Los tipos duros no bailan (9 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Otros

BOOK: Los tipos duros no bailan
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Aparqué el coche en un lugar desde el cual mi vista podía saltar de las charcas al mar, y procuré que la belleza de aquellos colores tan conocidos me serenara, pero lo cierto es que el corazón me latía violentamente. Volví a subir al coche, llegué a la altura del sendero que llevaba a mi campo y bajé, tratando de recuperar aquella inmaculada sensación que estar solo en el bosque me había proporcionado en otras ocasiones. Pero no pude. En los últimos días había pasado gente por allí.

En cuanto empecé a avanzar por mi sendero, que la hierba ocultaba a medias del camino, aquella sensación se hizo más aguda. No me detuve en busca de indicios y rastros, pero no me cabía duda de que los había. Hay sutiles indicios de una presencia ajena que sólo el bosque puede reflejar, y mientras recorría los cien pasos que mediaban entre el sendero y mi escondite, volví a sudar como aquella ardiente tarde de septiembre, cuando el avance del huracán se cernía sobre nosotros.

Pasé junto a la plantación de marihuana y vi que la lluvia había hundido en la tierra los rastrojos. Una especie de vergüenza, motivada por las prisas con que había segado las plantas, me hizo sentir tan acharado como si acabara de encontrarme con un amigo al que hubiera tratado mal, por lo que me detuve como si quisiera presentar mis excusas; realmente, mi pequeña plantación parecía un cementerio. Pero sólo me detuve un instante, pues el pánico me invadía; avancé por el sendero, rebasé un claro, salí de la espesura y volví a entrar en ella, pasé junto a silenciosos pinos y, después de avanzar unos pasos más, me encontré junto al más curioso de los árboles. Un pino enano surgía de la parte alta de una duna que se había formado en medio del bosque, un arbolillo que se retorcía sobre sí mismo con una fuerza tremenda apoyándose en sus raíces, hincadas en el poco seguro soporte de la arena; sus ramas se retorcían hacia un lado, dominadas por el impulso del viento, para, por fin, en última instancia, alzarse hacia el cielo, como un pecador dirigiéndole una plegaria. Éste era mi árbol, y a sus pies, debajo de sus raíces, allí donde la arena terminaba y comenzaba la tierra del bosque, había un hoyo pequeño, en el que no habría cabido ni un osezno; la puerta de entrada a este hoyo era una "piedra cubierta de musgo, muchas veces levantada y devuelta amorosamente a su lugar. Entonces vi que la piedra no estaba como yo la había dejado, sino que se había levantado del suelo igual que un sucio vendaje al hincharse a causa del pus de la herida que cubre. Aparté la piedra, metí el brazo en el hoyo, delante de la caja, y mis dedos arañaron la tierra ansiosos como ratas de campo en busca de comida; entonces encontré algo, algo que podía ser carne, o pelo, o una esponja húmeda, no sabía qué, y mis manos, más valerosas que yo, apartaron la tierra lo suficiente para extraer una bolsa de basura de plástico cuyo contenido se transparentaba a medias, y lo que vi me hizo dar un alarido tan agudo como si me envolviera el vértigo de una larga caída en el vacío. Ante mí tenía la parte trasera de una cabeza. El color del cabello, a pesar de las manchas de tierra, era rubio. Intenté ver la cara, pero cuando la cabeza, con mi consiguiente horror, giró dentro de la bolsa sin ofrecer resistencia –¡había sido cortada!–, me sentí incapaz de mirar sus facciones, por lo que dejé la bolsa con la cabeza donde la había encontrado y luego puse la piedra, coloqué el musgo encima de cualquier manera y salí volando del bosque en busca del automóvil, que conduje por el camino con una velocidad que contrastaba con la cautela con que había llegado hasta allá. Y únicamente después de llegar a mi casa y dejarme caer en un sillón, mientras intentaba calmar mis temblores con whisky, como si me dieran un mazazo, pensé que ni siquiera sabía si la cabeza enterrada en aquel hoyo era la de Patty Lareine o la de Jessica Pond. Por descontado, tampoco sabía si debía sentir horror de mí o de otra persona, y esto último, tan pronto como llegó la noche e intenté dormir, se convirtió en algo tan aterrador que superó todas las proporciones.

3

Las voces me hablaron al alba. Escuché las voces de la Ciudad del Infierno en ese espacio de tiempo en que no estás dormido pero no acabas de despertarte.

Las voces decían: «Oh, Tim, eres como una vela que se ha consumido por los dos extremos: por los cojones y por los sesos, por el cipote y por la lengua, por el ojete y por la boca. ¿Te queda algo más que quemar? Pero, claro, el quemado no puede saberlo…»

Las voces decían: «Oh, Tim, no lamas los muslos de las prostitutas. Te corres demasiado deprisa al saborear el viejo esperma de la ballena. Danos las sales de la muerta. Haz que vuelva con nosotros la hez de los derrotados. Adiós, dulce amigo. Maldecimos tu casa. Maldecimos tu casa.»

Permítanme que les explique lo poco que yo alcanzaba a comprender. Las películas de terror no nos preparan para las horas perdidas tratando de aclarar nuestros pensamientos. Al despertar de mis pesadillas y de un sueño agitado por el pavor, sólo pude llegar a una conclusión. Suponiendo que yo no hubiera tenido arte ni parte en aquel hecho –¿y cómo podía saberlo con certeza?–, no quedaba otro remedio que preguntarse: ¿quién lo hizo? Tuvo que ser alguien que conociera la existencia del escondite de mi marihuana. Esto apuntaba directamente a «mi esposa, a no ser que el pelo que había tocado fuera el suyo. Así que sólo había una conclusión: volver al bosque e investigar detenidamente. Sin embargo, la imagen de aquel cabello rubio lleno de porquería había quedado tan grabada en mi memoria como el relámpago de luz seguido por el trueno de dolor que sientes cuando te dislocas un hombro. No podía volver. Sólo de pensarlo temblaba como un flan. Prefería asarme a fuego lento en el horno de mi propia cobardía.

¿Resulta evidente por qué prefiero no hablar de aquella noche? ¿Y por qué me costó tanto dar los pasos que parecían más lógicos? Ahora comprendo por qué se vuelven majaras los cobayos cuando los hacen pasar por un laberinto. Hay demasiadas sorpresas esperándolos a la vuelta de una esquina. ¿Y si era la cabeza de Jessica? ¿Sabría entonces que había sido yo?

Por otra parte –y el tiempo que me llevó llegar a esta alternativa hubiera sido suficiente para recorrer doscientos kilómetros en automóvil–, si Pond y Pangborn habían regresado a Boston, o estaban de vuelta en Santa Bárbara, o bien se habían dirigido a cualquier lugar al que su aventurilla los hubiera llevado, era la cabeza de Patty. Esto me produjo un dolor insoportable, sí, dolor, y una repugnante sensación de alivio que pronto quedó ahogada por el principio de un nuevo temor. ¿Quién pudo matar a Patty, sino su nuevo amiguito negro? Y, de ser eso cierto, ¿estaba yo a salvo?

¿No se sienten un poco inquietos, cuando invitan a sus fiestas a negros desconocidos? Trate de pensar en ello la noche en que haya llegado a la conclusión de que el invitado de marras podría estar al acecho. Cada ola que rompía en la arena, cada gaviota que pasaba, se convertía en un intruso. Me parecía oír el ruido de ventanas abiertas desde fuera y de puertas reventadas.

Era degradante. Jamás me había considerado un héroe. Mi padre, con la mejor voluntad del mundo, se había encargado de ello. Pero, por lo general, había conseguido tener una imagen de mí mismo que no era, ni mucho menos, la de un hombre absolutamente carente de virilidad. Era capaz de defender a mis amigos, y de perdonar una ofensa, aunque la procesión fuera por dentro. Trataba de ser fiel a mí mismo. Sin embargo, ahora, cada vez que mi mente estaba lo bastante lúcida para pensar, me cagaba de miedo. Era como un cachorrillo en una casa desconocida. Comencé a temer a mis amigos.

Tuvo que ser alguien que conocía el escondrijo. Por lo menos, parecía lógico. En consecuencia, a la incierta luz del alba, me di cuenta de que, cuando me encontrara con mis amigos en la calle, en sus casas, mañana o al cabo de unos días, desconfiaría de la expresión de sus ojos. Me sentía como un hombre que resbala por una pendiente de hielo y encuentra un saliente; se agarra a él, pero su peso lo arranca. Advertí que si era incapaz de hallar la respuesta a la primera pregunta –¡venga, adelante!–: «¿Soy yo el asesino?», no me quedarla más remedio que seguir resbalando y, al final de la pendiente, me esperaría la locura.

Sin embargo, mientras el alba clareaba y me llegaban las voces de la Ciudad del Infierno –¿por qué sonaban siempre más altas durante el período que media entre el sueño y la vigilia, como si entre un estado y otro transcurriera un siglo?–, percibí también los gritos y gruñidos de las gaviotas, y su griterío tuvo la virtud de ahuyentar las larvas de la noche. Cuando pensé en la palabra
larvae
, sentí un agradable placer. ¡Qué alegría recordar algo de latín en medio de tanta confusión! ¡Sí,
larvae
, fantasmas! En Exeter enseñaban bien el latín.

Me agarré a este pensamiento como a un clavo ardiendo. En la cárcel aprendí que cuando estás enemistado con otro presidiario, y el miedo se convierte en algo tan pesado como el plúmbeo aliento de la eternidad, cualquier alegría que sienta tu corazón en tales circunstancias es tan valiosa como la cuerda que te lanzan cuando has caído en un precipicio. Concéntrate en esa alegría, por pequeña que sea, y podrás trepar hasta el borde. Por eso, en aquellos momentos, procuré concentrarme en cosas lejanas, y pensé en Exeter, y en el latín, y por este medio llegué, si no a calmar mi miedo, sí a aislarlo, con lo que conseguí seguir pensando en la pequeña habitación de una pensión, en la Décima Avenida esquina con la calle Cuarenta y Siete, en la que ahora vivía mi padre, que ya tenía setenta años. Me concentré hasta que volví a ver el papel que mi padre había pegado al espejo, y pude leer las palabras que cuidadosamente había escrito en él. Decían:
«inter faeces et urinam nascimur»
. Debajo de la frase mi padre había escrito, rubricado, el nombre del autor: san Odón de Cluny. El apodo de mi padre (que quiero hacer constar aquí) seguía siendo el de
Gran Mac
, como desafiando a las hamburguesas McDonald.

–Oye, ¿qué quieres decir con eso? –le pregunté cuando vi la nota en el espejo.

–Es un recordatorio –me respondió.

–No me habías dicho que sabías latín.

–Nos lo enseñaban en la escuela parroquial. Sólo cosas sueltas.

–Y ¿quién te dijo esta frase?

–Un cura amigo mío, el padre Steve. Siempre está discutiendo con el cardenal.

El
Gran Mac
dijo esta última frase en tono amable, como si fuera la principal virtud que puede tener un cura.

Bueno, yo sabía suficiente latín para traducir la frase,
«inter faeces et urinam nascimur»
significa «Entre heces y orina hemos nacido.» A pesar de haberse pasado la vida detrás de la barra de un bar, a mi padre no le faltaba cierta erudición.

Entonces sonó el teléfono que tenía sobre la mesilla de noche, junto a mi cama, y antes de levantar el auricular sabía casi con toda certeza que era mi padre quien me llamaba. Hacía bastante tiempo que no nos habíamos telefoneado, pero, aun así, presumí que sería su voz la que oiría cuando levantara el auricular. Tenía la facultad de pensar en la persona que iba a llamarme incluso antes de que marcara mi número. Me ocurría tan a menudo que ya había dejado de sorprenderme. Sin embargo, aquella mañana lo interpreté como un augurio.

–¿Tim?

–Hola, Dougy –saludé–, ¿por qué no hablamos del Diablo?

–Bueno.

Esta respuesta me reveló que mi padre conservaba su resaca crónica. Aquel «bueno» hacía patentes los efectos que causan en un cerebro humano sesenta años de bebida. (Esto, claro, si mi padre hubiera comenzado a beber a los diez años.)

–Tim, estoy en Hyannis –me dijo mi padre.

–¿Qué haces en Cape Cod? Creí que no te gustaba viajar.

–Hace tres días que llegué. Frankie, el Gorrón, vino a vivir aquí cuando se retiró. ¿No te lo había dicho?

–No, ¿cómo está Frankie?

–Murió. Vine al entierro.

Para mi padre, la muerte de un viejo amigo era tan ominosa como el hundimiento del acantilado junto a tu casa.

–Vaya, hombre… ¿Por qué no vienes a Provincetown? –le pregunté.

–Sí, lo había pensado.

–¿ Tienes coche? Puedo alquilar uno.

–No, iré a buscarte.

Hubo una larga pausa; no podía saber si mi padre pensaba en sí mismo o en mí.

–Esperemos un día o dos. La viuda tiene algunos problemas –dijo al fin.

–Bueno, ven cuando quieras.

Creía que no había dado muestras de mi desastroso estado de ánimo, pero el Gran Mac preguntó:

–¿Te encuentras bien?

–Patty se fue. Me dejó. Pero en fin, eso es lo de menos.

–Bueno… Ya nos veremos –dijo mi padre tras una larga pausa. Y colgó.

De todas maneras, su llamada me había proporcionado, en parte, las fuerzas precisas para levantarme de la cama y enfrentarme al día.

Hablando de resacas, tenía la impresión de estar al borde de un ataque epiléptico. Si vigilaba todos mis movimientos, si no me golpeaba el dedo gordo del pie contra algo, si no daba un paso en falso, si no giraba la cabeza bruscamente, si no hacía ningún gesto que no estuviera cuidadosamente planeado, quizá pudiera enfrentarme con el paso de las horas sin padecer un ataque. El peligro no provenía del estado de mi cuerpo, sino de las palabras de las brujas, que aún resonaban en mi cerebro y yo trataba de desechar esforzándome por pensar en otras cosas.

Dado que mis problemas inmediatos eran tan intocables como una herida abierta, e incluso el tatuaje volvía a escocerme si me acordaba de él, el recordar a mi padre aquella mañana fue como una especie de lenitivo. No necesitaba pensar en cosas agradables. Podía recordar antiguos pesares, que no me entristecían, porque eran agua pasada, y en cambio evitaban que me obsesionara con mi actual situación.

Por ejemplo, volví a pensar en Meeks Wardley Hilby III, y a pesar de que fue el segundo marido de Patty Lareine, y de que durante un mes entero de mi vida me desperté cada día enfrentándome con el problema de cómo podíamos asesinarle Patty y yo sin dejar huellas, estos recuerdos no me producían dolor e incluso más bien me ayudaban a concentrarme por dos buenas razones que me servían como otros tantos contrapesos que me permitían conservar el equilibrio. La primera razón era que no sólo no había matado a Wardley, sino que había comprendido que no tenía madera de asesino, lo cual no era el peor pensamiento que podía ocurrírseme aquella mañana. La otra razón era que no pensaba en Hilby tal como le había conocido en Tampa, cuando era el marido de Patty, sino que recordaba el curioso vínculo que nos unió con Exeter, algo muy relacionado con mi padre y que incluso me traía a la memoria el mejor día que pasé con él.

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