—Gracias por venir. Y por aguantarme el desahogo.
—Fue interesante hablar contigo —dijo Monroy, con sinceridad. Después, sin saber por qué, añadió—: Si necesitas cualquier cosa, ya sabes dónde estoy.
—¿En el Casablanca?
—Eso es.
—Lo tendré en cuenta —dijo antes de estamparle un beso en la mejilla.
Monroy permaneció unos momentos observando cómo Omayra se internaba en el edificio. Enfundado en unos vaqueros y una camiseta negra, su cuerpo, algo entrado en carnes pero proporcionado, se movía con un aplomo a juego con el temperamento de su propietaria. En ese momento, estaba seguro de que había hecho bien ofreciéndose para ayudarla en lo que hiciera falta. No sabía que al hacerlo, perdía la última oportunidad de no escarbar más en un asunto que le venía demasiado grande.
S
antos no solía perder la paciencia, pero cuando el hombre grande terminó de darle cuenta de sus pesquisas en Canarias, dio un puñetazo en la tapia del jardín y dijo, masticando con asco cada sílaba:
—Me cago en la puta madre que parió a esa ramera y al picapleitos de mierda ese. ¡Joder!
El hombre grande, al otro lado de la línea, guardó silencio. Santos miró en derredor, para asegurarse de que nadie había sido testigo de su acceso de cólera.
—Pero ¿cómo cojones no se les ocurrió que ese tío podía ir de farol? —escupió con rabia, aunque procurando no alzar la voz para que los asistentes a la celebración que tenía lugar en el jardín no se percataran de nada.
—Les he dado un día para que lo solucionen.
—Doce horas —corrigió Santos—. Ni un solo minuto más. Si para entonces no nos dan lo que queremos, no les des tiempo de joderla más todavía.
—Pero tendré que entrar a saco. La cosa no va bien.
—La cosa no puede ir peor. ¡Coño! Si entre los del Indio, y lo que está pasando ahí, están sembrando todo el puto mapa de cadáveres, cojones. Hay que solucionar eso antes de que llegue ahí esa gente. Si no, esto va a terminar saltando. Y, si salta, nos vamos todos a la mierda —de pronto, recordó que hablaban mediante teléfono móvil y se calló, preguntándose qué frase podría dar la impresión de que no hablaba en serio—. Tú eres el mejor delantero que tenemos en el equipo, aunque estés mayor.
El hombre grande se preguntó durante unos instantes de qué demonios hablaba Santos. Luego lo captó y siguió la corriente.
—Pero esto no es la primera división; solo es una liga de fútbol sala entre empresas. Tampoco hay que tomarse las cosas tan a pecho.
—Si juegas como siempre, el partido es nuestro —observó Santos, a quien la metáfora del fulbito parecía haber sosegado relativamente—. Tú limítate a hacer lo que siempre has hecho: presionar hasta marcar.
—Intentaré hacerlo en cuanto pueda y limpiamente. Ya hay demasiados lesionados.
—Ya lo sé. Y cuantos menos, mejor. Pero si tienes que darle una patada a alguien en la espinilla, no te cortes, porque el asunto es ganar el partido. ¿Estamos?
—Estamos. Volveré a llamar en cuanto sepa algo más.
Santos guardó el móvil en el bolsillo interior de la americana y regresó al jardín, donde la fiesta estaba en su punto álgido. Aquí y allá, reunidos en las mesas o yendo y viniendo entre estas y el bufé, los invitados charlaban ajenos al cuarteto que en ese momento interpretaba el
Corcovado
con una suavidad que evidenciaba que eran profesionales de ese tipo de eventos, en los que ambientaban sin que nadie se molestara en prestarles la más mínima atención. En una mesa lejana localizó a su mujer, que conversaba con Pitita Simancas. Él conocía a Pitita desde hacía muchos años y detestaba sus aires superiores de aristócrata moderna que sabe ponerse a la altura de la plebe, ese tipo de gente que condesciende a reír los chistes sobre culos, pero que insiste en llamarlos pompis. Algo había cambiado en las últimas décadas y la gente como Pitita había tenido que acostumbrarse a quienes no procedían de familias de alcurnia (y ser de alcurnia en este país suponía tener un pasado de connivencia o franca adhesión con el fascismo) pero manejaban el dinero con el que se pagaban sus lujos. Tras la Transición, no había existido realmente una lucha entre liberales y conservadores; sencilla, brutalmente, se habían limitado a firmar una tácita alianza que les hacía invencibles. Hombres como él, mujeres como la suya, sabían que tenían que aguantar a toda una legión de insoportables pititas. Como hubiera dicho Lampedusa (a quien Santos no había leído pero su mujer sí), todo había cambiado para que todo siguiera como estaba.
Sin embargo, en ese momento, no le apetecía en absoluto soportar a Pitita. Decidió dejar las relaciones públicas en manos de su mujer. Se sirvió un poco de ensalada y una copa de vino y se sentó en una de las mesas cercanas a los parterres del lado que daba al monte. Aspirando el aire fresco y puro de la Sierra, se preguntó cómo acabaría todo aquel asunto de Hossman. Justo en ese instante, sintió en su hombro la mano de Diego. Alzó la vista y observó al anciano. Se había quitado la americana y fumaba ya su puro de la tarde. El tesorero del partido era quizá el único en toda la fiesta que podía permitirse romper la etiqueta de ese modo y ahumar a sus invitados sin ningún tipo de miramientos.
—¿En qué andas, Mauricio? —preguntó, campechano, y se sentó frente a él enarbolando en los labios una sonrisa que sus ojos no compartían—. ¿Preocupado por los negocios?
Santos sabía que la última persona que debía enterarse de que las cosas no iban bien era, precisamente, Diego.
—Nada que no se arregle con un buen vino —respondió, alzando su copa y dándole un buen trago.
—«Si el vino perjudica tus negocios, deja tus negocios».
—Eso lo dijo Mark Twain, ¿no?
—Chesterton —corrigió el otro, pronunciando con un inglés de colegio de pago, echándose hacia atrás y extendiendo el brazo sobre el respaldo de la silla—. Ahora en serio: ¿va todo bien?
—Perfectamente.
—Muy bien. Me alegra oírtelo. Porque hoy en día, con esto de la crisis, uno no tiene alrededor más que llorones. Pero tú, no. Tú no eres de esos. Tú eres de la gente con la que se puede contar. Cuando pienso en los muchos servicios que te debe el partido.
—Favor que tú me haces.
—No, te lo digo en serio. Sin gente como tú, el partido no habría podido seguir a flote, capeando este temporal. Porque, las cosas como son, están cayendo chuzos de punta. Pero esto no va a durar siempre.
Diego hizo una pausa teatral. Dio una chupada a su habano y se inclinó hacia delante, para que Santos pudiera oírle sin necesidad de hablar en voz alta.
—No va a durar siempre —repitió—. Los temporales pasan, Mauricio. Y dentro de un par de años volveremos a estar donde estábamos. O mejor situados todavía. Y entonces, tú lo sabes bien, no nos olvidaremos de quienes nos echaron un cable cuando la cosa andaba mal.
Santos dejó los cubiertos, se limpió cuidadosamente con la servilleta y apoyó ambas manos sobre el borde de la mesa, mirando abiertamente a Diego. Sabía que iba a pedirle algo, que había alguna olla que apartar del fuego.
—¿Hay alguien con problemas de liquidez? —preguntó.
—La liquidez está sobrevalorada. Pero, desgraciadamente, la discreción no. A alguien le ha salido mal un negocio y ha metido mano donde no debía. Ahora hay un agujero que tapar antes de que la cosa salte a los medios. Ya sabes que somos carnaza. Vamos, que van a por nosotros. Y yo creo que no podemos permitirnos otra foto de un alcalde o un concejal camino del Juzgado.
Santos guardó silencio e hizo memoria, repasando titulares, portadas, informativos televisivos en los que la Judicial o la Guardia Civil salían de oficinas municipales y domicilios con ordenadores y libros de contabilidad.
—Lo que te voy a pedir no sería nada nuevo con respecto a lo habitual —continuó Diego—. Un pequeño extra. ¿Me entiendes? Una suma determinada, que te sería reintegrada en poco tiempo. Y con intereses, por supuesto. ¿Podría ser?
—Depende —respondió Santos.
—¿De qué?
—De las dimensiones del agujero.
Mientras Diego le explicaba los detalles del asunto (en efecto, no se trataba de nada inusual), Santos pensó en lo que había dicho el viejo acerca de la liquidez y la discreción y no pudo evitar preguntarse en cómo le agradecería el partido «sus muchos servicios» si el asunto de Hossman saltaba a los medios. Casi pudo ver a Diego dando una rueda de prensa para declarar que aquel individuo jamás había ocupado cargos en el partido y que, en todo caso, ellos eran los primeros damnificados por su conducta presuntamente delictiva pero, en todo caso, marcadamente fuera de toda ética. Cada vez lo veía más claro: en el asunto de Hossman no era dinero lo único que había en juego.
H
acía unos tres cuartos de hora que había regresado del tanatorio. Tras darse una ducha para quitarse el olor a muerte, se metió en la cocina. Gloria no tardaría en llegar y le había pedido que le preparara un wok de verduras. El móvil sonó justamente cuando empezaba a cortar zanahorias y, sin dejar su tarea, apoyándoselo entre el hombro y la mejilla, Monroy saludó a Déniz.
—¿Qué pasó?
—¿Te pillo en mal momento?
—Cocinando estoy.
—Bueno, no te voy a robar mucho tiempo. Te llamaba para preguntarte si habías oído algo nuevo sobre lo de ese hombre.
—¿El Ministro?
—Sí.
—Pues no, la verdad.
Déniz se sintió defraudado.
—Vaya, es una pena. Pensé que habrías oído algo en el tanatorio.
Al escuchar esto, Monroy estuvo a punto de rebanarse un dedo. Sintió la tentación de preguntar a Déniz cómo sabía que había ido al velatorio, pero se detuvo a tiempo. Hubiera sonado tan idiota como una folklórica en una mesa redonda sobre keynesianismo.
—No vi a tu gente por allí.
—No mandé a los que tú conoces.
—¿Y ellos tampoco averiguaron nada?
—Sí. Que el sobrino es un ruina. Pero cosas de poca monta. Algún tirón, alguna pelea, tenencia y tráfico. Tiene un expediente surtidito, pero nada grave.
—No creo que los tiros vayan por ahí.
—Yo tampoco. ¿Qué te contó la sobrina?
Monroy intentó hacerse una fotografía mental de las personas que ocupaban las mesas cercanas a ellos. Por una vez, la gente de Déniz había hecho un buen trabajo, porque no lograba identificar a ninguno de los clientes como policías camuflados.
—Nada que te sirva. Me contó recuerdos de infancia con su tío y algo de cómo le va a ella. Gran piba, por cierto.
—¿Y eso?
—Trabaja y estudia. Honrada y seria. De esa gente que tiene el corazón en su sitio.
—Pues en bonita familia vino a caer.
—Eso pienso yo. De cualquier manera, por ahí no tienes tampoco ningún hilo del que tirar.
Hicieron una pausa, en el transcurso de la cual Monroy tuvo tiempo de escachar un diente de ajo y pensar en lo fácil que es seguir el rastro a una furgoneta que lleva un rótulo del Bar Toribio.
—Oye, Déniz.
—Dime.
—¿Tengo que entender que ahora llevo guardaespaldas?
Déniz se echó a reír.
—Eres la polla, Eladio. No te siguen a ti. Los mandé al velatorio para que pegaran la oreja.
A Monroy le pareció plausible aquella explicación.
—De todos modos, a veces tengo tentaciones de ponerte guardia permanente.
—¿Por qué?
—Porque me da en la nariz que me estás ocultando algo, como siempre.
—¿Como siempre?
—Ya ha pasado otras veces. Te callas como una puta y te metes en follones y, cuando me vengo a dar cuenta, te encuentran en el culo del mundo, con una puñalada y a punto de desangrarte. ¿O no te acuerdas de la última vez?
—Me pillaron desprevenido. No podía esperar.
—No me toques los huevos, Eladio. Si le pisas el rabo a un tigre, es de esperar que te dé un zarpazo. Lo que pasa es que tú te has creído que todavía tienes treinta años Y ya nos vamos haciendo viejos, amigo Para no cansarte, Eladio: yo sé que tú sabes más sobre el Ministro de lo que me estás contando. No me trago lo del barco.
—Déniz, no te creas lo del barco si no quieres. Pero esta vez me vas a tener que creer: no tengo ni puta idea de nada de eso. Y es que, además, no me interesa en absoluto.
—Lo que tú digas, cabezudo. Pero luego no me vengas para que te saque del lío.
—¿De qué lío? No me toques los huevos. No ando en nada, Déniz. Me creas o no, eso es lo que hay.
—Venga, hombre, que nos conocemos. ¿Me vas a decir que la sobrina no te contó nada interesante, aparte de cómo le va la vida y de cómo el tío la llevaba al circo?
Monroy pensó que Déniz, por tocapelotas, se merecía lo que dijo a continuación:
—Pues mira, sí. Me dijo algo más. Me dijo que ustedes, en cuanto la noticia salga de los titulares, esto es, dentro de dos días a más tardar, le dan carpetazo al asunto y lo mandan a tomar por culo, porque en este país hay categorías, y tipos como los de su familia son de tercera regional. Si quieres que te diga lo que pienso, me parece una verdad como un puño. Yo, en tu lugar, estaría muy avergonzado de que hasta una chiquilla se dé cuenta de lo inepto que soy.
—Que te den por el culo —le espetó Déniz.
—No me molesta que me den por el culo, Déniz. Lo que me jode es que me echen el aliento en la espalda.
Déniz hizo un esfuerzo para serenarse y, finalmente, se despidió de Monroy todo lo educadamente que pudo. El ex marinero, por su parte, dejó el cuchillo sobre la tabla, fue al salón y encendió un cigarrillo. Notaba el cabreo subiéndosele a las sienes. Porque no se trataba de una pose que hubiera adoptado solo para herir al comisario: sabía que la chica tenía razón en pensar que el crimen quedaría sin aclararse. Y, al mismo tiempo, algo le decía que era posible que él, y solo él, tuviera la clave para hacerlo, aunque no le convenía ni (para ser completamente sincero consigo mismo) le apetecía tirar de aquel hilo. Se sentía indignado, pero, al mismo tiempo, quizá absurda pero ineluctablemente, también culpable. Justo cuando apagaba el cigarrillo, Gloria abrió la puerta y le vio, apretando la colilla con furia, con el ceño fruncido.
—¿Qué te pasa, amor? —preguntó a modo de saludo.
—Que a veces la vida es una barca, como dijo Calderón de la Mierda.
E
n la cocina, después de la cena (habían comido en un silencio que de cuando en cuando Gloria rompía para hacerle preguntas que él obviaba), Gloria logró romper su mutismo, diciéndole que si él creía que el encargo de la caja de marras y la muerte de aquel hombre tenían relación, Monroy no solo debería contárselo a Déniz sino que, además, era su obligación hacerlo.