S
antos no era demasiado alto. Quiroga calculó que no mediría, en realidad, más de metro setenta. Pero allí, en pie, hablando por teléfono mientras él permanecía sentado, Santos parecía enorme y amenazador. Desde su lado del escritorio, daba un pasito aquí o allá, ponía un dedo sobre el dietario o se rascaba la mejilla antes de mirarle de soslayo al tiempo que asentía y decía cosas como «Sí. Entiendo», o «De acuerdo. No hay que preocuparse».
Quiroga nunca había tratado demasiado con él. Eran Hossman y Weinberg quienes se encargaban principalmente de eso. Ahora que había quedado como interlocutor único del gallego y en una situación tan delicada como aquella, Quiroga se preguntaba quién era realmente Santos, dónde y qué había estudiado, qué familia tenía. Intentaba ponerse al día en Santos, aquella materia de la cual le había caído un examen sorpresa. A primera vista, Santos resultaba algo anodino. Vestía una camisa de mil rayas abotonada hasta arriba y con los faldones pulcramente metidos dentro de los pantalones de color gris oscuro. Calzaba siempre zapatos de cordón negros, cubriendo unos pies más bien pequeños. Sus únicas alhajas eran un reloj y una alianza de oro. En el perchero colgaba una americana cruzada a juego con los pantalones.
Santos lo miraba ahora de frente con sus ojillos grises, escuchando lo que alguien decía desde el otro lado de la línea. Sabía que se hablaba de él (durante todo el rato se había estado hablando sobre él, pero ahora era como si únicamente él fuera crucial en todo aquello) y Quiroga sintió repugnancia ante aquel rostro macilento de frente recta y afeitado perfecto (¿quién va perfectamente afeitado un sábado al atardecer?) enmarcado por unos cabellos color ceniza minuciosamente peinados hasta formar un tapón compacto sobre la cabeza, digno de un clic de Playmobil.
El despacho de Santos era igualmente convencional e inhumano. El escritorio, las sillas, los archivadores, la mesita del ordenador resultaban casi fantasmagóricos a la luz del fluorescente. La única ventana estaba situada a espaldas del bufete y ahora mostraba un trozo de cielo color pizarra, oscureciéndose por momentos tras el alto edificio del otro lado de la calle.
Santos concluyó la conversación, diciendo a su interlocutor:
—Quédese tranquilo. Allí o aquí, pero en algún lado alguien resolverá el asunto pronto o pagará por ello. De acuerdo.
Quiroga no pudo evitar un escalofrío rompiéndole la espalda. Santos, por su parte, colgó el móvil y lo colocó sobre el escritorio, junto al dietario. Sin dejar de clavarle la mirada, tomó asiento, colocó las manos simétricamente sobre el borde de la tabla y dio un par de golpecitos con el pulgar. Continuó jugando al lobo con el abogado, hasta que este no pudo más y perdió la partida.
—¿Y bien?
Santos no contestó. Siguió mirándole unos segundos más. Después, en su mirada, se coló algo parecido a una sombra de compasión.
—Si no lo solucionas, mandarán a su gente.
—Pero ¿le dijiste que la cosa ya está en vías de arreglarse?
—Ya me oíste. Le he contado todo lo que habíamos hablado. Y ya has visto que intercedí por ti. Sin embargo, empieza a acabárseles la paciencia.
El silencio se posó sobre ellos, sobre el escritorio, sobre el archivador y la silla que había junto a Quiroga, donde descansaba su cazadora.
Santos adoptó un tono aparentemente conciliador.
—Yo sé que no es culpa tuya, que tú no eres más que un intermediario y que eran Hans y Gustav quienes manejaban el negocio. Pero, fallecidos ellos.
—Weinberg no tenía por qué morir —le apostrofó Quiroga.
—Eso es cierto —dijo Santos—. Parece que a alguien se le fue la mano. Por si te sirve de consuelo, la persona que se excedió ya ha sido castigada. Pero eso no cambia las cosas. Estamos en la misma tesitura. Y a esta gente no le interesan motivos ni excusas. Son gente de negocios y quieren resultados. Y si no los hay, mandarán otra vez a la artillería.
—Se supone que la cosa debería solucionarse en pocos días.
—Esperemos que sea así. —Santos hizo una pausa para meditar durante unos segundos. Luego pareció ocurrírsele una idea brillante, se levantó y, apoyándose en el archivador, prosiguió hablando—. De todos modos, no se puede dejar todo en manos de gente desconocida. Te voy a hacer un favor. —A Quiroga se le iluminó el rostro—. Quiero que me des todos los datos sobre esa mujer.
Quiroga tomó su cazadora del asiento y sacó la BlackBerry.
—Te doy su teléfono enseguida.
—Su teléfono, su dirección, sus contactos Todo lo que sepas sobre ella.
N
o hay nada tan largo como un domingo en Las Palmas de Gran Canaria. Si hace buen tiempo, se puede ir a la playa y luchar con otros miles de bañistas por encontrar un buen sitio. Si hay algún compromiso social, algún asadero o reunión de amigos o familiares, se puede emplear la mayor parte del día en disimular el miedo al vacío con cervezas, chuletas y choricitos parrilleros. Pero no hay quien te libre de la tarde. Esas tardes alongadas hacia la noche, en las que solo es posible pensar en las pérdidas de los seres amados que un día decidieron alejarse de ti o de los que, sencillamente, desaparecieron entre las fauces de la muerte.
Los paseos a esas horas, con la mitad de los bares cerrados y la otra mitad mostrando a otros solitarios que fingen no serlo, son como tomar whisky para curarse la acidez de estómago.
En domingo por la tarde, el único refugio relativamente digno es el cine. Sin embargo, a la salida, la ciudad está aún más vacía, más triste, más interesada en sí misma que nunca.
Para Eladio Monroy, lo más lógico era el refugio de la propia casa, de la lectura, las películas de aventuras en deuvedé, el sexo.
Como Gloria solía pasar los domingos con su madre, el sexo no era una opción y Monroy dedicaba esas horas a poner al día sus lecturas, ver viejas películas de John Sturges o Don Siegel, poner lavadoras y rascarse distraídamente la nariz.
Eso hacía, rascarse la nariz, mientras, tumbado en el sofá, leía
Hijo de Dios
, una novela de Cormac McCarthy sobre un asesino en serie aficionado a la necrofilia (él solamente leía a muertos, pero calculaba que a McCarthy le quedaban tres afeitados), cuando sonó el teléfono. Era Gloria.
—¿Cómo estás, chiquitín?
—Por aquí me ando —respondió lacónica y rápidamente para remarcar el juego de palabras. Gloria, que ya se lo había escuchado decir en más de una ocasión, obvió la ordinariez.
—¿Qué haces? ¿Leyendo?
—Sí.
—¿Por fin cogiste el de Stieg Larsson?
Antes de contestar, Monroy echó un vistazo a la estantería, donde acumulaba polvo el grueso volumen que Gloria le había regalado hacía un mes, con la excusa de que Larsson estaba muerto. Y quizá fuera así, técnicamente hablando. Pero a él, teniendo en cuenta las masivas campañas de promoción, le parecía que Larsson era un muerto todavía «demasiado vivo».
—Sí —le mintió, para no escucharla quejarse.
—¿Y te gusta?
—Me tiene enganchado. Ya casi me lo voy a terminar.
En el silencio subsiguiente, Monroy adivinó una sonrisa de satisfacción en los suculentos labios de Gloria. Aunque no le durara mucho el embuste (tendría que leer el libro, aunque fuera en diagonal, porque ella ya lo había leído y podía comentar algún detalle de la trama y pillarle en bragas, lo cual le costaría, como mínimo, una semana a régimen), por el momento se ahorraría tener que explicarle el argumento de la novela de McCarthy, que a ella le resultaría repugnante.
—¿Cómo está tu madre?
—Mira, bien —respondió Gloria casi automáticamente. Luego bajó la voz para añadir—: Pero ahora la ha tomado con mi cuñada Encarna. Dice que la quiere envenenar.
—¿La que te mandó croquetas aquella vez?
—Sí, esa.
—Probé las croquetas. No me extraña que la vieja piense eso.
Gloria intentó reprimir la carcajada, pero al final brotó. Si había algo capaz de alegrarle un domingo a Monroy, eso era la risa fresca y pueril de Gloria.
—¿Qué vas a hacer luego? —preguntó Gloria cuando se le acabó la risa.
—Pues supongo que cenar y acostarme.
—Yo voy para casa dentro de un rato. ¿Te apetece que nos veamos?
—¿Para cenar?
—Y para acostarnos.
Se citaron a las diez. Después de colgar, Monroy dejó el libro sobre la mesa. Pensó en la propuesta de Melania Escudero. No le apetecía en absoluto hacer ese trabajo. Pero, por otro lado, hacía tiempo que no le salía nada interesante y lo de Escudero le garantizaba un buen pellizco. Tenía sus ahorrillos, como siempre, aunque, también como siempre, debían ser alimentados de vez en cuando con alguna cantidad.
Lo que no acababa de convencerle era la naturaleza del bisne. No terminaba de verse a sí mismo vigilando a aquella chica, investigándola y, en último término, haciéndose con un objeto que, Melania Escudero podría decir lo que quisiera, pero aparentemente, pertenecía a Laura Jordán.
A lo largo de su vida había hecho muchas cosas que no le enorgullecían. La mayor parte de ellas, por dinero. Pero no se imaginaba a estas alturas volviendo a las andadas.
E
l lunes, un burro obeso, calentorro y fofo se echó a dormir la siesta sobre la ciudad, ocultándole el cielo con su panza. La canícula, unida a su mala gana habitual, había puesto a Monroy de un particular mal yogur porque, para más inri, después de dejar a Naranjito en el local del Chapi, no le estaba resultando fácil dar con el Ministro. No se le veía por el Casablanca desde hacía semanas. Después de preguntar en unos cuantos bares más de la zona, decidió ir directamente a su casa, en Schamann. El Ministro vivía en Sor Simona, en la planta baja de un bloque del Patronato Francisco Franco: edificios de cuatro pisos en cada uno de los cuales había dos viviendas de sesenta metros cuadrados, edificados en época del Régimen para reunir a las clases humildes en una misma área (Escaleritas, Schamann, Las Chumberas) y alejarlas así de donde se les viera demasiado. El Régimen se había comportado con ellos como una criada negligente cuyos amos han puesto una enorme alfombra en medio del salón. Pero al Régimen le había salido mal la jugada, porque algunos de aquellos indeseables estudiaron, crearon pequeñas empresas y aumentaron su nivel adquisitivo a lo largo de la Transición, al mismo tiempo que la ciudad también crecía y, finalmente, decidieron salir de debajo de la alfombra. Los edificios estaban mejor pintados y sus habitantes habían colocado puertas con portero automático y persianas mecánicas o ventanas con postigos de fibra. Habían convertido los desiertos parterres en jardines y habían creado clubes sociales y deportivos, grupos de música y de teatro, revistas culturales y asociaciones culturales. Lo que no habían conseguido era que los sesenta metros cuadrados que el Régimen había considerado suficientes para que habitara una familia se convirtieran en noventa.
Monroy llamó al portero automático e, inmediatamente, notó cómo el postigo de una de las ventanas de madera se entreabría.
—Ministro —llamó—. Soy yo, Eladio.
El postigo se abrió del todo y la cabecita rubia del Ministro asomó sobre el antepecho.
—Coño, Eladio, ¿te perdiste? —dijo el Ministro a modo de saludo, con el rostro iluminado—. Pasa.
No era la primera vez que venía a ver al Ministro. Monroy ya sabía que la puerta de acceso al edificio tenía la cerradura rota. Abrió el portal y entró por la puerta de la vivienda, que disponía de un viejo picaporte móvil y no tenía echada la llave. Pasaron directamente al recibidor, que daba directamente a la cocina y a las otras dos habitaciones y el baño. Los arquitectos del Régimen eran unos maestros ahorrándose pasillos.
Desde la muerte de su madre, el Ministro vivía solo, pero en la decoración aún estaba presente doña Anita: los tapetes de ganchillo sobre los brazos del sofá, la mesita de centro y el televisor; los payasitos de porcelana y el juego de copas que acumulaban polvo en el aparador, las figuritas de plástico de San Martín de Porres (el popular Fray Escoba) y de San Pancracio presidiéndolo. También había una maqueta de un barco, el
Mayflower
, bastante lograda, obra de adolescencia del Ministro. Aunque el Ministro pareciera hombre poco piadoso, a Monroy le llamó la atención el hecho de que el San Pancracio luciera perejil fresco. El dueño de la casa también tenía el aspecto de siempre: pequeño, rubio, con un aspecto frágil pero serio, al cual ayudaban el eterno bigotito, las gafas de montura de pasta y su forma de vestir pulcra, rigurosa y completamente monótona. Incluso en casa, el Ministro llevaba la camisa de sintético color beige perfectamente metida en los pantalones de tergal. En este momento no calzaba mocasines, pero sí los calcetines negros de ejecutivo, enfundados en una pantuflas que parecían recién estrenadas. Hizo sentar a Monroy en el sofá y fue a la cocina a preparar café. Desde allí, le gritó:
—Oye, si te apetece, te quedas a comer. Hoy hice potaje de lentejas.
—Qué va, no puedo. Pero se agradece. Te andaba buscando para un trabajo. No sé si te convendrá, pero creo que eres quien mejor podría hacerlo.
—Bueno, sea lo que sea, me conviene. La cosa anda mal.
Monroy, con algo de sorna, le preguntó:
—¿Ya no haces lo del gas, malandrín?
El Ministro se asomó a la puerta de la cocina y se quedó apoyado en el vano.
—Hará un par de meses que no. Las cosas se nos torcieron. Todo por culpa del cabrón del Chepa.
Lo del gas era sencillo, menos en verano y vacaciones de Navidad, porque entonces solía haber maridos, niños curiosos, suegras. Pero el resto del año, era cuestión de hacer la visita por la mañana, mientras «la señora de la casa» hacía el puchero o la limpieza. El Chepa y el Ministro se presentaban vestidos con camisas azul celeste en cuyos bolsillos habían cosido una pegatina de la Disa. Llevaban también una carpeta con un formulario cuyos campos habían inventado y un aparato que semejaba uno de esos respiradores artificiales y era, en realidad, un antiguo ingenio para sulfatar ligeramente modificado. De esta guisa llamaban a la puerta y se identificaban, muy malhumorados, como técnicos de la Disa que venían a hacer la inspección anual. La señora de turno intentaba recordar cuándo había sido la última vez que la habían inspeccionado y comenzaba ya a intuir una amonestación, una posible multa o una necesaria reparación que se llevaría el dinero que pensaba destinar ese mes al bingo o a comprar el traje que había visto en las rebajas. Amedrentada, les facilitaba el acceso a la cocina, a la solana o a dondequiera que se hallase la instalación. Después de una primera inspección ocular, silenciosa y refunfuñona, haciendo caso omiso a las preguntas de la señora, el Ministro comenzaba a manipular el aparato, como si estuviese midiendo niveles de gas en el aire. Luego hacía un mohín de disgusto. «Usted no sabe el peligro que tiene aquí, señora», era la frase que soltaba para empezar, antes de comenzar a explicarle que era muy arriesgado tener tan descuidada la instalación. Finalmente, cuando había perorado durante unos diez minutos, finalizaba el discurso señalando hacia la bombona de butano y diciéndole: «Esto que tiene usted ahí, es una bomba de relojería, señora». A continuación, le pedía permiso para tomar asiento en la mesa de la cocina y comenzaba a escribir en el formulario. Pedía un montón de datos a la pobre mujer (si la vivienda era propia o alquilada, si hacía más de un año que había revisado la instalación, si había realizado reformas recientemente) y finalmente la informaba de que se veía obligado a hacer un parte. Poco tiempo más tarde (probablemente antes de cuarenta y ocho horas) un perito vendría a valorar la situación. «Pero, fiándome de mi experiencia —añadía—, ya le aviso de que la harán cambiar toda la instalación». A esas alturas, la víctima estaba considerablemente atemorizada y únicamente pensaba en cuánto iba a costarle. La cifra variaba (el Ministro calculaba el poder adquisitivo de la familia nada más entrar en la casa), pero solía ser bastante elevada. Bastaban unos minutos de preguntas y dudas, para que el Ministro fingiera apiadarse, como si viera en la señora la viva imagen de su propia madre y eso le llevara a compadecerse de su situación. Era entonces cuando planteaba una solución alternativa. «Mire, señora, yo también soy un trabajador y me pongo en su lugar. Vamos a hacer una cosa: si cambia el regulador y el tubo, yo no le hago el parte. Pero tiene que ser hoy mismo. Voy a comprar uno, se lo ponemos y ya está. ¿Le parece?». Ahí la señora ya estaba vendida. Sacaba de su monedero el dinero que el Ministro le solicitaba (en ese momento volvía a reparar en la presencia del Chepa, que, cuando estaban de visita, se llamaba Robert) y se quedaba esperando a que aquel muchacho, tan buena gente, regresara con el regulador o como quiera que lo llamaran. Cuando pasaban dos horas, la señora comenzaba a olerse la tostada. Poco después notaba algo raro en el dormitorio, un prenderito movido de su sitio, la hoja de un armario entreabierta, un cajón mal cerrado. Para el momento en que constataba la desaparición de las alhajas y el metálico, el Chepa y el Ministro estaban ya en la otra punta de la ciudad, después de haber desvalijado unas cuantas casas más del vecindario. Con aquel procedimiento, habían llegado a tener temporadas realmente buenas.