Los tipos duros no leen poesía (15 page)

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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

BOOK: Los tipos duros no leen poesía
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—Ministro, gilipollas —no pudo evitar decir en voz alta. Luego dedicó un instante a pensar en Melania Escudero y agregó—: Hija de la gran puta.

28

L
a calle Sor Simona era demasiado estrecha y constaba únicamente de bloques de viviendas, sin locales comerciales, lo cual eliminaba toda posibilidad de pasar inadvertido. Por eso el hombre grande había preferido esperar en la esquina que desembocaba en el parque de Don Benito, en cuyo aparcamiento subterráneo había aparcado el tal Eladio. Él había hecho lo propio. Así le resultaría más fácil reanudar el seguimiento. Eran casi las tres y él solía almorzar temprano. Mató el tiempo y el hambre comiendo un croissant que adquirió en una dulcería cercana. En algún momento, el individuo tendría que volver a por su furgoneta. Reprimió una sonrisa al pensar en aquella Express que anunciaba un bar. Estaba resultando un tipo curioso, el tal Monroy. Le había estado siguiendo desde por la mañana, cuando salió del bar y recorrió León y Castillo, haciendo una parada en un Todo a un Euro o como quiera que se llamasen ahora aquellas tiendas de los chinos. No había entrado tras él (hubiera sido acercarse demasiado), sino que había montado guardia en la acera de enfrente, en un bar, desde donde le vio salir, tras comprar alguna tontería (no podía comprarse otra cosa en un sitio así), con destino a la que debía de ser su casa. Luego, cuando el hombre subió hasta el cuarto (si el piloto del ascensor no mentía), aprovechó para ir a buscar el coche de alquiler, que había dejado en las inmediaciones del bar, y encontró, con no poco trabajo, aparcamiento cerca de la vivienda del calvo, hasta que este salió y se metió en la furgoneta, cuyo rótulo del Bar Toribio hacía su rastreo tan sencillo como si dispusiera de sus coordenadas en GPS.

Tal vez seguir a aquel tipo fuera una pérdida de tiempo, pero, en todo caso, aún podía permitirse perder unas horas; y si la caja tampoco estaba en manos de la pintora, tal y como había resultado ser, quizá sí lo estuviera en manos de Monroy.

También cabía la remota posibilidad de que Melania Escudero y su abogado hubieran intentado despejar el balón enviándole tras este tipo, pero el hombre grande dudaba mucho de que ese fuera el caso, pues ambos sabían que, en cuanto él se diera cuenta, volvería hasta ellos y les arrancaría la cabeza a hostias. No. Si alguien sabía algo sobre la caja, tenía que ser Monroy.

Le quedaba un mordisco del croissant (que se parecía a un croissant solo en la forma y en el nombre inscrito en el envoltorio) cuando Eladio Monroy volvió a aparecer en la esquina, llevando en una mano la bandolera y en la otra una bolsa de deportes. Caminaba en dirección a las escaleras que bajaban al parking. El hombre grande le siguió discretamente, calculando las posibilidades que tenía de abalanzarse sobre él y arrebatarle la bolsa. Distraído como parecía, con las dos manos ocupadas y más abajo que él, las probabilidades de quitársela eran del 90 por ciento. Pero ¿y si en aquella bolsa de deportes solamente había ropa sucia? En ese caso, se delataría, imposibilitando cualquier posterior seguimiento. Miró su reloj. Todavía podía esperar.

29

S
alvo por el barniz, ambas cajas eran exactamente iguales. Eladio Monroy volvió a constatarlo. Ahí estaban, ante él, sobre la mesa del comedor, una junta a otra.

Las abrió y continuó mirándolas un rato. Ambas vacías. La que había comprado por la mañana, con toda lógica. La de Hossman, con ninguna. Por supuesto, cualquiera hubiera pensado que lo realmente valioso fuera algo que la caja contenía y que el Ministro se había apropiado de eso, sea lo que fuere, pero, de haber sido así, no hubiera conservado la caja, mucho menos, escondiéndola tan cuidadosamente. Lo curioso es que la caja de la discordia no solo no tenía nada dentro, sino que parecía no haberlo tenido nunca. En la madera del fondo no se apreciaba arañazo alguno. Tampoco presentaba marcas de tinta o mina de lápiz. Ni olor a tabaco, hachís o hierba aromática alguna. Una caja de madera. Una simple caja de madera fabricada en serie. Vacía. Sin uso. Sin estrenar. ¿Por qué era, entonces, tan importante?

Fue al cuarto del fondo, donde guardaba su caja de herramientas, y volvió con un metro de carpintero. Midió el ancho de las cajas. Exactamente veinte centímetros cada una. Después el largo, que dio, en cada caso, catorce centímetros. De alto, cerradas, cada una de las cajas dio siete centímetros. Abiertas, cuatro centímetros de caja y tres centímetros de tapa.

Dejó el metro sobre la mesa, junto a las cajas.

Fue al ordenador, que había encendido un rato antes para que fuera iniciándose y consultó la bandeja de correos entrantes. Manolo le había enviado un e-mail. El correo no contenía texto alguno, sino una serie de archivos adjuntos, en su mayoría en formato pdf, excel y doc. Había hojas de cálculo, informes empresariales con el mismísimo membrete de WHQ, un dossier de prensa acerca de un partido político y varios archivos que mostraban balances, estadísticas, estados de cuentas y gráficos. Supuso que Manolo le llamaría por teléfono para explicarle en qué consistía todo aquel galimatías. Supuso bien. Cuando sonó su móvil (eso quería decir que Manolo le llamaba desde el suyo y no desde el teléfono fijo de la librería), Monroy estaba intentando, infructuosamente, interpretar un gráfico.

—No entiendo papa —dijo nada más descolgar.

—Bueno, te lo explico rápidamente —dijo Manolo, intentando hacerse oír sobre el ruido del tráfico—. Me vine a San Bernardo, con la excusa de echarme un cortado, para que Gloria no se quede con la movida.

—Bien jugado.

—En fin, al tajo: WHQ. La consultoría más rara que conozco. Básicamente, casi todos sus clientes son empresas del grupo Hossman, del grupo Weinberg y una cadena de lavanderías que es propiedad del tal Quiroga. O sea: que los dueños del negocio son, al mismo tiempo, los clientes. Eso ya apesta.

—Y que lo digas. ¿Y el Quiroga se dedica al negocio de la lavandería?

—Y no sabes cómo. Te vas a mear de risa cuando te lo explique. Por cierto, ¿el Quiroga? Un trepa de los de pro. Pero ahí no está el filón. El filón está en el casi.

—¿En el casi?

—Sí. Ya te dije que casi todos los clientes son empresas de ellos mismos, ¿no? Pues el
casi
es New Ideas S.L., una empresa de organización de eventos, que a su vez controla empresas de catering, sonido e iluminación, merchandising y toda la pesca. Hasta una agencia de artistas. Organizan todo tipo de actos públicos pero, sobre todo, los mítines de cierto partido político gordísimo, el del dossier de prensa que te envié. ¿Abriste ya ese archivo?

—No me jodas —dijo Monroy, sorprendido, mirando el dossier de prensa, poco convencido de que aquel partido se metiera en allanamientos, torturas y asesinatos—. Pero eso no cuadra con todo este.

—Espera, coño, déjame terminar. Eso solo te lo pongo como anécdota. El caso es que New Ideas pertenece a un tipo que se llama Santos. Mauricio Santos Estadella, para ser más exactos. Y el tal Santos no tiene únicamente esa empresa.

—Era de suponer —apuntó Monroy, pellizcándose el mentón y sin quitar ojo a la pantalla del ordenador.

—Claro. Además tiene parte de otra, dedicada a construcción y reformas, llamada Garden Sibelius. ¿Y quién figura como socia en Garden Sibelius?

—Ni puta idea.

—Pues Esmeralda Flores de Iñárritu. ¿Te suena?

—¿Vasca? —preguntó Monroy, que cada vez entendía menos pero sabía que al finalizar la conversación, Manolo le habría iluminado.

—Mexicana. Una piba de diecinueve años. Por lo que me cuenta uno de los compañeros en un correo, estudia en Berlín. ¿No te parece raro?

—¿Una piba de diecinueve años que tiene una empresa de construcción? Raro como una monja con patines.

—Casos se han dado. Pero la cosa se aclara más si te digo que esta muchacha es hija única de Reinaldo Flores, el Indio, al que se supone (porque nunca se le ha probado nada) relacionado con una banda mexicana que se dedica a todo tipo de negocios chungos en México: drogas, prostitución, extorsión, secuestro Y no tiene cualquier tipo de relación. El tío es del D. F., pero su grupo estaba relacionado con los cárteles del Norte. No sé si Juárez; eso me lo están averiguando. Pero, por ahora, te puedo decir que Flores tiene una casa en Málaga y otra en Madrid: se pasa el año yendo y viniendo entre México y España. ¿Entiendes ahora por qué te decía que es bastante irónico que el Quiroga sea dueño de una lavandería? Me parece que has dado con tu propia
Ballena Blanca
.

—No acabo de entenderlo todo.

—Ata cabos. Yo, en tan poco tiempo, no he podido hacer más.

—Y se te agradece.

—En la Asamblea hay unos cuantos que se han interesado mucho. Parece que alguno ya estaba detrás del tal Santos, porque olía bastante a financiación ilegal. Lo que no se imaginaban era que hubiera conexión con el tal Flores.

—Oye, Manolo, te voy a pedir que no lo difundan.

—No me toques los huevos, Eladio. Esto hay que ponerlo en circulación.

—Ya lo sé, hombre, pero si lo pones ahora en los papeles puede que sea peor. Diles que esperen un poco.

—No sé si va a poder ser, Eladio. La gente ya está metida en.

—Dos días. Uno, por lo menos. Es lo único que te pido. A cambio, puede que logre información todavía más jugosa.

Manolo meditó unos instantes.

—No te puedo prometer nada, pero voy a ver lo que se puede hacer.

Cuando terminó de hablar con Manolo, Monroy encendió un cigarrillo y fue a la ventana de la cocina. Miró a lo largo de la calle Murga, a los coches aparcados a ambos lados de la acera. Casi en la esquina con León y Castillo, continuaba estacionado el Touran gris perla. Desde donde estaba no podía verlo, pero Monroy tenía la certeza de que en su interior continuaba aquel tipo enorme que le había estado oliendo el culo.

No podía estar seguro de cuándo había comenzado a tenerlo pegado a la retaguardia. No se había dado cuenta hasta que salió de casa del Ministro, pero podía llevar detrás de él toda la mañana, e incluso desde el día anterior, porque el individuo era bueno en lo suyo. Eso lo había notado Monroy en su forma de hacerse humo en las esquinas, en su rapidez a la hora de improvisar una excusa plausible para pararse o hacerse el despistado cuando él hacía un alto en el camino. Pero, finalmente, un físico de aquellas dimensiones era muy difícil de esconder y muy difícil de olvidar. Por mucho que ocultara sus ojos y su pelo detrás de unas gafas de sol y una gorra, por muchas veces que se cambiara de gorra y de camiseta para confundir, la ciudad no era tan grande y tarde o temprano la presencia en todos y cada uno de los sitios a los que vas de un armario empotrado con piernas acaba por hacerse notar.

Monroy no sabía por cuenta de quién le seguía. Sabía (eso era evidente) que no era un policía. Ellos nunca actúan en solitario. Tampoco sabía el motivo exacto, pero se apostaba una cena a que tenía que ver con la caja. En cuanto a las intenciones, prefirió no imaginarlas, aunque por el momento se limitaba, simplemente, a no perderle de vista. No había hecho nada que moviese a pensar que iniciaría, de manera inminente, contacto físico alguno. Eso proporcionaba al ex marinero cierta ventaja que pensaba aprovechar.

Por lo pronto, pasó un buen rato leyendo lo que Manolo le había enviado y relacionando lo que leía con lo que le había contado por teléfono. Luego volvió al salón y se sentó a la mesa con las cajas y el metro y pensó en la relación que, a su vez, pudieran tener con los archivos proporcionados por la Asamblea. Dar aviso a Déniz no era una opción, porque sabía que a Déniz había que dárselo todo masticado y, en esta ocasión, ni siquiera él tenía aún una idea clara de lo que pasaba. Andaba a ciegas por entre todos aquellos datos que le había proporcionado Manolo, intentando hacerlos encajar con el encargo que le había hecho Melania Escudero, con la muerte del Ministro y de Laura Jordán, con la presencia del hombre en el coche de alquiler en las inmediaciones de su edificio. Andaba a ciegas, como casi todo el mundo: sin percatarse de todo lo que hay alrededor, de la influencia que tienen en su vida cosas y personas desconocidas (y relaciones entre ambas), aparentemente lejanas, aparentemente ajenas. Ahora, con aquella información (caótica, diversa, heterogénea, confusa), debía hacerse un mapa de la situación, debía conseguir convertirse, al menos, en un tuerto.

Tengo que llegar al fondo de todo esto, se dijo para concluir. Y entonces, un relámpago le cruzó la mente. Abrió la caja que había comprado por la mañana y volvió a medir la altura, pero desde el interior. Seis centímetros y medio. Esto es, la chapa del fondo medía cinco milímetros. Después hizo lo mismo con la caja de la discordia. Cinco centímetros. Había centímetro y medio de diferencia. Ahí estaba el asunto: la caja tenía un doble fondo.

La tapa que lo ocultaba estaba unida con masilla a las paredes laterales. Fue necesaria mucha paciencia y docenas de intentos raspando la masilla con la punta de un cutter, para hacerla saltar sin romperla. Monroy finalizó la operación poniendo la caja boca abajo y la chapa cayó sobre la mesa. Tras ella cayó una hoja de papel común y corriente, un simple folio doblado en cuatro.

Tercera parte
Villa Hossman
30

E
l contenido del folio era tan desconcertante como alentador. Consistía en una serie manuscrita y bastante larga de números, seguida de lo que parecían un nombre de usuario y una contraseña, ambos formados por guarismos y letras al azar, encabezados por unas siglas: ITIBBZ. Y todo ello escrito con una caligrafía apretada, en tinta azul de bolígrafo. Un bolígrafo, evidentemente, manejado en su momento por Gustav Hossman. A Monroy le bastó una rápida búsqueda en Internet de aquellas siglas (ITIBBZ) para saber qué significaba aquello.

Ahora veía luz al final del túnel. Pero el túnel era muy largo y la luz apenas lo iluminaba. Con los indicios, con las pruebas circunstanciales, con las cosas que suponía, Eladio Monroy podría haber ido a ver a Déniz, que hubiera acabado preguntándole qué coño tenía que ver todo aquello con la muerte del pequeño estafador.

Llamó una y otra vez al embajador, pero el abogado no cogía el móvil. En su oficina, saltaba un mensaje de bienvenida del contestador automático. Él no quería hablar con una máquina, sino con Suárez Smith o, más bien, con Melania Escudero.

Aún había muchos flecos, muchos cabos sueltos. Y, como tantas otras veces, le tocaba a él atarlos antes de acudir al comisario.

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