Karim Abdouf.
Niémans lanzó una ojeada a su derecha: los tubos oscuros seguían fluyendo bajo su piel, en sus venas. Los elixires de vida. El jugo de las arterias.
El médico blandió las tijeras.
—No toque a este poli —jadeó Karim.
El médico se inmovilizó de nuevo. Abdouf se acercó, escrutó la herida de Niémans, ahora rodeada de hilos como un rosbif. El médico se encogió de hombros.
—Debo cortar los hilos…
Karim lanzó miradas suspicaces a su alrededor.
—¿Cómo está?
—Bien. Ha perdido mucha sangre pero hemos realizado una transfusión importante. Hemos cosido la carne… La operación aún no está terminada del todo y…
—¿Le han dado cosas?
—¿Cosas?
—Para dormirle.
—Sólo una anestesia local y…
—Busque anfetaminas. Excitantes. Tengo que despertarle.
Karim miraba fijamente a Niémans pero se dirigía al médico. Añadió:
—Es una cuestión de vida o muerte.
El médico se levantó y buscó en unos cajones extraplanos unas píldoras pequeñas forradas de plástico. Karim esbozó una sonrisa dirigida a Niémans.
—Tome —dijo el médico—. Con esto se espabilará dentro de media hora, pero…
—Ahora lárguese.
El poli árabe gritó dirigiéndose a la pequeña tropa de batas blancas:
—¡Lárguense todos! Debo hablar con el comisario.
El médico y las enfermeras se eclipsaron.
Niémans sintió que le quitaban del brazo las agujas de las transfusiones, oyó arrugarse las protecciones de papel. Después Karim le tendió la chaqueta de fibra polar oscurecida por la sangre. En la otra mano sopesaba el puñado de píldoras coloreadas.
—Sus anfetas, comisario. —Una breve sonrisa—. Una vez no hace daño.
Pero Niémans no sonreía. Agarró la chaqueta de cuero de Karim y murmuró, con el rostro lívido:
—Karim… Yo… conozco su complot.
—¿El complot?
—El complot de Sertys, de Caillois, de Chernecé. El complot de los ríos de color púrpura.
—¿QUÉ?
—Cam… cambian a los bebés.
Las seis de la mañana. El paisaje era negro, borroso… irreal. La lluvia había vuelto a arreciar como para bruñir otra vez la montaña antes del nacimiento del día. Unas columnas traslúcidas perforaban las tinieblas como si fueran taladros de cristal.
Bajo las frondas de una inmensa conífera, Karim Abdouf y Pierre Niémans estaban frente a frente, uno apoyado en el Audi y el otro en el árbol. Permanecían inmóviles, concentrados, a punto de estallar por la tensión. El poli
beur
observaba al comisario, que recuperaba progresivamente las fuerzas, o más bien los nervios, bajo el efecto de las anfetaminas. Acababa de explicar el ataque asesino del 4x4. Pero Abdouf le acuciaba ahora a revelarle toda la verdad.
Bajo los frisos del chaparrón. Pierre Niémans empezó:
—Ayer tarde fui al instituto de los ciegos.
—Tras la pista de Éric Joisneau, ya lo sé. ¿Qué encontró allí?
—Champelaz, el director, me explicó que trataba a niños aquejados de afecciones hereditarias. Niños siempre salidos de las mismas familias, las de la élite de la universidad. Champelaz comentó así este fenómeno: a causa del aislamiento, esta comunidad intelectual debilitó su propia sangre y provocó un empobrecimiento genético. Los niños que nacen ahora están destinados a ser muy brillantes, muy cultivados, pero sus cuerpos se han agotado, tarado. En el curso de las generaciones, la sangre de la facultad se ha corrompido.
—¿Cuál es la relación con la investigación?
—A priori, ninguna. Joisneau había ido allí por lo de las afecciones oculares, enfermedades que podían tener una relación con la mutilación de los ojos. Pero no era eso. No era eso en absoluto.
»Durante mi visita, Champelaz me indicó que esa comunidad agotada genera, desde hace unos veinte años, estudiantes de un gran vigor físico. Niños inteligentes, pero también capaces de arramblar con todas las medallas de los campeonatos deportivos. Ahora bien, este detalle no encaja. ¿Cómo la misma cofradía puede producir niños tarados y a la vez superhombres excepcionales?
»Champelaz investigó el origen de esos niños superdotados. Consultó su historial médico en la maternidad. Indagó su origen a través de los archivos. Consultó incluso las fichas de nacimiento de los padres, de los abuelos, en busca de signos, de particularidades genéticas. Pero no encontró nada. Absolutamente nada.
—¿Y entonces?
—Esta historia resurgió el verano pasado. En el mes de julio, un estudio banal en los archivos del hospital permitió encontrar viejos documentos, olvidados en los sótanos de la antigua biblioteca. ¿De qué se trataba? De fichas de nacimiento que concernían justamente a los padres o abuelos de los muchachos superdotados.
—Lo cual significaba…
—Que estas fichas habían sido hechas por duplicado. O, más probablemente, que los documentos consultados por Champelaz en los historiales de origen eran falsificaciones y que las fichas auténticas eran las que se acababan de descubrir escondidas en las cajas personales del bibliotecario jefe de la facultad: Étienne Caillois, el padre de Rémy.
—Mierda.
—Así es. Por lógica, Champelaz habría debido entonces comparar las fichas que había consultado con las que acababan de ser halladas. Pero no lo hizo. Por falta de tiempo. Por dejadez. Por miedo también. De descubrir una verdad terrible sobre la comunidad de Guernon. Yo lo he hecho.
—¿Qué ha descubierto?
—Las fichas oficiales eran falsas. Étienne Caillois había imitado la escritura y cambiado cada vez un detalle en relación con el original.
—¿Qué detalle?
—Siempre el mismo: el peso del niño, el peso a su nacimiento. A fin de que la cifra correspondiera a las otras páginas del historial, aquellas donde las enfermeras habían anotado el resultado de los pesos de los días siguientes.
—No lo comprendo.
Niémans se inclinó; habló en un tono sordo:
—Sígueme bien, Karim. Étienne Caillois falsificaba las primeras fichas para disimular un hecho inexplicable: en estos documentos, el peso del recién nacido no correspondía nunca con su peso de la mañana siguiente. Los niños ganaban o perdían varios centenares de gramos en una sola noche.
»Fui a la maternidad y me informé por boca de un especialista en obstetricia. Me enteré de que era imposible que los bebés evolucionaran con tanta rapidez. Entonces comprendí la evidencia: no era el peso lo que cambiaba en una noche, sino el niño. Es esta verdad asombrosa lo que Caillois padre trataba de disimular. Él, o más bien su cómplice, Sertys padre, enfermero de noche en el CHRU de Guernon, cambiaba los niños en la sala de la maternidad.
—Pero… ¿por qué motivo?
Niémans hizo una mueca que suplió a una sonrisa. El aguacero, transportado por el viento, le picoteaba la cara como un látigo de clavos. Su voz se gastaba por la dureza de sus certidumbres.
—Para regenerar una comunidad agotada, para insuflar sangre nueva, potente, vigorosa, en las filas de los intelectuales. La técnica de los Caillois y de los Sertys era sencilla: reemplazaban a ciertos bebés, salidos de familias universitarias, por niños de las montañas, seleccionados de acuerdo con el perfil físico de sus padres. De esta manera, cuerpos sanos y animosos se integraban de golpe en la sociedad intelectual de Guernon. La sangre nueva se diluía en la sangre vieja, en el único lugar donde universitarios inaccesibles cruzaban su camino con oscuros aldeanos: la maternidad. Una maternidad por la que pasaban todos los bebés de la región y que permitía ese tráfico.
»Ese era el sentido de las misteriosas palabras del cuaderno de Sertys: "Somos los amos de los ríos de color púrpura". Estos términos no designaban un libro o un sistema hidrográfico, sino la sangre de los habitantes de Guernon. Las venas de los niños del valle. Los Caillois y los Sertys dominan, de padre a hijo, la sangre de su pueblo. Practican la manipulación genética más sencilla que existe: la permuta de los bebés.
»Entonces adiviné que los Caillois y los Sertys perseguían un objetivo más preciso: no sólo querían regenerar la sangre preciosa de los profesores, sino también crear seres perfectos, superhombres. Seres tan bellos como los que sudaban en las fotografías de los Juegos Olímpicos de Berlín. Seres más inteligentes que los investigadores más célebres de Guernon.
»Comprendí que esos chiflados querían unir los cerebros de Guernon y los cuerpos de los pueblos de la montaña, aunar las capacidades cerebrales de los profesores y las aptitudes físicas de los autóctonos: cristaleros o criadores. Si estaba en lo cierto, habían consolidado su sistema hasta el punto de organizar no sólo los nacimientos, sino también las uniones y los matrimonios entre los niños elegidos.
Karim asimilaba una por una estas informaciones, que parecían encontrar resonancias en el fondo de su silencio. El soliloquio enfebrecido de Niémans continuó:
—¿Cómo organizar estos encuentros? ¿Cómo programar estos matrimonios? He reflexionado sobre los empleos de los Caillois y los Sertys, sobre el escaso poder que les conferían sus trabajos. Sabía que a través de sus papeles oscuros y modestos habían podido lograr su gran proyecto. Recuerda esas frases grabadas en el cuaderno: «Somos los amos. Somos los esclavos. Estamos por doquier, no estamos en ninguna parte». Estos términos dan a entender que, pese a su posición humilde, e incluso gracias a ella, estos hombres habían dominado el destino de toda una región. Eran sirvientes. Pero también eran amos.
»De este modo, los Sertys sólo eran enfermeros auxiliares oscuros, pero incidían en la existencia de los niños de la región, cambiando a los bebés. Y los Caillois, gracias a su trabajo, organizaban la segunda parte del programa: el matrimonio. ¿Pero cómo? ¿Cómo conseguían organizar esas uniones?
»Me acordé de los registros personales de los Caillois en la biblioteca. Había verificado en su interior los libros consultados. También habíamos estudiado los nombres de los chicos que habían leído esos libros. Sólo había una cosa que no habíamos examinado: los emplazamientos de los lectores, las pequeñas cabinas acristaladas donde leían los chicos. He irrumpido en la biblioteca y comparado las listas de estos lugares con las fichas de nacimiento falsificadas. Esto se remontaba a los años, treinta, cuarenta, cincuenta, pero todo encajaba, incluso el nombre.
»Los niños intercambiados siempre eran colocados, durante sus estudios, en la sala de lectura, frente a la misma persona: una persona del sexo opuesto, salida de las familias más brillantes del campus. Entonces lo comprobé en la alcaldía. No salía bien todas las veces, pero la mayor parte de estas parejas, que se habían conocido en la biblioteca, detrás de los cristales de las cabinas, se habían casado posteriormente.
»Así pues, había acertado. Los "amos", después de cambiar las identidades, organizaban con esmero los encuentros. Colocaban frente a los niños cambiados —los niños de la montaña— a los muchachos de espíritu notable, progenitura real de los profesores. Así conseguían una fusión superior, uniendo los "niños-cuerpo" con los "niños-cerebro". Y el proceso funcionó, Karim. Los campeones de la facultad no son otros que los hijos de esas parejas programadas.
Abdouf no hizo ningún comentario. Sus pensamientos parecían cristalizar, tan penetrantes como las espinas de alerce que se mezclaban con la lluvia.
Niémans prosiguió:
—He integrado estos elementos y poco a poco he reconstruido el rompecabezas. He comprendido que en este instante caminaba, precisamente, sobre la pista del asesino, que la anécdota de las fichas reencontradas que había sido objeto de artículos en los periódicos regionales había prendido fuego en su cerebro. Como yo, debió de comparar los dos grupos de documentos. Seguramente ya abrigaba una duda sobre los orígenes de los «campeones» de Guernon. Seguramente, él mismo es unos de esos campeones. Una de las criaturas de los chiflados.
»Entonces adivinó el principio de la conspiración. Siguió el hilo del ladrón de fichas, Rémy Caillois, y descubrió los vínculos secretos existentes entre él, Sertys y Chernecé… En mi opinión, este último era un eslabón añadido, un médico chalado que, mientras cuidaba a niños ciegos, había descubierto la verdad y preferido unirse a los manipuladores en lugar de denunciarlos. En suma, nuestro asesino los ha localizado y optado por sacrificarlos. Torturó a la primera víctima, Rémy Caillois, y conoció toda la historia. Después se ha contentado con mutilar y matar a los otros dos cómplices.
Karim se enderezó. Todo el torso le trepidaba dentro de la chaqueta de cuero.
—¿Simplemente porque cambiaron los bebés?, ¿y favorecieron unos matrimonios?
—Hay un último hecho que ignoras: los montañeses de los pueblos circundantes registran una gran mortalidad entre sus recién nacidos. Un fenómeno inexplicable, tanto más cuanto que se trata de familias de buena salud. Ahora adivino la razón de esta mortalidad. Los Sertys no sólo intercambiaban los bebés, sino que asfixiaban a los recién nacidos que hacían pasar por hijos de los montañeses, en realidad hijos de intelectuales de menos envergadura. De esta manera se aseguraban de que las parejas de las alturas, privadas de progenitura, engendrarían nuevos bebés y les procurarían más sangre nueva para inyectar en el valle, entre las filas de los intelectuales. Esos hombres eran fanáticos, Karim. Enfermos, homicidas, de padres a hijos, dispuestos a todo para dar origen a su raza superior.
Karim murmuró, con voz ahogada:
—Si los asesinatos responden a una venganza, ¿por qué mutilaciones tan precisas?
—Poseen un valor simbólico. Pretenden borrar la identidad biológica de las víctimas, destruir las señales de su origen profundo. Del mismo modo, los cuerpos han sido puestos en escena de manera que se descubra primero su reflejo, y no el cuerpo en sí. Otra forma de desmaterializar a las víctimas, de desencarnarlas. Caillois, Sertys, Chernecé eran ladrones de identidad. Han pagado allí por donde han atacado. Es una especie de ley del talión.
Abdouf se levantó y se acercó a Niémans. El viento cargado de lluvia azotaba sus rostros fantasmales. La condensación formaba una bruma blanquecina en torno a su cabeza, cráneo de cabellos a cepillo y huesudo para Niémans, largas trenzas entorchadas y empapadas para Abdouf.
—Niémans, es usted un poli genial.
—No, Karim. Porque ahora tengo el móvil del asesino, pero todavía no su identidad.