Los tipos duros no bailan (12 page)

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Authors: Norman Mailer

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BOOK: Los tipos duros no bailan
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Después he hablado con varios escaladores, e incluso uno o dos examinaron el monumento junto a mí y cuando les pregunté si se consideraban capaces de rebasar el voladizo contestaron, con toda seriedad: «Eso es cosa de coser y cantar.» Uno incluso me explicó la técnica que utilizaría, pero no comprendí nada. Al fin y al cabo, no soy escalador. Aquélla fue la única vez en mi vida en que he estado en un muro a sesenta metros del suelo, pero el final fue tan poco alentador que se me quitaron las ganas de volver a intentarlo.

Quedé atrapado, por decirlo así, en el voladizo. Al parecer, debía haber confiado en los apoyos que tenía, e inclinarme hacia atrás hasta hacer presa con una mano en el parapeto –¡el voladizo era muy estrecho!–, pero no vi la manera de superar aquel obstáculo, por lo que me limité a acurrucarme en uno de los pequeños arcos de soporte que había debajo del voladizo, con la espalda contra una columna y las suelas de los zapatos contra otra, y así estuve hasta que comenzaron a faltarme las fuerzas y empecé a comprender que me caería más pronto o más tarde. Considerando la situación en que me hallaba, estimé que el descenso era imposible, y en esto no me equivoqué. Más tarde me dijeron que, si no se dispone de cuerdas, es mucho más fácil trepar por un muro que descender por él. Quedé atrapado, asiéndome con todas mis fuerzas, en espera de que se me ocurriera una idea salvadora, mientras mis energías y el valor que me habían infundido el alcohol y la marihuana comenzaron a desvanecerse. Al desaparecer los efectos del alcohol y serenarme, empecé a sentir frío y el temor hizo que me pusiera a gritar, lo cual tuvo como resultado que me rescatara el cuerpo de bomberos voluntarios en plena noche. La persona que me sacó de allí fue un corpulento bombero vistosamente ataviado (se trataba nada menos que del mismísimo Barriles), que bajó atado a una cuerda (después de subir al parapeto por la escalera interior) y me cogió en brazos, lo que permitió que nos izaran a los dos: resulta que yo me encontraba en el estado de ánimo propio del gato que ha permanecido seis días atrapado en la copa de un árbol –había estado a punto de morir– y dicen que me resistí físicamente a que el Barriles me tocara, e incluso intenté morderle. Sospecho que me dijeron la verdad, ya que al día siguiente tenía un chichón en la parte lateral de la cabeza, donde el Barriles la golpeó contra el muro a fin de anestesiarme.

Bueno, el caso es que a la mañana siguiente pensé que lo mejor sería irse de Provincetown, y cuando estaba haciendo el equipaje llegaron unos amigos y me trataron como si hubiera mostrado mucho valor. Al parecer, no me consideraban un insensato. Me quedé, y llegué a darme cuenta de que Provincetown era un lugar adecuado para mí, ya que nadie pensó jamás que había hecho una locura, ni siquiera una excentricidad. Todos tenemos alguna cualidad sobresaliente, eso es todo. Y lo demostramos de un modo u otro.

De todas maneras, guardé mi saco de lona debajo de la cama durante todo aquel invierno, y creo que no hubo instante en que no estuviera dispuesto a tocar el dos; hubiera bastado una burla en un momento inoportuno. A fin de cuentas, por primera vez en mi vida me había visto obligado a reconocer que no había obrado con cordura.

Claro está que, hasta cierto punto, intuía qué podía haberme inducido a obrar de aquel modo. Años más tarde, leyendo la biografía de Freud que escribió Jones, encontré una referencia de Freud a lo que había sido, «sin duda alguna, un turbulento ataque de miedo latente a ser homosexual que había sacudido las fibras más profundas de mi ser», y tuve que dejar el libro, porque mi pensamiento se concentró en la noche en que intenté escalar el monumento. El tatuaje palpitaba ahora frenéticamente. ¿Estaría aún bajo los efectos del «turbulento ataque»?

¿Por qué será que en todos los lugares renombrados por su colonia de homosexuales hay siempre un monumento como el nuestro? Pensé en los hombres y los muchachos que merodean alrededor del obelisco de Central Park de Nueva York, y pensé en las invitaciones, con medidas fálicas y números de teléfono, escritas en las paredes de los retretes públicos al pie del monumento a Washington. ¿Qué era lo que había querido echar fuera de mí con aquella escalada de lunático?
En nuestra selva. Estudios entre los cuerdos
, por Timothy Madden.

En la ciudad había un hombre que podía considerarse mi compañero, porque también había intentado escalar el monumento de Provincetown. «También fracasó en su intento de salvar el voladizo, y también fue rescatado por los bomberos voluntarios, aunque en esa ocasión (la simetría tiene sus límites) no fue el Barriles quien lo hizo.

El intento de ese hombre tuvo lugar hace sólo cuatro años, pero es tal el número de locos y excéntricos que giran y giran en la gran lavadora automática que es Provincetown en verano, que nadie se acuerda de nada. La leyenda de mi padre le acompañará toda su vida, pero aquí, en Provincetown, cuando Nissen efectuó su intento, todos se habían olvidado del mío –¡va y viene tanta gente!–, y a veces pienso que Nissen es el único que recuerda que también yo lo intenté.

Sin embargo, lamentaba que nuestros intentos estuvieran emparejados, y todavía lamentaba más que estuvieran emparejados casi en secreto, porque no podía tragar a Nissen. Tal vez no estará de más recordar que el apodo de Nissen era el Araña. Nissen el Araña. Henry Nissen, conocido también por Hank Nissen, y también por Nissen el Araña; este apodo flotaba a su alrededor como una nube de mal olor. Además, también tenía algo de hiena, había en él esa intimidad que procede de haber comido carroña juntos que parecen reflejar los ojos de las hienas, entre los barrotes de la jaula, cuando nos miran. Así me miraba Nissen el Araña, y soltaba una risita, como si hubiéramos violado juntos a una chica y nos hubiéramos turnado sentándonos sobre su cabeza.

Nissen el Araña me repugnaba de una manera prodigiosa. No sé si se debía a la gloria y la vergüenza que compartíamos por nuestras fallidas ascensiones al monumento, pero lo cierto era que no podía saludarlo por la calle sin que mi humor quedara alterado para el resto del día. Me causaba una inquietud física semejante a la que hubiera sentido si Nissen llevara una navaja en el bolsillo y estuviera dispuesto a clavármela en las costillas. Y lo cierto era que llevaba una navaja. Estaba seguro de que sería capaz de venderme marihuana mezclada con hierbajos venenosos si necesitaba dinero para comprarse cocaína. Era una mala persona, pero a pesar de ello también era, durante el invierno, invierno tras invierno, uno de mis amigos en la ciudad. En invierno todos pagábamos un tributo que supongo que también deben de pagar los habitantes de Alaska: consideramos amigo a todo aquel con quien matamos el rato olvidándonos del abominable hombre de hielo del norte. En el silencio de nuestro invierno, los simples conocidos, los borrachos, los perdularios y los latosos podían ser elevados a una categoría que quedaba más o menos englobada en la palabra «amigo». A pesar de lo mucho que el Araña me desagradaba, éramos dos personas más o menos próximas, pues habíamos compartido una experiencia que nadie más podría comprender, aunque entre la mía y la suya hubieran pasado dieciséis años.

Además, el Araña era escritor. En invierno nos necesitábamos mutuamente, aunque sólo fuera para criticar a nuestros colegas contemporáneos. Y si una noche despellejábamos a McGuane, a la noche siguiente hacíamos lo mismo con DeLillo. Reservábamos a Robert Stone y Harry Crews para las grandes ocasiones. La rabia que nos daba el talento de los escritores de nuestra edad que habían alcanzado la fama era la sustancia de muchas de nuestras conversaciones, y eso que sospechaba que el Araña tenía en muy poco lo que yo había escrito. De lo que estaba seguro era de que no me gustaba nada su estilo como escritor. Sin embargo, mantenía la boca cerrada. El Araña era mi salaz, traicionero y mezquino vecino y amigo. Además, su imaginación era digna de admiración, hasta cierto punto. Intentaba lanzar una serie de novelas centradas en un detective privado que jamás salía de su habitación; era un parapléjico en silla de ruedas que se las arreglaba para solucionar todos los crímenes que se le planteaban gracias a un ordenador. El detective de marras conseguía introducirse en las redes informáticas de las más importantes organizaciones, tenía acceso a las comunicaciones internas de la CIA y era capaz de desbaratar las operaciones mejor montadas de los rusos, pero también era conocedor de los actos más íntimos gracias a su habilidad para introducirse en los ordenadores personales. Descubría a los asesinos gracias a sus listas de la compra. El protagonista del Araña era una verdadera araña. En cierta ocasión, le comenté al Araña: «Nos hemos desarrollado pasando de invertebrados a vertebrados, y tú nos elevarás a la categoría de cerebrados.» Al decir estas palabras, veía en mi imaginación cabezas con antenas en vez de extremidades y tronco, pero los ojos del Araña brillaban como si yo acabara de cometer un asesinato en un videoclub.

Voy a describir el aspecto físico del Araña. Por cierto, me dirigía hacia su casa. Era un tipo alto y delgado, de brazos y piernas muy flacos y largos, cabello rubio, sucio, ralo y largo, que gracias a la mugre había adquirido un tono verdiazul, del mismo modo que la porquería acumulada había dado una tonalidad suciamente amarilla a sus desteñidos téjanos azules. Tenía una larga nariz que no iba a ninguna parte, quiero decir que carecía de personalidad, ya que la remataban dos funcionales orificios y una punta anodina. Tenía la boca ancha y plana, como de cangrejo, y ojos de un color gris. El techo de su casa era demasiado bajo para él. Las vigas se encontraban solamente a dos metros y medio del suelo –¡otra casucha traída desde la Ciudad el Infierno!–. Formaban su casa cuatro pequeñas habitaciones, a las que se llegaba por una estrecha escalera del estilo propio de Cape Cod, situadas sobre cuatro habitaciones inferiores igualmente pequeñas. Todo el edificio desprendía un triste y rancio hedor a coles, vino agrio, sudor de diabético –me parece que la mujer del Araña era diabética–, huesos viejos, perro viejo y mayonesa pasada. Aquello era tan triste como el dormitorio de una anciana señora.

Como he dicho, en invierno nos recogíamos en nuestras casas, como si perteneciéramos al siglo pasado. La casa del Araña se encontraba en una estrecha calleja situada entre las dos calles largas de la ciudad y no era visible hasta que cruzabas un portal en el seto, extraordinariamente alto, que la rodeaba. La puerta de la casa estaba frente a ti, pues no había jardín, solamente el seto que rodeaba el edificio. Desde la planta baja, si mirabas por las ventanas, sólo veías el seto.

Recuerdo que mientras me dirigía a casa del Araña, me pregunté el porqué de aquella visita, y no tardé en recordar que la última vez que estuve en su casa, el Araña cortó unas tajadas de melón, les echó vodka y luego nos las ofreció con pastelitos de hachís. Hubo algo en la manera como cortó el melón, una alta precisión quirúrgica al esgrimir el cuchillo, que suscitó en mí el deseo de aprender a utilizarlo como él, del mismo modo que contemplar un hombre que se relame al comer puede abrirte el apetito.

El caso es que mientras caminaba por la calle, contemplando el monumento y mi tatuaje, no sólo pensaba en Nissen el Araña sino también en el horrible grito que soltó la noche de la sesión de espiritismo, hacía de eso un mes, más o menos, y en el hecho tan insólito que ocurrió acto seguido: Patty Lareine tuvo un ataque de histeria, algo absolutamente impropio de ella. El simple recuerdo de la manera como Nissen el Araña había utilizado el cuchillo, y la certeza repentina, pero absoluta, total (como un don traído por un ángel), de que podía decirme dónde me hicieron el tatuaje, me llevaron a la convicción de que fueron su mano y su cuchillo los instrumentos que cercenaron una cabeza rubia de su cuerpo.

Todo ocurrió en el mismo instante. Y me sentí libre de la intolerable presión que oprimía mi cabeza. Es angustioso no tener ni una pista cuando te enfrentas a un peligro cuya profundidad no puedes medir. Ahora, ya tenía una premisa. Debía observar a mi amigo el Araña. A pesar de los comentarios adversos que sobre él he hecho, lo cierto es que había sido lo bastante generoso para llevarle conmigo más de una vez a mi plantación de marihuana. Tal como he dicho, una soledad invernal parecida a la que se sufre en Alaska era el origen de la mitad de nuestros actos.

Golpeé la puerta con el picaporte, y me abrió Beth, la mujer de Nissen. Ya he explicado que en Provincetown no había pretensiones sociales o esnobismo, y en casa de Nissen menos que en cualquier otro lugar. Con todo, cabía encontrar en nuestra ciudad a muchas personas que podían sentirse ofendidas por muy variadas razones. Por ejemplo, la mayoría de mis amigos escritores jamás cerraban la puerta de su casa cuando se encontraban en ella. No tocabas el timbre ni llamabas; simplemente, entrabas. Si la puerta estaba cerrada, sólo podía significar una cosa: los amigos a los que habías ido a visitar estaban follando. De todas maneras, a algunos amigos míos les gustaba follar con la puerta abierta. Si entrabas cuando se encontraban en plena faena, podías elegir entre mirar o unirte a ellos, lo que te apeteciera. Durante el invierno, en Provincetown, pocas cosas más se pueden hacer.

Sin embargo, Patty estimaba que esa costumbre era poco fina. Jamás llegué a comprender ciertas actitudes de Patty Lareine, pues creo que hubiera sido muy capaz de follar con un elefante, por lo menos con el fin de ganar una apuesta, una apuesta importante. La clase social de la que procedía Patty, los blancos pobres del Sur, no hacía más que ir saltando de catre en catre. En cambio, aunque mi fiel esposa no hacía ascos, ni mucho menos, a la mayoría de las propuestas amatorias que recibía, procuraba que no les faltase un toque de distinción. La costumbre de Provincetown de que el primero que llegaba se uniera a la pareja que estaba follando bajo una pringosa manta, asqueaba a Patty Lareine. Lo hacían porque procedían de buenos hogares de clase media e intentaban, dicho con palabras de Patty, «vengarse de sus padres por haberles legado el cáncer». Patty nunca hubiera hecho algo así. Estaba muy orgullosa de ser dueña de su cuerpo. Le gustaban las fiestas nudistas en alguna playa apartada, y disfrutaba caminando por la arena (con su castaño vello púbico dorado por el sol) hasta colocarse a pocos centímetros de distancia de los ojos de algún amante potencial sentado en la arena comiéndose un bocadillo de salchicha; más de uno había corrido el peligro de quedarse bizco al mirar con un ojo la roja carne cubierta con mostaza que acercaba a sus labios mientras no apartaba el otro de la mata de pelo entre los muslos de Patty.

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