna encendida. La habitación estaba absolutamente vacía. O más bien se había vaciado en fecha muy reciente. Unas partículas manchaban todavía el suelo, había múltiples surcos en el cemento, sin duda huellas de muebles pesados que habían sido arrastrados hasta la puerta. Flotaba allí una atmósfera singular, como un eco de pánico, de precipitación.
El comisario observó, husmeó, palpó. Era un local industrial, desde luego, pero de una gran limpieza. Efluvios asépticos asediaban el espacio. Se respiraba también un olor de fiera, un aliento animal.
Niémans continuó avanzando. Ahora caminaba sobre polvo blancuzco, astillas de yeso. Se arrodilló y descubrió diminutas mallas metálicas. El policía pensó en trocitos de cerca o en restos de filtros de ventilación. Deslizó varios de estos restos en sobres de plástico, y después recogió el polvo y las astillas, sin reconocer su olor apagado, neutro. Levadura. O yeso. En ningún caso droga.
Al margen de este último descubrimiento, se fijó en algunos signos que demostraban que se había mantenido allí un gran calor durante años. Tomas de tierra instaladas en las cuatro esquinas del espacio podían haber alimentado radiadores eléctricos, cuyos emplazamientos estaban marcados por aureolas negras en las paredes.
Al final, Niémans concluyó varias hipótesis contradictorias. Pensó en una cría de animales que hubiera necesitado una temperatura alta. Supuso también que habrían podido efectuarse aquí experimentos de laboratorio en condiciones estériles, inducidas por el fuerte olor clínico. No sabía nada, pero sentía un temor profundo. Más sordo y más violento que el que había experimentado en el glaciar.