Monroy miró el precio de la caja (tan parecida a aquella otra caja por cuya recuperación le habían ofrecido dos mil euros) y buscó en su bolsillo. Sacó un billete de cinco. Dinero de sobra para comprarla.
M
onroy examinó todas las fotos por enésima vez. En la pantalla del ordenador, las que había sacado en casa de Laura Jordán. Sobre el escritorio, la de Hossman. Con esta, impresa en buen papel fotográfico, utilizó una lupa. La caja que había comprado en el badulaque estaba también allí, ante él. Definitivamente, los labrados de las tres cajas (la del despacho de Hossman, la de la casa de Jordán y la que él había adquirido una hora antes) eran exactamente iguales. Las dimensiones también parecían las mismas, tal y como él recordaba por lo que había visto en casa de la escultora. Pero había una diferencia: el barniz de la caja de la foto de Hossman parecía algo más oscuro. Podía deberse a una diferencia de luz al hacer las fotografías, aunque esta hipótesis no explicaba la expresión de sorpresa que Monroy había observado en Laura Jordán.
Se levantó y fumó un cigarrillo paseando entre el salón y la cocina, pellizcándose compulsivamente el mentón. Con la colilla aún caliente, se llevó el cenicero, el paquete de tabaco y el mechero al escritorio y, abriendo su correo electrónico, localizó el correo de Manolo en el que este le enviaba información y enlaces sobre Hossman. Comenzó a buscar información relativa a las empresas del alemán. Leyó el panegírico de
Libertad Digital
, visitó las páginas del banco, de la financiera, de la cadena hotelera, de la consultora. Buscó domicilio, razón social y propietarios de todas y cada una de esas empresas. Las tres tenían propiedad compartida, pero Hossman, personalmente o mediante alguna de sus empresas subsidiarias, figuraba siempre como socio mayoritario o incluso como presidente del consejo de administración. Existía una única excepción: la consultora. WHQ era una consultora con domicilio en Madrid. No le costó descubrir que los propietarios eran, a partes iguales, Gustav Hossman, otro alemán, llamado Konrad Weinberg, y un español, un tal José Luis Quiroga Ruiz. La información que figuraba en el campo «Actividades» era tan vaga («Consultoría y asesoramiento de empresas») que decidió tirar de ese hilo. Empezó haciendo una búsqueda con el nombre de Quiroga. Con un poco de suerte, tendría hasta perfil en Facebook. No tuvo ese poco de suerte, pero no tardó en ver incluso fotos de un cuarentón de ojos claros que había sido entrevistado hacía unos años en una revista especializada en información económica y que era vicepresidente de un club de golf. Cuando lo intentó con Weinberg se quedó boquiabierto en el mismísimo primer resultado de la búsqueda. No hacía ni un mes que lo habían asesinado en su casa de Madrid. Según las noticias que leyó, el caso aún estaba siendo investigado, aunque todo apuntaba a un asalto por parte de una banda organizada, probablemente procedentes de Europa del Este, etc.
Monroy dedicó el resto de la mañana a bucear en la biografía de Weinberg, que, por cierto, tenía casa en Lanzarote.
Weinberg era otro Hossman. Dueño evidente o implícito de otro montón de negocios, con residencia en varias ciudades. Igual de teutón, igual de opulento, igual de siniestro. Para Eladio, solo había una diferencia entre ambos: Weinberg no tenía una Melania Escudero. Quizá tuviera una Laura Jordán. O un Laureano. Eso, a Monroy, le era indiferente. El caso es que, al parecer, Quiroga, Weinberg y Hossman tenían una sociedad. Uno de los socios, Hossman, había muerto, al parecer por causas naturales. Otro de ellos, Weinberg, había sido asesinado en su casa por unos salteadores. Monroy no terminaba de tragarse que la casualidad hubiera hecho que unos ladrones decidieran desvalijar al segundo socio. La muerte de Weinberg tenía que estar relacionada, de alguna manera que él aún no alcanzaba a adivinar, con la de Hossman. Todo apuntaba al tercer socio, el español. ¿Quién era este tío?
Volvió a mirar sus fotos, a leer su entrevista. Rebuscó algo más en la información, desperdigada en diversas páginas, que había sobre él. Por lo que averiguó, el tal Quiroga no era más que un pijo que había crecido hasta convertirse en un superpijo. Un niño de familia bien, licenciado en Derecho, que había hecho diversos másteres y, por último, a finales de los noventa, se había asociado con los dos alemanes. No estaba limpio, eso seguro. No podía estarlo, porque nadie medra tanto y tan rápidamente sin pisotear unos cuantos cráneos.
Pero Monroy tenía un talento innato para saber lo que un hombre era o no capaz de hacer con solo mirarle a la cara. Esa habilidad le había salvado el físico en más de una ocasión. Y, mirando las fotos de Quiroga, no veía a alguien capaz de dirigir a una banda de maleantes. Bien podía estar equivocado, pero la experiencia le decía que no solía errar en estos casos. No. En el triunvirato de WHQ la Q era la última letra. Debía de haber alguien más en el asunto. Y tampoco podía tratarse de Melania y del embajador. Aquellos dos inútiles no eran capaces de hacer lo que alguien hizo en casa de Weinberg. Ni era su estilo ni tenían redaños para eso. De hecho, si hubiesen tenido cataplines para hacer algo así, ¿por qué hubieran necesitado contar con él?
Miró el reloj. Casi la una. Manolo y Gloria estarían preparando el precierre. Escribió un rápido correo electrónico a Manolo, adjuntando los enlaces de todas las páginas en las que aparecían referencias a WHQ y a Quiroga. Después, le telefoneó a su móvil. Escuchó, de fondo, a Gloria hablando con un cliente.
—Manolo, que Gloria no se entere de que soy yo el que llama —dijo en cuanto el otro descolgó.
Manolo guardó silencio unos segundos, se mesó la barba y miró de reojo a su socia, que buscaba algún libro de Roald Dahl que la sobrina del cliente no hubiera leído.
—Vale —dijo con la neutralidad de un banquero suizo.
—Te acabo de mandar un correo con algunos enlaces. Son sobre la consultora esta en la que tenía parte el tal Hossman. Tenía dos socios, un tal Weinberg y un español, Quiroga. Necesito averiguar lo que se pueda sobre el español, sobre todo con quién se relaciona y con quién hacía negocios la empresa.
—¿Y del tercer socio no quieres saber nada? —preguntó Manolo, abriendo el correo y leyendo las direcciones de los enlaces por encima.
—¿De Weinberg?
—Sí, ese.
—Bueno, si sale algo interesante, también. Pero no te preocupes demasiado por él. Murió el mes pasado. Y este no murió en su cama, te lo puedo asegurar.
—No jodas. —Manolo intentó que Gloria no se diera cuenta de su sorpresa. Bajó la voz para preguntar—: ¿Hay movida chunga?
—Todavía no lo sé. Pero si la hay, mejor me valdrá saber quién la está montando antes de que se me venga encima.
—Quien tú sabes me va a matar.
—Mejor para los dos que no se entere de nada. Ayer ya me leyó el cartel. Y eso que aún no sabía nada de esto.
—De acuerdo. Me pongo al tajo. Voy a darles el toque a los de la Asamblea, a ver qué saben. En cuanto tenga algo te lo mando.
—Muchas gracias, viejo. Te debo una.
—Me debes unas cuantas, pero tranquilo: ya sabes que yo con estas cosas me lo paso de cojones. Salud —dijo justo antes de colgar.
Monroy imaginó a Manolo sacando el máximo partido a su CPU y a un montón de inadaptados semejantes a él implicándose, de repente, en la búsqueda de información acerca de Quiroga y WHQ. Casi pudo ver cientos de búsquedas simultáneas de las siglas WHQ recorriendo millones de kilómetros de fibra óptica y devolviendo resultados que multiplicaban por cien los rastreos.
La Asamblea, oficialmente, no existía. Tampoco había nacido en un lugar determinado, un día determinado de un determinado año. Carecía de estatutos y su ideario se resumía en el enfrentamiento al sistema capitalista y a toda forma de totalitarismo. Desconocidos eran también el número de sus socios y el número de países a los que pertenecían. Seguramente, su origen estaba en alguien familiarizado con Habermas y su idea de la ética comunicativa, Marcusse y su crítica al capitalismo avanzado, Muguerza y Telépolis o el propio Marx y la noción de ideología. En todo caso, era un ágora virtual sorprendentemente activa y probablemente eficaz, a largo plazo, en la denuncia de corruptelas, injusticias y desigualdades. Eso lo sospechaba Monroy por lo que Manolo solía contarle acerca de las acciones de la Asamblea, por cómo el librero le había hablado de grandes tramas de corrupción y pequeños escándalos éticos bastante tiempo antes de que estas ocuparan las primeras planas de los periódicos. Se trataba de una especie de organización algo caótica, formada por hombres y mujeres que a su vez pertenecían a vaya usted a saber qué organizaciones, partidos y colectivos antiglobalización: grupos ecologistas, plataformas feministas, representantes de los pueblos indígenas, socialistas panafricanos o colectivos anarquistas. Se comunicaban diariamente mediante crípticos mensajes que aparecían en grupos cerrados de las redes sociales, los cuales remitían a un foro en el que las intervenciones resultaban no menos confusas. Monroy lo había visitado alguna tarde aburrida. En la práctica, a juzgar por los diferentes contenidos y el lenguaje empleado en las comunicaciones de ese foro, las ocupaciones y procedencias de los integrantes de aquel no-grupo eran de lo más variado: funcionarios, administrativos, arquitectos, transportistas, filósofos, peluqueros, médicos, periodistas, físicos, fontaneros, sociólogos, electricistas y meros piratas informáticos (muy útiles, estos últimos, por su habilidad para introducirse casi en cualquier sistema de archivos o base de datos). Cualquiera podía pertenecer a la Asamblea pero cualquiera que lo hiciera por frivolidad, por mera curiosidad o para espiar sus actividades era universalmente ignorado por sus miembros, quienes hacían gala de una suspicacia digna de un servicio de contraespionaje.
Uno de los lemas, el más citado por los
asamblearios
, era: «Si la información es el poder, démosla al pueblo». Y esa era la actividad principal de la Asamblea: recopilaban información, toda aquella información que, según opinaban, «estaba oculta por los velos de la ideología» y la hacían circular de forma anónima en Internet. Y dada la heterogeneidad de ocupaciones, lugares de residencia, habilidades y contactos de sus miembros, la Asamblea era capaz de conseguir información muy jugosa y bastante sorprendente, evidenciando, por ejemplo, la relación entre una cadena de hamburgueserías y la deforestación en una determinada zona del Amazonas, o publicando el monto que una serie de
stock options
había arrojado directamente en dirección al bolsillo de los directivos (cuyos nombres y apellidos no se privaban de mencionar) de una determinada empresa pública recién privatizada, o poniendo en manos de los consumidores el hecho de que determinada firma de ropa importaba sus productos de fábricas de países poco privilegiados en las que se utilizaba mano de obra infantil. Manolo no se cansaba de repetirle a Monroy que si el Capital se había internacionalizado, la lucha anticapitalista debía hacer otro tanto, porque, de hecho, el internacionalismo estaba en la misma raíz de los postulados marxistas.
A Monroy, a quien todo aquel socialismo utópico de nueva ola le sonaba rancio como un queque del mes pasado, no dejaba de agradarle la ingenua bondad que escondían las actividades de aquella pandilla de lunáticos. De cualquier manera, había ocasiones en que la Asamblea podía resultar útil. Y esta era, pensó, una de ellas.
Se levantó y cogió el manojo de llaves que le había dado Omayra. Pesaban demasiado. Hacía calor y no le apetecía ponerse una chaqueta. Así que abrió la bandolera y metió en ella las llaves, junto con su cartera, sus propias llaves, el tabaco y el mechero. El bolígrafo metálico de resorte que siempre llevaba por si acaso lo introdujo, en cambio, en el bolsillo de su camisa.
* * *
La hermana del Ministro aún no había pasado por la casa a vaciarla de los objetos de valor sentimental. Quizá no llegara a hacerlo nunca. Tal vez fuera por allí solo para quitar el polvo y ordenar un poco. Puede que la vivienda estuviera destinada a ser ocupada por Omayra o, a lo peor, por su hermano. Aunque Monroy no tenía muy claro qué ocurría con aquellas viviendas de protección oficial una vez fallecidos sus propietarios. Sabía que no podían, legalmente, ser vendidas o alquiladas. La titular, probablemente, fuese la madre de Omayra. En todo caso, le daba igual todo eso. Eran las dos y media y él aún no había almorzado y, probablemente, no pudiera hacerlo hasta, por lo menos, las tres. Y si pensaba todo aquello era únicamente porque en ese mismo instante rebuscaba en los cajones de la cómoda del dormitorio del Ministro. Ya había registrado minuciosamente todo el salón, con cuidado de dejar todo tal y como lo había encontrado, pero procurando que no se le pasara absolutamente ningún rincón.
Cabía la posibilidad de que el registro resultara no solo infructuoso, sino completamente inútil. Cabía la posibilidad de que se equivocara y que la muerte del Ministro no tuviera absolutamente nada que ver con la de Laura Jordán y, mucho menos, con la del tal Weinberg. Sin embargo, Monroy estaba encontrando demasiadas casualidades últimamente y sabía que aunque ese tipo de casualidades podía llegar a darse, resultaba poco probable que tuvieran lugar en la práctica. Y si Monroy estaba en lo cierto, el nexo, el hilo común que probablemente uniera los tres sucesos (aunque aún no se le ocurría el motivo de que fuera precisamente aquello) tenía que estar allí, en algún lado, en el fondo de un cajón, de un ropero, de una alacena.
Le tocó el turno a la librería, el mueble de cinco estantes que contenía la biblioteca del Ministro, compuesta, principalmente, por novelas de Alberto Vázquez Figueroa, J. J. Benítez y viejos tomos encuadernados del
Selecciones
del
Reader's Digest
, además de una edición de bolsillo de
Oh, Jerusalén
. Monroy pasó los dedos por detrás de todos aquellos libros y los sacó llenos de polvo en cada estantería, a excepción de la más baja, donde encontró una latita de galletas que contenía una colección de boliches de cristal, con plumas de todos los colores. El Ministro también había sido niño.
El cuarto del fondo era un trastero con posibilidades, pero finalmente solo contenía herramientas, útiles de pesca y algunos electrodomésticos en desuso.
En la cocina, comenzó por revisar la despensa y las gavetas que había bajo el poyo y el fregadero. No encontró nada. Tampoco había nada en la panera, en el horno o en el microondas. Revisó incluso el interior del frigorífico. Ya iba a apagar la luz y a volver al salón cuando se fijó en la lavadora, una vieja Siemens de ojo de buey. Se acercó y comprobó el cesto, junto a ella, donde se amontonaba la ropa sucia del Ministro. Finalmente se agachó, abrió la puerta del tambor e introdujo la mano. Casi inmediatamente palpó las aristas, la superficie plana con el suave relieve del labrado. Sacó la caja y la miró a la luz, comprobando que, efectivamente, era más oscura que la que él había comprado y aún más que la que había visto en casa de Laura Jordán. Por lo demás, eran prácticamente idénticas. Le dio la vuelta y comprobó la pequeña inscripción en la base: MADE IN CHINA.