Read Los tipos duros no bailan Online

Authors: Norman Mailer

Tags: #Otros

Los tipos duros no bailan (35 page)

BOOK: Los tipos duros no bailan
8.15Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

–¿Y qué te proponías hacer?

–Ni siquiera había comenzado a pensar. Me importa muy poco dármelas de inteligente o no, pero por listo que seas, en momentos así sólo se te ocurre: «Menudo lío…» Realmente, no sabía qué hacer, pero cogí el coche y me puse en marcha hacia Race Point. De todas maneras, las indicaciones que me dieron para llegar allá fueron muy confusas. Me perdí en el norte de Truro, y quedé totalmente desorientado. Cuando llegué a Race Point, el coche no estaba allí, y Laurel tampoco. Fui a Beach Point para decirle a Patty Lareine que me había dado unas indicaciones para llegar a Race Point que no servían de nada. Patty tampoco estaba. No volvió hasta la mañana siguiente, y jamás he vuelto a ver a Jessica.

–¿Patty Lareine vivía contigo?

–Ya llegaremos a este punto.

–Sí, me gustará saberlo.

–Antes quiero que me digas una cosa, ¿fue Jessica a tu casa? –me preguntó Wardley.

–Me parece que no.

–¿No te acuerdas?

–Estaba muy borracho.

–¿Viste a Patty Lareine?

–Tampoco puedo acordarme de eso, pero me parece que sí. Creo que estuvo unos instantes en casa.

–¿Sabes lo que Patty Lareine solía decir de esas lagunas de memoria que padeces? –preguntó Wardley.

–No.

–Pues decía: «Ya está el tonto del culo ése metiéndose dentro de su propio culo.»

–Muy propio de ella.

–Siempre te llamaba tonto del culo. Cuando eras nuestro chófer en Tampa, ya te llamaba así, cuando estábamos a solas, ella y yo. Y cuando Patty Lareine y yo volvimos a estar juntos, el mes pasado, seguía llamándote así. ¿Por qué te daba este apodo?

–Eso es sinónimo de imbécil.

–Patty te odiaba con toda su alma.

–No sé por qué.

–Yo creo que sí lo sé –dijo Wardley–. Ciertos hombres satisfacen el componente femenino que hay en ellos haciendo que sus mujeres les metan la lengua en sitios muy especiales.

–¡Cristo!

–¿Patty y tú hicisteis cosas así?

–Wardley, no me gusta hablar de esos asuntos.

–Los heterosexuales sois muy pudibundos en esas materias –después de decir estas palabras, Wardley lanzó un suspiro y añadió–: Me gustaría poder encender una hoguera. La situación sería más íntima y sexual.

–No cabe la menor duda de que estaríamos más cómodos.

–Pero, en fin, no podemos.

Con mi consiguiente sorpresa, Wardley bostezó. Luego me di cuenta de que había bostezado como un gato. No hizo más que aliviar su tensión mediante el bostezo.

–Patty Lareine solía hacérmelo –dijo–. En realidad ése fue el medio por el que me indujo a casarme con ella. Nunca me lo habían hecho tan bien. Pero luego, cuando ya estábamos casados, dejó de hacérmelo. Cuando le indiqué que me gustaría que reanudase la costumbre, me contestó: «Wardley, no puedo; ahora, siempre que miro tu cara no veo más que tu trasero.» Ésta es la razón por la que no me gustó nada que te llamara tonto del culo. Oye, Tim, ¿te lo hizo alguna vez?

–No pienso decírtelo.

Wardley disparó la pistola. Lo hizo sentado. Sin apuntar. Se limitó a esgrimirla como si fuera el índice, tal como antes he dicho y a oprimir el gatillo. Esto es algo que sólo los mejores tiradores son capaces de hacer. Yo llevaba unos pantalones muy anchos y el proyectil los atravesó debajo del muslo. Wardley dijo:

–La próxima vez te destrozaré la rodilla. En consecuencia, has el favor de contestar la pregunta que te he hecho.

Me tenía a su merced. No cabía la menor duda. Entonces me quedaba la valentía del tanque de reserva. Habida cuenta de las circunstancias, parecía ser la suficiente para conservar las apariencias de aplomo.

–Si, en cierta ocasión se lo pedí –le contesté.

–¿Se lo pediste o la obligaste a hacerlo?

–Estaba predispuesta. Era joven y para ella significaba novedad. Hubiera dicho que nunca lo había hecho con anterioridad.

–¿Y cuándo ocurrió eso?

–La primera vez que Patty Lareine y yo nos acostamos.

–¿En Tampa?

–No. ¿No te lo contó?

–Si me lo dices podré contestarte.

–Hice un viaje a Carolina del Norte, en compañía de una muchacha. Una muchacha con la que llevaba dos años conviviendo. Nos encontrábamos en aquel período en el que hay que intentar algo nuevo o romper la relación. Por eso, y llevados por un impulso, contestamos un anuncio y fuimos a Carolina Norte para conocer a un matrimonio que quería cambiar de pareja un fin de semana. En el anuncio decía que la otra pareja tenía que estar casada, por lo que aquella chica y yo dijimos qué lo estábamos. Al llegar conocimos a un tipo muy alto y mayor y a su esposa, que era Patty Lareine.

–¿Era en los tiempos en que se llamaba Patty Erlene?

–Exactamente, Patty Erlene. Estaba casada con el predicador de la localidad, que también era el entrenador del equipo de fútbol americano de la escuela secundaria, y el quiropráctico del pueblo. En el anuncio decía que era ginecólogo, pero resultó ser mentira. Poco tardó en decírmelo: «Es un truco, ya que no hay mujer que se resista al juego del intercambio cuando imagina que va a acostarse con un ginecólogo.» El tipo era muy alto y flaco, calvo y muy bien dotado de atributos masculinos. Por lo menos, eso es lo que me dijo mi chica. Con la consiguiente sorpresa por mi parte, los dos se entendieron de maravilla. A Patty la excitó en gran manera saber que era camarero de un bar de Nueva York.

Me callé. Sentía la inquietud propia de haber hablado durante mucho rato, demasiado quizá. Había perdido la noción de que estaba hablando con Wardley. Este me preguntó:

–¿Y te lo hizo esa noche?

No debería haber olvidado que Wardley estaba pendiente de mis palabras.

–Sí, la primera noche fue la mejor que pasamos en nuestra vida. Parecía que nos hubiéramos estado esperando el uno al otro.

Después de decir estas palabras, pensé: «¡Chúpate ésa, Wardley!»

–¿Te hizo todo lo imaginable? –me preguntó.

–Más o menos.

–¿Más?

–Sí, se puede expresar con estas palabras.

–¿Y volvió a alcanzar estas alturas en Tampa?

–No –le mentí.

–Mientes.

Realmente, no tenía ningunas ganas de que Wardley volviera a disparar. Pensé que seguramente Meeks, el buen padre de Wardley, solía atizarle sin previo aviso.

–¿Eres capaz de aceptar la verdad? –le pregunté.

–Me enorgullezco de ello. A los ricos nos mienten siempre, por eso tengo el orgullo de aceptar la verdad por muy desagradable que sea.

–De acuerdo, pues. En Tampa volvió a ocurrir.

–¿Cuándo?

–Cuando Patty trataba de convencerme para que te asesinara.

Por el momento, estas palabras representaban el mayor riesgo que había corrido en mi conversación con Wardley. Pero como hombre de palabra, hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, como si confirmara la verdad de lo que le había dicho.

–Es lo que siempre he creído –hizo una pausa y añadió–: naturalmente, ésta es la razón por la que Patty te llamaba tonto del culo.

No le dije que, después de aquella noche en Carolina del Norte, Patty Lareine me escribió durante una temporada. Parece que tras mi regreso a Nueva York el recuerdo de aquella noche volvía a menudo a la memoria de Patty. Se sentía obligada limpiar el recuerdo que había dejado en su boca. En las cartas que me escribía no hacía más que llamarme tonto del culo, comenzaba así, «Querido tonto del culo», o bien «Oye, tonto del culo». Y no dejó de hacerlo hasta que dejó de escribirme. Lo que ocurrió, más o menos, cuando fui a parar a la cárcel. Estando entre rejas no me gustaba que me dieran motes así, por lo que rara vez contesté las cartas de Patty, y dejó de escribirme. No tuvimos ninguna relación hasta una noche en que me encontraba en un bar de Tampa, me tocaron el hombro, y cuando me di la vuelta vi a una hermosa rubia, muy bien vestida, que me dijo: «¡Hola, tonto del culo!» Sí, las coincidencias a veces son asombrosas.

–Me parece que Patty Lareine realmente quería asesinarme –dijo Wardley.

–Sí, es algo que tienes que aceptar.

Wardley se echó a llorar. Llevaba ya largo rato luchando contra el llanto y por fin no pudo aguantar más. Con sorpresa, me sentí conmovido, aunque en realidad sólo en una mitad de mi ser. La otra mitad estaba paralizada, porque nunca me había parecido tan peligroso hacer el menor movimiento.

Al cabo de unos minutos, Wardley dijo:

–Es la primera vez que lloro desde el día en que me expulsaron de Exeter.

–¿De veras? Yo lloro de vez en cuando.

–Puedes permitirte el lujo. Siempre tienes una base de virilidad a la que regresar. En cambio, yo me he inventado a mí mismo.

Dejé pasar esta observación y le pregunté:

–¿Cómo es que Patty y tú volvisteis a juntaros?

–Después de nuestro divorcio, Patty me escribió una carta. Un par de años después. En esa carta me decía que yo tenía todo género de motivos para odiarla, pero que me echaba de menos. Pensé que Patty andaría escasa de dinero, por lo que tiré la carta a la papelera sin contestarla.

–¿No recibió Patty una buena cantidad a raíz de vuestro divorcio?

–Se conformó con cobrar mucho menos de lo que acordaron en la sentencia, ya que mis abogados estaban dispuestos a presentar recursos y más recursos durante años. Patty no podía permitirse el lujo de costear un pleito tan largo. ¿No te lo dijo?

–No hablábamos de dinero.

–¿Se limitaba a pagarte los gastos?

–Yo quería ser escritor. Teníamos una especie de contrato.

–¿Escribes bien?

–Patty tenía mi atención tan absorta que no pude escribir tan bien como hubiera deseado.

–Quizá lo tuyo sea trabajar de camarero en un bar.

–Es posible.

–¿Y no sabes nada del estado económico en que se encontraba Patty?

–¿Estaba arruinada?

–Carecía de intuición para las inversiones. Era tan orgullosa que no sabía aceptar los buenos consejos. Tengo la idea de que Patty había comenzado a darse cuenta de que le esperaban unos años económicamente muy duros.

–Y por eso comenzó a escribirte.

–Hice caso omiso de sus cartas tanto tiempo como pude. Pero al fin contesté. ¿Sabías que Patty Lareine tenía un apartado de correos en Truro?

–No.

–Mantuvimos correspondencia. Al cabo de cierto tiempo, Patty abordó el tema que realmente le interesaba. La finca Parmessides. Creo que esta finca llegó a simbolizar, para Patty, todo que había perdido en Tampa.

–Y tú jugaste con su interés por la finca.

–Yo quería torturar cada uno de los cuatro compartimientos de su corazón. Sí, jugué con ella. Durante dos años, no hice más que alentar en ella esperanzas para luego desalentarlas.

–Y durante todo este tiempo yo pensaba que era el culpable de todos y cada uno de los malos humores de Patty.

–La vanidad es tu vicio, pero no el mío. Yo no hacía más que decirme que Patty Lareine forzosamente tenía que ser el mismísimo diablo, a juzgar por la influencia que ejercía en mí, ya que realmente, la echaba de menos. No hacía más que pensar que quizá sintiera verdadera atracción por mí.

Wardley dio una palmada sobre la arena, junto a sus pies, y m preguntó:

–¿No te sorprende?

–La verdad es que Patty jamás dijo nada bueno acerca de ti.

–Ni acerca de ti. La faceta más desagradable del carácter Patty es que hablaba mal de todo el mundo. Su falta de compasión era todavía superior a la de un buen cristiano.

–Quizás esto se debía a lo mucho que se entregaba en otros aspectos.

–Desde luego –el frío le hizo toser. Añadió–: ¿Sabes que la follaba como un hombre?

–No, nunca me lo dijo.

–Pues es verdad. Ni una tortillera lo hubiera hecho mejor. Hubo momentos en que me sentí el mejor de los amantes.

–¿Qué ocurrió cuando Patty apareció en Tampa, acompañada del Machete?

–Poco me importó. Fue una jugada inteligente por parte de Patty. Si hubiera aparecido sola, me habría inducido a sospechar. Pero gracias al Machete la cosa fue divertida. El Machete es polifacético, en cuestión de sexualidad. Organizamos algunas escenas divertidas los tres.

–¿No te molestaba ver a Patty con otro hombre?

–Siempre he dicho que quien quiera ser sexualmente ingenuo, que procure ser irlandés. ¿Cómo podía molestarme? A veces, mientras me follaba a Patty, él se me follaba a mí. No puedo presumir de haber visto siempre la expresión de su rostro.

–¿Realmente no te molestaba? –insistí–. Patty siempre decía que eras muy celoso.

–Lo era cuando intentaba comportarme como un marido. En mi vida me he sentido tan vulnerable. Pero entonces jugaba a un juego. Y tanto me gustaba que eché mano de Laurel. Le dije: «Vete al Este, querida, y échale por mi cuenta una ojeada a la finca Paramessides.» Y así lo hizo. Desdichadamente, la codicia lo complicó todo. Lonnie Pangborn me dijo que la señora Oakwode había vuelto a Santa Bárbara, cuando en realidad hubiera debido andar puteando con el abogado en Boston. La noticia no me gustó nada. Me pregunté si acaso Laurel estaba en contacto con ricos amigos suyos de California, con la finalidad de comprar por sí misma la finca y dejarme con un palmo de narices. Debo confesar que en aquellos momentos deseaba la finca casi tanto como a Patty. Ella necesitaba su castillo para interpretar el papel de reina, pero yo necesitaba que Patty se encontrara en una situación tal que dependiera absolutamente de mí. Suele ocurrir, ¿verdad?

–¡Muy a menudo!

–El caso es que la presencia de Laurel en Santa Bárbara me indujo a actuar. Propuse a Patty que hiciéramos una visita por sorpresa a la costa de California. Ello representaría asimismo una oportunidad para desembarazarnos del Machete. Sí, el tipo ése es más pesado que el plomo.

Wardley hablaba con voz seca, como si hubiera decidido firmemente contar la historia, por mucho que su garganta protestara. Me di cuenta por primera vez de que Wardley podía ser todavía más escéptico que yo, y me pregunté cuál sería la fuerza que le obligaba a proseguir su relato. Parecía que, en cualquier instante, fuera a decirme: «Tengo que compartir contigo todo lo que sé, y, cuando haya terminado, reconoceré cuál de nosotros dos debe desaparecer; es justo, ¿no te parece?» Por cierto, ¿la punta del cañón de su pistola no apuntaba un pelo más hacia el suelo? Wardley prosiguió:

–Durante la cena, en Santa Bárbara, Laurel trató con todo género de atenciones a Patty, a quien dijo las frases más maravillosas acerca de la gran personalidad de que estaba dotada, halagó cuanto pudo los oídos de Patty. Cuando la reunión terminó, dije a Pangborn: «No confío absolutamente nada en esa mujer. Invéntate un asunto en Boston, pégate a Laurel y no la pierdas de vista ni un instante.» A fin de cuentas, Pangborn fue quien recomendó a Laurel. ¿Cómo iba a saber que con estas palabras lo mandaba a la muerte?

BOOK: Los tipos duros no bailan
8.15Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

West 47th by Gerald A. Browne
Lulu in Honolulu by Elisabeth Wolf
A Woman Lost by T. B. Markinson
Seeing Red by Holley Trent
A Mammoth Murder by Bill Crider
The Scourge by Henley, A.G.
The Ironclad Prophecy by Kelleher, Pat
What Angels Fear by C.S. Harris
After Peaches by Michelle Mulder