—¿Qué quiere, hijo mío?
La voz era rasposa, pero firme.
—Soy Karim Abdouf, teniente de policía. Ya nos conocemos.
El hombre se ajustó el cuello grisáceo.
—Ah, sí. Me parece… —Lanzó miradas temerosas de derecha a izquierda—. ¿Le han llamado los vecinos?
Karim sonrió.
—No. Necesito su ayuda. Para una investigación.
—¡Ah! Está bien. Entre.
El poli entró en la casa y sintió enseguida que las suelas le resbalaban. Bajó los ojos: unos regueros brillantes manchaban el linóleo.
—Es mi madre —murmuró el sacerdote—. Ya no hace nada. Lo ensucia todo con sus mermeladas. —Se frotó los cabellos, descompuesto—. Es una locura, no come nada más.
La decoración era caótica. Jirones de papel adhesivo, pegados de través, imitaban la madera, la cerámica, la tela. El policía vislumbró por el resquicio de una puerta rectángulos de espuma amarilla, cortados con un instrumento afilado, almohadones sueltos, que esbozaban la caricatura de un salón. Un fárrago de utensilios de jardinería estaban dispersos por el suelo. Enfrente, otra habitación contenía una mesa de fórmica, llena de platos sucios, y una cama sin hacer.
El sacerdote torció hacia el salón. Tropezó y se enderezó. Karim dijo:
—Sírvase un trago. Ganaremos tiempo.
El sacerdote se volvió con una mirada hostil.
—Usted no se ha mirado, hijo mío. Tiembla de pies a cabeza.
Karim tragó saliva. Continuaba en estado de
shock.
Desde la violenta sesión en casa del fotógrafo, no había reflexionado ni visto las cosas con perspectiva. Sólo notaba un zumbido en la cabeza y sentía martillazos en el pecho. Maquinalmente, se pasó por la cara la manga de la chaqueta, como un niño mocoso.
El sacerdote se llenó un vaso de alcohol.
—¿Le sirvo algo? —inquirió con una sonrisa desagradable.
—No bebo.
El hombre de negro bebió un sorbo. La sangre afluyó a su rostro descarnado. Sus ojos febriles llamearon como el azufre. Esbozó una sonrisa burlona.
—El islam, ¿eh?
—No. Mantengo la mente clara, para mi trabajo. Eso es todo.
El religioso blandió su vaso.
—Por su trabajo, entonces.
Karim vislumbró en el pasillo a la madre, que iba y venía. Andaba encorvada, casi doblada, y apretaba contra sí un tarro de mermelada. Pensó en el panteón abierto, en los
skins,
en la hermana que compraba fotografías escolares, y ahora estos dos monigotes de feria. Había abierto una caja de Pandora que parecía guardar en su interior pesadillas sin fin.
El sacerdote sorprendió su mirada:
—No haga caso, hijo mío, no es nada. —Se sentó sobre uno de los colchones de espuma—. Le escucho.
Karim levantó una mano con suavidad.
—Sólo una cosa. Le ruego que no vuelva a llamarme «hijo mío».
—Tiene razón —replicó el hombre en tono de burla—. Deformación profesional.
El sacerdote bebió un trago con gesto irónico. Había recuperado la actitud desilusionada.
—¿En qué clase de investigación trabaja?
Karim comprendió con satisfacción que el párroco aún no había sido informado de la profanación en el cementerio. Por lo visto Crozier había conseguido evitar la menor filtración.
—Lo lamento, pero no puedo decirle nada. Sepa solamente que busco un convento. En los alrededores de Sarzac y Cahors. O incluso en otra parte de la región. Cuento con usted para ayudarme a encontrarlo.
—¿Conoce la congregación?
—No.
El hombre se sirvió un segundo vaso. Reflejos espesos daban vueltas en su interior.
—Hay varios por aquí. —Rió de nuevo con sarcasmo—. La región debe de prestarse al recogimiento…
—¿Cuántos hay?
—Sólo en el departamento, por lo menos una docena.
Karim hizo un breve cálculo mental. Visitar esos conventos, sin duda dispersos por toda la región, le costaría un día entero, como mínimo. Y ya eran más de las cuatro. Sólo disponía de dos horas. Una situación sin salida.
El sacerdote se había levantado y buscaba algo en un armario empotrado. «Ah, aquí está.» Hojeó una especie de anuario con hojas de papel biblia. La madre entró en la habitación y fue dando saltitos hasta la botella. Se sirvió un vaso sin mirar ni una sola vez a Karim. Sólo tenía ojos para su hijo. Ojos penetrantes, ojos de pájaro, surcados por el odio. El sacerdote ordenó, sin dejar de leer el anuario:
—Déjanos, mamá.
La mujer no contestó. Sostenía el vaso con las dos manos. Los nudillos eran como huesecillos. Miró fijamente a Karim. Elevó la voz, un poco agria.
—¿Quién es usted?
—Déjanos. —El sacerdote se volvió hacia Karim—. Ya está. He marcado las páginas de diez conventos, si desea anotárselas… Pero están muy alejados unos de otros…
Karim escrutó las páginas. Conocía vagamente los nombres de los pueblos indicados. Sacó su cuaderno y los anotó con precisión.
—¿Quién es usted? —prosiguió la madre.
—¡Vuelve a tu habitación, mamá! —gritó el sacerdote.
Se acercó a Karim.
—¿Qué busca, exactamente? Quizá podría ayudarle…
Karim enderezó su sombrero de fieltro y miró con fijeza al religioso.
—Busco a una hermana. Una hermana que se interesa por las fotografías.
—¿Qué clase de fotografías?
Fue fulgurante, pero Karim captó un destello en la mirada del sacerdote.
—¿Ha oído hablar ya de una historia de este tipo?
El hombre se rascó la cabeza:
—Yo… no.
Karim preguntó:
—¿Qué edad tiene?
—¿Yo? Pues… veinticinco años.
La madre se sirvió otro vaso y aguzó los oídos. Karim continuó:
—¿Ha nacido en Sarzac?
—Sí.
—¿Y ha ido a la escuela aquí?
El sacerdote levantó un hombro.
—Sí, hasta el segundo ciclo. Después, fui al…
—¿A qué escuela? ¿Jean-Jaurès?
—Sí, pero…
La relación se le ocurrió enseguida.
—Vino aquí.
—¿Cómo?
—La hermana. La hermana que busco… Vino a comprarle sus fotos de clase. Increíble. Ha recuperado todos los retratos escolares que aún podían quedar en los hogares. ¿Iba usted a la misma clase que Jude Itero? ¿Le dice algo este nombre?
El sacerdote había palidecido mucho.
—Yo… no comprendo nada de lo que me cuenta.
La voz de la madre volvió a oírse:
—¿Qué es esta historia?
Karim se pasó las manos por la cara, como si volviera una página sobre sus propias facciones.
—Empiezo por el principio. Si siguió normalmente los estudios, debía de estar en la CM2 del 82, ¿no?
—¡Pero de esto hace casi quince años!
—Y en la CM1 de 1981.
El sacerdote se puso rígido y bajó los hombros. Sus dedos se crisparon sobre el respaldo de una silla. A pesar de su juventud, sus manos se parecían a las de su madre. Ya viejas y nudosas, con venas azuladas.
—Sí, las… las fechas podrían coincidir…
—De modo que usted estaba en la clase de un muchachito llamado Itero. Jude Itero. No es un nombre corriente. Reflexione. Es muy importante para mí.
—No, francamente, yo…
Karim avanzó un paso.
—En cambio se acuerda de una monja que buscaba fotos escolares, ¿verdad?
—Yo…
La madre no se perdía una palabra.
—Pequeño canalla, ¿es cierto lo que cuenta este moraco? —preguntó.
Dio media vuelta y fue dando saltitos hasta la puerta. Karim aprovechó para agarrar los hombros del sacerdote y musitarle al oído:
—Dígamelo. Maldita sea, ¡acláremelo!
El sacerdote se desplomó en una esquina del colchón de espuma.
—Nunca he comprendido lo que ocurrió aquella tarde…
Karim se arrodilló. El sacerdote articuló con voz sorda:
—Vino… una tarde de verano.
—¿En julio de 1982?
Asintió con la cabeza.
—Llamó a nuestra puerta… Hacía un calor… terrible… Como si las últimas horas del día cocieran las piedras… Ya no sé por qué, pero estaba solo… Le abrí… Señor… ¿Se da cuenta? Tenía apenas diez años y esa monja se me apareció en la penumbra, con su velo blanco y negro…
—¿Qué le dijo?
—Al principio me habló de la escuela, de mis notas en clase, de mis asignaturas preferidas. Tenía una voz muy dulce… Después me pidió ver a mis camaradas… —El sacerdote se enjugó el rostro, surcado de sudor—. Yo… yo le traje mi foto de clase… aquella en que aparecíamos todos… Estaba muy orgulloso de presentarle a mis compañeros, ¿sabe? Entonces comprendí que buscaba algo. Observó largo rato la imagen y me preguntó si podía quedársela. Como recuerdo, dijo…
—¿Le pidió otras fotos?
El sacerdote meneó la cabeza y entonces su voz se amortiguó:
—También quería el retrato de la CM1 del año anterior.
Karim lo sabía: aunque interrogara a cada padre y madre de un alumno de esas dos clases, ninguno de ellos poseería ya la fotografía de esos grupos. Pero, ¿por qué una religiosa intentaba hacerse con esas fotos? Karim tuvo la impresión de que una muralla de piedra se levantaba a su alrededor, circundada de oscuridad.
La madre reapareció en el marco de la puerta. Apretaba contra su pecho una caja de zapatos.
—Pequeño canalla. Diste nuestras fotografías. Tus fotos de clase. Cuando eras tan mono, tan encantador…
—¡Cállate, mamá! —El sacerdote clavó su mirada en la de Karim—. Ya tenía la vocación, ¿comprende? Me sentí como hipnotizado por aquella mujer de gran estatura…
—¿Alta? ¿Era alta?
—No… No lo sé… Yo tenía diez años… Pero me parece verla aún, con su capa negra… Hablaba con una voz tan sosegada… Quería esas fotos. Se las di sin vacilar. Ella me bendijo y desapareció. Creí que era un signo…
—¡Cerdo!
Karim lanzó una mirada a la anciana madre, que gritaba amenazas. Se volvió hacia el hijo y comprendió que el sacerdote iba a encerrarse en sus recuerdos. Adoptó un tono más conciliador:
—¿Le dijo por qué quería aquella imagen?
—No.
—¿Le habló de Jude?
—No.
—¿Le dio dinero?
El sacerdote hizo una mueca.
—¡Claro que no! Me pidió las dos fotos, ¡eso es todo! Señor… Yo… yo creía que esa visita era un signo, ¿comprende? ¡Un reconocimiento divino!
Sollozaba.
—Aún no sabía que era un inútil. Un alcohólico. Un tarado. Impregnado de alcohol. El hijo de esta… ¿Cómo dar lo que uno mismo ignora? —Ahora imploraba a Karim, agarrado a su chaqueta de cuero—. ¿Cómo aportar la luz cuando se está sumergido en tinieblas? ¿Cómo? ¿Cómo?
Su madre soltó la caja y unas fotos se dispersaron por el suelo. Se abalanzó sobre él, con las zarpas por delante. Le acribilló a golpes la espalda, los hombros.
—¡Cerdo, cerdo, cerdo!
Karim retrocedió, aterrado. Toda la habitación palpitaba. Comprendió que debía marcharse. De lo contrario, él mismo saldría mal parado. Pero aún no poseía todas las respuestas. Rechazó a la mujer y se inclinó a la altura del sacerdote.
—Dentro de pocos segundos habré salido. Todo habrá terminado. Ha vuelto a ver a la hermana, ¿verdad?
El hombre asintió, sacudido por los sollozos.
—¿Cómo se llama?
El sacerdote aspiró por la nariz. Su madre iba arriba y abajo, gruñendo palabras ininteligibles.
—¿Cómo se llama?
—Hermana Andrée.
—¿Qué convento?
—Saint-Jean-de-la-Croix. Las carmelitas.
—¿Dónde está?
El hombre hundió la cabeza entre los brazos. Karim le levantó por los hombros.
—¿Dónde está?
—Entre… entre Sète y el cabo de Agde, muy cerca del mar. Voy a verla a veces, cuando me asalta la duda. Para mí es un recuerdo, ¿comprende? Una ayuda… Yo…
La puerta ya batía al viento. El poli corría hacia su coche.
El cielo se había oscurecido de nuevo. Bajo las nubes se elevaba el Grand Pie de Belledonne como una ola negra y monstruosa, petrificada en sus laderas de piedra. Sus vertientes, erizadas de árboles minúsculos, parecían desmaterializarse en las alturas en una blancura enturbiada por las brumas. Los cables de los teleféricos se extendían en vertical como cabos diminutos tendidos sobre la nieve.
—Yo creo que el homicida subió allí arriba con Rémy Caillois cuando éste aún estaba vivo. —Sonrió Niémans—. Creo que tomaron uno de esos teleféricos. Un alpinista experimentado puede poner en marcha con facilidad el mecanismo a cualquier hora del día o de la noche.
—¿Por qué está tan seguro de que subieron allí arriba?
Fanny Ferreira, la joven profesora de geología, estaba magnífica: enmarcado por la gran capucha, su rostro vibraba con una frescura y una juventud estridentes. Como un grito del tiempo. Sus cabellos se ensortijaban en torno a sus sienes, sus ojos brillaban en la penumbra de la piel. Niémans sentía un deseo furioso de morder aquella carne entretejida de vida. Respondió:
—Tenemos la prueba de que el cuerpo ha viajado a los glaciares de esas montañas. Mi instinto me dice que esa montaña es el Grand Pie y que el glaciar es el del circo de Vallernes. Porque es esa cima la que domina la facultad y el pueblo. Porque de ese glaciar fluye el río que llega hasta el campus. Creo que el asesino descendió luego al valle por el torrente, en una balsa o una embarcación de ese tipo, con el cuerpo de la víctima a bordo. Y sólo entonces lo incrustó en la roca, para exponerlo a los reflejos del río…
Fanny lanzaba miradas nerviosas a su alrededor. Los gendarmes iban y venían en torno a las cabinas de los teleféricos. Había armas, uniformes y tensión. Declaró, con un aire obtuso:
—Esto aún no me explica qué diablos hago aquí.
El comisario sonrió. Las nubes se deslizaban lentamente por el cielo, como un cortejo fúnebre salido para enterrar al sol. El policía también iba vestido con una chaqueta de goretex y polainas estancas de kevlar-tec, sujetas a los tobillos por las botas de alpinismo.
—Es muy sencillo: pienso subir allí arriba, en busca de indicios. Y necesito un guía.
—¿Qué?
—Voy a sobrevolar el glaciar de Vallernes hasta que encuentre una señal. Y necesito un experto que me guíe: y lo más natural es que haya pensado en usted. —Niémans sonrió otra vez—. Fue usted misma quien me dijo que conoce de memoria esa montaña.
—Me niego.
—Sea razonable. Puedo convertirla en testigo presencial. Puedo sencillamente reclutarla en calidad de guía. Me han dicho que posee su título nacional. No se haga rogar. Sólo vamos a sobrevolar esta vertiente y atravesar el circo en helicóptero. Será cuestión de pocas horas.