Los tipos duros no leen poesía (19 page)

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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

BOOK: Los tipos duros no leen poesía
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Melania y Suárez Smith se miraron con complicidad.

—La caja de Hossman la encontré en casa del Ministro. Escondida en una lavadora, para ser exactos.

Se puso en pie y recogió la bandolera del suelo. Sacó de ella el teléfono móvil. Mientras buscaba en la memoria el número del móvil de Déniz, continuó hablando:

—Cuando me di cuenta de que ese tipo grande me seguía se la di con queso. A estas alturas tiene que estar cagándose en mi madre.

La complicidad de la ex Miss y el abogado se convirtió, de pronto, en verdadero pavor.

—Pero ¿por qué ha hecho eso? —preguntó el abogado.

—¿Y por qué coño ha venido hasta aquí? —indagó Melania, demostrando, de nuevo, ser más inteligente que su amante.

—Vine para intentar averiguar la verdad antes de llamar a la Policía. Pero, como siguen pensando que soy gilipollas, será mejor que intenten mentirles a ellos, a ver qué tal les sale, porque estoy hasta los huevos de los dos.

Tras decir esto, Monroy pulsó el botón de llamada.

—No haga eso, Eladio —dijo Melania.

Monroy le dedicó la más sarcástica de sus sonrisas, mientras esperaba a que Déniz respondiera. Pero, de pronto, el abogado metió la mano entre los cojines del sillón y, al sacarla, había en ella una pistola con la que apuntó a Monroy.

—Le estamos diciendo que no lo haga —dijo, intentando dar la impresión de ser un hombre peligroso.

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onroy dejó el teléfono sobre la mesa, la bandolera a sus pies y volvió a sentarse, observando el arma con detenimiento. Seguramente la habían escondido allí, entre los cojines, antes de la visita del hombre grande. Pero este debió de ser más rápido que ellos y no les dio tiempo de cogerla. Era una pistola pequeña y compacta, con un cañón muy corto. Estaba empavonada en negro, con los seguros y el gatillo dorados y las cachas de la empuñadura cubiertas de falso nácar. Un arma de coleccionista.

—¿Una Taurus? —preguntó Monroy.

La mano del embajador temblaba. Ahora sí parecía realmente salido de una novela de Graham Greene, pero sin los redaños que solían tener sus personajes.

—Buen ojo.

—Y me juego algo a que dispara un veintidós.

El silencio subsiguiente fue bastante esclarecedor. Monroy volvió a fijarse (ya se había fijado mientras Melania hablaba con él), en que, además de las señales que le había dejado el hombre grande, Suárez Smith presentaba un corte en el labio inferior que debía de haberse producido, al menos, un par de días antes. El Ministro, según Déniz, se había defendido. Y Monroy no imaginaba a un tipo tan inteligente como el Ministro perdiendo el tiempo en intentar defenderse de un berraco como el tal Horacio. Ese corte en el labio era lo que le había llevado a pensar que Melania le había mentido. Suposición que se veía ahora confirmada por la presencia de la pistola en manos del embajador.

—No fue premeditado —dijo Melania, adivinando lo que le pasaba por la mente a Monroy—. Íbamos a darle los seis mil euros. Coño Hubiéramos dado cualquier cosa Pero nos intentó engañar. Empezamos a discutir y la cosa fue a mayores.

—¿Y lo de Laura Jordán?

El abogado miró un momento a Melania y luego empezó a decir: «Yo no quise que», pero ella le interrumpió con un gesto de la mano.

—No, Fredi. No liemos esto todavía más. Eso lo hice yo. Fui a la casa de La Minilla para intentar conseguir la caja. Todavía tenía un juego de llaves. Se suponía que ella no tenía por qué estar. Pero estaba.

Se hizo un silencio. Después, Melania Escudero pareció casi un ser humano, al decir:

—Lo curioso es que no se me quita de la cabeza la idea de que, probablemente, ella no sabía nada del dinero. A lo mejor quería conservar la caja realmente por cariño, porque era un recuerdo de Gustav.

—Por su valor sentimental —apostilló Monroy. Melania Escudero asintió. La pistola continuaba temblando en dirección a Monroy.

—¿Y ahora qué? ¿Cuál es el siguiente paso?

Suárez Smith se puso chulo. Echándose hacia atrás, dijo:

—El siguiente paso es que usted nos diga de una puta vez dónde está lo que había dentro de la caja.

Mientras se pellizcaba el mentón, Monroy observó detenidamente a aquella piltrafa humana. Miró su bandolera que estaba casi bajo la mesa.

—Aquí mismo, en mi bolso.

Melania y el embajador se consultaron con la mirada.

—Eladio, si lo saca muy lentamente y nos lo da, podrá marcharse y olvidarse de todo esto de una vez.

Monroy asintió varias veces. Entraba en lo posible que estuvieran realmente dándole una oportunidad. Pero sospechaba que lo más probable era que pretendieran dispararle en un momento en que estuviera situado de tal forma que no manchara los sillones de sangre. Se inclinó hacia delante y metió la mano en la bandolera. Sintió las miradas en su coronilla, como un cosquilleo molesto y frío. Y luego, durante un segundo, dejó de sentirlas, porque ellos estaban nuevamente mirándose entre sí. Ni siquiera tuvieron tiempo de arrepentirse de aquella distracción, porque ya Monroy había utilizado sus dos antebrazos como palancas para, levantándose de golpe, alzar la enorme mesa de cristal y arrojársela. Suárez Smith logró hacer fuego, pero solamente consiguió que la mesa saltara en mil pedazos, aumentando la confusión. Monroy no se detuvo a averiguar adonde había ido a parar la bala que pasó junto a su oreja izquierda. Cruzó como un rayo aquel mar de cristales que todavía volaban por los aires y aferró la muñeca del abogado, haciéndole apuntar hacia arriba, mientras enterraba el pulgar de la otra mano en la ceja herida, que se convirtió en un manantial de sangre oscura y tibia. Cuando el abogado se llevó la mano libre a la sien, para agarrar la suya, Monroy la alzó y descargó su codo derecho sobre el ojo cegado por la sangre. Repitió esta operación una y otra y otra vez, hasta que el cuerpo del otro se aflojó durante un momento y él pudo aprovechar para arrebatarle la pistola, asiéndola del revés por el armazón. Estaba muy caliente, pero prefería quemarse la mano a soltarla y que le pegaran un tiro.

En ese instante, notó movimiento detrás de él. Soltó al embajador y se volvió hacia la derecha. Melania Escudero se dirigía hacia su cabeza botella de whisky en ristre. Quizá, de haber tenido más tiempo para pensarlo, Eladio Monroy se hubiera limitado a inmovilizarla. Pero estaba en desequilibrio y, aunque parecía inofensivo por ahora, el abogado podía volver en sí en cualquier momento y jugarle una mala pasada. Así que su reacción, brutal, desmedida, pero eficaz, fue propinarle un revés con la pistola, aferrada a modo de piedra, en la cara. Quiso la suerte que le acertara justo en la boca, abierta en ese momento en un grito de walkiria.

Monroy vio volar dos dientes y un chisguete de sangre en el sentido del golpe y a Melania Escudero, menos Miss que nunca, desplomarse hacia atrás. Quedó tendida cuan larga era, con las piernas obscenamente abiertas mostrando un pubis depilado. Reprimió el asco y se volvió hacia Suárez Smith, que comenzaba a despertarse. Pensó que lo mejor era tomar distancia y se apartó, apuntándoles a ambos. En ese instante, en medio de aquel campo de batalla lleno de minúsculos copos de vidrio, comenzó a sonar su móvil. Se agachó y apartó el armazón metálico de la mesa, sin demasiado cuidado, porque la pareja aún estaba medio grogui. Era Déniz.

—Eladio, estoy viendo el partido. Vi tu llamada y.

—Cállate y escucha. Lo primero, estoy en Mogán. En la casa de Gustav Hossman.

—¿Y qué haces en el Puerto de Mogán? —comenzó a decir Déniz.

—En el Puerto no, coño. En el casco. Y escúchame, cojones, que no hay mucho tiempo. La casa se llama Villa Hossman, y está pasando el pueblo. Es un chalé de los grandes. Manda para acá a toda la caballería. Y que sea cagando leches. Te vas a encontrar aquí a los que mataron al Ministro. También son los mismos que mataron a una chica que se llamaba Laura Jordán.

—¿Y qué relación tienen?

—¡¿Pero te quieres callar, joder?! Te estoy diciendo que no tengo tiempo. Te adelanto ya que en casa de esa chica vas a encontrar huellas del Ministro. Pero lo más importante es que mandes a tu gente para acá antes de que lleguen otros que son gente muy peligrosa.

—No entiendo nada. ¿Qué gente peligrosa?

—Unos mexicanos, seguramente dos o tres, que han debido de llegar hoy por el Muelle Deportivo. Ya te lo explicaré, pero tendrá que ser más despacio y ahora no hay un minuto que perder.

—Bueno, eso está en el quinto infierno. Aviso a la Guardia Civil.

—O a quien sea.

—Vale —zanjó Déniz—. Pero si la cosa está tan jodida, déjalo todo como está y sal por patas.

—Por una vez te voy a hacer caso. Pero si algo sale mal, mira mi correo electrónico. Gloria sabe cómo entrar.

Déniz iba a decirle algo, pero Monroy le dejó con la palabra en la boca. Suárez Smith había comenzado a llorar de nuevo y Melania Escudero gateaba, intentando recuperar la estabilidad y sus dientes. Monroy vio docenas de trozos de cristal clavados en las plantas de sus pies.

—Hijo de puta —masculló Suárez Smith—. Eso no hacía falta.

Monroy no supo qué decir. En el fondo, estaba de acuerdo con el abogado. Como en otras ocasiones similares, sintió un espantoso mal sabor de boca, la sequedad de sus labios y su lengua. A duras penas, Melania Escudero había recuperado su sitio en el sillón junto al abogado. Utilizaba la manga derecha del albornoz para limpiarse de los labios la sangre que, a cada momento, escupía. Monroy, junto a ella, sentía lástima y vergüenza. Pero se dijo que no debía dejarse engañar: aquella mujer había matado al menos a una persona inocente y había participado en el asesinato de otra que tampoco se lo merecía.

—Bueno, se acabó. Ahora mismo está viniendo para acá la Policía de media isla.

—¿Dónde está el papel? —preguntó Melania, como ensimismada.

Monroy se volvió hacia ella. Estaba allí, ante él, con la cabeza baja y la cara contra la manga. Con la otra mano agarrando la parte inferior de su muslo izquierdo.

—¿Qué papel?

—El papel —repitió ella—. El papel que había dentro de la caja. El papel por el que se ha montado todo esto. Quiero saberlo: ¿dónde está?

—Hecho cenizas.

Melania elevó el rostro un instante para regalarle toda su incredulidad y su odio.

—Lo quemé esta tarde, cuando me di cuenta de lo que se trataba.

Melania escupió sangre sobre los zapatos de Monroy, al mismo tiempo que gritaba con tanta fuerza que este se sobresaltó. Justo en ese instante le embistió con el cuchillo, el mismo con el cual él la había liberado. Debió de encontrarlo en el suelo, mientras Monroy hablaba con Déniz. Al mismo tiempo que pensaba que no volvería a dejar que ninguno de los dos tocara el sofá, Monroy sintió la hoja hundiéndose en su muslo hasta casi la mitad, haciendo que las fibras de su pantalón penetraran con la hoja en su carne. Iba a golpear a Melania en la cabeza, pero fue él el golpeado. Un puño se descargó en su nuca, haciéndole inclinarse hacia delante, mientras que un gancho de izquierda le rompió el labio inferior. Intentó girar hacia quien le castigaba de esa manera, para amenazarle con la pistola, pero la derecha ya iniciaba una nueva combinación y se hundía en su riñón, lo cual, unido a la cuchillada, le hizo perder el equilibrio y caer en posición de rezo, haciéndose polvo los rodillas contra el suelo lleno de cristales. En ese momento, una rodilla que sobresalía de la pernera de unas bermudas vino a estrellarse contra su cara, tirándolo de espaldas.

Durante unos instantes, toda su capacidad visual fue niebla, mientras sentía cómo unas manazas le quitaban la pistola. Cuando se incorporó, el hombre grande era dueño absoluto de la situación. Melania y Suárez Smith estaban sentados, completamente aterrorizados, ante el hombre que, pistola en mano, se encontraba parado entre ellos y Monroy. Con curiosidad, el hombre grande parecía esperar a que Eladio recuperara los sentidos.

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onroy, sentado en el suelo, se presionó la herida. Un centímetro más arriba y le hubiera seccionado la femoral. En ese caso, a estas alturas ya hubiera estado muerto. Aun así, no dejaba de sangrar.

—Vaya puto desastre —dijo el hombre grande, con rabia, pero sin elevar el tono de voz—. Esto tenía que haber terminado ya. Y no tenía que haber terminado así.

—La culpa fue de —empezó a decir Suárez Smith.

Sin previo aviso, el hombre grande le descerrajó un tiro en la frente. La boca del embajador quedó pronunciando la letra e, para espanto de Monroy, que permaneció igualmente boquiabierto.

Melania prorrumpió en un gemido interminable.

—¿Tú también quieres decir algo? —desafió el hombre grande—. ¿Eh? ¿Quieres decir algo?

Melania Escudero, histérica, negaba con la cabeza al mismo tiempo que aferraba, con espanto, el hombro inerte de Suárez Smith. El hombre grande caminó hacia la izquierda de Monroy, que se levantó, a duras penas, apoyándose en el respaldo de uno de los sillones individuales. Sentía la pernera de su pantalón totalmente empapada en sangre.

—Vamos a ver, Eladio. Admito que tienes los huevos de un toro. Y que me la pegaste bien. He tenido que esperar una hora y media hasta que me han dado un Twingo de mierda para llegarme hasta aquí. Todo lo cual me ha puesto de una mala leche de cojones. No sé lo que ha pasado aquí ni me interesa. Pero, cuando estaba subiendo, te he oído decir que habías quemado el papel que había dentro de la caja. ¿Oí bien?

Eladio Monroy, con la vista clavada en los enormes pies del hombre grande, que pisaban sangre, su sangre, asintió.

—¿Y eso es verdad?

Eladio Monroy volvió a asentir. Vio las piernas torneadas del hombre grande, desnudas hasta casi las rodillas.

—Pero, como no eres tonto, habrás tenido la precaución de copiar lo que había en el papel, ¿verdad?

Eladio Monroy asintió por tercera vez. Ahora miró al abdomen macizo del hombre grande, a su cinturón, a su entrepierna. Por duro que fuera el resto del hombre grande, aquella parte seguiría siendo blanda.

—¿Y dónde lo copiaste?

Eladio Monroy no hizo ni un solo movimiento. El hombre grande le dio un culatazo en la frente, que le hincó de rodillas. Sintió los cristales clavarse en ellas.

—Gilipollas. Los mexicanos vienen para acá. Si no les doy algo me van a matar a mí también. A los dos. Tienes que darme algo o te pego un tiro y me marcho antes de que lleguen.

Eladio Monroy continuó guardando silencio.

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