—Doctor, ¿existe una razón lógica para que los recién nacidos cambien de peso durante su primera noche de vida?
—¿Qué quiere decir?
—¿Es corriente que un bebé pierda o gane varios centenares de gramos en las horas que siguen a su nacimiento?
El médico respondió, observando la gorra calada y la ropa demasiado corta del policía:
—No. Si el niño pierde peso, debemos realizar inmediatamente un examen médico a fondo. Porque es la señal de un problema y…
—¿Y si gana? ¿Si el niño gana súbitamente peso en una sola noche?
El tocólogo, bajo su gorro de papel, le dirigió una mirada incrédula.
—Eso no sucede nunca. No le comprendo.
Niémans sonrió.
—Gracias, doctor.
Mientras andaba, el oficial de policía cerró los ojos. Tras los tabiques de sus párpados entreveía, por fin, el móvil de los asesinatos de Guernon.
La asombrosa maquinación de los ríos de color púrpura.
Sólo le faltaba verificar un último detalle.
En la biblioteca de la facultad.
—¡Fuera! ¡Todos fuera!
La sala de la biblioteca estaba muy bien iluminada. Los OPJ levantaron la nariz de sus libros. Todavía eran seis los que estudiaban obras más o menos dedicadas al mal y a la pureza. Otros aún descifraban las listas de estudiantes que habían frecuentado la biblioteca durante el verano o a principios del otoño. Parecían soldados olvidados en la mitad de una guerra que se desplazaba a otros frentes sin prevenirles.
—¡Fuera! —repitió Niémans—. La investigación ha terminado.
Los policías se lanzaron miradas de topo. Sin duda habían oído decir que el comisario principal Niémans ya no era el responsable de la investigación. Sin duda no comprendían por qué el célebre poli tenía el cráneo envuelto en una especie de calcetín y por qué llevaba bajo el brazo una caja parda y húmeda. Pero, ¿cómo enfrentarse a un Niémans, sobre todo cuando tenía esa mirada?
Se levantaron y se pusieron el chubasquero.
Uno de ellos interpeló al comisario en voz baja cuando se cruzaron cerca de la puerta. El policía reconoció al fornido teniente que había estudiado la tesis de Rémy Caillois.
—He terminado la obra, comisario. Quería decirle… Tal vez no sea nada, pero la conclusión de Caillois es muy sorprendente. ¿Se acuerda del
athlon,
el hombre que sumaba la inteligencia y la fuerza, el espíritu y el cuerpo, en la antigüedad? Pues bien, Caillois evoca una especie de… proyecto para organizar el retorno de una fusión de esta índole. Un proyecto realmente extraño. No habla de instaurar nuevos programas de educación en las escuelas o las facultades. No imagina una nueva formación para los profesores o algo por el estilo. Piensa en una solución…
—Genética.
—También usted ha hojeado su escrito, ¿verdad? Es una chaladura. Según él, la inteligencia corresponde a una realidad biológica. Una realidad genética que debe asociarse a otros genes, correspondientes a la fuerza física, para encontrar la perfección del
athlon…
Estas palabras remolinearon en la mente de Niémans. Ahora conocía la naturaleza del complot de los ríos de color púrpura. No deseaba oír su torpe descripción de labios de un policía palurdo. El horror debía permanecer latente, implícito, silencioso. Plantado con huellas candentes en los tabiques de su alma.
—Déjame, chico —gruñó.
Pero el OPJ se dejó llevar por la inercia de su impulso:
—En las últimas páginas, Caillois habla de selección de los nacimientos, de uniones racionalizadas, una especie de sistema totalitario… Ideas de loco, comisario. Ya sabe, como en los libracos de ciencia ficción de los años sesenta… Pobrecillo, si ese tío no hubiese muerto en estas condiciones, sería para cachondearse.
—¡Desaparece!
El policía rechoncho miró a Niémans, titubeó y finalmente desapareció.
El comisario atravesó la gran sala de lectura, totalmente vacía. Sentía que la fiebre le atenazaba nuevamente como raíces de fuego, le ceñía la cabeza como electrodos candentes. Accedió a la mesa del estrado central: la mesa escritorio de Rémy Caillois, bibliotecario jefe de la universidad.
Pulsó el teclado del ordenador. La pantalla se iluminó enseguida. De improviso, el policía mudó de parecer: las informaciones que buscaba databan de antes de los años setenta; no podían encontrarse, pues, en el programa del ordenador.
Febrilmente, Niémans buscó en los cajones de la mesa los registros que contenían las listas que le interesaban.
No las listas de los libros.
Tampoco las listas de los estudiantes.
Simplemente la lista de las cabinas de cristal, ocupadas en el curso de los años por millares de lectores.
Por absurdo que pudiera parecer, era en la lógica intrínseca de estos compartimientos, cuidadosamente organizados por los Caillois, padre e hijo, donde Niémans esperaba descubrir una correspondencia con lo que acababa de averiguar en la maternidad.
El comisario encontró por fin los registros de los emplazamientos. Abrió su caja de cartón y desplegó de nuevo los historiales de los recién nacidos. Calculó los años en que aquellos niños se habían convertido en estudiantes y pasaban los atardeceres en la biblioteca, y luego volvió a buscar estos nombres en la lista de lugares ocupados, esmeradamente consignados por los bibliotecarios jefes.
Pronto descubrió planos de las pequeñas cabinas e, inscrito en cada casillero, el nombre de los alumnos. No habría podido soñar un sistema más lógico, más riguroso, más adaptado a la conspiración que sospechaba. Cada uno de los niños mencionados en las fichas, convertido en estudiante unos veinte años después, había sido siempre colocado en la biblioteca, a lo largo de los días, los meses y los años, no sólo en el mismo compartimiento, sino siempre frente al mismo alumno, de sexo opuesto.
Niémans supo ahora que había acertado.
Repitió la consulta con varios estudiantes más, eligiéndolos voluntariamente a décadas de distancia. Cada vez descubría que el alumno había sido instalado frente a la misma persona, de la misma edad y del sexo contrario, en la época de sus consultas cotidianas en la biblioteca de Guernon.
El comisario apagó el ordenador con manos palpitantes. La vasta sala de lectura resonaba en todo su enfático silencio. Todavía sentado ante la mesa de Caillois, conectó su teléfono y llamó esta vez al vigilante nocturno de la alcaldía de Guernon. Le costó muchísimo convencer al hombre de que bajara enseguida a los archivos a fin de consultar los registros de los matrimonios de Guernon.
Por fin, el guardián obedeció y el oficial pudo, por mediación de un móvil, realizar las consultas que necesitaba. Niémans dictaba los nombres y el vigilante los verificaba. El comisario deseaba saber si los nombres que enunciaba correspondían a personas que se habían casado entre sí. Niémans acertó en un setenta por ciento.
—¿Es un juego o qué? —refunfuñó el guardián.
Una vez comprobados una veintena de casos, el comisario abandonó y colgó.
Cerró su registro y salió pitando.
Niémans atravesó el campus a pasos cortos. A su pesar, buscó con la mirada las ventanas de Fanny y no las encontró. Un grupo de periodistas parecía esperar en los peldaños de una de las casas. Por doquier, policías de uniforme y gendarmes recorrían el césped y las escalinatas de los edificios.
Entre los policías y los reporteros, el comisario prefirió afrontar a los suyos. Franqueó varios controles exhibiendo su carné. No reconoció ninguna cara. Se trataba sin duda de refuerzos venidos de Grenoble.
Entró en el edificio administrativo y accedió a un vasto vestíbulo demasiado iluminado, donde personajes de cutis pálido, en su mayoría personas de edad, paseaban de un lado a otro. Probablemente profesores, doctores, científicos. El estado de alerta era general. Niémans los adelantó, y no se preocupó de sus miradas insistentes.
Subió hasta el último piso y se encaminó directamente al despacho de Vincent Luyse, el rector de la universidad. El policía cruzó la antesala y arrancó de las paredes los retratos de jóvenes deportistas condecorados por la facultad. Abrió la puerta sin llamar.
—¿Qué es esto…?
El rector se calmó en cuanto hubo reconocido al comisario. Con un breve movimiento de cabeza, despidió a las sombras que ocupaban su despacho y se dirigió a Niémans:
—¡Espero que tenga algo nuevo! Estamos todos…
El comisario puso las fotografías enmarcadas sobre la mesa y luego sacó las fichas de su registro. Luyse se agitó.
—Realmente, yo…
—Espere.
Niémans acabó de poner los cuadros y las fichas en el ángulo visual del rector. Plantó las dos manos sobre la mesa y preguntó:
—Compare estas fichas y los nombres de sus campeones: ¿se trata de las mismas familias?
—¿Cómo?
Niémans colocó las hojas de cara a su interlocutor.
—Los hombres y las mujeres de estas fichas están casados entre sí. Creo que pertenecen a la famosa cofradía de la universidad: deben de ser profesores, investigadores, intelectuales… Mire los nombres y dígame si se trata también, con detalle, de los padres o abuelos de esta generación de superdotados que hoy acaparan todas las medallas deportivas…
Luyse cogió sus gafas y bajó los ojos.
—Pues bien, sí, reconozco la mayor parte de estos nombres…
—¿Me confirma usted que los hijos de estas parejas poseen aptitudes excepcionales, a la vez intelectuales y físicas?
Como contra su voluntad, las facciones crispadas de Luyse se abrieron en una gran sonrisa. Una jodida sonrisa de satisfacción vanidosa que Niémans habría querido hacerle tragar.
—Pues… sí, perfectamente. Esta nueva generación es muy brillante. Créame, estos niños son muy prometedores… Por otra parte, ya teníamos en la generación anterior algunos perfiles de este tipo. Para nuestra facultad, estos logros son particularmente…
Como en un relámpago, Niémans comprendió que no era desconfianza lo que sentía hacia los intelectuales, sino odio. Los detestaba hasta lo más profundo de su ser. Odiaba su actitud pretenciosa y distanciada, su aptitud para describir, analizar, calibrar la realidad, sea cual fuere. Estos pobres tipos entraban en la vida como se va a un espectáculo y salían siempre más o menos decepcionados, más o menos aburridos. No obstante, él lo sabía, no se les podía desear lo que les había pasado, en su ignorancia. Esto no se podía desear a nadie. Luyse concluyó:
—Esta generación joven reforzará aún más el prestigio de nuestra universidad y…
Niémans, interrumpiendo a Luyse, volvió a meter las fichas y los cuadros en su caja de cartón. Profirió con voz sorda:
—Entonces, alégrese. Porque estos nombres van a hacer mucho más por su celebridad.
El rector le lanzó una mirada sorprendida. El oficial abrió la boca, pero de pronto se inmovilizó: la expresión de Luyse revelaba terror. El rector murmuró:
—Pero, ¿qué tiene? ¿Está… sangrando?
Niémans bajó los ojos y se dio cuenta de que un charco negro cubría la superficie de la mesa. La fiebre que le quemaba el cráneo era de hecho la sangre de su herida, que se había abierto de nuevo. Se tambaleó, miró de hito en hito el propio rostro en el charco oscuro, liso como un barniz, y se preguntó de repente si no estaría contemplando el último reflejo de la serie de asesinatos.
No tuvo tiempo de responder a esta pregunta. Un segundo más tarde yacía desvanecido, de rodillas, con el rostro pegado a la mesa. Como un medallón troquelado con su efigie en el reguero oscuro de su propia sangre.
Luz. Zumbidos. Calor.
Pierre Niémans no comprendió enseguida dónde se encontraba. Después vio un rostro aureolado por un gorro de papel. Una bata blanca. Neones. El hospital. ¿Cuánto tiempo había estado así, inanimado? ¿Y por qué esta debilidad en el cuerpo, como si un líquido hubiera sustituido a sus miembros, sus músculos, sus huesos? Quiso hablar pero el esfuerzo murió en su garganta. El cansancio lo clavaba al hueco de su lecho ruidoso y plastificado.
—Sangra mucho. Hay que hacer la hemostasis de la temporal.
Se abrió una puerta. Chirriaron unas ruedas. Unas lámparas demasiado blancas pasaron ante sus ojos. Una explosión cegadora. Un surtidor de luz que le dilató las pupilas. Resonó otra voz:
—Inicie la transfusión.
El policía oyó tintineos, sintió el roce de materias frías contra su cuerpo. Volvió la cabeza y vislumbró tubos conectados a una gruesa bolsa suspendida que parecía respirar bajo el efecto de un sistema de aire comprimido.
¿De modo que iba a acabar aquí, en la inconsciencia y los olores asépticos? ¿Irse bajo esta luz cuando ya poseía el móvil de los asesinatos? ¿Cuando conocía por fin el secreto de esta serie de crímenes? Sus facciones se crisparon en un rictus. De pronto, una voz:
—Inyecte el Diprivan, veinte centímetros cúbicos.
Niémans comprendió y se enderezó. Agarró la muñeca del médico que ya esgrimía un bisturí eléctrico y murmuró:
—¡No quiero anestesia!
El médico parecía estupefacto.
—¿Sin anestesia? Pero… está usted partido en dos, amigo. Tengo que coserle.
Niémans encontró la fuerza para susurrar:
—Local… Quiero anestesia local…
El hombre suspiró e hizo retroceder su asiento con un chirrido de ruedecillas. Se dirigió al anestesista:
—De acuerdo. Inyecte xilocaína. La dosis máxima. Hasta cuarenta centímetros cúbicos.
Niémans se distendió. Le trasladaron frente a las lámparas de facetas múltiples. Su nuca reposaba en un apoyacabezas, a fin de que el cráneo estuviera lo más cerca posible de las luces. Le volvieron la cara y entonces un campo de papel obstruyó su vista.
El policía cerró los ojos. A medida que el médico y las enfermeras se atareaban en torno a su sien, sus pensamientos perdían nitidez. El corazón le latía más despacio, la cabeza ya no le torturaba. Parecía estar a punto de sumirse en un letargo.
El secreto… El secreto de los Caillois y los Sertys… Incluso aquello se volvía flotante, extraño, remoto… El rostro de Fanny sustituyó a todos los pensamientos… Su cuerpo, a la vez moreno, musculoso y redondo, dulce como las piedras volcánicas patinadas por el fuego, la espuma y el viento… Fanny… Sus visiones, bajo las paredes de las sienes, parecían murmullos, crujidos de tela, alientos de elfos…
—¡Alto!
La orden había resonado en el quirófano. Todo se detuvo. Una mano arrancó el papel y Niémans descubrió en el chorro de luz a un diablo de largas trenzas que agitaba un carné tricolor bajo la nariz del médico y las enfermeras atónitas.