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Authors: Norman Mailer

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Los tipos duros no bailan (29 page)

BOOK: Los tipos duros no bailan
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–¡Pero perseguiste al tipo durante seis manzanas!

–No fue suficiente. Tenía cuerda para bastante rato más. El dilema se me planteó cuando me detuve. Y no tuve valor para perseguir al tipo y atraparle, a pesar de que hubiera podido. Sí, hubiera podido tropezar y caerse. No tenté a la suerte. En vez de hacerlo, me detuve. Entonces, dentro de mi cabeza sonó una voz, muy clara. Es la única vez que Dios, o alguien altamente superior, me ha hablado. La voz me dijo: «Ahora que te has quedado sin aliento, muchacho, te enfrentas a la verdadera prueba. ¡Ve por él!» Pero entré en el hospital, agarré al ordenanza por el cuello la camisa y, precisamente en el instante en que trataba con dureza a aquel desdichado con chaqueta blanca, me di cuenta que acababa de apretar el primer interruptor para que el cáncer se disparase. Sí, liberé el gatillo.

–Y ¿cómo apretaste el segundo interruptor?

–No lo hice. Simple corrosión. Efecto acumulativo. Cuarenta y cinco años viviendo sin respetarme a mí mismo.

–Estás chalado.

Se tomó un largo trago de su aguado whisky y dijo:

–Ojalá lo estuviera. En ese caso no tendría cáncer. He estudiado el asunto. Hay estadísticas poco divulgadas, pero si buscas puedes encontrarlas. La frecuencia del cáncer entre esquizofrénicos encerrados en manicomios es la mitad que en población normal. Yo me lo explico de la siguiente manera: enloquece el cuerpo o enloquece la mente. El cáncer cura la esquizofrenia. Y la esquizofrenia cura el cáncer. Poca gente sabe lo dura que es la vida. Yo lo sabía desde que nací. Así que tengo excusa.

Guardé silencio. No quise seguir discutiendo con él. Acababa de ver claro el efecto que sus palabras causaron en mí. ¿Acaso, por primera vez en mi vida, había alcanzado a comprender por qué el calor con que mi padre me trataba siempre parecía haber pasado por encima de un campo helado? Hubo un tiempo en que fui una semilla dentro del cuerpo de Douglas Madden pero lo fui cuando él ya no sentía gran aprecio por ese cuerpo. En cierta medida, me sentía incompleto. Todas mis viejas heridas tan profundamente enterradas y tan resignadas al olvido, parecían agitarse. No era de extrañar que mi padre no estuviera orgulloso de mí. Tuve la intuición de que durante muchos años –si es que llegaba a vivirlos– el recuerdo de aquella conversación me haría temblar de rabia.

Sin embargo, mi padre también me inspiraba compasión. Una despreciable compasión. Proyectaba una sombra tan larga sobre mí, que me resultaba difícil comprenderle.

De repente, sentí un miedo terrible. Volví a pensar que sí, que yo había dado muerte a las dos mujeres. ¿Cuántas veces, en el curso de los últimos cuatro años, había estado a punto de maltratar a Patty Lareine, de ponerle la mano encima? ¿Y acaso cada vez que dominé aquel impulso no tuve la sensación de que una incipiente enfermedad arraigaba cada vez más en mí? Sí, al igual que mi padre, había vivido en un ambiente duro. Recordé el impulso que me indujo a intentar escalar la torre. ¿Sería posible que aquella noche intentara, simplemente, que el primer interruptor no llegara a funcionar?

Comprendí entonces que debía confiar en mi padre. Tenía que hablarle de los dos asesinatos, y de las dos bolsas de plástico en mi húmedo sótano. No podía seguir ocultando la cabeza bajo el ala. Sin embargo, no tenía ánimos para exponerle el tema de sopetón. Así que procuré hacerlo venir a la conversación.

–¿Crees en la predestinación? –le pregunté.

–¡Hombre…! –dijo–. ¿En qué clase de predestinación?

El cambio en el tema de conversación pareció gustarle. Largos años trabajando detrás del mostrador de un bar habían aficionado a mi padre a tratar temas tan amplios como las puertas del cielo.

–Las apuestas del fútbol, por ejemplo –dije–. ¿Crees que Dios puede decidir qué equipo ganará?

Evidentemente, se trataba de algo sobre lo que Dougy había meditado durante largos años. En sus ojos apareció el destello de que meditaba si debía o no revelar un conocimiento útil. Por fin, movió afirmativamente la cabeza:

–Creo que si Dios apostara, ganaría en el ochenta por ciento de los casos.

–¿Cómo llegaste a esta conclusión?

–Bueno, pues creo que en la noche anterior al encuentro Dios se daría un paseo por los hoteles en que duermen los equipos, y los valoraría. Se diría: «El Pittsburgh está en buena forma; los
J
andan alicaídos. El Pittsburgh merece por lo menos tres puntos más.» Y apostaría por el Pittsburgh. Yo diría que Dios acertaría cuatro veces de cada cinco.

–¿Por qué cuatro de cada cinco?

–Porque en el fútbol ocurren cosas muy raras –dijo mi padre en tono agorero–. No es práctico ganar más de cuatro veces cada cinco. Cuatro de cada cinco ya está bien. Y si Dios quisiera determinar cada una de las cosas raras que ocurren en el fútbol tendría que trabajar un millón de veces más en sus cálculos, con el solo fin de pasar del ochenta por ciento al noventa y nueve por ciento. Y esto no es práctico, no es económico. Dios tiene muchas otras cosas que hacer.

–Pero ¿por qué cuatro veces de cada cinco, precisamente?

Mi padre se tomó esta pregunta muy en serio.

–A veces, el aficionado a las apuestas tiene una racha de suerte y gana el setenta y cinco por ciento de las veces durante un mes o más. Y yo creo que esto se debe a que tiene, en este caso, un oleoducto que le conecta con lugares muy altos.

–¿Es posible que alguien mantenga esta conexión duran más tiempo? –pregunté, pensando en el Arpón.

Mi padre encogió los hombros:

–Lo dudo. Cuesta mantener en funcionamiento los oleoductos.

Sin mostrar el menor escrúpulo al cambiar de metáfora, añadió:

–Es como hacer equilibrios en la cuerda floja.

–¿Qué provoca las rachas de mala suerte?

–Los que las padecen también tienen su oleoducto. Pero en este caso la circulación va en sentido inverso. Sus presentimientos se equivocan de medio a medio.

–Quizá todo se deba a la ley de probabilidades.

–¡La ley de probabilidades ha provocado más diarrea mental en la gente que cualquier otra idea! –observó mi padre con severidad–. Es una mierda. Por el contrario, el oleoducto o te dice la verdad, o te engaña. Y el oleoducto siempre les da por el culo a los codiciosos.

–¿Qué ocurre cuando ganas la mitad de las apuestas y pierdes la otra mitad?

–Entonces estás muy lejos del oleoducto. Eres un ordenador. Mira los periódicos. Todas las predicciones de los ordenadores acaban en medio punto.

–De acuerdo, eso son predicciones. Pero ¿qué me dices de las coincidencias?

Pareció un tanto confuso. Me levanté y reforcé un poco muestras bebidas.

–Échale mucha agua a la mía.

–La coincidencia, ¿qué opinas de eso? –insistí.

–Mira, hasta ahora sólo he hablado yo. Dime qué opinas.

–Pues bien, creo que se parece mucho al oleoducto ése. Pero en vez de ser un oleoducto es una red. Creo que recibimos impulsos procedentes de los pensamientos de todos. Casi nunca nos damos cuenta, pero los recibimos.

–Espera un momento, ¿insinúas que todos somos capaces de mandar y recibir mensajes por las ondas? ¿Telepatía? ¿Y sin que lo sepamos?

–Llámalo como quieras.

–Bueno, como tema de discusión, ¿por qué no?

–En cierta ocasión estuve en Fairbanks, en Alaska, y allí lo percibí claramente. Había una red.

–Bueno, aquello está cerca del norte magnético. Oye, ¿qué diablos hacías en Fairbanks?

–Un pequeño negocio.

La verdad es que había ido a llevar un cargamento de cocaína. Madeleine y yo ya nos habíamos separado. Ocurrió un mes antes de que me detuvieran en Florida, durante otro viaje. Llevaba dos kilos de cocaína. Sólo los servicios de un abogado que sabía hacer pagar muy bien sus poderes de persuasión consiguieron que me condenaran a tres años de cárcel (más libertad condicional).

–Una noche tuve una pelea con un tipo –expliqué–. Era un sujeto desagradable. Por la mañana, al despertar vi su cara en imaginación. Y seguía teniendo cara de pocos amigos. Sonó teléfono, y era el tipo en cuestión. Su voz era tan desagradable como su cara. Quería verme aquella tarde. Durante todo el día no hice más que encontrarme con gente a la que había visto la noche anterior, y ni una sola vez me sorprendí al ver la expresión de sus rostros. Estuvieran alegres o tristes, yo ya lo sabía. Era como sueño. Al final del día, me encontré con el matón… Pero ya estaba nervioso. Y es que a medida que transcurría la tarde lo ve cada vez con más claridad en mi pensamiento, y no era más que una mierda. Ciertamente, cuando le vi me pareció más cobarde que yo.

Mi padre se rió.

–Te voy a decir una cosa, Dougy –añadí–, en Alaska la gente bebe para encerrarse en sí misma y no tener que vivir en el cerebro de alguna otra persona.

Asintió con la cabeza:

–Cosas de los países nórdicos. Irlanda, Escandinavia, Rusia. Allí todos beben como locos –se encogió de hombros–. Pero todavíaa no veo qué tiene que ver esto con tu argumentación.

–Te estaba diciendo que la gente no quiere vivir en el cerebro de los demás. Es demasiado aterrador. Es demasiado animal, la coincidencia es una señal de que se acercan a ese estado.

–¿Qué es lo que la provoca? –preguntó mi padre.

–No estoy seguro –dije. Respiré hondo. Mirándolo bien, había cosas mucho peores que soportar la ironía de mi progenitor–. Pienso que cuando algo extraordinario y fuera de lo común está a punto de ocurrir, la gente se sale de su rutina diaria. Sus pensamientos empiezan a entrelazarse con los de los demás, como si un acontecimiento próximo y amenazador creara vacío y nos atrajera hacia allí. Las coincidencias inquietantes suceden a un ritmo vertiginoso. Casi parecen un fenómeno natural.

Casi podía sentirle rememorar su propio pasado. ¿Habría vivido una experiencia semejante aquella mañana en la que le dispararon?

–¿A qué clase de acontecimientos amenazadores te refieres? –me preguntó.

–Acontecimientos cargados de maldad.

Se puso en guardia.

–Dime alguno de esos acontecimientos tan cargados de maldad.

–Un asesinato, por ejemplo.

Consideró lo que acababa de decirle. Después meneó la cabeza como diciendo: «Esto no me gusta nada.»

–¿Te acuerdas de la guía del camarero? –me preguntó.

Asentí con la cabeza. Cuando tuve mi primer empleo de camarero, mi padre me la explicó. «Tim, procura acordarte de lo siguiente: en Nueva York, las cosas se suceden así: de doce a una de la noche: fisgones que espían a mujeres o parejas; de una a dos: incendios; de dos a tres: atracos a mano armada; de tres a cuatro: peleas en los bares; de cuatro a cinco: suicidios, y de cinco a seis: accidentes de automóvil.» Me la gravé en la cabeza, y me fue útil.

–No hay nada especial en los asesinatos –dijo mi padre.

–No hablo de Nueva York, sino de aquí.

–¿Quieres decir que aquí un asesinato es un hecho extraordinario?

Casi vi físicamente cómo mi padre comparaba el húmedo y frío clima de Cape Cod con la sangre y el calor que rodean a un asesinato.

–Bueno, sí, reconozco que llevas parte de razón –concedió y luego con expresión un tanto inquieta me preguntó–: ¿A santo de qué viene esto?

–Estoy atrapado en una red de coincidencias.

–Bueno, de acuerdo con tu razonamiento, estás al borde del precipicio.

–Un poco más que al borde.

Mi padre permaneció callado.

–La semana pasada hubo un suicidio –proseguí–, aunque es posible que el hombre fuera asesinado. Y me parece que le robé que la mujer con quien iba la noche en que murió.

Entonces se me ocurrió una idea realmente curiosa: como mi padre tenía cáncer, lo que le contara nunca trascendería. Quizá ésta fuera una de las virtudes de tener cáncer. Podía recibir mensajes igual que una tumba: nunca los revelaría. ¿Se encontraría mi padre más allá de los espíritus que rodeaban al resto de los mortales?

–Nadie lo sabe todavía, pero hay más –proseguí–. Bueno, es posible que lo sepan una o dos personas, aparte de mí. La semana pasada fueron asesinadas dos mujeres.

–¡Santo Dios! –aquello era tremendo, incluso para un tipo como mi padre. Y entonces me preguntó–: ¿Quién se las cargó?

–No lo sé. Tengo algunas sospechas, pero nada más.

–¿Has visto a las víctimas? ¿Estás seguro de lo que dices?

Se me hacía cuesta arriba contestarle. Mientras no le contestara, seguiríamos fieles a la premisa de que estábamos bebiendo en la cocina: podíamos rodear su visita con los adormecedores recuerdos de otros alcohólicos vagabundeos por los espacios sin límite de la filosofía. Pero la respuesta a aquella pregunta muy bien podría hacernos desembarcar, sobrios y chorreando agua, en una playa muy distinta.

Me parece que tardé tanto rato en contestar, que mi padre tuvo que repetir la pregunta:

–¿Has visto a las víctimas?

–Sí, las tengo en el sótano –respondí.

–¡Cristo!

El vaso de mi padre estaba vacío. Vi que su mano avanza hacia la botella de whisky y que luego retrocedía. En vez de beber, puso su vaso boca abajo.

–Tim, ¿fuiste tú? –me preguntó.

–No.

Necesitaba beber. Vacié el vaso de un solo trago, y dije:

–Creo que no, no estoy seguro.

Así que entramos en materia. Poquito a poco, detalle a detalle, le fui contando cuanto podía recordar de los días que siguieron a la noche en que fui al Mirador, y cuando confesé (ya que confesión me pareció) que Patty Lareine era una de las muertas, mi padre soltó un gran gemido, un gemido como el que soltaría un hombre que se cae por una ventana y queda clavado en una verja.

Sin embargo, no puedo decir que mi padre tuviera una expresión terrible. Aquel vivo color rosado, que sólo cubría sus pómulos y dejaba el resto de su cara anormalmente pálida, en comparación con el color rojizo en otros tiempos habitual en él, se extendió ahora a su frente y barbilla. Daba la falsa impresión de que su enfermedad había remitido un poco. En realidad, creo que fue así. A pesar de la antipatía que mi padre sentía hacia la policía, ahora parecía un agente de la autoridad –cualquier director de cine le hubiera contratado para hacer de comisario o de veterano jefe de detectives–, un papel que, por otra parte, y muy en contra de su voluntad, tuvo que representar durante muchos años de su vida. Debo reconocer que era un buen interrogador y sabía hacer las preguntas oportunas.

Por fin, terminé mi relato, en el curso del cual pasamos de la mañana a la tarde, nos comimos unos bocadillos y bebimos unas cervezas. Entonces, mi padre dijo:

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