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Authors: Norman Mailer

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Los tipos duros no bailan (7 page)

BOOK: Los tipos duros no bailan
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–Madden, eres un comemierda –me dijo aquella noche–. Pura basura.

Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando me disponía a comprar el periódico, Regency detuvo el coche patrulla y me dijo:

–Me temo que anoche me pasé de rosca.

–Olvídalo.

Empezaba a irritarme. Intuía el final de todo aquello: una madre con grandes tetas y un enorme falo. Ahora, en su despacho, le dije:

–Si la única razón por la que me has invitado a venir ha sido decirme que viste a Patty Lareine podías haberlo dicho por teléfono.

–Quiero hablar contigo.

–Rara vez sigo los consejos que me dan.

–Quizá sea yo quien necesite tu consejo –lo que añadió a continuación lo dijo con un orgullo que no podía ocultar, como si la verdadera esencia de la virilidad, la marca propia del hombre que realmente lo es, radicara en la fuerza con que proclamaba su ignorancia–: Por ejemplo, no entiendo a las mujeres.

–Si recurres a mí para que te oriente, es evidente que no las conoces.

–Mac, una de estas noches cogeremos una trompa de miedo.

–Sí, hombre.

–No sé si lo sabes, pero tú y yo somos los únicos filósofos que hay en esta ciudad.

–En este caso, Alvin, eres el único filósofo que las derechas han parido en muchos años.

–Mira, no gastemos la pólvora en salvas.

Cuando me dirigía a la puerta, me dijo:

–Te acompaño hasta tu coche.

–No he venido en coche.

–¿Tenías miedo de que lo inspeccionara?

Esta idea le pareció tan graciosa que fue lanzando relinchos de risa mientras me acompañaba por el pasillo hasta la calle. Allí, antes de separarnos, Regency me preguntó:

–¿Sigues teniendo tu plantación de marihuana en Truro?

–¿Cómo te has enterado de eso?

Pareció contrariado.

–Bueno, es un secreto a voces. En tus fiestas todos hablan de lo buena que es tu marihuana casera. Yo mismo la probé.

Patty Lareine me metió un par de cigarrillos en el bolsillo en el momento en que me iba.

–Tu marihuana es tan buena como la que fumaba en Vietnam –hizo un par de movimientos afirmativos con la cabeza, y añadió–: Oye, me importa un comino que seas de derechas o de izquierdas. Tus jodidas tendencias políticas no me dan ni frío ni calor. Pero la marihuana me gusta. Y te voy a decir otra cosa. Los conservadores no están en lo cierto en todo. Se equivocan en lo referente a la marihuana. Imaginan que destruye el alma, pero a mi juicio no es así. Creo que el Señor usa de todo su poder y vence al Diablo.

–Oye, si no hablaras tanto podríamos tener una conversación –le dije.

–Una de estas noches nos emborracharemos.

–Bueno.

–Ahora bien, entretanto, si yo tuviera una provisión de marihuana en Truro…

Hizo una pausa. Dije:

–No tengo provisión alguna.

–Tampoco digo que la tengas. No quiero saberlo. Me limito a decir que si yo tuviera algo allí, comenzaría a pensar en sacarlo. Y pronto.

–¿Por qué?

–No puedo decírtelo todo.

–¿Es que quieres tocarme los huevos?

Se tomó su tiempo antes de contestar.

–Oye, he sido miembro de la policía estatal. Lo sabes muy bien. Y he sido uno de los mejores. La mayoría de los muchachos de la policía estatal son buenos chicos. No destacan por su sentido del humor y nunca serán como tú, pero son buenos chicos.

Asentí con la cabeza. Esperé. Pensaba que Regency seguiría hablando. Como no lo hizo, dije:

–Nunca les ha gustado la marihuana.

–La odian. Ándate con cuidado –me previno.

Me atizó una tremenda palmada en la espalda y desapareció en las oficinas del Ayuntamiento.

Me pareció un poco difícil creer que la policía estatal, cuyos miembros consideran que parte de sus deberes consiste en holgar en otoño, invierno y primavera, a fin de estar en forma durante los tres prodigiosos meses de sufrimientos en medio del tránsito veraniego y sus anejas locuras en Cape Cod, estuvieran abandonando en masa sus acuartelamientos en pleno noviembre a fin de peinar la zona del cabo buscando pequeñas plantaciones de marihuana en Orleans, Eastham, Wellfleet y Truro. Por otra parte, era posible que conocieran la existencia de mi plantación. Y siempre cabía la posibilidad de que se aburrieran. A veces, había pensado que en Cape Cod había un policía de narcóticos por cada drogadicto. No cabía duda de que en Provincetown el negocio de la información y desinformación sobre la droga, con los correspondientes tratos, engaños y estafas, era la cuarta industria, después del turismo, la pesca y todo lo relacionado con la homosexualidad.

Si los policías estatales estaban al corriente de la existencia de mi plantación, y tal vez fuera más adecuado preguntarse si era posible que no lo estuvieran, no había razón alguna para presumir que nos tuvieran especial cariño a mi esposa y a mí. Nuestras fiestas veraniegas eran demasiado famosas. Patty Lareine tenía grandes defectos –un corazón loco y una falta absoluta de lealtad son los primeros que se me ocurren–, pero también tenía la agradable virtud de no tener fingidos remilgos sociales, es decir, no era una esnob, ni mucho menos. Podría decirse que no podía permitirse el lujo de serlo, si tenemos en consideración lo pueblerina que era al principio de su carrera; claro que esto se puede superar. Si Patty Lareine se hubiera quedado en Tampa, o hubiera osado trasladarse a Palm Beach, se habría visto obligada a seguir la táctica que habían perfeccionado sus más ambiciosas antecesoras, o sea, abrirse camino con garras y colmillos, pero con suavidad y ternura, hasta casarse con un hombre todavía más respetable que Wardley, ya que éste es el único juego interesante al que puede dedicarse una rica divorciada en la Costa de Oro, y el que más altas recompensas ofrece a su vanidad. Es una vida interesante para la mujer que tiene el talento adecuado.

Jamás intenté comprender a Patty, por descontado. Incluso cabe la posibilidad de que me quisiera. Es difícil encontrar una explicación más clara. Creo firmemente en el principio de Occam, según el cual la explicación más sencilla de un hecho suele ser también la más correcta. Dado que yo no era más que el chófer de Patty Lareine durante el año que precedió a nuestra boda, teniendo en cuenta que me «cagué» (ésas fueron sus palabras) y decidí que, a fin de cuentas, no tenía el menor interés en intentar asesinar a su marido, y dado que yo era un ex presidiario que no podía ayudarla a subir escalinatas de mármol en las mansiones de Palm Beach, jamás supe con claridad a santo de qué Patty Lareine quiso gozar en matrimonio de mi medianamente atractiva presencia, al menos por una temporada, a no ser que su corazón se hubiera derretido realmente por mí. ¿Quién sabe? Durante un tiempo, hubo algo entre nosotros dos en la cama, pero esto es algo que se da por supuesto. ¿Por qué otra razón puede casarse una mujer con alguien de clase social inferior? Más tarde, cuando las cosas fueron mal, empecé a preguntarme si lo que realmente apasionaba a Patty no sería mostrar que detrás de mi vanidad no había nada. Una tarea diabólica, ciertamente.

Da igual. Lo que quería decir es que al decidir ir a Provincetown, Patty Lareine demostró que no era esnob. Es inútil que vayas a Provincetown si eres un esnob y tu meta es la ascensión social. Me gustaría que algún día un sociólogo se ocupara del singular sistema de clases de nuestra sociedad local. La ciudad, como hubiera explicado a Jessica Pond de haber tenido ocasión, fue, en otros tiempos, hace de ello unos ciento cincuenta años, un puerto de balleneros. Los capitanes yanquis de Cape Cod constituían la capa social superior, y trajeron pescadores portugueses de las Azores para formar las tripulaciones de sus barcos. Luego los yanquis y los portugueses se mezclaron (de la misma manera que lo hicieron escoto-irlandeses con indios, caballeros de Carolina con esclavas, judíos con protestantes). Ahora, la mitad de los portugueses tenían apellidos tales como Cook y Snow, y, fuera cual fuese su apellido, se habían convertido en los dueños de la ciudad. En invierno la dominaban en su totalidad: la flota pesquera, el Ayuntamiento, la iglesia de San Pedro, los grados inferiores de la policía municipal y la mayoría de los maestros y alumnos de la enseñanza primaria y secundaria. En verano, los portugueses resultaban ser dueños de nueve de cada diez pensiones, y de más de la mitad de los bares y cabarets. A pesar de todo, seguían formando una comunidad muy unida y vivían con gran sencillez. No hacían ostentación de su riqueza y no tenían casas en lo alto de las colinas. Por lo que yo sabía, los portugueses más ricos de la ciudad vivían en casas contiguas a las de los más pobres, de manera que, con la salvedad de una nueva mano de pintura, no cabía distinguir las casas de los unos de las de los otros. Que yo sepa, ningún hijo de familia portuguesa fue jamás a una universidad prestigiosa. Quizá sentían un respetuoso temor de las iras del mar.

En consecuencia, para ver una demostración de riqueza, por pequeña que fuera, había que esperar la llegada del verano, cuando venían de Nueva York grupos de psicoanalistas y de opulentos miembros de las profesiones liberales con aficiones artísticas, que formaban cotos cerrados, así como una amplia gama de homosexuales y unos cuantos drogadictos, con sus correspondientes traficantes en drogas, y la mitad de la fauna del Greenwich Village y del Soho. Llegaban pintores, aspirantes a pintores, pandillas de motoristas, vividores,
hippies
y
beatniks
con sus hijos, más decenas de millares de turistas de un día venidos de todos los estados de la Unión con la sola finalidad de ver cómo era Provincetown, simplemente porque está en el último extremo del mapa. La gente siente una especial predilección por llegar al final del camino.

En semejante caldo de cultivo, en un lugar en el que las distinciones de clase no eran evidentes, y en el que las mejores casas de veraneo, salvo una o dos excepciones, eran modestas casitas de playa, casitas de categoría media en un lugar en el que no había grandes mansiones (excepto la que ya conocemos), ni hermosos hoteles, ni paseos –en Provincetown sólo había dos calles largas (las demás no pasaban de callejuelas)–, en un lugar en el que la principal avenida era el muelle, y en el que ningún yate de placer de cierto calado podía atracar durante la marea baja, en un lugar en el que el valor de las prendas que vestía la gente se medía por la inscripción que lucían sus camisetas de manga corta, ¿quién hubiera podido medrar desde el punto de vista social? En consecuencia, nadie daba grandes fiestas con la finalidad de destacar. Si alguien las daba –y si ese alguien era Patty Lareine–, era solamente porque cien personas de aspecto interesante, es decir, cien forasteros pintorescos, presentes en su veraniega sala de estar, era el mínimo que necesitaba para compensar las amarguras y penas de su corazón. Patty Lareine había leído una docena de libros en su vida, pero uno de ellos era
El Gran Gatsby
. ¿Y saben cómo se veía Patty Lareine a sí misma? Pues tan cautivadora como Gatsby. Cuando las fiestas se prolongaban lo suficiente, y en caso de que hubiera luna llena y clara, Patty Lareine sacaba su viejo cornetín de animadora del equipo de su colegio y, en medio de la noche, le dedicaba a la luna el toque de retreta; más valía no decirle que ya había pasado la hora de tocarlo.

Evidentemente, la policía estatal no nos tenía simpatía. Los policías eran unos tacaños, y nadie derrochaba su dinero en fiestas inútiles como nosotros. Tanto derroche irritaba a la policía. Además, durante los dos últimos veranos, en nuestra mesa había un cuenco con cocaína a disposición de todos, y Patty Lareine, a quien le gustaba permanecer junto a la puerta, brazos en jarras, en compañía del matón que había contratado (casi siempre algún muchacho del pueblo que tenía los hombros tan anchos que parecía que eran dos), nunca rechazó la oportunidad de dar la bienvenida a una cara nueva. Todo dios entraba cuando quería en nuestra casa. Los policías de narcóticos esnifaban nuestra cocaína tan libremente como cualquier drogadicto.

La verdad es que no me hacía ninguna gracia el cuenco de marras. Patty y yo discutimos cuando decidió dejarlo al alcance de todos. Intuía que mi mujer era mucho más adicta de lo que quería reconocer, y a mí, por aquel entonces, la cocaína me daba asco. Pasé uno de los peores años de mi vida comprándola y vendiéndola, y había sido la causa de que fuera a la cárcel.

No, la policía estatal no podía tenerme demasiada simpatía. Sin embargo, me resultaba difícil creer que, llevados por una espiritual venganza, estuvieran dispuestos a formar y arremeter contra mi pequeña plantación de marihuana en aquella fría tarde de noviembre. En el frenesí del verano, sí. El verano anterior al pasado, llevado por la frenética locura provocada por un soplo de que se estaba preparando una incursión policial, me fui corriendo a Truro, a pleno sol (precisamente cuando se estima que es una brutalidad recolectar la planta, ya que la daña espiritualmente), y coseché la marihuana. Luego pasé una noche terrible (y además tuve que explicar mi ausencia de un montón de fiestas), dedicado a envolver en papeles de periódico los tallos recién cortados y a guardarlos. No hice bien ninguna de estas operaciones, y, en consecuencia, no creí en absoluto la calurosa afirmación de Regency, en el sentido de que apreciaba en gran manera la calidad de mi marihuana. (Cabe la posibilidad de que Patty Lareine le metiera en el bolsillo un par de bien liados pitillos tailandeses y le dijera que la marihuana era de cosecha propia.) De todas maneras, mi última cosecha, recogida el pasado mes de septiembre, tenia cierto bouquet, digamos cierta psíquica distinción. A pesar de que su aroma era un tanto agreste, por culpa de los bosques y del monte bajo de Truro, sigo creyendo que estaba impregnada, hasta cierto punto, de las neblinas endémicas en nuestras costas. Puedes haberte fumado mil cigarros de marihuana y, a pesar de ello, no comprender lo que estoy diciendo, porque yo cultivaba la marihuana con un propósito espiritual. Si deseabas acariciar la ilusión de que es posible comunicarse con los muertos, o por lo menos buscar la posibilidad de que te hicieran llegar algún susurro, mi marihuana era la mejor. La mía era la más fantasmal que había fumado jamás. Lo atribuyo a muchos factores, y no es el menos importante de ellos el que los bosques de Truro estén habitados por fantasmas. Hace años, más de diez, un joven portugués de Provincetown mató a cuatro muchachas, descuartizó los cadáveres y enterró los trozos en diversos lugares del bosque. Siempre tuve tremenda conciencia de esas muchachas, y de su mutilada, acusadora y muda presencia. Recuerdo que cuando coseché la marihuana este año, lo hice una vez más con grandes prisas, ya que anunciaron que un huracán iba a abatirse sobre nosotros (huracán que, a fin de cuentas, fue a descargar en el mar), y realmente las ráfagas de viento tenían fuerza de galerna. Bueno, pues en aquel día bochornoso, nublado y ventoso de mediados de septiembre, mientras un tremendo oleaje se estrellaba contra la costa de Provincetown y la gente de la ciudad corría de un lado para otro asegurando con clavos las ventanas a fin de protegerse de la tormenta, yo sudaba como una rata de los pantanos, temeroso de encontrarme con alguna sabandija, entre las frondas del bosque de Truro, a unos doce kilómetros de distancia. ¡El aire parecía ansioso de venganza!

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