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Authors: Norman Mailer

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Los tipos duros no bailan (11 page)

BOOK: Los tipos duros no bailan
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El recepcionista probablemente pensó que el recién llegado estaba borracho. Aquel hombre corpulento, con mucha sangre en las ropas, se apoyó vacilante en el mostrador de recepción.

–Haga el favor de sentarse y espere su turno –le dijo.

Por lo general, mientras sus amigos contaban esta historia, mi padre se limitaba a efectuar movimientos afirmativos con la cabeza o a fruncir las cejas, pero al llegar a este punto tomaba el hilo de la narración. Cuando yo era niño, la implacable expresión de odio que aparecía en sus ojos en tales ocasiones me afectaba de tal manera que una o dos veces me meé –poco, todo sea dicho– en los pantalones (evidentemente, dada la compañía tan masculina que me rodeaba, lo mantuve en el más absoluto secreto).

Al contarlo, mi padre cogía a un imaginario recepcionista por la camisa, el brazo rígidamente extendido al frente, engarfiados sus dedos en el cuello de la camisa, como si aunque sus fuerzas se estuvieran acabando, aún le quedaran las suficientes para estampar contra la pared a cualquier individuo carente de sentimientos humanitarios.

En la sala de estar de mi madre, Dougy Madden decía en voz baja y amenazadora:

–¡Atendedme! ¡Estoy herido!

Lo estaba. Se pasó tres meses en el Hospital de San Vicente. Cuando salió, con el cabello prematuramente cano, dejó de tener tratos con el sindicato. Ignoro si pasarse tanto tiempo en cama minó su formidable temple, o si los dirigentes irlandeses ya habían sido desbancados. Cabía también la posibilidad de que sus pensamientos estuvieran en otro lugar, aquel lugar lejano, rebosante de una indecible tristeza, en el que vivió el resto de sus días. En este sentido, se había jubilado antes que yo naciera. Quizá le entristecía haber perdido su posición, porque ya no era dirigente sindical, sino tan sólo un hombre corpulento. El caso es que pidió dinero prestado a unos parientes, abrió un bar en la autopista del Sunrise, a unos sesenta y cinco kilómetros de Nueva York, y durante dieciocho años fue el propietario de un establecimiento que no prosperó pero que tampoco quebró.

La mayoría de los bares de esas características se sostienen gracias a una estricta economía, ya que suelen estar vacíos. Si embargo, mi padre tenía un bar que se parecía a él, pues es grande y generoso, y lo que menos le importaba era ganar dinero, a pesar de que el Gran Mac parecía el arquetipo de la imagen de dueño de bar.

Allí estuvo durante dieciocho años, con su delantal blanco, su cabello prematuramente cano y sus ojos azules, midiendo a los bebedores cuando comenzaban a ponerse pesados, y con la cara muy roja por la constante ingestión de alcohol. («Es la única medicina», le decía el Gran Mac a mi madre.) Aquella cara hacía que le tomaran por un hombre mucho más iracundo de lo que era en realidad; parecía tan feroz como una langosta haciendo el postrer esfuerzo por salir del agua hirviendo.

Tenía una decente parroquia diaria, una buena clientela de fines de semana, aunque había bastantes bebedores de cerveza, y una gran afluencia veraniega, sobre todo parejas de enamorados que pasaban el fin de semana en Long Island, más los pescadores que iban o venían. El Gran Mac hubiera podido ser un hombre próspero, pero se bebía una porción considerable de sus beneficios, tenía que devolver otra todavía mayor, perdía enormes cantidades de ellos invitando a todos los clientes que hubiera en el establecimiento, permitía que los clientes tuvieran unas cuentas tan largas que hubieran podido pagar con ellas los entierros de toda su parentela, prestaba dinero sin interés, y no siempre recobraba lo prestado, y regalaba el dinero o se lo jugaba, de manera que, tal como dicen los irlandeses (¿o son los judíos?), «sacaba para ir tirando.»

Todos querían a mi padre, menos mi madre. Con el paso de los años su cariño fue disminuyendo. Siempre me he preguntado cómo fue posible que aquella pareja se casara, y la única conclusión razonable es que mi madre forzosamente tenía que ser virgen cuando se conocieron. Me atrevería a decir, o, mejor dicho, sospecho, que su breve pero sumamente apasionada historia de amor (mucho tiempo después de haberse divorciado, la voz de mi madre todavía mostraba emoción al hablar de las primeras semanas que pasaron juntos) fue espoleada no sólo por lo muy diferentes que eran entre sí, sino también porque ella era una liberal que deseaba desafiar los prejuicios de sus padres contra los irlandeses, las clases trabajadoras y el hedor a cerveza de los bares. Por eso se casaron. Mi madre era maestra de escuela, una mujer menuda, de aspecto agradablemente modesto, natural de una encantadora ciudad de Connecticut. Al contrario que mi padre, era pequeña y delicada, y tenía buenos modales; en fin, que para él era toda una dama. Creo que siempre la consideró eso, una dama, y, a pesar de que la adoraba, nunca dejó de reprocharle, de un modo inconsciente, su pertenencia a una clase superior. Mi padre estaba terriblemente impresionado por haberse casado con una mujer como ella. Por desgracia, no fueron felices. En palabras de mi padre, ninguno de los dos fue capaz de cambiarle al otro ni la posición de un pelo del culo. Si no hubiera sido por mi presencia, se habrían hundido muy pronto en la frustración y el aburrimiento. Sin embargo, allí estaba yo, y su matrimonio duró hasta que tuve quince años.

Quizá hubiera podido durar mucho más, pero mi madre cometió un error. Logró convencer a mi padre de que abandonáramos el piso, que ocupaba toda la planta, encima del bar, para irnos a un pueblo de reciente fundación llamado Calles Atlánticas, lo cual fue una catástrofe. Ese traslado representó para mi padre, sin duda, un desarraigo equivalente al que sintió su abuelo al irse de Irlanda. La única concesión importante que mi padre hizo a mi madre fue la que no hubiera debido hacerle nunca, la única que no hubiera debido hacerle. Así que vio Calles Atlánticas, mi padre desconfió de aquel pueblo tan nuevo. Ya sé que el nombre suena a pista deportiva, pero lo cierto es que los planificadores que urbanizaron los terrenos bautizaron así al pueblo porque se encontraba a menos de tres kilómetros del océano, y dieron a sus calles forma ondulante. La sinuosidad de nuestras calles nació en las mesas de trabajo de diseñadores que pensaban en curvas francesas. Dado que el suelo del lugar era tan llano como el de un aparcamiento, todas aquellas curvas no tenían, al mi parecer, otra función que evitar que vieras directamente las casas de tus vecinos, pues todos los edificios, de estilo supuestamente ranchero, eran idénticos. Parece un chiste, pero Dougy, cuando estaba borracho, no encontraba su casa. No resultaba nada divertido. A todos los que crecimos allí nos quitaron algo. No sabría decir qué, aunque en opinión de mi padre, los chavales de aquella ciudad éramos demasiado civilizados. No holgazaneábamos en las esquinas –en Calles Atlánticas no había ángulos rectos–, no formábamos pandillas (sólo teníamos algún que otro amigo íntimo), y en cierta ocasión en que me lié a puñetazos con otro muchacho, en plena pelea me dijo: «Vale, abandono.» Dejamos de pelearnos y nos estrechamos la mano. A mi madre esto la complació, en primer lugar porque fui el vencedor –con el transcurso de los años había llegado a comprender que eso llenaría de orgullo a mi padre–, y en segundo lugar porque me comporté como un caballero. Había estrechado cortésmente la mano de mi contrincante. Pero mi padre no podía entenderlo. Calles Atlánticas era un pueblo demasiado blando para su gusto. Podías liarte a puñetazos y decir «abandono», sin que el vencedor celebrara su triunfo golpeando la cabeza del vencido contra la acera. El Gran Mac, que había pasado su niñez y adolescencia en la calle Cuarenta y Ocho al oeste de la Décima Avenida, me dijo: «Muchacho, donde yo crecí, nunca abandonabas. Abandonar era lo mismo que decir "mátame".»

Un día, pocos años antes de que mis padres se separaran, los oí hablar en la sala de estar, en una de las raras noches en que mi padre cerró temprano el bar. Yo procuraba no escuchar, pero no podía evitarlo, porque estaba en la cocina haciendo mis deberes escolares. En las raras ocasiones en que los dos se encontraban a solas, se pasaban horas y horas sentados sin decirse nada, y su taciturnidad a menudo era tan intensa que incluso el sonido de la televisión parecía apagarse. Sin embargo, en la noche a la que me refiero, probablemente había entre ellos algo más de calor, ya que oí decir a mi madre.

–Douglas, nunca dices que me quieres.

Y era una gran verdad. Durante años y años, apenas vi a mi padre darle un beso, y en las escasísimas ocasiones en que fui testigo de ello, lo hizo como el avaro que se saca de la bolsa el único ducado que está dispuesto a gastarse ese año. ¡Pobre mamá! Era tan afectuosa que no paraba de besarme. Cuando mi padre no la veía, claro, porque no quería que pensara que estaba haciendo de mí un blandengue.

–Nunca, nunca dices que me quieres, Douglas –repitió mi madre.

Mi padre guardó silencio durante un minuto, pero luego, con su barriobajero acento irlandés, dijo unas palabras que, viniendo de él, eran toda una declaración de amor:

–Pero estoy aquí, ¿no?

Como podía esperarse, mi padre era famoso entre sus amigos por ese comportamiento tan ascético. En sus tiempos de descargador del muelle, mi padre se había hecho legendario por el gran número de mujeres a las que era capaz de atraer, y por su extraordinaria potencia sexual. Con todo, aseguraba con viril orgullo que nunca había besado a una chica si no quería. Tal vez mi delgaducha abuela irlandesa tuviera el corazón de hielo, y así salió él. Mi padre nunca besaba. En cierta ocasión, no mucho después que me dieran la patada en Exeter, fui de copas con él y sus más viejos amigos, que le hicieron el blanco de sus bromas tomando como pretexto su repugnancia a besar. Sus amigos eran unos cincuentones desdentados y llenos de cicatrices, y, como yo tenía veinte años, me parecían vejestorios; sin embargo, eran todos unos rijosos de miedo. Cuando hablaban, se regodeaban en la sexualidad como si la llevaran cosida a los pantalones.

En aquellos tiempos, mi padre no sólo se había divorciado ya de mi madre, sino que, en el caos subsiguiente, también había perdido su bar. Vivía en una habitación alquilada, salía de vez en cuando con alguna amiga, trabajaba como camarero en un bar y trataba mucho a sus viejos amigos.

Tardé poco en descubrir que cada uno de los viejos amigos de mi padre tenía su punto flaco, y los demás gozaban pinchándole donde más le dolía. Algunos eran tacaños, otros tenían costumbres excéntricas, como, por ejemplo, apostar a caballos que no tenían la menor posibilidad de ganar, y había uno que vomitaba siempre que se emborrachaba –en tono de queja, decía: «Es que tengo el estómago delicado», y los otros le respondían: «Sí, claro, pero nosotros tenemos el olfato delicado»–. Mi padre siempre era objeto de burlas por el asunto de los besos.

Su viejo camarada Dinamita Heffernon abrió el juego:

–Dougy, anoche estuve con una chavala de diecinueve años que tenia la boca más carnosa, húmeda, dulce y adorable que hayas conocido en toda tu vida. ¡Joder, cómo besaba! ¡Oh, el húmedo aliento de sus preciosos labios! ¿No te das cuenta de lo que te pierdes?

–Sí, Dougy, debes probarlo –gritó otro–. Sé transigente. Tienes que besar a las chavalas.

Mi padre aguantaba el chaparrón impertérrito. Así era el juego, y tenía que hacer de tripas corazón, pero no sonreía siquiera.

Francis Frelagh, más conocido por Frankie el Gorrón, aprovechó la ocasión para decir:

–La semana pasada estuve con una viuda de lengua milagrosa. Me metió la lengua en las orejas, en la boca, me lamió las amígdalas. Y si la hubiera dejado, me habría limpiado los mocos con la lengua.

Al ver la expresión de asco en la cara de mi padre, todos se reían como niños de coro, unas risas estridentes, agudas. Eran tenores irlandeses atacando el punto flaco de Dougy Madden.

Mi padre tragaba bilis. Cuando cesaron sus burlas, movió tristemente la cabeza. No le gustaba que se metieran con él estando yo presente –no quería que viera lo bajo que había caído–, así que les dijo:

–¡Mira que sois burros! Ninguno de vosotros ha follado en los diez últimos años. La ira de mi padre despertó aún más la hilaridad, pero él levantó la mano, con la palma orientada hacia ellos, y les dijo:

–Bueno, de acuerdo, os concedo el beneficio de la duda. Quizá conozcáis a alguna mujer. De acuerdo. A las mujeres les gusta besar. Y, a veces, hasta es posible que os besen. Muy bien. No sería la primera vez. Pero reflexionad. La chavala en cuestión os morrea, pero ¿a quién morreó la noche anterior? ¿Por qué lugares viajó su lengua? Haceos estas preguntas, hatajo de mamones. Sí, porque la tía capaz de besar a uno de vosotros es capaz de comer zurullos de perro.

Esas palabras pusieron contentísimos a los viejos amigotes de mi padre, que no paraban de decir:

–¡Me pregunto quién la estará besando ahora!

Mi padre ni siquiera sonrió. Sabía que estaba en lo cierto. Seguía su lógica. Me constaba, pues por algo la conocía desde pequeño.

Sin embargo, tuve que dejar de pensar en mi padre, porque el escozor que me causaba el tatuaje comenzó a molestarme de una manera indecible. Una ojeada al reloj me dijo que era más de mediodía –tanto era el tiempo que había estado pensando en mi padre–, por lo que me levanté con la intención de salir a dar una vuelta, pero inmediatamente volví a sentarme, presa del pánico que me inspiraba cruzar la puerta.

Sentía que todo mi ser se desintegraba, una verdadera regresión del hombre al perro. Tenía que salir de allí. Así pues, me puse una chaqueta y, tratando de borrar de mi mente cualquier pensamiento, salí de casa y me encontré al aire libre, al húmedo aire de nuestro noviembre, lleno de la extraña sensación de haber llevado a cabo un acto heroico. Así son las bromas que gasta el miedo. Una astracanada.

De todas maneras, una vez en la calle, comencé a vislumbrar una posible explicación del nuevo miedo que me invadía. Ante mí, a poco menos de dos kilómetros de distancia, se alzaba el monumento de Provincetown, una torre de piedra, de más de sesenta metros de altura, bastante parecida a la torre de los Uffizi de Florencia. Es lo primero que se ve de nuestra ciudad cuando se llega a ella por carretera o se enfila la bocana del puerto. Se alza en una pequeña colina, detrás de los muelles, y forma parte de nuestra existencia porque la vemos por fuerza cada día, tanto si queremos como si no. No hay otra construcción humana tan alta hasta Boston.

Como es natural, los habitantes de la ciudad ven la torre sin darse cuenta, por pura rutina, y era muy probable que no me hubiera fijado en ella de un modo consciente desde hacía meses, pero aquella mañana, tan pronto comencé a encaminarme hacia el centro de la ciudad, mi tatuaje, que ya estaba muy agitado, pareció arrastrarse por mi piel hasta causarme una intolerable picazón que subía y bajaba siguiendo las palpitaciones de mi angustia, de modo que, si bien por lo general miraba el monumento sin verlo, aquella mañana lo vi. Yo había intentado trepar hasta el puntiagudo extremo de aquella torre una noche en que estaba borracho, hacía de ello casi veinte años, y tan poco me faltó para cumplir mis propósitos, que llegué al voladizo que corre a lo largo del parapeto, a menos de diez metros de la punta del chapitel que corona la estructura. Había trepado en línea vertical, sujetándome con pies y manos a los resaltes que formaba el cemento entre los sillares, suficiente para dar apoyo a los dedos de mis pies y de mis manos. Fue una escalada que tuvo la virtud de despertarme en plena noche durante muchos años, porque en más de una ocasión tuve que elevarme gracias a la fuerza de mis brazos, y en ciertos puntos sólo encontraba apoyo para las puntas de mis pies, de modo que lo único que podía hacer con las manos era apoyar las palmas en el muro. Es increíble, pero estaba tan borracho que escalé hasta llegar al voladizo.

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