–El día del huracán estuve tres horas en el tejado. Gracias a eso no llegó –dijo entonces.
–¿Lo contuviste?
–Sé que esto acabará conmigo. Tuve que hacer una promesa.
–¿Pero contuviste al huracán?
–Hasta cierto punto.
Cualquier otra persona habría pensado que me burlaba de ella cuando formulé la siguiente pregunta. Pero él sabía que no era así.
–Oye, ¿van a ganar los Patriots hoy?
–Sí.
–¿Es tu opinión profesional?
–Tengo la impresión. Me lo ha dicho el viento –respondió tras negar con la cabeza.
–¿Nunca se equivoca?
–En asuntos ordinarios, una vez de cada siete.
–¿Y en asuntos extraordinarios?
–Una de cada mil. Es que se concentra en el problema.
Me agarró por la muñeca y me preguntó:
–¿Por qué segaste la marihuana antes de la tormenta?
–¿Quién te lo dijo?
–Patty Lareine.
–¿Qué le dijiste?
El Arpón era como un niño. Si estaba dispuesto a explicarlo, no me ocultaría nada.
–Le dije que te advirtiera –me respondió con toda gravedad– de que era mejor perder la cosecha que recolectarla aprisa y corriendo.
–Y ¿qué te contestó?
–Que no le harías caso. La creí. Por eso no me ofendí cuando, hace un par de noches, viniste a verme con aquella cogorza. Supuse que habías fumado tu marihuana. Esa marihuana está poseída por el diablo.
El Arpón pronunció esta última palabra como si el Maligno fuera un cable de alta tensión que hubiera caído al suelo y anduviera soltando chispas.
–¿Vine para que me hicieras un tatuaje?
Negó con vehemencia:
–No. La gente ignora que sé tatuar. Sólo se los hago a personas que respeto mucho –me dirigió una sombría mirada y añadió–: Te respeto porque eres lo bastante hombre para follarte a tu esposa. Las mujeres hermosas despiertan mi timidez.
–Me has dicho que no vine para que me hicieras un tatuaje.
–No –me aseguró–, te hubiera echado con cajas destempladas.
–¿Qué quería, pues?
–Me pediste que organizara una sesión de espiritismo. Querías averiguar por qué se puso tan histérica tu mujer durante la última que tuvimos.
–Y ¿no podías ayudarme?
–¡Oh, no! –me dijo–. No podías haber escogido una noche peor.
–Así que me dijiste que no.
–Te dije que no. Entonces me llamaste embustero. Cosas terribles. Fue cuando viste mi estuche. Las agujas estaban encima de la mesa. Y dijiste que querías un tatuaje. «No me voy a ir con las manos vacías», dijiste.
–Y tú accediste.
–Al principio, no. Te dije que un tatuaje debe ser respetado. Pero no parabas de ir a la ventana y gritar: «¡Espera un momento!» Pensé que estabas hablando con ellos, aunque también podía tratarse de una persona. Entonces te echaste a llorar.
–¡Mierda! –exclamé.
–Me dijiste que si no podía organizar una sesión, forzosamente tenía que hacerte un tatuaje. «Se lo debo a ella», dijiste, «me porté mal con ella. Debo llevar su nombre.» –Asintió con la cabeza y prosiguió–: Lo comprendí. Querías el perdón de alguien. Así que dije que te lo haría. Entonces corriste a la ventana y gritaste: «¡Vas a perder la apuesta!» Eso me enfureció. Dudé de tu sinceridad. Pero no pareciste darte cuenta de mi enfado. Me dijiste que te grabara el nombre que me habías dicho en la sesión de Truro. «¿Qué nombre es ése?», te pregunté. Tim, tú lo recordabas.
–¿No te dije en la sesión que quería entrar en contacto con Mary Hardwood, una prima de mi madre?
–Eso lo dijiste de cara a los otros. Pero, dirigiéndote a mí, murmuraste: «El verdadero nombre es Laurel. Háblales de Mary Hardwood, pero piensa en Laurel.»
–¿Es eso todo lo que te dije?
–No. También dijiste que Laurel había muerto, que querías ponerte en contacto con ella, pero estaba muerta.
–No pude decir tal cosa –le repliqué–, porque quería saber dónde está.
–Si creías que está viva, hiciste mal uso de la sesión.
–Me temo que así es.
–Tal vez sea la explicación de todo este caos –suspiró, abrumado por el peso de la maldad humana–. Hace dos noches, cuando empecé a hacerte el tatuaje, me dijiste: «No puedo engañarte más. El nombre de la chica no es Laurel, sino Madeleine.» Eso me alteró mucho. Trato de estar en contacto con las fuerzas que me rodean cuando clavo la primera aguja. Es una protección básica para todos. Hiciste añicos mi concentración. Y al cabo de un momento me dijiste: «He cambiado de opinión. Pon Laurel, después de todo.» Confundiste a tu propio tatuaje. Lo confundiste dos veces.
Guardé silencio, como si considerara sus palabras. Al cabo le pregunté:
–¿Qué más dije?
–Nada. Te dormiste. Despertaste cuando ya había terminado de tatuarte. Entonces bajaste la escalera, subiste al coche y te fuiste.
–¿Me acompañaste?
–No.
–¿Miraste por la ventana?
–No. Pero tengo la impresión de que ibas acompañado. Tan pronto saliste comenzaste a hablar a gritos. Me pareció oír las voces de un hombre y una joven que trataban de calmarte. Luego os fuisteis todos.
–¿Los tres en mi Porsche?
El Arpón distinguía el sonido de los motores.
–Sí, sólo había un coche –afirmó.
–Oye, ¿cómo conseguí meter a dos personas en un asiento tan bajo?
El Arpón se encogió de hombros. Me disponía a irme, cuando dijo:
–La muchacha a la que llamas Laurel tal vez siga viva.
–¿Estás seguro?
–Tengo la impresión de que se encuentra en Cape Cod. Está enferma, pero sigue viva.
–Bueno, si te lo ha dicho el viento, hay seis posibilidades contra una de que estés en lo cierto.
Fuera estaba oscuro, y la carretera de Provincetown era barrida por las últimas hojas muertas, que caían sobre mi coche revoloteando desde los árboles. El viento soplaba con furia, como si realmente le hubiera molestado que engañase al Arpón, y ráfagas capaces de hacer zozobrar a una barca de vela azotaban los laterales de mi coche.
En cierta ocasión, un par de años atrás, asistí a otra sesión de espiritismo. Un amigo del Arpón había muerto en accidente automovilístico en aquella misma carretera, y él me invitó. Había además dos hombres y una mujer a quienes no conocía. Nos sentamos, formando un círculo en la penumbra, alrededor de una mesilla auxiliar de delgadas patas. Teníamos las palmas de las manos sobre la mesita y nuestros dedos meñiques se tocaban. El Arpón dio instrucciones a la mesa; con un tono que parecía dar por sentado que le entendía, le dijo que se inclinara hacia un lado para volverse a asentar después haciendo un ruido con las patas que significaría «sí». Si la mesa quería decir «no», debía dar dos golpes.
–¿Me has comprendido? –le preguntó.
La mesa levantó dos patas, obediente como un perro al que se le ordena que dé la patita. Luego dio un solo golpe en el suelo. Y comenzó la sesión. El Arpón le enseñó a la mesa un lenguaje muy sencillo. Un golpe representaría la letra A, dos, la B, y veintiocho golpes, la Z. Acto seguido, empezó a hacerle preguntas.
Primero quiso asegurarse de que realmente estaba hablando con su amigo muerto la semana anterior y preguntó:
–¿Eres tú, Fred?
Al cabo de una pausa, la mesa dio un golpe. Para comprobar la veracidad de lo anterior, el Arpón preguntó:
–¿Cuál es la primera letra de tu nombre de pila? La mesa dio siete golpes, los propios de la letra F.
Y seguimos. También era una noche de noviembre, y estuvimos sentados en el pisito del Arpón, sin abandonar la mesa, desde las nueve de la noche hasta las dos de la madrugada. Nadie conocía a los demás, excepto el Arpón, claro. Como es natural, tuvimos tiempo sobrado para comprobar si había gato encerrado, pero no advertí ni un leve indicio de ello. Nuestras manos reposaban de tal modo sobre él tablero de la mesa que no hubieran podido inclinarla a un lado, y, además, veíamos nuestras rodillas. Como estábamos tan juntos, por fuerza hubiéramos visto el menor esfuerzo para mover la mesa hecho por cualquiera de los otros. Realmente, la mesa se inclinaba a uno y otro lado por sí misma en contestación a nuestras preguntas, y de una forma tan natural como se vierte el agua de una jarra a un vaso. No resultaba fascinante, sino más bien un tanto aburrido, ya que la mesa tardaba mucho en formar una palabra.
–¿Cómo es el lugar en que te encuentras? –le preguntó el Arpón.
La mesa contestó con siete golpes. Ya teníamos una F. Hubo una pausa y la mesa volvió a levantar, lenta, muy lentamente, dos de sus patas, como un puente levadizo, para luego dejarlas caer con igual desmadejamiento y dar el golpe. Esta vez la cosa se paró aquí. Teníamos una A, es decir
fa
.
–¿Fabuloso? –preguntó el Arpón.
La mesa dio dos golpes: «No.»
–Lo siento. Sigue, sigue –dijo el Arpón.
Después oímos dieciséis golpes. Teníamos, pues, una F, una A y una N.
Hasta que tuvimos las letras F, A, N, T y A, el Arpón no se atrevió a preguntar:
–¿Fantástico?
Y la mesa respondió con un solo golpe.
–¿Es realmente fantástico? –insistió el Arpón.
De nuevo la mesa se levantó y volvió a dejarse caer. Era muy parecido a hablar con un ordenador.
Así estuvimos cinco horas, durante las cuales sostuvimos una corta conversación, excepcionalmente lenta, acerca de la nueva situación de Fred en el más allá, aunque no nos confió nada que pudiera estremecer los cimientos de la escatología o del karma. Únicamente cuando, ya pasadas las dos, regresaba a casa en mi automóvil, también en medio de un fuerte viento, me di cuenta de que una vulgar mesa auxiliar, desafiando todas las leyes de la física, se había levantado y se había vuelto a posar centenares de veces a fin de lanzar una palabra o dos cruzando un abismo que me parecía insondable. Fue entonces, yendo por la carretera, cuando se me pusieron de punta los pelos del cogote y comprendí que había asistido a unos hechos increíbles y lo que había hecho posible que ocurrieran estaba aún presente en el aire a mi alrededor. Aquello y yo estábamos solos en una carretera barrida por el viento, no muy lejos del profundo mar. Nunca me había encontrado tan solo en mi vida, y me invadió un terror que no había sentido cuando la mesa levantaba las patas.
Al día siguiente me sentía tan apático como si me hubiera aplastado el hígado contra una pared de cemento, y quedé tan deprimido que no asistí a ninguna otra sesión de espiritismo hasta la de aquella noche en Truro, de tan poco gratos recuerdos. Estaba dispuesto a aceptar que es posible comunicarse con los muertos. Pero no podía hacer las aportaciones espirituales que ello requería.
Regresé a casa, encendí el hogar, me serví una copa y cuando comenzaba a buscar las razones que me habían inducido a ir a Wellfleet, con dos personas más, en mi pequeño Porsche, para pedirle al Arpón que organizara una sesión de espiritismo, el picaporte de mi puerta llamó sin que nadie lo tocara, o al menos eso me pareció, y la puerta se abrió.
Ignoro qué entró en casa, y si se quedó dentro cuando volví a cerrar la puerta, pero sentí que me emplazaban. Volví a notar el intolerable hedor de podredumbre que había respirado cuando me encontraba debajo del voladizo y de buena gana hubiera protestado a gritos contra la inexorable lógica de lo que se pedía de mí. Y es que, con todo el peso de un mandamiento judicial que no podía desobedecer, algo me ordenaba volver al bosque de Truro.
Me resistí tanto como pude. Terminé la copa y me preparé otra, pero sabía que tanto si tardaba una hora como si tardaba tres días, tanto si me mantenía sobrio como si me emborrachaba hasta el punto de tener la sensación de ir rodeado de llamas, iría al hoyo. No quedaría liberado hasta que lo hiciera. La fuerza que movía las patas de la mesa había tomado posesión de mí, estaba dentro de mis entrañas y de mi corazón. No tenía alternativa. Nada podía ser peor que quedarme en casa y ver pasar las horas de la noche.
No me cabía duda ninguna. En otra ocasión anterior ya había estado preso en las redes de un imperativo más fuerte que yo. Así me había sentido veinte años atrás, durante aquella semana en que cada día paseé hasta el monumento de Provincetown con los pulmones fríos como el hielo y las tripas revueltas igual que si las tuviera llenas de gusanos, y una vez ante él contemplaba aquella pared y me decía, con una tristeza tan grande que parecía que mi iba a hacer perder la razón, que se podía escalar. Hasta donde alcanzaba mi vista, había un asidero tras otro, hendiduras en a cemento y pequeños salientes en los bloques de granito. Podía hacerse, y yo lo podía hacer. Miraba tan fijamente la base de la torre que, por increíble que parezca, nunca me fijé en el voladizo. Sólo pensaba que debía escalar aquella pared. Si no lo intentaba se apoderaría de mí algo mucho peor que el pánico. Los ataques de terror que padecía en plena noche, cuando mi cuerpo se incorporaba en la cama como movido por un resorte, sirvieron menos para que sintiera un poco de compasión por todos los seres a los que vence el impulso irrefrenable de hacer lo que nunca debería hacerse –tanto si se trata de seducir niños de corta edad como de violar a muchachas adolescentes–, y al menos conocí la pesadilla que arde llameante bajo la estupefacción de aquellos que procuran alejarse de sí mismos porque saben que, de lo contrario, ocurrirá una catástrofe. Los siete días y las siete noches de aquella semana que me pasé luchando contra aquella extraña fuerza tan ajena a mí, tratando de convencer a aquella presencia foránea de que no tenía ningún motivo para escalar el monumento, sirvieron asimismo para que conociera las diversas variedades del aislamiento humano. Para evitar enfrentarnos con el enemigo que vive en la dulce médula de nuestra espina dorsal, bebemos, tomamos marihuana, cocaína, nicotina, tranquilizantes y somníferos, aceptamos costumbres e iglesias, prejuicios e hipocresías, nos dejamos llevar por las ideologías y, sobre todo, por nuestra propia estupidez –¡el más vital de los aislamientos!–. Conocí todo eso durante la semana que precedió a mi intento de escalar el monumento y conquistar mi indómito yo. En consecuencia, con el cerebro inflamado por las anfetaminas, inclinado en una dirección por la marihuana y en otra por el alcohol, gimiendo en mi fuero interno como un niño nonato que teme morir ahogado antes de encontrar el camino hacia la luz, sintiéndome tan sanguinario como un samurái, emprendí la escalada de la torre y descubrí, por absurdas que parezcan mis conclusiones, que me encontraba mucho mejor después de haberlo intentado, aunque sólo fuera porque las pesadillas que agitaban mi sueño disminuyeron considerablemente.