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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Los ríos de color púrpura (35 page)

BOOK: Los ríos de color púrpura
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En este preciso momento, a Niémans no le habría gustado mirarse a un espejo. Sabía que su expresión era tan dura, tan tensa, que ni el propio espejo le habría reconocido. El policía se pasó la manga por la frente y dijo con más calma:

—Discúlpeme. Este caso es una verdadera mierda. El asesino ya ha atacado tres veces y continuará atacando. Cada minuto, cada información cuenta. Esas fichas antiguas, ¿dónde están ahora?

El director arqueó las cejas, se distendió ligeramente y se apoyó de nuevo en la mesa de acero inoxidable.

—Han sido devueltas a los sótanos del hospital. Mientras la informatización no esté terminada, los archivos se conservan al completo.

—Y supongo que entre las fichas habrá las que conciernen a los pequeños superdotados, ¿verdad?

—No a ellos directamente; datan de antes de los años setenta. Pero ciertas fichas son las de sus padres o sus abuelos. Este detalle es el que me inquietó. Porque yo mismo había consultado ya las fichas cuando investigaba. Y entonces no faltaban en los historiales oficiales, ¿comprende?

—¿Caillois habría robado simplemente unas copias?

Champelaz se puso a caminar otra vez. La singularidad de su historia parecía electrificarlo.

—Copias… u originales. Caillois pudo reemplazar las auténticas fichas de nacimiento por otras falsas. Por tanto, las verdaderas, las originales, serían las que se descubrieron en los casilleros.

—Nadie me ha hablado de este asunto. ¿Los gendarmes no han llevado a cabo una investigación?

—No. Fue una anécdota. Un detalle administrativo. Además el sospechoso, Étienne Caillois, había muerto hacía tres años. De hecho, yo soy el único que parece haberse interesado por esta historia.

—Precisamente. ¿No ha sentido la tentación de ir a consultar esas nuevas fichas? ¿De compararlas con las que había consultado en los historiales oficiales?

Champelaz se esforzó en sonreír.

—Sí. Pero al final me faltó tiempo. Usted no parece comprender de qué clase de documentos se trata. Algunas columnas fotocopiadas en un volante, indicando el peso, la talla o el grupo sanguíneo del recién nacido… Además, esas informaciones son registradas al día siguiente mismo en la tarjeta de salud del niño. Esas fichas sólo constituyen un primer eslabón en el historial del lactante.

Niémans pensó en Joisneau, que quería visitar los archivos del hospital. Estas fichas, incluso insignificantes, le interesaban en grado sumo. El comisario cambió bruscamente de tema:

—¿Qué relación hay entre Chernecé y todo este asunto? ¿Por qué Joisneau fue directamente a su casa al salir de aquí?

El malestar del director reapareció enseguida.

—Edmond Chernecé es… en fin, era el médico oficial del instituto. Conocía a fondo las afecciones genéticas de nuestros pensionistas. Tenía, pues, motivos para asombrarse de que otros niños, primos en primer o segundo grado de sus jóvenes pacientes, fueran tan distintos. Además, la genética era su pasión. Pensaba que algunos hechos genéticos podían ser percibidos a través de la pupila de los seres humanos. En ciertos aspectos, era un médico muy especial…

El policía recordó al hombre de la frente manchada. «Especial»: el término le cuadraba a la perfección. Niémans recordó también el cuerpo de Joisneau, devorado por los torrentes ácidos. Prosiguió:

—¿No le pidió usted su opinión médica?

Champelaz se retorció de una forma extraña, como si le picara el jersey.

—No. No… no me atreví. Usted no conoce nuestro pueblo. Chernecé pertenecía a la crema de la universidad, ¿comprende? Era uno de los oftalmólogos más reputados de la región. Un gran profesor. Mientras que yo sólo soy el guardián de estos muros…

—¿Cree que Chernecé consultó los mismos documentos que usted: las fichas oficiales del nacimiento?

—Sí.

—¿Cree que pudo consultarlos, incluso antes que usted?

—Tal vez sí.

El director bajó la vista. Sus facciones estaban escarlatas, inundadas de sudor. Niémans insistió:

—¿Cree que pudo descubrir que esas fichas estaban falsificadas?

—¡No… no lo sé! No comprendo nada de lo que me dice.

Niémans no insistió. Acababa de comprender otro aspecto de la historia: Champelaz no había vuelto a examinar las fichas robadas por Caillois porque tenía miedo de descubrir una información sobre los profesores de la universidad. Profesores que reinaban como amos sobre el pueblo y que tenían en sus manos la suerte de hombres como él.

El comisario se levantó:

—¿Qué más le dijo a Joisneau?

—Nada. Le conté exactamente lo que acabo de decirle.

—Reflexione.

—Es todo. Se lo aseguro.

Niémans se plantó delante del médico.

—¿No le dice nada el nombre de Judith Hérault?

—No.

—¿Y el de Philippe Sertys?

—¿Es el nombre de la segunda víctima?

—¿No lo había oído nunca antes?

—No.

—¿Despierta en usted algún recuerdo la expresión «ríos de color púrpura»?

—No. En realidad yo…

—Gracias, doctor.

Niémans saludó al médico aturdido y dio media vuelta. Ya franqueaba el umbral de la puerta cuando le lanzó por encima del hombro:

—Un último detalle, doctor: no he visto ni oído a un solo perro aquí. ¿Es que no hay ninguno?

Champelaz le dirigió una mirada extraviada.

—¿Ningún… perro?

—Sí. Perros para ciegos.

El hombre comprendió y encontró fuerzas para sonreír.

—Los perros son útiles a los ciegos que viven solos y no se benefician de ninguna ayuda exterior. Nuestro centro está equipado con sistemas domóticos muy elaborados. Nuestros pacientes son prevenidos ante el menor obstáculo, orientados, guiados… No necesitamos perros.

Fuera, Niémans se volvió hacia el edificio claro que destellaba bajo la lluvia. Desde la mañana había evitado este instituto por culpa de unos perros que no existían. Había enviado allí a Joisneau por puro temor, acosado por espectros que sólo ladraban en su cerebro.

Abrió la puerta del coche y escupió hacia fuera.

Eran sus propios fantasmas los que habían acabado con la vida del joven teniente.

48

Niémans descendía de las alturas vertiginosas de Sept-Laux. La lluvia arreciaba. En sus faros, el asfalto estallaba en un vapor cristalino. De vez en cuando, un charco de cieno salpicaba bajo sus ruedas con un fragor de catarata. Niémans, agarrado al volante, intentaba dominar el vehículo, que resbalaba hacia el borde del precipicio.

De pronto, el
pager
resonó en su bolsillo. Con una mano, el oficial pulsó la pantalla: un mensaje de Antoine Rheims desde París. Con el mismo gesto, Niémans agarró el teléfono y solicitó el número ya memorizado en el aparato. En cuanto reconoció su voz, Rheims anunció:

—El inglés ha muerto, Pierre.

Totalmente inmerso en su investigación, Niémans se concentró intentando medir las consecuencias de esta noticia. Pero no lo consiguió. El director continuó:

—¿Dónde estás?

—En los alrededores de Guernon.

—Te encuentras bajo arresto. En teoría, deberías entregar el arma y no hacer más gastos.

—¿En teoría?

—He hablado con Terpentes. Vuestro caso se ha estancado y ya empieza a augurar un desastre. Todos los medios de comunicación están en el pueblo. Mañana por la mañana Guernon será el rincón más célebre de Francia. —Rheims hizo una pausa—. Y todo el mundo te busca.

Niémans guardó silencio. Escrutaba la carretera, que seguía dando vueltas, como horadando los torbellinos de lluvia que parecían virar en dirección contraria. Curva tras curva. Recta tras recta. Fue Rheims quien prosiguió:

—Pierre, ¿estás a punto de detener al asesino?

—No lo sé. Pero le sigo los pasos, estoy seguro.

—Entonces saldaremos las cuentas más tarde. No he hablado contigo. No se te puede encontrar, estás inaccesible. Dispones de una hora o dos para resolver todo este jodido asunto. Después ya no podré hacer nada por ti. Excepto encontrarte un abogado.

Niémans farfulló unas frases y desconectó el teléfono.

Fue en ese momento cuando el coche surgió ante sus faros, saltando a su derecha. El policía tardó un segundo de más en reaccionar. El vehículo chocó de pleno contra su costado derecho. El volante se le escapó de las manos. La berlina se estrelló contra la roca del precipicio. El poli gritó e intentó enderezar la dirección. Un instante después logró dominar de nuevo el vehículo, lanzando una mirada nerviosa hacia el otro coche. Un 4X4 oscuro, con los faros apagados, que se disponía a embestir nuevamente.

Niémans retrocedió. El robusto vehículo se encabritó a su vez y giró hacia la izquierda, forzando al policía a frenar en seco. El policía aceleró de nuevo. El 4X4 se hallaba ahora delante de él y circulaba a toda velocidad, impidiéndole sistemáticamente adelantar. Costras de barro recubrían su matrícula. Con la mente en blanco, el policía intentó acelerar y adelantar al 4X4 por el exterior. En vano. El bloque negro devoraba todo el espacio, golpeando el costado izquierdo de la berlina cuando se acercaba, acorralando a Niémans hacia la muerte del precipicio.

¿Qué se proponía ese chiflado? Niémans aminoró la marcha de improviso, poniendo varias decenas de metros entre él y el vehículo asesino. Inmediatamente, el 4X4 hizo otro tanto, forzando a la berlina a aproximarse. Pero el oficial de policía aprovechó este cambio de táctica. Aceleró bruscamente y esta vez se deslizó por la derecha. Consiguió adelantar por los pelos.

El comisario dobló la velocidad, con el tacón sobre el acelerador. Vio en el espejo retrovisor cómo el vehículo todo terreno se disolvía en las tinieblas. Sin reflexionar, mantuvo la delantera y recorrió varios kilómetros.

Volvía a estar solo en la carretera.

Ahora seguía a toda velocidad el trazado del asfalto, sinuoso, confuso, atravesando las agujas de lluvia, horadando bóvedas de coníferas. ¿Qué había sucedido? ¿Quién le había atacado? ¿Y por qué? ¿Qué sabía ahora que pudiera costarle la vida? El asalto había sido tan rápido que el policía ni siquiera había logrado distinguir la silueta que iba al volante del vehículo.

Al final de una curva, Niémans divisó la carretera suspendida de la Jasse: seis kilómetros de puente de hormigón, en equilibrio sobre pilotes de más de cien metros de altura. No se hallaba, pues, a más de diez kilómetros de Guernon, el redil.

El policía aceleró otra vez.

Ya se internaba en la pasarela cuando un fulgor blanco le cegó, inundando súbitamente su cristal posterior. Unos faros largos. El 4X4 estaba de nuevo sobre su parachoques. Niémans bajó el retrovisor que le deslumbraba y fijó la vista en la carretera de hormigón, suspendida en la noche. Pensó con claridad: «No puedo morir. Así no». Y pisó a fondo el pedal del acelerador.

Los faros seguían estando detrás de él. Encorvado sobre el volante, miraba exclusivamente los raíles de seguridad que brillaban bajo sus propios faros, abrazando la carretera en una especie de beso salvaje, de halo susurrante que estallaba entre los vapores del agua.

Metros ganados al tiempo.

Segundos robados a la tierra.

Niémans tuvo una idea extraña, una especie de convicción inexplicable: mientras circulara por ese puente, mientras volara en medio de la tormenta, no le ocurriría nada. Estaba vivo. Era ligero. Invulnerable.

El impacto le bloqueó la respiración.

La cabeza, como lanzada por una honda, chocó contra el parabrisas. El retrovisor voló en mil pedazos. Su mango desgarró como un gancho la sien de Niémans. El poli se arqueó, gruñendo, con las manos entrelazadas sobre la cabeza. Sintió que su coche salía despedido hacia la izquierda, después hacia la derecha, daba otra vuelta… La sangre le inundaba la mitad de la cara.

Un nuevo sobresalto y de pronto el bofetón acerado de la lluvia. La frescura sin límites de la noche.

Hubo un silencio. Negrura. Unos segundos.

Cuando Niémans abrió los ojos, no podía creer lo que veía: el cielo y relámpagos, del revés. Volaba, solo, bajo el viento y la lluvia.

AI chocar contra el parapeto, su coche lo había expulsado y catapultado al vacío, por encima del puente. Estaba zambulléndose lentamente, en silencio, agitando suavemente los brazos y las piernas, interrogándose, de un modo absurdo, sobre la última sensación que le provocaría la muerte.

Un desencadenamiento de dolores le respondió al instante. Látigos de agujas. Ramas crujientes. Y su carne estallando en mil chispas de dolor a través de los abetos y los alerces…

Hubo dos choques, casi simultáneos.

Primero su propio contacto con el suelo, amortiguado por las ramas innumerables de los árboles. Después un estrépito de apocalipsis. Un impacto tremendo. Como si una enorme tapadera se hubiese abatido de repente sobre su cuerpo. El instante explotó en un caos de sensaciones contradictorias. Mordiscos de frío. Quemaduras de vapor. Agua. Piedra. Tinieblas.

Pasó un tiempo. Un eclipse.

Niémans volvió a abrir los ojos. Detrás de sus párpados le acogieron otros párpados, los de la oscuridad, los del bosque. Poco a poco, como una resaca de ultratumba, recobró la lucidez. Sacó progresivamente esta conclusión del fondo de su espíritu: vivo, estaba vivo.

Reunió varios jirones de conciencia y reconstruyó lo sucedido.

Había caído a través de los árboles y, por casualidad, había ido a parar a un tramo de desagüe lleno de agua de lluvia al pie de uno de los pilotes. Con el mismo ímpetu, siguiendo exactamente la misma trayectoria, su propio coche había volcado en la pasarela y caído como un enorme tanque de asalto justo encima de él. Sin acertarle: el chasis de la berlina, demasiado grande, había quedado bloqueado en los rebordes de la canalización.

Un milagro.

Niémans cerró los ojos. Múltiples heridas torturaban su cuerpo, pero una sensación más ardiente —una fluidez de fuego— palpitaba en la zona de su sien derecha. El oficial adivinó que el mango del retrovisor le había rasgado la carne en profundidad, encima de la oreja. En cambio, presentía que su cuerpo había sufrido relativamente poco en la caída.

Con el mentón pegado al torso, miró hacia arriba y vio la rejilla del radiador humeante de su coche. Estaba aprisionado bajo un techo de chapa, todavía candente, en el hueco de un sarcófago de cemento. Movió la cabeza de derecha a izquierda y se dio cuenta de que un trozo de parachoques le retenía en el conducto.

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