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Authors: Norman Mailer

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Los tipos duros no bailan (30 page)

BOOK: Los tipos duros no bailan
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–Hay dos preguntas que me impiden juzgar claramente este asunto. La primera es saber si eres inocente o culpable. Me es difícil creer lo primero, pero, a fin de cuentas, eres mi hijo –frunció las cejas y añadió–: Lo que quiero decir es que me resulta muy duro creer que eres culpable.

–Bueno, a fin de cuentas, insinúas que bien hubiera podido hacerlo. ¡Acabas de decirlo! ¿Sabes por qué? Porque tú eres capaz de matar. Quizá cometiste algún que otro asesinato en tus tiempos de sindicalista.

Dougy no contestó. Sólo dijo:

–La gente decente mata en cumplimiento del deber o en defensa del honor. Jamás por dinero. Un sinvergüenza mata por dinero. Un cerdo codicioso mata por dinero. Pero tú no. ¿Te beneficia el testamento de tu mujer?

–Ni idea.

–Si en el testamento te deja una buena suma de dinero puedes encontrarte en una situación muy difícil.

–Es posible que Patty no tuviera dinero. Siempre fue muy reservada en lo tocante a sus bienes. Sospecho que Patty Larein hizo inversiones desastrosas en los dos últimos años. Quizá no tuviéramos ni un centavo.

–Ojalá –dijo mi padre; luego, mirándome fijamente con sus gélidos ojos azules, prosiguió–: El problema es la forma como cometieron estos asesinatos. Y ahora viene mi segunda pregunta ¿Por qué? ¿Por qué, quien sea, decapitó a esas dos mujeres? Si lo hiciste, los dos deberíamos desaparecer. Sería lo mejor. Nuestra semilla sería tan horrorosa que más valdría que no se perpetuara.

–Hablas con mucha calma de estas cosas.

–Es porque no te creo capaz de semejante atrocidad. Lo he mencionado sólo como una opción. Para dejar las cosas claras.

El don que tenía mi padre de saber siempre lo que era más conveniente hacer me ponía frenético. No parecía que habláramos de un asunto gravísimo, sino que consideráramos las más triviales cuestiones familiares. Meras divergencias ideológicas Dougy Madden dice: «Mata al hijo puta.» Su hijo dice: «No mételo en un sanatorio mental.» Me hubiera gustado sacudir a mi padre.

–Soy perfectamente capaz de estas atrocidades. Puedes estar seguro –le dije proponiéndome imitarlo–. Lo sé. Soy presa de los espíritus. Si realmente lo hice, estaría en una especie de trance. Me dejé llevar por los espíritus.

El Gran Mac me dirigió una mirada despectiva.

–La mitad de los asesinos del mundo dicen lo mismo. Y lo que yo digo es que se vayan todos a tomar por el culo. ¿Qué importa que digan la verdad? No son más que el pararrayos de toda la mierda que la otra gente suelta en el aire. En consecuencia, son tan peligrosos que no deberían andar sueltos –movió la cabeza como diciendo que no y añadió–: ¿Quieres saber cuáles son mis sentimientos? Deseo que no lo hayas hecho porque, de lo contrario, no me vería con fuerzas para matarte. Ni siquiera podría denunciarte.

–Juegas conmigo. Primero dices una cosa y luego otra.

–¿No ves que intento aclararme la cabeza?

–Toma un trago.

Y me tomé un sorbo de whisky. Sin hacer caso de mis palabras, mi padre prosiguió:

–Sí, la segunda pregunta ayuda a resolver la primera. ¿A santo de qué decapitarlas? Con ello lo único que conseguirías es evitar la cadena perpetua para pasarte el resto de tu vida en un manicomio. Dado lo horroroso del crimen, incluso podrían condenarte a la horca, si es que hay pena de muerte en este estado. En consecuencia, forzosamente tendrías que estar loco. Y no creo que lo estés.

–Muchas gracias, pero tampoco creo que el asesino esté loco.

–Pero ¿por qué tenía que cortarles la cabeza? –preguntó de nuevo–. Sólo hay una razón. Lo hizo para comprometerte.

Mi padre sonrió como el físico que acaba de comprobar una hipótesis, y me preguntó:

–¿El hoyo ése es lo bastante grande para contener un cuerpo?

–Sólo si se quita la caja con los tarros de marihuana.

–¿Podría contener dos cuerpos?

–No, ni hablar.

–Es posible que la decapitación haya sido muy meditada. Hay gente capaz de cualquier cosa, si ello les proporciona una ventaja.

–¿Quieres decir que…?

Pero mi padre no estaba dispuesto a entregarme los frutos de su proceso mental:

–Sí, claro, las cabezas fueron cortadas con la finalidad de poderlas meter en el hoyo. Alguien quiere que cargues con el muerto.

–Se me ocurren dos posibles asesinos. Cualquiera de los pudo hacerlo.

–Probablemente, pero se me ocurren unos cuantos más.

Mi padre golpeó la mesa con los nudillos de los tres dedos centrales y me preguntó:

–A esas mujeres, ¿les pegaron un tiro en la cabeza? ¿Examinaste las cabezas para averiguar cómo las mataron?

–No, no las examiné.

–¿Qué hay de sus cuellos? ¿Los miraste?

–Fui incapaz.

–¿Así que no sabes si les cortaron la cabeza con una sierra, con un cuchillo o con lo que sea?

–No.

–¿No crees que deberías averiguarlo?

–No quiero molestarlas más.

–Tim, esto es algo que hay que averiguar, por tu propio bien.

Tuve la impresión de volver a tener diez años y de estar punto de llorar.

–Papá, no puedo mirar esas cabezas. ¡Por el amor de Dios, se trata de mi esposa!

Mi padre recapacitó. El ardor de la charla le había hecho olvidarse de ciertas cosas. Por fin, dijo:

–Muy bien. Bajaré y echaré una ojeada.

Mientras mi padre estaba ausente, fui al cuarto de baño y vomité. Hubiera preferido llorar. Ahora que estaba solo y no pasaría por la vergüenza de llorar delante de mi padre, las lágrimas no acudieron a mis ojos. Me duché, volví a vestirme, me froté la cara con loción para después del afeitado y regresé a la cocina. Allí estaba mi padre, muy pálido. Las manchas arreboladas habían desaparecido. Llevaba los puños de la camisa mojados por lo que deduje que se había lavado las manos en la pileta del sótano.

–La que no era tu esposa… –empezó.

–Jessica. Oakwode. Laurel Oakwode –aclaré.

–Sí, bueno… Esa fue decapitada con una espada. O quizá con un machete. De un solo golpe. Lo de Patty es otro asunto. Alguien bastante chapucero le cortó la cabeza con una navaja, como si la serrara.

–¿Estás seguro?

–¿Quieres comprobarlo?

–No.

Lo vi, de todos modos. No sé si fue una imagen imaginaria o tan real como la que había contemplado la retina de mi padre, pero vi la garganta de Jessica. Tenía un corte limpio, y la carne alrededor de la zona donde recibió el tajo estaba amoratada por el golpe.

No necesitaba tener una visión del cuello de Patty. No había olvidado aquella roja maraña que colgaba de él.

Mi padre abrió la mano. En ella había un fragmento de bala.

–Esto lo encontré en la cabeza de la Oakwode –explicó–. No puedo sacar el resto sin ponerte perdido el sótano, pero he visto cosas así con anterioridad. Es una bala especial del calibre 22. Por lo menos, eso creo. Esta bala se abre una vez dentro del cuerpo y provoca heridas terribles. Si una bala de éstas te da en el seso, basta y sobra. Probablemente, el arma tenía puesto un silenciador.

–¿Se la dispararon en la boca?

–Sí. Tiene los labios hinchados, como si alguien le hubiera obligado a abrir la boca. Quizá con el cañón del arma. Todavía se advierten las quemaduras de la pólvora en el paladar, que es donde se encuentra el orificio de entrada. Más bien pequeño, por cierto. Propio de una bala del 22. No hay orificio de salida. Sólo he podido sacarle de la cabeza esto.

Mi padre indicó el fragmento de la bala.

Los hombres duros no bailan. Sí, realmente, así era.
Sólo he podido sacarle de la cabeza esto
. Me temblaban las rodillas, y tuve que coger el vaso con las dos manos para llevarme el whisky a la boca. Descubrí que no estaba preparado para preguntar por Patty. De todas maneras, mi padre me dijo lo que había averiguado:

–No hay señales, ni orificios de entrada, ni contusiones en la cara ni en su cuero cabelludo. Me inclino a creer que le pegaron un tiro en el corazón y murió en seguida.

–¿En qué te basas?

–Es sólo una hipótesis. No lo sé con certeza. Quizá utilizaron un cuchillo. Su cabeza no me ha revelado nada más que su identidad. Es ella.

Frunció las cejas, como si hubiera olvidado mencionar un detalle importante.

–No, me ha dicho algo más –dijo–. Necesitaría que la viese un forense para estar seguro, pero diría que tu mujer –al parecer no se atrevía a llamarla por su nombre– fue asesinada entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas después que la otra.

–Bueno, ya nos lo dirán –dije.

–No, eso es algo que jamás llegaremos a saber.

–¿Por qué? –le pregunté.

–Tim, tenemos que desembarazarnos de estas cabezas –levantó la mano para cortar mis previsibles objeciones–. Sé cuál es el precio.

–Nunca sabremos quién lo hizo –dije tartamudeando.

–Creo que lo averiguaremos, pero no podremos probarlo.

El color volvía a sus mejillas.

–Si quieres vengarte, tendremos que encontrar otros medios.

Por el momento, pasé por alto esta observación. Mi padre continuó:

–Por favor, trata de comprenderme. Creo que hay más de un asesino. La gente que utiliza machetes no anda haciendo de matarife con navajas.

–Pero la gente que utiliza machetes no tiene, por lo general armas cortas del calibre 22 con balas especiales y silenciador.

–Bueno tendré que pensarlo –dijo mi padre.

Los dos guardamos silencio. Yo pensé muy poco. Sentía la extremidades dormidas, como si hubiera caminado durante largas horas por los bosques en el mes de noviembre y ahora me hubiera detenido a descansar.

–Te voy a decir lo que veo con toda claridad –me dijo–. Alguien eligió el escondite de tu marihuana para dejar en él la cabeza de Jessica Pond. Esto te dejó tan impresionado que aún no estás seguro de si fuiste tú o no. Luego, se llevaron la cabeza. ¿Por qué?

Levantó los dos puños a la altura del pecho, como si estuviera conduciendo un automóvil, y siguió:

–Pues porque alguien ha decidido matar a Patty. Y este alguien, esta persona, quiere tener la certeza de que las dos cabezas sean encontradas más tarde. Esta persona no quiere que tú o que el otro asesino destruya las pruebas. O que te cagues de miedo y vayas a la policía. En consecuencia, es esta segunda persona la que se llevó la cabeza.

–O ella se llevó la cabeza.

–O ella, a pesar de que no sé lo que pretendes decir con eso.

Como no dije nada más –había hablado llevado por un impulso–, mi padre prosiguió:

–Sí, veo a dos protagonistas. El que mató a Jessica y el que se disponía a matar a Patty. El primero mete la cabeza en el hoyo para comprometerte. El segundo la quita para que las dos cabezas sean encontradas más tarde. Y, entonces, tú cargarás con las culpas de los dos asesinatos.

–¿No es mucho suponer?

–Cuando alguien hace una cosa así, está convencido de que ve todo el panorama con absoluta claridad, aunque en el fondo no hace otra cosa que echarle un ingrediente más a la sopa.

–Y, a tu juicio, ¿quién es el cocinero? –le pregunté.

–Muy bien podría ser Wardley. Cabe la posibilidad de que ya supiera que Patty estaba muerta mientras hablaba contigo. Es capaz de haberla matado y haberte tendido una trampa para que te carguen el muerto.

–No veo cómo hubiera podido hacerlo.

–Tiene una pobre opinión de ti. No le censuro. Es posible que supiera que la cabeza de Jessica andaba rondando por ahí, y supuso que tú sabías dónde se encontraba. En consecuencia, pidió la cabeza de Patty. Pensó que harías pasar la cabeza de Jessica por la de Patty, con lo cual él tendría las dos cabezas.

–Oye, ¿puedes dejar de repetir esa palabra?

–¿Cabeza?

–Me pone nervioso.

–Pues no hay palabra con que sustituirla.

–Usa nombres.

–Hasta que encontremos los cadáveres, el uso de nombres puede inducir a confusiones.

–Emplea nombres y basta –insistí.

–Eres tan remilgado como tu madre –comentó.

–Me importa un pimiento que mis tatarabuelos anduviera sacando turba de los pantanos de Irlanda todos los días de su asquerosa vida, y, sí, señor, soy tan remilgado como mi madre.

–Bueno, apunta un tanto en el marcador de tu madre. Y que descanse en paz.

Mi padre soltó un eructo. El whisky, la cerveza y su enfermedad le atacaban al mismo tiempo.

–Pásame la botella –me pidió.

–Todo son hipótesis y suposiciones. ¿Por qué no había de saber Wardley dónde estaba Jessica? Si Regency lo sabía, también podía saberlo. El Araña es su intermediario.

–Bueno, digamos que en parte colaboran y en parte se hacen la puñeta. En situaciones así, es increíble lo que la gente sabe y lo que ignora –golpeó la mesa con los nudillos y añadió–: Diría que Wardley no sabía dónde se encontraba Jessica, y quería que le condujeras a ella.

–Pues yo creo que, cuando hablé con Wardley en la playa, ya había puesto las dos cabezas en el hoyo. Hay que atenerse a los hechos. El Araña y Stude me seguían. ¿No crees que lo hacía con la intención de atraparme cuando volviera al hoyo? ¿Te imaginas que me hubieran cogido con las cabezas en la mano? Habrían sido los ciudadanos más indeseables que nunca habían detenido a otro ciudadano.

Esto impresionó a mi padre. Al fruncir las cejas, me dio la razón.

–Sí, parece razonable. Imaginan que te diriges al hoyo, pero el transmisor les dice que te has detenido. No es de extrañar que estuvieran tan furiosos cuando apareciste.

–Creo que la culpabilidad de Wardley no admite dudas.

–En el caso de Patty, me parece que aciertas. Pero ¿quién mató a Jessica?

–Es posible que también lo hiciera Wardley.

–Emplear una pistola del 22 con silenciador es propio de él. Pero ¿le imaginas esgrimiendo un machete?

–¿Y Stude?

–Quizá.

–¿En qué más piensas?

¿En cuantas conversaciones, a lo largo de los años y con el mostrador de por medio, había actuado mi padre interpretando el papel de detective privado de secano, de abogado defensor o de juez honorario de apelación? Se llevó la mano a los labios, como si no estuviera decidido a arrancarse la verdad de los labios igual que si fuera cinta adhesiva. Bajó la mano y dijo:

–Regency no me gusta. No si lo que me has explicado de él es cierto. Quizá sea el culpable.

–¿Crees que mató a Jessica?

–Es capaz de emplear balas especiales del 22 y además un machete. Es el único. Me has hablado de su casa. Es un fanático de las armas. En alguna alacena del sótano debe de tener un lanzallamas. Es capaz de planear tu muerte poniendo una caña de bambú con la punta envenenada en tu camino. He conocido a otros así. Siempre te dicen lo mismo: «En cuestión de armas, puedo presumir de conocerlas todas. Soy un renacentista.»

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