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Authors: Norman Mailer

Tags: #Otros

Los tipos duros no bailan (27 page)

BOOK: Los tipos duros no bailan
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–La has contado bastante mal.

–¡Ja, ja, ja! ¡Cuánto le gustaría a un buen fiscal tenerte de testigo!

–Bueno, me voy.

–¿Quieres que te acompañe en coche?

–Gracias. Iré a pie.

–Perdona, no quería trastornarte.

–No me has trastornado.

–Tengo que decirte una cosa. El asesino de la Polaroid me interesa. Estuvo a punto de salirse con la suya.

–Seguramente.

–Sayonara –dijo Regency.

Una vez en la calle, volví a temblar. En gran medida era alivio. Tenía la impresión de que en el curso de la última hora había tocado cada una de las palabras que había pronuncia Como si las hubiera ido colocando cuidadosamente en su sitio. Era natural que sintiera alivio por hallarme fuera de aquel despacho. Pero odiaba la inteligencia de Regency, ya que aquella historia realmente me había impresionado. Había llegado a lo más íntimo de mi sensibilidad.

¿Qué había intentado decirme Regency? Recordé las fotografías de Madeleine desnuda que había tomado con mi Polaroid años atrás, y las de Patty Lareine, más recientes. Las guardaba a buen recaudo en mi despacho, tan seguras como los pececillos que revolotean alrededor de un arrecife, y sentía un perverso sentido de posesión al pensar en su existencia. Era como si tuviera en mi poder la llave de una mazmorra. Comencé preguntarme una vez más si no sería yo el sanguinario asesino.

No puedo describir la sensación de revulsión que sentí en aquel instante. Me encontraba físicamente enfermo. La marihuana aumentó los espasmos de mi garganta hasta el punto de convertirlos casi en orgasmos de tan fuertes. Por el esófago me subió bilis y whisky, y la poca comida que había ingerido, de modo que me doblé por la cintura sobre una valla baja y vomité en el jardín de un vecino. Siempre cabía la esperanza de que la lluvia me absolviera.

Sí, yo era como un hombre medio aplastado por una roca que, mediante un inaudito desprecio del dolor, ha conseguido liberar su cuerpo del peso que lo oprime. Y entonces la roca vuelve a aplastarlo.

Sabía por qué había vomitado. Sí, tenía que regresar al hoy. «¡No!», dije para mí, «¡si está vacío!» Pero lo cierto era que no lo sabía. Un instinto profundo, tan poderoso como las voces de la Ciudad del Infierno, me decía que volviera. Suponiendo que sea cierta la creencia popular de que el asesino siempre regresa al escenario del crimen, en mi caso el mecanismo que provoca estos impulsos debía estar completamente trastornado, pues tenía la convicción de que la única manera de demostrarme a mí mismo, al menos durante una noche (y mi sueño, tan amado como el mismísimo aire, dependía de eso), que yo no era culpable de la decapitación, era volver allá. Éste era el proceso lógico que me invadía, y llegó a tener tanta fuerza que, cuando regresé a casa, sólo pensé en buscar las llaves de mi Porsche, mientras comenzaba a prepararme para asumir todas las consecuencias de semejante incursión: primero, la carretera general, después, la carretera secundaria, luego, los ondulantes caminos llenos de arena; y vi de antemano los charcos que la lluvia habría formado en aquel terreno, y las roderas, y la piedra cubierta de musgo que tapaba el hoyo. Incluso vi, en la pantalla de mi imaginación, la bolsa de plástico verde, iluminada por mi linterna. Aquí se interrumpió aquella representación mental. Cuando ya estaba preparado, en la medida de lo posible, para iniciar la incursión, sentí que mi perro me lamía los dedos. Era la primera muestra de afecto que me daba en cinco días. En consecuencia, le llevé conmigo. La plana caricia de su lengua en la palma de mi mano despertó en mi mente razones de orden práctico: el perro podía ser útil. Sí, ya que si no había nada en el hoyo, ¿quién podía decirme que no hubiera algo enterrado en sus cercanías? Y el olfato del perro podía revelármelo.

He de confesar que el hedor que desprendía el perro a punto estuvo de hacerme vomitar de nuevo, por lo que tuve la tentación de no llevarlo conmigo. Pero el perro, un gran labrador negro, estaba en el automóvil, solemne como un soldado. (A propósito se llamaba Trucos, porque era muy patoso y no había podido aprender ninguno.)

Nos pusimos en marcha. El perro iba sentado a mi lado, muy solemne con la nariz hacia la ventanilla. Hasta que estuvimos a medio camino de Truro no me acordé del transmisor, y la idea de que me seguían me llenó de rabia. Me arrimé al borde de la carretera, detuve el coche, quité la cajita, y la dejé en el fondo de una zanja de poca profundidad, junto a un mojón kilométrico. Luego, reemprendimos nuestro camino.

No creo necesario describir el resto del trayecto. Tardé en recorrerlo el mismo tiempo que las veces anteriores, y cuanto más me acercaba al camino arenoso más remiso estaba mi pie a oprimir el pedal del gas. Y al final el motor del coche comenzó a fallar. Se caló en medio de un charco, y tuve un arrebato de miedo, como el que produce el súbito paso de un fantasma, de que no podría volver a poner en marcha el automóvil. En los tiempos coloniales había habido un patíbulo en algún claro de aquel bosque, y en aquellos momentos, a través de la llovizna, toda rama recia y saliente parecía sostener a un hombre pendiente de ella. Ignoro quién estaba más afectado por el esfuerzo del viaje, si el perro o yo. Trucos profería agónicos lamentos, como si un cepo le hubiera atrapado una pata.

Anduve torpemente por el sendero, con una linterna en la mano; la niebla era tan densa, que sentía mi cara bañada en espuma. El perro iba con el costado pegado a mi muslo, como si me abrazara, pero en los últimos metros, antes de llegar al retorcido pino enano, tiró de la correa adelantándose a la luz de mi linterna, y su voz se alzó en una mezcla de exaltación y terror, como si, igual que un ser humano, pudiera experimentar sentimientos tan contradictorios. Realmente, el perro jamás se había expresado de una forma tan humana como en aquellos instantes en que de su garganta salían gemidos de placer y estertores de terror. Tuve que retenerlo con la correa, ya que de lo contrario hubiera arrancado el musgo que cubría la piedra que tapaba el hoyo.

Cuando retiré la piedra, el perro emitió un leve gemido. Yo también hubiera podido gemir, pero me resistía a mirar. Al final, no pude aguantar más. La luz de la linterna mostró a mi vista una bolsa de plástico negra y pegajosa por la que reptaban insectos. Cubierto de frío sudor, y con dedos que temblaban como si los espíritus los estuvieran azotando, invadí los dominios del hoyo –¡ésta era la sensación que tuve!–, metí la mano y cogí la bolsa. Pesaba mucho más de lo que esperaba. Tardé largo tiempo en deshacer el nudo, pero no me atrevía a reventar el plástico, como si por el roto que mis dedos hicieran pudieran discurrir riachuelos nacidos en la mismísima Ciudad del Infierno.

Por fin deshice el nudo. Levanté la linterna y mis ojos vieron la cara de mi esposa. No me habría sorprendido más oír el disparo de una pistola en medio de mil noches de sueño. Patty parecía consternada. De la cabeza de mi esposa, donde debía haber estado la base del cuello, pendía una roja maraña de hebras de carne. Tras una sola mirada, porque no pude mirar más, cerré la bolsa. En aquel instante, supe que tenía alma. La sentía moviéndose en mi corazón y en mi pecho, mientras mis dedos volvían a anudar la bolsa.

Me levanté, dispuesto a irme, balanceándome como un marinero borracho. No sabía si debía llevarme conmigo la cabeza de mi mujer, o si debía dejar que reposara en aquel inmundo lugar, pero mientras duró esa debilitación de mi conciencia, el perro dejó de gemir, se agitó y comenzó a meter la cabeza y los hombros en el hoyo, adentrándose más y más, hasta que sus movimientos cambiaron de dirección y retrocedió arrastrado por un extremo, con su boca, una bolsa de plástico verde. Era la que mi mano había tocado en otra ocasión. Estaba rajada. Y vi la cara de Jessica Pond. No pude llamarla Laurel Oakwode.

¿Les parece raro que cogiera las dos cabezas y las llevara al automóvil? Llevé una en cada mano y las dejé en el maletero procurando que no se confundieran los velos de muerte que pudieran estar adheridos a cada una de ellas, ya que una simple bolsa de plástico es muy pobre mortaja. El perro me acompañó como si fuera el acompañamiento del entierro, y los árboles a uno y otro lado guardaron silencio. El sonido del motor del Porsche al ponerse en marcha sonó como una explosión en aquel fúnebre silencio.

Nos fuimos. Como no sabía lo que hacía ni por qué lo hacía no puedo explicar por qué me detuve para recoger el transmisor. Cuando lo hice, Stude y Nissen me atacaron.

Más tarde, cuando pude aclarar un poco mi confusión menta comprendí que la pareja de bribones me había seguido hasta el instante en que quité el transmisor. Habían esperado y después siguieron adelante, pero no encontraron mi coche ni mi casa. Solamente les llegaba el zumbido del transmisor, así que fuero hasta él. Era evidente que me había deshecho de él, y que no podían saber dónde me encontraba. En consecuencia, detuvieron la camioneta en el arcén y esperaron a que yo regresara.

Los vi dirigirse hacia mí cuando estaba de pie en la cuneta junto al mojón kilométrico, con el chivato en la mano. Los dos corrían hacia mí. Recuerdo que pensé que venían a recuperar lo que yo había robado del hoyo, lo que indica el desconcierto que reinaba en mi mente. Una cosa buena de encontrarte fuera de control es que puedes pasar de un momento trascendental a otro sin que sientas el menor miedo. Al meditar sobre ello, creo que estaban furiosos por haber tenido que esperar media hora junto al transmisor en medio de la lluvia. Querían liquidarme, simplemente por haberme burlado de una técnica que consideraban perfecta.

Cuando se lanzaron sobre el perro y sobre mí, Nissen lleva una navaja en la mano, y Stude una llave de ruedas. El perro y yo jamás nos habíamos encontrado en una situación semejante de alianza entre animal y hombre que puede implicar morir juntos, pero Trucos no me abandonó.

No puedo decir qué fuerza nos ayudó a repeler el ataque. Yo tenía guardadas en mi maletero las cabezas de dos rubias damas. Aquellas dos cabezas podían acarrearme doscientos años de presidio, si descubrían que las tenía, y esto representa una fuerza nada despreciable. También me dio fuerza para luchar una idea absurda que me embargaba. Frenético de excitación, imaginaba en aquellos instantes que transportaba a aquellas damas de una tumba inmunda a otra más decente.

Otra fuerza que también vino en nuestra ayuda fue la loca rabia que me acometió. Todo aquello que yo alcanzaba a comprender se había ido acumulando, durante los últimos cinco días, en mi cabeza y extremidades, como si se tratase de pólvora. Por eso, la visión de aquellos dos acercándose amenazadoramente actuó en mí como un fulminante. Recuerdo que el perro se puso alerta y en guardia a mi lado, con los pelos erizados como clavos. Entonces todo comenzó y todo terminó para él. Tal vez no duró ni diez segundos. El perro se abalanzó sobre Nissen y le atenazó la cara y el cuello con sus dientes. Pero recibió en pleno corazón la puñalada del Araña y murió sobre Nissen, quien, chillando y con las manos en la cara, salió a todo correr. Stude y yo tardamos más.

Stude comenzó a dar vueltas a mi alrededor, con la intención de golpearme con la llave de ruedas, en tanto que yo procuraba mantener las distancias, dispuesto a lanzarle a la cabeza mi transmisor –sí, entonces era mío–, pero el peso del aparato no superaba el de un guijarro.

Por muy furioso que estuviera la verdad es que no me encontraba en forma para pelear. El corazón parecía que me fuera a estallar, y no tenía armas que pudieran equipararse con la llave de Stude. No me quedaba más remedio que cazarle de un directo de derecha perfecto en la mandíbula –mi izquierda nunca había sido lo bastante buena–, y para ello tenía que esperar el momento en que se dispusiera a golpearme con la llave. Cuando te enfrentas con un hombre que esgrime un trozo de hierro, no queda más remedio que esperar a que el tipo se decida a golpear con él. Sólo puedes atacar al otro cuando su arma está alzada. Stude lo sabía. Se limitaba a balancear hacia adelante y hacia atrás la llave, sin comprometerse a enarbolarla para asestarme un golpe potente. Estaba dispuesto a esperar. Prefería que su adversario queda agotado por la tensión nerviosa. Stude esperaba, los dos trazábamos círculos, y yo me daba cuenta de que mi respiración era más trabajosa que la suya. Entonces le arrojé el transmisor, que le di en la cabeza. A continuación le aticé un puñetazo con la derecha pero en lugar de darle en la barbilla alcancé su nariz, lo que é aprovechó para golpearme con la llave inglesa el brazo izquierdo. Pero lo hizo después de haber perdido el equilibrio, por lo que el golpe perdió bastante potencia, a pesar de lo cual sentí el brazo muerto y tanto dolor que apenas pude esquivar el siguiente golpe aunque lo conseguí. Volvió a blandir la llave, y en ese momento la sangre que le manaba de la nariz le entró en la boca, por lo que comprendió que se la había roto.

Se abalanzó contra mí blandiendo la llave. Esquivé el golpe, cogí dos puñados de grava de la carretera y se los arrojé a la cara. Cegado, me lanzó otro golpe con todas sus fuerzas. Yo me eché a un lado y le aticé con la derecha el golpe más fuerte que había dado en mi vida, como si mi brazo actuara animado por un rayo, Stude y su llave cayeron al suelo, el uno al lado de la otra. Entonces cometí el error de pegarle una patada en la cabeza, con lo que sólo conseguí romperme el dedo gordo del pie. De todas formas, el nuevo dolor que sentí tuvo la ventaja para él de impedirme golpearle la cabeza con su llave. La cogí y, cojeando, me dirigí a la camioneta. El Araña estaba reclinado sobre el vehículo, sosteniéndose la cabeza con las manos y gimiendo; y yo gocé del placer de dejarme llevar de un verdadero ataque de furia. Con la llave destrocé los cristales de las ventanillas. Rompí los faros y las luces de situación y, no contento con eso, intenté arrancar las puertas, lo que no conseguí, aunque sí pude torcerles las bisagras. El Araña lo contempló todo en silencio y, por fin, me dijo:

–Oye, ten un poco de compasión. Necesito que me vea un médico.

–¿Por qué dijiste que te había robado la navaja? –le pregunté.

–Alguien me la robó. Y me compré otra que no sirve para nada.

–Es la que tiene clavada mi perro.

–Lo siento. No tenía nada contra tu perro.

Realmente, el Araña estaba hecho una lástima. Le dejé junto a la camioneta y evité acercarme a Stude para no tener el impulso de golpearlo con la llave. Me arrodillé al lado de mi perro, que había muerto junto al Porsche, su vehículo favorito, y con el brazo ileso conseguí meterlo dentro, dejándolo en el asiento contiguo al del conductor.

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