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Authors: Norman Mailer

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Los tipos duros no bailan (23 page)

BOOK: Los tipos duros no bailan
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De todas maneras, comprendí lo que Wardley había querido decir. Patty daba mucho a cambio de muy poco. A veces me recordaba a un artista de genio que debía limitarse a pintar ceniceros para regalarlos por Navidad. En consecuencia, no ignoré las palabras de Wardley, sino que acepté la parte de verdad que había en ellas. Con el paso del tiempo, Patty había dado abundantes muestras de que la vida en Provincetown le resultaba cada vez más insoportable.

–El secreto de Patty Lareine es que se considera a sí misma una pecadora –dijo Wardley–. Una pecadora irremediablemente perdida. No hay perdón para ella. ¿Qué puede hacer?

–Beber hasta reventar.

–Si fuera tonta, que no lo es. Yo diría que lo más práctico es hacer grandes obras y ofrecérselas al Diablo.

Wardley hizo una pausa tremendamente larga, como si quisiera tenerme en vilo para que sus palabras penetraran bien en mi cerebro:

–La he estado vigilando. Pocas cosas ha hecho Patty, en los últimos cinco años, de las que yo no me haya enterado –dijo al cabo.

–¿Tienes amigos en el pueblo?

Hizo un vago ademán. Era evidente que sí. Con la mitad de la población invernal cobrando el paro, poco dinero podía costarle obtener información.

–He estado en relación con los agentes de la propiedad inmobiliaria –dijo–. He sido una especie de duende en la punta de Cape Cod. Provincetown me impresiona. Es el más bello pueblo de pescadores de toda la costa del Este, y si no hubiera sido por los portugueses, Dios les bendiga, estaría destrozado desde hace años.

–¿Quieres decir que Patty Lareine se interesa por los negocios inmobiliarios?

–No, de ningún modo. Patty quiere dar un golpe espectacular. Se ha encaprichado de una casa fabulosa que hay en una colina del extremo oeste de Provincetown.

–Sé cuál es.

–Claro que lo sabes. ¡No me cabe la menor duda! Aquella pareja con la que bebiste en el Mirador trabajaba para mí. Al día siguiente pensaban visitar al agente inmobiliario para comprar esa finca cuya propiedad tan gentilmente me atribuiste –silbó–. En Provincetown hay fantasmas. Estoy convencido. De lo contrario, ¿cómo es posible que se te ocurriera decirles mi nombre en relación con la casa?

–Es curioso, sí.

–No, curioso no. Es algo sobrenatural.

Afirmé con la cabeza, en silencio. Tenía los pelos de punta. ¿Sería posible que Patty Lareine dirigiera la orquesta de la Ciudad del Infierno mientras tocaba el cornetín a la luz de la luna?

–¿Sabías que el pobre Lonnie Pangborn se levantó de la mesa, a mitad de la cena con esa rubia tontaina que le acompañaba, para llamarme por teléfono a Tampa? –preguntó Wardley –. Temía que estuviera jugando sucio con ellos. ¿Cómo podía Lonnie fingir ser el comprador, en mi nombre, si le decían que precisamente yo era el propietario?

–Bien razonado, apúntate un tanto –le dije.

–Son cosas que ocurren a menudo con los planes magistrales. Cuanto mejor es el plan, más probabilidades hay de que ocurra algo imprevisto y todo se vaya a freír espárragos. Algún día te contaré la verdad acerca de cómo mataron a Jack Kennedy. ¡El atentado debía fallar! ¡Pero todo salió mal! Aquel día la CIA no supo distinguir la gimnasia de la magnesia.

–¿Así que tú querías comprar la finca sólo para que no la comprara Patty?

–Exactamente.

–Y ¿qué habrías hecho con ella?

–Hubiera sido para mí un gran placer contratar a un vigilante que cuidara de sus vacías glorias. Habría sido como verter veneno lentamente en todos los poros de Patty Lareine.

–Y ¿qué hubiera hecho ella, en el caso de haberla comprado?

Levantó una mano blanca y regordeta.

–Tengo una hipótesis.

–¿Sí?

–Newport es Newport, allí no hay nada que hacer. Martha's Vineyard y Nantucket no son más que centros de especulación inmobiliaria. ¡Los Hamptons son un desastre! Le Frak City es más atractiva los domingos.

–Provincetown está más llena de turistas que cualquiera de esos lugares –comenté.

–Sí, en verano no hay quien pueda dar un paso, lo mismo que en cualquier otro centro turístico de la costa Este. La cuestión es que Provincetown es un lugar muy bonito. Los otros no valen nada. En primavera, otoño e invierno, no hay nada que supere al viejo y pequeño Provincetown. Sospecho que la intención de Patty Lareine era construir un gran hotel elegante en esa finca. Si el proyecto se llevara a cabo debidamente, en pocos años el hotel podría ser el más distinguido de la zona. En invierno, sobre todo, estaría siempre lleno. Creo que esto es lo que ella piensa. Y Patty, con la ayuda de un buen equipo, sería una hotelera fabulosa. Tim, tal vez esto sólo sean suposiciones, pero de una cosa estoy seguro: Patty está enamorada de esa finca –lanzó un suspiro–. Ahora que Lonnie ha muerto y su rubia ha desaparecido, me veo en la necesidad de encontrar pronto a alguien que me represente o hablar por mí mismo. Esto último sólo haría que el precio de la finca subiera de una manera monstruosa.

Me eché a reír.

–¡Ya te entiendo! –le dije cuando me serené–. Prefieres que Patty se quede con un palmo de narices en ese proyecto que matarla.

–Tú lo has dicho.

Entonces él también se rió. No sabía a qué carta quedarme. Lo que acababa de decir no me convencía, ni poco ni mucho.

–Adoraba a Patty Lareine –dijo luego–. No quisiera ponerme sentimental, pero lo cierto es que me hacía sentir hombre. Siempre he pensado que nosotros, los bisexuales, necesitamos dominar tanto por delante como por detrás.

Sonreí.

–Bueno, desde mi punto de vista, no es para tomárselo a risa. Como recordarás, me he pasado la vida tratando de recuperar los derechos de propiedad sobre mi esfínter anal.

–¿Ya no te interesa?

–Tal como están las cosas, eso sólo me preocupa a mí.

–Cuando fui vuestro chófer, Wardley, Patty Lareine me sermoneaba diciendo que había que liquidarte. Que no viviríamos en paz hasta que hubieras muerto. Que si no te matábamos, nos matarías. Decía que había conocido a tipos realmente perversos a lo largo de su vida, pero que tú eras la persona más vengativa de todas. Decía que no tenías otro trabajo que trazar planes e intrigar.

–¿La creíste?

–No podía. Siempre pensaba en el día en que nos expulsaron de Exeter.

–¿Y por eso no intentaste matarme? Sí, no he dejado preguntármelo. Nunca sospeché nada. Siempre confié en ti.

–Wardley, intenta comprender mi situación. Estaba sin céntimo. Tenía antecedentes policiales y no podía trabajar como camarero en ningún lugar decente, y la mujer más rica a la que había conocido en mi vida se comportaba como si estuviera loca por mí, y me prometía todas las drogas, la bebida y los placeres que se pueden comprar con dinero. Y llegué a pensar muy serio en el medio más sencillo para liquidarte. Traté de convencerme de que podía hacerlo. Pero me resultó imposible, ¿sabe por qué?

–No, claro. Dímelo.

–Pues porque no podía quitarme de la cabeza cómo hiciste acopio de valor para recorrer el voladizo del tercer piso y entra por la ventana en el cuarto de tu padre. Eso me conmovía. Pensaba en un cobardica que fue valiente. Así que decidí no hacerlo. Me da igual que me creas o no, pero fue así.

Wardley se rió, cada vez con más fuerza. El sonido de aquella risa que agitaba su cuerpo atrajo a una bandada de gaviotas, igual que si Wardley fuera su jefe y les gritara: «¡Comida, comida!»

–¡Es maravilloso! –dijo cuando logró refrenar su hilaridad– ¡Los proyectos de Patty Lareine se fueron al carajo porque no pudiste matar al muchacho que se subió al voladizo! Bueno, he disfrutado de este rato de charla y me encanta que, como viejos, compañeros de estudios, ahora comencemos a comprendernos un poco más. Te voy a confesar lo embustero que soy. Jamás recorrí el voladizo aquél. Me lo inventé. En la cárcel, todo el mundo necesita una historia, y yo me inventé ésta. Quería que la gente pensara que yo era un tipo tan desesperado que no se podía jugar conmigo. Conseguí entrar en la biblioteca privada de mi padre; gracias al mayordomo, que, como recordarás, era el que hacía las fotografías. El me dio la llave, eso fue todo. Y lo hizo a cambio de mi promesa de desabrocharle la bragueta (¡un mayordomo como Dios manda no lleva cremallera, sino que utiliza botones, al viejo estilo!), y chuparle lo que te puedes imaginar. Promesa que cumplí. Siempre pago mis deudas. ¡París bien vale una misa!

Acto seguido se puso en pie, alzó sus zapatos como si fueran la antorcha de la Estatua de la Libertad, y se alejó. Cuando se encontraba a unos tres metros de distancia, se volvió y me dijo:

–Tal vez Patty Lareine vuelva un día de éstos. Si te entran ganas de matarla, no te contengas. Su cabeza, ya que hemos hablado de precios, vale dos millones de dólares y un poco de calderilla.

Bajó la mano con la que sostenía los zapatos, y se fue contoneándose, caminando sobre sus pies helados.

Cuando Wardley aún estaba al alcance de mi voz, me dije que si pudiera encontrar aquella cabeza rubia que había desaparecido, aquella cabeza rubia que probablemente pertenecía a Jessica Pond, con lo descompuesta que estaría seguramente podría pasar por la de Patty Lareine. Con un poco de suerte, podría aprovecharme de aquel misterio. La mentira era repugnante, pero valía dos millones de dólares.

Entonces me dije: «La persona capaz de pensar así también es capaz de matar.»

Y después me dije: «Eso es una tontería. La mejor prueba de mi inocencia es que la idea de engañar a Wardley de ese modo no me interesa.»

Esperé a que Meeks Wardley Hilby III se alejara caminando por la arena, subí a mi Porsche y abandoné la playa Marconi para dirigirme a Provincetown.

Mientras iba camino a casa, aprendí que las coincidencias, en ciertos casos, no tienen nada de casual.

Me pareció que me seguían. No hubiera podido jurarlo, porque no vi ningún automóvil que se mantuviera detrás del mío. Aumenté y disminuí la velocidad varias veces, pero no vi que ningún vehículo cambiara de velocidad para no perderme de vista. Sin embargo, de la misma manera que intuía quién me llamaba por teléfono antes de levantar el auricular, estaba seguro de que alguien me iba detrás. Quizá se mantenían a cierta distancia, pero con toda seguridad me seguían. ¿Habrían puesto un transmisor en mi Porsche?

Giré a la derecha y me metí en una carretera secundaria, avancé unos cien metros y me detuve. Nadie me siguió. Salí del coche y miré primero el maletero y luego el compartimiento del motor. Debajo del parachoques trasero encontré una cajita negra del tamaño de medio paquete de cigarrillos, sujeta con imán.

El aparato no hacía tic-tac ni emitía ningún sonido. Estaba inerte en mi mano. No sabía con certeza qué era. En consecuencia, lo volví a poner donde lo había encontrado, debajo de parachoques trasero, tomé de nuevo la carretera general y recorrí un kilómetro y medio. Luego, aparqué en el punto culminante una larga recta ascendente. En la bolsa de una de las puertas llevaba unos prismáticos para observar a las gaviotas, y escudriñé con ellos la carretera hasta el punto más lejano que alcanzaba distinguir, que se encontraba a algo más de kilómetro y medio Allí, al término del alcance útil de los prismáticos, vi una camioneta de color marrón aparcada junto a la cuneta. ¿Se había detenido en el mismo momento en que yo lo hice? ¿Esperaban que volviera a ponerme en marcha? Seguí adelante hasta llegar a la carretera de Pamet, en Truro, que avanza hacia el este durante kilómetro y medio, luego hacia el norte durante otros mil quinientos metros, y luego hacia el oeste para confluir de nuevo con la carretera general. Después de hacer tres cuartas partes de ese trayecto, me detuve en un lugar desde el que podía ver buena parte del trazado sur de la carretera de Pamet, al otro lado del valle del río Pamet, y una vez más vi la camioneta marrón, de nuevo parada. ¡Había visto antes aquella camioneta marrón, estaba seguro!

Detuve el coche frente a una casa y me oculté en el bosque. Los de la camioneta esperaron diez minutos; luego, tal como había previsto, llegaron a la conclusión de que visitaba a alguien, pusieron en marcha la camioneta, avanzaron, examinaron la casa ante la que había detenido el Porsche, y retrocedieron por el mismo camino por el que habían venido. Agucé el oído para distinguir el sonido del motor, lo que no me resultó difícil, ya que nuestras carreteras están casi desiertas en invierno. Era el único sonido que se oía en el valle.

Volvieron a detenerse, como cabía esperar, a unos trescientos metros de distancia. Estaban dispuestos a esperar a que me fuera. El transmisor los avisaría cuando se pusiera en marcha el Porsche.

Llevado por una comprensible indignación, sentía deseos de tirar el aparatito al bosque, o mejor aún, colocarlo en cualquier coche que encontrara aparcado y dejar que mis seguidores se pasaran la noche esperando en la carretera de Pamet. Pero estaba demasiado furioso. Me sentía ofendido por el hecho de que mi encuentro con Wardley, en apariencia tan lleno de matices excepcionales, hubiera sido un mero pretexto para colocar el transmisor en mi coche. Al parecer, la conclusión más acertada era que no todas las coincidencias tenían naturaleza diabólica o divina.

Además, no era Wardley la persona que iba al volante de la camioneta, sino Nissen el Araña, con Stude sentado a su lado. Sin duda, Wardley estaría en algún parador cercano, leyendo a Ronald Firbank, con una pequeña emisora de radioaficionado a su lado, en espera de que el Araña o Stude le mandaran un mensaje.

Sí, dejaría el transmisor donde estaba, me dije, y quizá me fuera útil más tarde. Sin embargo, esa remota posibilidad era un pobre consuelo de la irritación que me había causado el hallazgo de aquel juguetito. Por otra parte, pensé que si los acontecimientos se precipitaban, tal vez llegara a descubrir la causa de todos aquellos hechos tan fuera de lo común.

6

Después de tantas idas y venidas por la carretera, estaba furioso, sentía curiosidad y tenía sed. Recordé que no había entrado en un bar desde la noche en que estuve en el Mirador. En consecuencia, tan pronto como estuve de regreso en Provincetown, aparqué el automóvil cerca del muelle. En el centro del pueblo había buenos bares, el Bay State, al que llamábamos el Bergantín, el Poop Deck y el Fish and Bak (al que todo el mundo llamaba el Cubo de Sangre, por el gran número de peleas que allí se desarrollaban), buenos bares, sí, aunque no se les podía llamar grandes bares porque no tenían grandes camareros como mi padre, capaces de crear un ambiente atractivo para las clases trabajadoras. De todas maneras, los bares mencionados son oscuros, lo suficientemente sucios para que te encuentres a gusto. Puedes beber sintiéndote tan cómodo como un crío en un útero seguro y calentito antes de nacer. Hay pecas luces, y la vieja gramola suena tan débilmente que los oídos no se resienten. Desde luego, en verano, un bar como el Bergantín está mas atestado que el metro de Nueva York en las horas punta, y se cuenta una historia –que considero cierta– según la cual, cierto verano, unos relaciones públicas de la Budweiser, o de la Schaeffer, o de cualquiera de las fábricas de orina caliente, organizaron un concurso para ver cuál era el bar-restaurante que vendía la mayor cantidad de cerveza en todo Massachusetts. Bueno, el caso es que descubrieron que en Provincetown había un establecimiento llamado Bay State que era el que más cerveza había vendido en un mes. Y la mañana de un día laborable del mes de agosto, llegaron unos altos ejecutivos, ataviados con elegantes trajes de verano, juntamente con un equipo de televisión, para filmar la entrega del premio. Pensaban que les aguardaba uno de esos restaurantes de langosta y pescado caro, grandes como un arsenal, que pululan por los alrededores de Hyannis, pero se encontraron con el oscuro y mugriento Bergantín, cuyos clientes eran tan pobres que sólo podían consumir cerveza; doscientos bebedores de cerveza, de pie, atestaban el local. La longitud del Bergantín, desde la puerta de entrada hasta los hediondos cubos de basura al fondo, es más o menos la de un vagón de tren, y en lo tocante a comida, sirven bocadillos de jamón y queso o de salchicha. Las cámaras de televisión se pusieron en marcha, y la clientela de chalados comenzó a gritar: «¡Sí, es la cerveza! ¡Huele que apesta! Oye ¿para qué coño sirve esa luz roja en la cámara de la tele? ¿Es que hablamos demasiado? Más vale que nos callemos, ¿no?»

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