A veces jugueteaba en el agua, con el culo al aire, abrazada a dos mujeres desnudas, mientras sus perversos dedos sureños, tan amigos de pellizcar, retorcían los pezones de sus compañeras. Pellizcar pezones, acariciar tetas, dar palmadas en el culo, eran diversiones propias de una buena chica en las charcas en que tanto retozó Patty en su juventud, charcas en las que siempre había un viejo árbol junto a la orilla del que colgaba una cuerda para saltar al agua.
A Patty también le gustaba andar por casa mostrando todo su carnal esplendor, es decir, con zapatos de tacón alto y nada más, y se le ponían los pelos de punta, en sus zonas más sensibles, cuando algún viejo chaquetón, del tipo llamado parca, con un hombre dentro, abría la puerta y preguntaba: «¿Está Tim?»
En estos casos, Patty respondía: «Estúpido y grosero hijo de puta, ¿es que no sabes llamar a la puerta?»
En consecuencia, impusimos una norma a nuestros amigos: «Llamad antes de entrar.» Y nosotros –es decir, Patty– la hacíamos cumplir. Muchos nos despreciaban por ser tan remilgados, pero como he dicho, lo contrario del esnobismo era lo habitual en nuestro pueblo en invierno.
En consecuencia, como siempre, llamé a la puerta del Araña, y saludé con un movimiento de cabeza a Beth, su mujer, cuando me abrió. Vivía tan servilmente sometida a los menores caprichos del Araña, que incluso las más ardientes feministas de Provincetown la consideraban un caso perdido. Lo paradójico era que Beth mantenía a Nissen, y que había comprado la casita en que vivían con dinero de sus padres (me dijeron que eran personas acomodadas de Wisconsin), pero el Araña se comportaba como si aquella especie de barraca fuera su feudo. El hecho de que fue Beth, con su dinero, quien compró la Honda 1200 del Araña, su televisión Trinitron, su cámara de vídeo Sony, su grabadora Betamax y su ordenador Apple, sólo servía, al parecer, para reforzar el poder del Araña. El poco aprecio que Beth sentía por sí misma se avivaba mortecinamente cuando le daba dinero. Era una mujer callada, huidiza, de piel grisácea, que hablaba con voz apagada y llevaba gafas. Siempre tuve la impresión, incluso cuando Beth y yo nos saludábamos con una inclinación de cabeza y una sonrisa tímida, de que había rechazado deliberadamente cualquier encanto, por pequeño que fuera, que hubiera intentado posarse en ella. Parecía un jamelgo. Y, sin embargo, escribía unas poesías extraordinarias. Al leer lo poco que me enseñó, descubrí que era cruel como un violador en un
ghetto
por la brutalidad de sus conceptos, ágil como un acróbata en sus metáforas, y capaz de llegarte al corazón con una ocasional vena sentimental tan tierna como una ramita de madreselva en la boca de un niño. Sin embargo, aunque me sorprendió, no me dejó pasmado. Beth era un jamelgo que había sido alimentado con radio.
Debo advertir, sin embargo, que la vida sexual de aquella pareja –vida que para nadie constituía un misterio– era sórdida incluso para nosotros. En un momento indeterminado, en el curso de los últimos dos años, Nissen había sufrido una lesión en la espalda, así que padecía una grave hernia discal. Cada dos o tres meses tenía que pasarse unas semanas tumbado en el suelo, y allí escribía, comía y follaba. Creo que cuando más le dolía la espalda, más follaba, lo que, a su vez, empeoraba su dolencia. Primero trituraba la carne de la atracción que sentían el uno por el otro, luego los huesos, y por fin las tripas y los despojos, como si durante el período de su encarcelamiento en el suelo –¡por algo dicen que el tiempo es plano!– tuviera que hacer vibrar incesantemente la única cuerda que le quedaba a su banjo, hasta que o bien se le partiera la espina dorsal, o bien su mente volara aullando de dolor hasta el espacio exterior, o bien Beth se cortara las venas de las muñecas. Solía filmar en vídeo estos paroxismos amatorios. Y había mostrado las cintas a quizá veinte de nosotros. Beth se sentaba entre nosotros, como una monja, en silencio, mientras Nissen nos mostraba las técnicas amatorias propias de un hombre con hernia discal. Estas técnicas consistían principalmente en que él se tumbaba de espaldas en tanto que Beth (y el Araña estaba orgulloso del cuerpo flaco, de muchacho, de su mujer, cuando se ondulaba sobre el suyo) efectuaba toda clase de piruetas. Por lo general, el número terminaba cuando Beth metía en su boca el cipote del Araña y la espalda de éste vibraba como la cola de un perro, mientras lo mostraba todo a la cámara de vídeo, hasta que por fin se corría en un solo espasmo, sólo uno, con el que entregaba la última gota de semen que podía quedarle a un hombre que, a falta de otra diversión, se había pasado el día follando. Era horroroso contemplarlo. El Araña solía mearse encima de su mujer, para que todos lo viéramos en la pantalla del televisor. Se había dejado un bigote a lo D'Artagnan, que se retorcía como un villano mientras orinaba encima de Beth. Quizá se pregunten por qué razón contemplaba yo estas cintas, y se lo voy a decir. Sabía que las grandes bóvedas del cielo están destinadas a los ángeles, y que en el cielo hay otros caminos, y también que hay trenes subterráneos para los demonios, y pensaba que la casa de Nissen (a pesar de que el nombre de su propietario era White, Beth Dietrich White) era una estación más de la línea. Por eso me quedaba y contemplaba las escenas, sin saber si actuaba como acólito o como espía, y así lo hice hasta que por fin, a Dios gracias, la espalda del Araña mejoró con el paso de los meses y se olvidó un poco de aquella loca sucesión de polvos llena de cables cruzados y de cortocircuitos. Como era de temer, a modo de compensación se dedicó a escribir detalladas descripciones de sus relaciones amorosas con Beth, descripciones que me pasaba y que yo tenía que leer para discutir luego con él sus posibles méritos. Era lo último en talleres literarios.
Hubiera podido soportar al Araña, aquel monstruo que compartía conmigo la gloria de haber escalado casi hasta el voladizo el monumento más alto entre nuestra ciudad y Washington, D.C., si por lo menos él hubiera creído en Dios, o en el diablo, o en los dos, o si hubiera sido un alma atormentada, o si hubiera deseado asesinar a Dios, o si hubiera besado el ojete del diablo y ahora fuera su esclavo. Habría tolerado la herejía, la falacia, el perjurio, el antinomismo o el catarismo, pero no podía soportar aquel maldito ateísmo que creía en los espíritus llegados por medio de las corrientes electrónicas. Creo que la doctrina teológica del Araña podía resumirse así: «quizá en otros tiempos hubo un dios, pero ahora, por ignoradas razones, este dios se ha ido, dejándonos en una especie de grandes almacenes cósmicos por los que podemos pasearnos parloteando y metiendo el dedo en las mercancías y entrometiéndonos en todos los sistemas» Sí, el Araña pertenecía a la vanguardia de los cerebrados.
Aquel día, cuando entré, la sala de estar de los Nissen estaba a oscuras, con las persianas bajadas. El Araña y dos hombres más, cuyas caras, al principio, no pude distinguir, contemplaban cómo los Patriots intentaban marcar un tanto desde la línea de diez yardas. Deduje de ello que tenía que ser domingo, lo que demuestra lo ensimismado que estaba. Ni me había enterado. En cualquier otro domingo de noviembre habría hecho mis apuestas, sopesando los pros y los contras, y me habría instalado en aquella casa desde el momento del saque inicial, pues he de confesar que, a pesar de la antipatía que sentía por Nissen y de que pasarme muchas horas ante el televisor me causaba el mismo efecto que un purgante, si querías ver la televisión no había mejor lugar para hacerlo que la pequeña sala de estar de Nissen. El hedor a calcetines sucios y a restos de cerveza se mezclaban con los sutiles olores del equipo de vídeo: cables quemados, plástico. Tenía la impresión de encontrarme en una cueva en el mismísimo borde de la futura civilización en compañía de los nuevos cavernícolas cerebrados, un anticipo de los siglos venideros. Si se pasaban las tardes del domingo en la profunda, aunque deprimente, paz que da perder el tiempo, las estaciones del año se podían tolerar e iban transcurriendo sin altibajos; me causaba una especie de aburrida felicidad contemplar a los Patriots, los Celtics, los Bruins y luego, en abril, los Red Sox. En mayo había otro ambiente. El invierno había terminado, pensábamos en el verano, y la sala de estar de Nissen ya no parecía una cueva, sino una madriguera poco aireada. Sin embargo, estábamos en los inicios del período de hibernación, y si aquel invierno no hubiera empezado dando señales de que iba a ser completamente distinto de todos los anteriores, me habría gustado ir allá en una especie de trance con una botella de whisky o un cartón de cervezas, a modo de aportación a la cueva, y me hubiera hundido, con la mente en paz, en uno de los dos sofás de Nissen o en cualquiera de sus tres sillones despanzurrados –¡que se apretujaban en un cuarto de estar de tres metros y medio por cinco!–, hubiera estirado las piernas, apoyando los tacones de mis camperas en su alfombra, y me habría fundido con las paredes, la alfombra y los muebles; descoloridos por el paso del tiempo, llenos de churretones, salpicaduras y manchas, habían ido adquiriendo un color indefinible que no era gris ceniza, ni púrpura desteñido, ni verde marchito, ni castaño desvaído, sino una mezcla de todos ellos. Pero ¿me importaba el color? La pantalla del televisor era nuestro luminoso altar y la contemplábamos soltando un gruñido de vez en cuando o tomando un sorbo de cerveza.
No puedo expresar cuánto me tranquilizó encontrarme de nuevo en aquel ambiente. Para una persona que había vivido los últimos días de un modo tan agitado, era un honesto alivio estar sentado entre los visitantes del Araña, dos individuos de los que podía prescindir en mejores momentos, pero que entonces por lo menos representaban compañía. Uno de ellos se llamaba Pete el Polaco, era nuestro corredor de apuestas y tenía un apellido que nadie, ni siquiera él, podía pronunciar dos veces de la misma forma. Me parece que se llamaba Peter Petrarcievsisz. Yo le tenia antipatía por ser un malparido de la peor ralea, rebosante de codicia, que cobraba una comisión del veinte por ciento en vez del diez por ciento que hacían pagar los corredores de Boston –«Pues llamad por teléfono a Boston», decía. ¡Claro, sabía muy bien que allí sus clientes no tenían crédito!– y que además procuraba engatusarte a la hora de apostar, si sabia cuáles eran tus preferencias, para que perdieras. Era un tío corpulento y tristón, con cara de pocos amigos, que pertenecía a todos los grupos étnicos y a ninguno: podías tomarlo por italiano, irlandés, polaco, húngaro, alemán o ucraniano, según lo que te dijeran. Tampoco yo le caía bien: era uno de los pocos que tenía crédito en Boston.
Que Pete el Polaco estuviera presente sólo podía significar que Nissen había apostado mucho a favor de los Patriots. Esto era inquietante. Nissen podía carecer de sentimientos hasta el punto de mearse encima de su esclava, pero hubiera lamido los cordones de los zapatos de cualquier deportista lo bastante bueno para jugar con los Patriots. Su parapléjico detective podía introducirse en los ordenadores de la CIA y liquidar con la misma sangre fría a un amigo que a un enemigo, pero la fidelidad de Nissen a los Patriots era tan metafísica que Pete podía colocarle apuestas asegurándole que eran favoritos por seis a uno cuando a mí me las daban por tres a uno en Boston. ¡Cuántas veces debía de haber caído el Araña en esas trampas! Presumí que esta vez la apuesta era tan importante que Pete estaba presente con la finalidad de cobrar, en el caso de que ganara, y al cabo de cinco minutos comprobé que mi suposición era acertada: el Araña le gritaba al televisor. No me habría extrañado que hubiera apostado su motocicleta y por eso estuviera allí Pete, dispuesto a llevársela en el caso de que Nissen perdiera.
Hay algo importante que debo decir: creo muy posible que el Araña le pidiera a Pete una moratoria en el pago de sus deudas a cambio de ciertas promesas. Promesas como: «Espera otra semana y te diré dónde guarda Madden su provisión.» Mi reserva de marihuana bien podía valer dos mil dólares, y Nissen lo sabía. Era muy capaz de ofrecer mi marihuana como garantía.
Al otro hombre que estaba en el cuarto apenas le conocía. Hubiera podido pasar por mexicano. Tenía los brazos cubiertos de tatuajes que representaban águilas y sirenas, tenía el cabello liso y negro, la frente baja, la nariz partida, llevaba bigote y le faltaban un par de dientes. Le llamaban Stude porque, según decía su leyenda, cuando era adolescente se dedicaba a robar todos los coches de la marca Studebaker que podía encontrar por la zona de Cape Cod. Sólo Studebaker. Pero esta leyenda era falsa, ya que Stude robaba coches de todas las marcas; lo que sí era cierto es que le cogieron cuando conducía un Studebaker robado. Se dedicaba a cobrar, por cuenta de Pete, las deudas de juego; según decían, era mecánico ajustador y metalúrgico (oficios ambos aprendidos en el penal de Walpole), lo bastante experto para cambiar los números de serie de los motores de los coches robados por otros. Pero no creía que Stude conociera la existencia de mi depósito en el bosque de Truro.
Si digo esto es porque, al igual que John Foster Dulles, que –cualesquiera que fueran sus pecados– nos legó esta frase, yo estaba llevando a cabo una dolorosa reconstrucción mental. Me tenía por un escritor que buscaba una visión más amplia, de lo común del ser humano. No me gustaba clasificar a todas las personas conque me cruzaba en dos categorías: la de los que sabían dónde escondía la marihuana y la de las que lo ignoraban.
Sin embargo, mi mente estaba obsesionada por esa lista. Nissen lo sabía, y por extensión también Beth. Patty lo sabía. El negro lo sabía. Era posible que hubiera llevado a Jessica y al señor Pangborn hasta allí. Regency debía de tener una idea bastante clara, por lo menos. Y había más gente. Incluso pensé en mi padre. Llevaba años tratando sin éxito de sustituir el alcohol por la marihuana. En cierta ocasión, haría cosa de un año, en el curso de la última visita que nos hizo, le llevé a mi plantación y traté de que se interesara por ese cultivo. Pensé que si veía la planta, llegaría a respetarla tanto como al lúpulo. Sí, tenía que añadir mi padre a la lista.
Pero eso era como mearse encima de Beth. De repente, me di cuenta de la monstruosidad de mi nueva preocupación. En mi mente la gente era como una lista de nombres en la pantalla de un ordenador. ¿Me estaría convirtiendo en un cerebrado? Tanto se había obsesionado mi mente con esta actividad, que me sentía como un ordenador temblando sobre su base. El nombre de mi padre entraba y salía alternativamente de la lista. Hubiera preferido capear una galerna en alta mar.