Los tipos duros no bailan (2 page)

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Authors: Norman Mailer

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BOOK: Los tipos duros no bailan
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No creo que haya otro pueblo como el nuestro. Si os resultan insoportables las multitudes, la marea humana que lo invade en verano podría acabar con vosotros. Por otra parte, si sois incapaces de soportar la soledad, vuestra alma podría llenarse de pavor durante el largo invierno. Martha's Vineyard, a menos de setenta kilómetros al sudoeste, ha presenciado la formación de montañas y su erosión, el crecimiento y la retirada de océanos, la vida y la muerte de pantanos y grandes bosques. Los dinosaurios vivieron en Martha's Vineyard, y sus huesos se fundieron con las rocas. Los glaciares también hicieron acto de presencia: primero empujaron la isla hacia el norte, y luego, como si fuera un transbordador, tiraron de ella de nuevo hacia el sur. En Martha's Vineyard hay fósiles que tienen más de un millón de siglos. Sin embargo, el extremo norte de Cape Cod, donde se levanta mi casa, la tierra en que vivía –ese prolongado arenal curvilíneo lleno de arbustos y dunas que se retuerce sobre sí mismo formando una espiral en la punta del cabo–, había sido formado por el viento y el mar tan sólo durante los últimos diez mil años. Poco más de una noche en tiempo geológico.

Tal vez por eso Provincetown es tan hermoso. Concebido en una noche (incluso juraría que fue engendrado en el curso de una oscura tormenta), sus bajíos todavía brillaban al amanecer con la húmeda y profunda inocencia de la tierra que recibe la caricia del sol por primera vez. Década tras década llegaban artistas a pintar la luz de Provincetown, y se comparaba a nuestro pueblo con las lagunas de Venecia y los marjales de Holanda, pero el verano se acababa y casi todos los pintores nos dejaban, y el largo invierno de Nueva Inglaterra, gris y pesado como la ropa interior de lana, gris como mi estado de ánimo, venía a visitarnos. Recordaba entonces que aquellas tierras sólo tenían diez mil años de antigüedad, y que nuestros fantasmas carecían de raíces. No teníamos los viejos fósiles de Martha's Vineyard para apaciguar a cada espíritu; no, no había lugar donde domiciliar a nuestros espectros, que vagaban arrastrados por el viento a lo largo de las dos largas calles de nuestro pueblo, las cuales se curvaban siguiendo la bahía como dos solteronas cogidas del brazo paseando camino de la iglesia.

Si esto es una muestra sincera de mis pensamientos durante aquel día, el que hacía veinticuatro, es evidente que me sentía introspectivo, destrozado, dolorido y atormentado. Veinticuatro días pasados sin una esposa a la que amas y odias y –por qué negarlo– temes son suficientes para que la desees con toda la fuerza ciega del hábito. ¡Cómo aborrecía el sabor del tabaco, ahora que había vuelto a fumar!

Creo que aquel día fui andando hasta la otra punta del pueblo y luego volví a casa… a su casa… Patty Lareine la había comprado con su dinero. Anduve cinco kilómetros siguiendo la calle del Comercio, y otros tantos de vuelta, mientras caía aquella tarde gris, pero no recuerdo con quién hablé, ni si fueron muchos o pocos los que pasaron en coche y se ofrecieron a llevarme. No, sólo recuerdo que caminé hasta el extremo más alejado del pueblo, hasta donde se alza la última casa, justo en el lugar de la playa donde los Padres Peregrinos desembarcaron en América. Sí, porque no fue en Plymouth, no, donde lo hicieron, sino aquí. ¡Cuántas veces me he imaginado la escena! Tras cruzar el Atlántico, la primera tierra que vieron los Peregrinos fueron los farallones de Cape Cod. En esta costa el oleaje, al romper, alcanza con facilidad una altura de tres metros. En los días que no sopla el viento hay un peligro todavía peor, los veleros pueden ser arrastrados por la fuerza de las mareas hasta encallar en los bajíos. En la costa de Cape Cod la causa de los naufragios no son las rocas, sino las arenas movedizas. ¡Qué profundo terror debió de invadir a los Padres Peregrinos al oír el incesante golpeteo del oleaje al romper! ¿Quién osaría acercarse a aquella costa con barcos como los suyos? Viraron al sur, pero el blanco arenal desierto se mostraba implacable: ni señal de una rada. Sólo playa y más playa. Así que pusieron rumbo al norte y, tras un día de navegación, advirtieron que la costa giraba hacia el oeste y seguía curvándose hasta tomar la dirección del sur. ¿Qué sorpresas les depararía aquella tierra? Navegaban hacia el este y habían recorrido ya las tres cuartas partes del camino que siguieron antes hacia el norte. ¿Estarían circunnavegando una oreja del mar? Doblaron la punta, y echaron ancla a su abrigo. Era un puerto natural, tan protegido, ciertamente, como el interior de una oreja humana. Bajaron los botes y remaron hacia la playa. Una placa conmemora el desembarco. Está en el lugar donde empieza el rompeolas que protege los marjales del otro lado del pueblo de las acometidas del mar. Allí termina la carretera, de modo que los turistas que quieren llegar hasta la punta del cabo acaban su viaje en coche en el lugar donde desembarcaron los Padres Peregrinos. Unas semanas más tarde, después de soportar un tiempo muy malo y llegar a la convicción de que en aquellos arenales había poco que cazar y menos que cultivar, levaron anclas y cruzaron la bahía hacia el oeste, rumbo a Plymouth.

Sin embargo, aquí es donde desembarcaron, llenos del terror y la exaltación de encontrarse en una nueva tierra. Y era nueva, ciertamente: ni siquiera tenía diez mil años. Un arenal, ¿cuántos fantasmas indios turbarían su sueño durante las primeras noches de su acampada?

Siempre que voy paseando hasta esos marjales de un verde esmeralda al otro extremo del pueblo, me acuerdo de los Peregrinos. Más allá, las dunas son tan bajas que los barcos se recortan contra el horizonte incluso antes de que pueda verse el agua. Los esbeltos puentes de las embarcaciones dedicadas a la pesca deportiva parecen viajar en caravana por encima de la arena. Si estoy un poco achispado, me echo a reír, porque al otro lado de la placa, a unos cincuenta metros, en el lugar donde nacieron los Estados Unidos, se abre la entrada de un enorme motel. No es más feo que cualquier otro establecimiento de sus características, pero tampoco más hermoso, y su único homenaje a los Peregrinos es que se denomina «posada». Su aparcamiento asfaltado es tan grande como un campo de fútbol. ¡Rindamos homenaje a los Padres Peregrinos!

Por mucho que me exprima la memoria, esto es todo lo que puedo recordar de mis actividades durante la tarde del día vigésimo cuarto. Salí, crucé el pueblo paseando, me sumí en profundas consideraciones acerca de la geología de nuestras costas, tuve un recuerdo para los Padres Peregrinos y me eché a reír ante la Posada de Provincetown. Supongo que luego volví a casa andando. La tristeza que me envolvía mientras yacía en el sofá era intemporal. Durante aquellos veinticuatro días había matado infinidad de horas mirando la pared, pero recuerdo bien que ya muy entrada la tarde cogí mi Porsche y conduje muy despacio por la calle del Comercio, como si temiera atropellar a algún crío –había mucha niebla–, fui directamente al Mirador. Allí, no muy lejos de la Posada de Provincetown, hay un bar a media luz con las paredes forradas de madera de pino, y a sus pies se estrella suavemente el oleaje. Me doy cuenta ahora de que olvidé mencionar que uno de los mayores encantos de Provincetown es que no sólo mi casa… –¡su casa…!–, sino la mayor parte de los edificios de la calle del Comercio que dan a la bahía, semejan barcos en medio del mar cuando los terraplenes sobre los que están construidos quedan cubiertos a medias por la marea alta.

Aquella noche había marea alta. Las aguas subían lánguidas, como si nos halláramos en el trópico, pero sabía muy bien lo frías que estaban. Tras las acogedoras ventanas de aquel bar a media luz serpenteaba el fuego de una amplia chimenea, algo digno de una postal, y la silla de madera en la que solía sentarme parecía presagiar el cada vez más cercano invierno, en buena parte porque estaba provista de un artilugio característico de las aulas de los colegios de hace un siglo: se trata de una amplia repisa de madera de roble unida con bisagras al brazo de la silla, que se levanta para permitir que te sientes y una vez abatida sirve de reposo al brazo y de bandeja para las bebidas.

El Mirador podría muy bien haber sido creado expresamente para mi. En las tardes solitarias del otoño solía recrearme soñando que era una especie de moderno magnate-pirata prodigiosamente rico que mantenía abierto aquel local sólo para su disfrute personal. Rara vez entraba en el amplio restaurante que se abría al otro extremo del establecimiento, pero aquel pequeño bar de paredes forradas de pino y su camarera eran mi reino. Tenía la secreta convicción de que nadie más que yo podía entrar allí. En noviembre esta ilusión parecía de lo más razonable. La mayor parte de los clientes que iban a cenar allí en las tranquilas noches de los días entre semana eran personas maduras y acomodadas –blancas, anglosajonas y protestantes– de Brewster, o de Dennis, o de Orleans, que habían salido de casa en busca de un poco de diversión y en su fuero interno estaban muy excitadas por la audacia que representaba haber conducido durante cincuenta o sesenta kilómetros nada más y nada menos que hasta Provincetown. El eco del verano conservaba intacta nuestra mala reputación. Aquellos elegantes caballeros de plateadas sienes –era evidente que se trataba de profesores eméritos o de altos ejecutivos retirados– no tenían la menor intención de detenerse en un bar. Además, una sola mirada a mi cazadora tejana bastaba para que se decidieran por el restaurante. «No, querido», les decían sus esposas, «pediremos que nos sirvan el aperitivo en la mesa. ¡Estoy hambrienta!»

«Sí, guapa», decía para mí, «¡seguro que pasas hambre!»

Al cabo de aquellos veinticuatro días, el bar del Mirador había terminado convirtiéndose en la torre del homenaje de mi castillo. Me sentaba junto a una ventana, contemplaba el fuego y observaba el movimiento de la marea; tras cuatro vasos de whisky, una docena de cigarrillos y otra docena de galletitas de queso (¡que eran toda mi cena!), me sentía, al fin, como un dolorido señor de los mares.

La compensación de sentirse derrotado, tener lástima de uno mismo y dejarse llevar de la desesperación es que, si se bebe lo suficiente, la imaginación se pone a trabajar con una energía insospechada. No importa lo debilitada que parezca estar por semejante sucesión de desgracias: muy pronto funcionará a toda máquina. En aquel bar la bebida era gentilmente servida por una sumisa camarera que, indudablemente, me tenía miedo, y eso que nunca le dije nada más provocativo que: «Otro whisky, por favor.» Sin embargo, dado que trabajaba en un bar, comprendía su miedo. Yo había sido camarero durante varios años. No me parecía extraño que me considerara peligroso. Era una reacción que provocaban mis esfuerzos por conservar las buenas maneras. Durante mi época de camarero había estado pendiente de unos cuantos clientes como yo. No pasaba nada hasta que estallaban. Entonces el local podía quedar hecho añicos.

No me considero de esa clase de personas, francamente. Pero he de reconocer que los temores de la camarera me iban a las mil maravillas. No recibía más atención de la que deseaba, pero siempre estaba pendiente de mí. El gerente, un individuo joven y agradable, muy interesado en mantener la buena reputación del establecimiento, me conocía desde hacía años, y mientras acudí al Mirador acompañado de mi rica esposa me consideró uno de los más destacados representantes de la aristocracia local, no obstante lo pesada que podía ponerse Patty cuando bebía demasiado. ¡De algo tiene que servir ser rico! Ahora que iba allí solo, me saludaba al llegar y me decía adiós cuando me iba, y era evidente que había tomado la muy gerencial decisión de no molestarme para nada. Como corolario, muy pocos clientes eran invitados a entrar en el bar. Así pues, noche tras noche, podía emborracharme a mi aire.

Hasta ahora no me veía con ánimos para confesar que soy escritor. Sin embargo, desde que Patty me dejó no he escrito nada, ni una línea en más de tres semanas. Creo que todos estaremos de acuerdo en que tomarse las cosas por el lado irónico no es ninguna alegría, pues la ironía se convierte en un calabozo cuando se cierra el círculo. Dejar de fumar supuso un grave quebranto de mi capacidad creadora, pero mi reciente sumisión, una vez más, al yugo de la nicotina –porque es un yugo– representó una merma aún mayor de mis facultades. Ni un párrafo. Cuando dejé de fumar, tuve que aprender a escribir de nuevo, desde el principio. Una vez lo hube logrado, lo cual no dejaba de ser una proeza, mi recaída en el hábito de la nicotina pareció apagar hasta la última chispa literaria que había en mí. ¿O fue la marcha de Patty Lareine?

Aquellos días me había acostumbrado a llevar mis cuadernos de notas al Mirador, y, cuando estaba lo bastante borracho, a veces conseguía añadir una frase o dos a algún texto que había redactado en horas menos desesperadas. Ocurría esto en muy contadas ocasiones, pero si por casualidad compartía entonces el bar Conmigo algún cliente que tomaba el aperitivo antes de cenar, los grititos de alegría que daba cuando alguna frase me salía redonda, o mis gruñidos al enfrentarme con una serie de palabras que me parecían tan carentes de sentido como la conversación de un compañero de borrachera, por fuerza tenían que resultarle extraños, salvajes, tan fuera de lugar en la elegante atmósfera de aquel bar de paredes de madera como los ladridos de un perro que no hiciera el menor caso de aquella cercana presencia humana.

No negaré que cargaba adrede las tintas cuando gruñía contemplando un texto incomprensible tan borracho como yo o cuando manifestaba mi alborozo al ser capaz de leer alguna frase pergeñada en plena alucinación etílica. «¡Eso es!», murmuré para mí, «¡estudios!»

Acababa de ocurrírseme parte de un título, un título estupendo, un título muy adecuado para un libro:
En nuestra selva. Estudios entre los cuerdos
, de Timothy Madden.

Se me ocurrió introducir una serie de variaciones en mi nombre.
En nuestra selva. Estudios entre los cuerdos
, ¿de Mac Madden?, ¿de Tim Mac Madden?, ¿de Mac Madden Dos? Me eché a reír tontamente. La camarera, pobre ratoncito vigilante, sólo se atrevía a mirarme de reojo.

Sí, la verdad es que me reía como un tonto. Me venían a la memoria viejas bromas acerca de mi nombre. Sentí que me invadía una ola de amor filial. ¡Ah, el dulce pesar de amar al padre! Tan puro como el sabor de una gaseosa cuando tienes cinco años. Douglas «Douggy» Madden, el Gran Madden para sus amigos y para mí, su único hijo, a quien primero llamaron el Pequeño Mac o Mac-Mac, luego Mac Dos y Toomey, y, por fin, Tim. Mientras seguía la morfología de mi nombre por la espiral de la incoherencia alcohólica, no paraba de reírme sin ton ni son. Cada cambio de nombre representaba un hito de mi vida; ¡ojalá pudiera recordarlos!

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