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Authors: Norman Mailer

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Los tipos duros no bailan (21 page)

BOOK: Los tipos duros no bailan
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–Esto no es una promesa, son seis –protesté.


Señor Seis
.

Se acercó y me ofreció sus labios. Fue uno de los besos más inolvidables de mi vida, aunque hubo muy poca pasión en él. No obstante, Madeleine me transmitió toda la ternura que había en su corazón, y también toda la rabia que la invadía, y he de confesar que esta combinación me dejó tan anonadado como si un buen boxeador me hubiera propinado un inesperado gancho con la izquierda y me hubiera rematado con un rapidísimo derechazo. Sé que no es manera de describir un beso, y además no refleja la paz que inundó mi corazón al recibirlo, pero lo digo para que se comprenda por qué me temblaban las piernas cuando pasé por delante de las casas de sus vecinos camino del coche.

Cumplí las seis promesas y no abrí el sobre hasta mucho después de haber devuelto el coche alquilado de color azul en Hyannis, cuando iba al volante de mi Porsche y había llegado al Eastham. Una vez allí, me detuve en el arcén, y, en tres segundos, leí el mensaje. No llamé a Madeleine, sino que me limité a volver a leer la nota. Decía: «Mi marido se entiende con tu mujer. Más vale que no hablemos de ello, a no ser que estés dispuesto a matarlos a los dos.»

Volví a poner en marcha el Porsche, pero la verdad es que no estaba para conducir; no cabía esperar menos, supongo. Al ver el indicador del Servicio de Parques Nacionales que señalaba el desvío hacia la playa Marconi, salí de la carretera y conduje hasta, los farallones que dominan el Atlántico. Dejé el coche en el aparcamiento y me fui paseando hasta una duna baja, donde me senté; mientras cogía puñados de arena y la dejaba caer, pensé en los Padres Peregrinos. ¿Sería aquél el lugar donde volvieron a tomar rumbo norte, para rebasar la punta de Cape Cod y llegar a Provincetown? ¡Desde luego, Marconi no podía haber encontrado mejor lugar que aquel promontorio para enviar sus primeros mensajes por radio a través del ancho océano! Mi mente, al abstraerse en estos profundos pensamientos, se quedó en blanco. Suspiré, y pensé en los mensajes que, aunque no exactamente por radio, se habían cruzado entre Juana de Arco y Gilles de Rais, entre la reina Isabel de Inglaterra y Essex, entre la zarina y Rasputín, y, a un nivel más modesto y casero, entre Madeleine y yo. Sentado en aquella duna baja, mientras cogía arena con las manos y la dejaba caer, traté de estimar cómo estaban las cosas después de mi visita a Madeleine. ¿Sería todo obra de Alvin Luther Regency?

Se me ocurrió que apenas si sabía usar un rifle, y que no tenía demasiado buena puntería con mi pistola. Por otra parte, no me había liado a puñetazos con nadie desde hacía cinco años. Gracias a la bebida y el tabaco, debía de tener un hígado el doble de grande de lo normal. A pesar de todo, el pensamiento de enfrentarme a Regency me devolvió un poco de mi antiguo valor. Ni antes ni ahora había sido lo que se dice un luchador, pero los años que pasé trabajando en bares me habían enseñado algunas tácticas, que la cárcel se encargó de perfeccionar, hasta el extremo de convertirme en un verdadero manual de trucos sucios. ¡Así es la vida! Me había comportado de un modo tan brutal en mis últimas peleas callejeras, que al final tenían que separarnos. Algo de la sangre de mi padre debía de haber pasado a mis venas y, al parecer, había heredado su código de conducta. Los tipos duros no bailan.

Los tipos duros no bailan. Esta curiosa proposición hizo que mi memoria, como un balandro que dobla una boya para volver a puerto, me retrotrajera a los tiempos de mi adolescencia, y volví a sentirme como cuando tenía dieciséis años y participé en el campeonato del Guante de Oro. Aquello estaba muy lejos del lugar en que me encontraba ahora, con la nota de Madeleine en el bolsillo. O quizá la distancia no fuera tanta. Después de todo, fue entonces, al participar en aquel campeonato, cuando por primera vez en mi vida quise hacerle daño de verdad a alguien, y ahora, sentado en la playa de South Wellfleet, no pude menos que sonreír. Y es que me veía tal como era entonces, y yo, a los dieciséis años, me consideraba un hombre duro. Al fin y al cabo, era hijo del padre más duro de mi manzana. Aunque por aquel entonces ya sabía que nunca podría ponerme a su altura, me repetía una y otra vez que tenía que destacarme jugando al fútbol americano en el instituto, a fin de conseguir una beca para ir a la universidad. ¡Aquello era toda una proeza! Recuerdo muy bien que aquel invierno, después que terminó el campeonato de fútbol americano, sentía contra el mundo, en general, una hostilidad en la que se mezclaban el rencor y el orgullo. Una hostilidad que me resultaba difícil dominar (fue el año en que se divorciaron mis padres). Empecé a frecuentar un gimnasio donde se entrenaban boxeadores que estaba cerca del bar de mi padre. Siendo el hijo de «Dougy» Madden, tenía que participar en el Guante de Oro.

En Exeter conocí a un chico judío que me explicó que el peor año de su vida había sido el que pasó hasta que cumplió los trece. Se preparaba para el
bar mitzvah
(que entre los judíos viene a ser como la confirmación), y había noches en que no podía dormir tratando de recordar el discurso que había de pronunciar en la sinagoga el día señalado, ante doscientos amigos de su familia.

Yo le aseguré que esto no era, ni mucho menos, tan malo como la primera noche en el campeonato del Guante de Oro.

–En primer lugar, sales en público medio desnudo, y nadie te ha preparado para ello –le dije–. Hay unos quinientos espectadores. A muchos no les caes bien. Son los partidarios de tu contrincante. Te miran con ojos muy críticos. Entonces ves al tipo con el que has de pelear. Parece dinamita.

–Entonces ¿por qué lo hiciste? –me preguntó mi amigo.

Le contesté la verdad:

–Para que mi padre estuviera orgulloso de mí.

A pesar de mis buenos propósitos, cuando entré en el vestuario sentí un peso en el estómago. Allí había otros quince chavales. Eran los del rincón azul, el mío. Al lado había otro vestuario, separado por un tabique, en el que se encontraban los quince aspirantes que ocuparían el rincón rojo. Cada diez minutos, más o menos, un azul y un rojo salían para ir al ring, y volvían los del combate anterior. No hay nada como el miedo al ridículo para forjar rápidas alianzas. No nos conocíamos, pero nos deseábamos buena suerte. De todo corazón. Así pues, cada diez minutos se iba un chaval y volvía otro. Los ganadores estaban en la gloria, y los vencidos se sentían miserables, pero al menos ya habían terminado. Trajeron en volandas a un chaval y llamaron a una ambulancia. Un buen pegador negro le había dejado fuera de combate. En aquel instante pensé en la posibilidad de abandonar. Sólo me impidió hacerlo la imagen de mi padre sentado en primera fila. Así que me dije: «De acuerdo, papá, te ofrezco mi muerte.»

Tan pronto comenzó el combate descubrí que el boxeo, como cualquier otra clase de cultura, se adquiere con años de práctica, e inmediatamente perdí la poca cultura pugilística que poseía. Tenía tanto miedo, que no paraba de soltar golpes. Mi contrincante se sentía igual y hacía lo mismo. Cuando la campana puso fin al asalto, casi no podíamos ni movernos. Tenía la sensación de que el corazón me iba a estallar. En el segundo asalto prácticamente no hicimos nada. Permanecimos quietos, mirándonos ceñudos, y parábamos los golpes con la cabeza porque estábamos demasiado cansados para movernos, y es más fácil recibir un golpe que esquivarlo. Seguramente parecíamos descargadores de muelle incapaces de pelear de tan borrachos. Los dos sangrábamos por la nariz, y podía oler la sangre de mi contrincante. Aquella noche supe que la sangre tiene un olor tan personal como el del cuerpo. Aquel asalto fue desastroso. Cuando volví a mi rincón me sentía como un motor sobrecargado a punto de estallar.

–Oye, o boxeas mejor o no vamos a ganar –me dijo el preparador, que era amigo de mi padre.

Cuando pude recuperar la voz, dije con mi mejor acento de aspirante a universitario:

–Si quiere dar por terminada la pelea, aceptaré su decisión.

Por el modo como me miró, comprendí que aquello no lo olvidaría por mucho que viviera.

–Muchacho, tú pelea y sácale las tripas –me dijo.

Sonó la campana. El preparador me puso el protector dental y me empujó hacia el centro del ring.

Peleé con desesperación. Tenía que tragarme aquella frase, tragármela hasta las mismísimas entrañas. Mi padre aullaba de tal modo que pensé que estaba ganando la pelea. ¡Zas! Me pareció que había estallado una bomba. O que me habían atizado en la sien con un bate de béisbol. Debí de recorrer el ring tambaleándome, porque mi contrincante oscilaba ante mí como un tentetieso.

Aquel puñetazo fue como una inyección de adrenalina. Sentía las piernas rebosantes de vitalidad. Comencé a bailar en círculo alrededor de mi adversario y a lanzarle golpes cortos. Saltaba, esquivaba y lanzaba golpes cortos constantemente (era lo que debía haber hecho desde el principio). Y entonces me di cuenta, de una cosa: ¡mi contrincante era todavía peor que yo! Y, precisamente en el momento en que vi la posibilidad de dirigirle un gancho (había descubierto que mi contrincante bajaba la derecha siempre que yo hacía amago de darle en el estómago con la izquierda), sonó la campana. La pelea había terminado. El arbitro, levantó su mano.

Después, cuando los amigos que trataron de consolarme ya se habían ido y estaba a solas con mi padre en un café, cuando comenzaba a sentir nuevas oleadas de dolor, el Gran Mac murmuró:

–Hubieras podido ganar.

–Yo pensaba que había ganado. Todos han dicho que merecía vencer.

–Son amigos –movió la cabeza como diciendo que no–. Perdiste en el último asalto.

No, ahora que todo había terminado y había perdido el combate, creía que lo había ganado.

–Todos han dicho que estuve muy bien cuando recibí aquel golpe y seguí peleando.

–Amigos.

Lo dijo en un tono tan lúgubre, que hubieras creído que los amigos, y no la bebida, eran el azote de los irlandeses.

Nunca había tenido tantas ganas de discutir con mi padre como entonces. No hay mayor tristeza que la de estar sentado con el cerebro medio atontado, con el torso y las extremidades laceradas, todo tu ser ardiendo y pesado como el plomo, y el corazón rebosante de consternación por haber perdido una pelea que todos decían que merecías ganar. Por eso, con la boca hinchada y una arrogancia que mi padre debió de considerar fuera de lugar, dije:

–Mi error fue que no bailé. Hubiera debido bailar desde el principio, boxeando sin parar, acorralándole –moviendo las manos, añadí–: Hubiera debido pelear así, ¡zas, zas!, esquivar, dar vueltas a su alrededor. Volver al ataque con golpes cortos, bailar alejándome de su alcance, bailar en círculo, ¡zas, zas!, ¡machacarle, machacarle, machacarle! –Hice un movimiento afirmativo con la cabeza, como aprobando tan excelente plan de ataque–. Y cuando lo hubiera tenido a punto, soltarle un buen directo.

Mi padre tenía la cara inexpresiva.

–¿Has oído hablar de Frank Costello? –me preguntó.

–Uno de los gangsters más importantes –dije con admiración.

–Una noche, Frank Costello estaba sentado en un club nocturno, en compañía de su rubia, una chavala muy guapa, y en su mesa estaban también Rocky Marciano, Tony Canzoneri y Dos Toneladas Tony Galento. Una reunión de italianos. La orquesta tocaba. Y Frank va y le dice a Galento: «Anda, baila con Gloria.» Esto pone nervioso a Dos Toneladas. No le gusta bailar con la chica del gran hombre. ¿Y si la rubia se le arrima demasiado? Así que le dice: «Bueno, señor Costello, ya sabe que no soy un gran bailarín.» Y Frank le contesta: «Y una mierda, bailas muy bien. Baila con Gloria.» El caso es que se levanta y da un par de vueltas por la pista con la muchacha, manteniéndola muy alejada, y cuando vuelve con la chica a la mesa, Costello le pide lo mismo a Canzoneri. Tony saca a bailar a la rubia. Luego le llega el turno a Rocky Marciano. Éste es el único que se considera lo bastante importante para llamar a Costello por el nombre de pila, y le dice: «Señor Frank, ya se sabe que los pesos pesados no nos lucimos en una pista de baile.» Frank Costello le contesta: «Sal a la pista y baila con Gloria.» Mientras bailan, Gloria aprovecha la ocasión para decirle al oído: «Oye, hazme un favor. A ver si consigues que el tío Frank dé unos pasitos conmigo.» Terminado el baile, Rocky lleva a la chica a la mesa, sintiéndose un poco más relajado, en tanto que los demás ya se han tranquilizado. Comienzan a pinchar al gran hombre, con mucho cuidado, ¿comprendes?, sólo bromeando un poco: «¡Venga, señor Costello…!» «¡Vamos, señor Costello, complazca a la señorita!» Y Gloria le dice: «Sí, ¡por favor…!» Y los otros dicen: «Ahora le toca a usted, señor Frank. Pero Costello niega con la cabeza y dice: «Los tipos duros no bailan.»

Mi padre tuvo cuatro o cinco frases favoritas a lo largo de su vida, y era raro que no aprovechara la oportunidad de soltarle alguna.
I
nter Jaeces et urinam nascimur
parecía ser la definitiva y la más triste; en cambio, la más alegre era: «No hables, que le quitas el viento a la vela.» Pero durante mi adolescencia su frase habitual fue: «Los tipos duros no bailan.»

A los dieciséis años, cuando era un chaval medio irlandés de Long Island, no sabía nada de los maestros del zen ni de sus paradojas, pero si hubiera sabido algo, la frase de mi padre habría sido una paradoja para mí, pues no la entendí. Sin embargo, se me quedó grabada, y a medida que me fui haciendo mayor la encontré cada vez más significativa. Ahora, sentado en la playa de South Wellfleet, contemplando las olas que se estrellaban ante mí tras un viaje de miles de kilómetros, pensé una vez más en lo increíbles estragos que Patty Lareine había causado en mi personalidad. Como era de esperar, el agua de los pozos de mi compasión de mí mismo subió rápidamente de nivel, y consideré llegado el momento de dejar a un lado aquella paradoja, a menos que me fuera posible considerarla desde un nuevo punto de vista.

Seguro que mi padre, con aquella frase, quería expresar algo más profundo que la necesidad de hacer frente a la adversidad algo tan profundo que no sabía o no podía explicar, posiblemente. Algo que, sin embargo, formaba parte de su código de conducta. Algo que quizá pudiera compararse a un solemne compromiso. Tal vez la filosofía de mi padre debía cristalizar en un principio tan escurridizo que aún no me había sido posible aprehenderlo.

Entonces vi que un hombre se acercaba por la playa. A medida que se aproximaba, más seguro estaba de quién era, lo cual hizo que se disiparan muchas de las preocupaciones acerca de mí mismo que ensombrecían mi ánimo.

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