—¿Quién es? —preguntó, procurando que no se le notase que se había sobresaltado. Desde el otro lado de la piscina, Emilia miraba también hacia Norma, extrañada.
—No lo sé, señor José Luis. Un hombre. No me quiso decir.
—Está bien —dijo Quiroga con toda la naturalidad posible, tomando el aparato de manos de la mujer—. Pero deberías haber preguntado, Norma —añadió mientras, aferrando instintivamente el periódico, se levantaba y entraba en el despacho, justo antes de cerrar tras de sí la puerta acristalada.
Santos, desde el otro lado de la línea, preguntó:
—¿Has leído la prensa?
—Sí. Acabo de leerlo. Iba a llamarte ahora, porque.
—Una pena, lo de Weinberg —le interrumpió Santos.
—Aún no puedo creer.
—La vida es así —volvió a interrumpirle Santos, con frialdad—: un día estás dirigiendo un banco y otro día estás en el suelo, con una soga al cuello.
Santos hizo una pausa para permitir a Quiroga caer en la cuenta de que el periódico no mencionaba soga alguna. Después continuó hablando lentamente, a media voz, con el tono de una serpiente con la piel recién mudada.
—Debió de sufrir mucho. He oído que le dieron una paliza de muerte. Le sacaron un ojo. Creo que utilizaron una cucharilla para hacerlo, pero de eso no ando muy seguro. Lo que sí sé es que le reventaron un huevo con un martillo. Se lo pusieron sobre la mesa de su despacho y ¡Pum! ¿Te imaginas? Qué horror.
Quiroga volvió a disponer de unos segundos para pensar.
—Supongo que habrán pensado que los ladrones buscaban sacarle la combinación de la caja fuerte. Pero a lo mejor buscaban otra cosa. Y, dentro de lo malo, Weinberg tuvo suerte.
—No entiendo.
—Digo que tuvo suerte: era viudo y sin hijos. Imagínate que Weinberg hubiera tenido una mujer más o menos joven y guapa. O una hija adolescente. O un niño pequeño. No le hubieran torturado a él. Se lo hubieran hecho a ellos. Vete a saber la de atrocidades que.
Ahora fue Quiroga quien interrumpió a Santos.
—Santos, yo Weinberg y yo les pedimos tiempo y ustedes nos lo dieron.
La voz de Santos perdió toda su suavidad al decir:
—Mi gente os dio un par de semanas. Solamente un par de semanas. Eso fue en julio.
—Ya, pero Yo Yo no sé más de lo que pudiera saber Weinberg.
—Pepe, no tienes que darme explicaciones. Yo confío en ti. Pero también confiaba en Weinberg, y, fíjate Hay muchas cosas que no dependen de mí, Pepe. Ya sabes: soy un mandado —Santos hizo una nueva pausa—. Uno no puede controlarlo todo, Pepe. Uno no puede evitar, por ejemplo, que tres rufianes entren un día en casa de un amigo y le desgracien. A él y a los suyos. Por cierto, ¿qué tal le va a Carla en Londres? ¿Se adapta bien?
Quiroga no respondió; la pregunta era retórica y ambos lo sabían.
—Primero tengo que hacer una gestión —se limitó a decir.
—Pues hazla.
—Intentaré hacerla lo antes posible. Pero ten en cuenta que la oficina en.
—La oficina no es mi problema, sino el tuyo. Y, piensa en una cosa: será mejor para todos, sobre todo para ti, que continúe sin serlo.
Cuando Santos cortó, Quiroga quedó sentado en la silla giratoria, mirando a las fotos que llenaban la pared. En una de ellas, Hossman, Weinberg y él mismo posaban sonrientes y algo achispados, en mangas de camisa y con puros y copas de Hennesy en Casa Lucio. Aquella foto había sido tomada hacía años. Acababan de firmar el acuerdo mediante el cual se asociaban. Entonces no tenía aún esta casa. No hubiera podido permitírsela. Él era el más joven y el trato con los dos alemanes constituía la oportunidad de su vida. Oportunidad que supo aprovechar. Más tarde, fue Hossman quien propuso hacer negocios con Santos. Y Weinberg quien primero vio las ventajas de esa asociación. Ahora ambos estaban muertos.
Aún tenía el periódico ante sí. Dentro de poco comenzarían a llamar los de la oficina. Quizá también algún competidor. Acaso la prensa. Tendría que adelantar el viaje a Madrid y hacerse cargo de la situación. También reunirse con los abogados. En ese momento, sintió que era observado. Hizo girar la silla y, a su espalda, contra el vidrio de la puerta, contempló la figura de Emilia, que le observaba con gesto de preocupación. No sabía cuánto llevaba allí, pero la contempló largamente. Después se levantó, abrió la puerta acristalada y le tendió el periódico, plegado de forma que ella leyera inmediatamente la noticia.
—Ahora sí se acabó agosto —dijo mientras ella comenzaba a comprender.
L
a ciudad se movía. Había despertado hacía unos días, con el fin de las vacaciones. El paseo de Tomás Morales ya no era una avenida silenciosa de domingo por la mañana: había vuelto a convertirse en el enjambre ruidoso de abejorros adolescentes que solía ser a diario; el bullicio había regresado a Triana, con sus compradores atareados y sus viejitos paseantes, sus parados ociosos y sus músicos callejeros, sus hombres-estatua y sus postulantes de Cruz Roja; Mesa y López y los centros comerciales soportaban a duras penas la legión de madres y padres que los invadían buscando libros de texto, material de papelería y maletas escolares como si el mundo fuera a acabarse, con una energía y una capacidad de enervamiento que les hacía sospechosos de haber pasado el verano entrenándose para estresarse mejor que nadie; de nuevo el colapso, el atasco, el agobio laboral en medio del insoportable calor de un verano que se negaba a marcharse.
Sí, ahí estaba la ciudad, esa gandula pachorruda y despistada que intentaba asimilar un ritmo y un modo de vida que no le eran propios, como un orangután con esmoquin obligado a usar correctamente los cubiertos. Estaba ahí, tras la puerta acristalada del bar Casablanca, tosiendo, asfixiándose y sudando en los motores de los vehículos que parecían empujarse unos a otros por la calle León y Castillo. Eladio Monroy, desde su mesa habitual, la vigilaba a rápidos vistazos, mientras exploraba su ejemplar de
El País
y tomaba su cortado de cada día en la misma taza cascada de siempre.
Iba en sandalias, pantalón corto y camiseta (una camiseta gris en la que había una caricatura de un tipo barbudo y larguirucho jugando al tejo), pero el sudor le perlaba la enorme cabezota afeitada, obligándole a llevarse la mano a la frente cada pocos minutos para sacudirse las gotas, emitiendo, simultáneamente, malhumorados resoplidos.
De vez en cuando llegaba o se marchaba algún cliente que le palmeaba el hombro o, simplemente, alzaba una mano a modo de saludo. Monroy respondía con un meneo de cabeza, procurando no perder la concentración. Cuando no lo conseguía, cuando se veía obligado a esforzarse para poder retomar el hilo de la lectura, se pellizcaba el mentón, tal y como quienes le conocían bien sabían que solía hacer cuando pensaba.
El hombre que entró en el Casablanca esa mañana de septiembre no era un conocido. Delgado, de mediana edad, vestía un traje de chaqueta en color crudo, probablemente de lino, camisa de mil rayas y unos mocasines de charol blanco y gris dignos de Fred Astaire. Lucía un casquete de cabello cano peinado hacia atrás sin una sola sospecha de alopecia, enmarcando un rostro ovalado de rasgos distinguidos en el que brillaban dos profundos ojos azules y se movía con una soltura excesiva. En resumen: tenía la espalda muy recta, la cabeza muy alta y un contoneo de hombros que le hacía resultar muy antipático.
Al verle, Monroy pensó que solo le faltaba un sombrero de Panamá para parecer recién salido de una novela de Graham Greene sobre embajadores occidentales en países exóticos. En el ambiente de parados, obreros y taxistas del Casablanca, pasaba inadvertido como un rinoceronte en una iglesia.
El individuo se dirigió a la barra sonriendo melifluamente, clavó los codos en ella y le dio al tuerto los buenos días.
Casimiro se peleaba en ese instante con el regulador de temperatura del nuevo microondas. El anterior aparato había decidido retirarse del servicio activo dos días antes, justo cuando el bar estaba abarrotado; Casimiro le había agradecido sus veinte años de servicio con un emotivo discurso consistente en las palabras «No me jodas, la mierda esta.
Cagoen
la madre que parió a
to
esto,
dito
sea Dios» antes de arrancarlo de cuajo de la repisa y arrojarlo furiosamente contra la pared del almacén. Al escuchar el saludo del recién llegado, con el manual de instrucciones del nuevo aparato en una mano y la otra apoyada en el botón del regulador, le clavó su único ojo e inspeccionó de arriba abajo y de abajo arriba la parte de su sorprendente apariencia que sobresalía por encima de la barra, para luego preguntarle qué le apetecía tomar. El embajador (así le había bautizado ya secreta y despectivamente Monroy) pidió una caña y, cuando Casimiro la puso ante él, intentó inútilmente disimular la repugnancia que el vaso le producía.
Cerveza en mano, el individuo intentó hacerse el simpático durante unos minutos, pero no consiguió arrancar ni una sonrisa del rostro del tuerto, concentrado en descifrar el texto del manual de instrucciones. Finalmente, el embajador pareció decidir que los preámbulos se habían terminado y, llamando su atención con un gesto, le pidió que se acercara.
—Permítame una pregunta —dijo cuando Casimiro, sin soltar el manual, llegó hasta él—. ¿Conoce usted a un señor que se llama Eladio? ¿Eladio Monroy? Me dijeron que paraba por aquí.
Casimiro cruzó la mirada de su único ojo con la de los dos de Monroy, que se habían clavado en la espalda del desconocido al oír su nombre.
—Conocerlo, lo conozco —respondió Casimiro.
—¿Y cuándo suele venir? Lo busco por un asunto de trabajo.
Casimiro volvió a consultar a Monroy con la mirada. Este se limitó a asentir antes de volver a meter las narices en el diario.
—Ahí lo tiene. El de la cabeza afeitada.
El embajador se volvió hacia la mesa y miró de nuevo a Casimiro, comprendiendo, antes de coger su vaso.
—¿Eladio Monroy? —preguntó tras recorrer los tres pasos que le separaban de la mesa.
—Depende —dijo Monroy con sequedad.
—¿De qué?
—De quién sea usted.
El individuo buscó algo en el bolsillo interior de su chaqueta, mientras decía:
—Ya me habían advertido que era usted todo un carácter.
Al fin sacó la mano, entre cuyos dedos había ahora una tarjeta de visita que depositó ante Monroy.
—Alfredo Suárez Smith —dijo, acompañando el gesto.
—Sé leer —comentó Eladio mientras lo demostraba descifrando el «Alfredo Suárez Smith», sobre el logotipo de S&S Abogados, una dirección de un despacho en Vegueta, varios números de teléfono y una dirección de correo electrónico—. ¿Y quién le habló de mi carácter?
—Se dice el pecado, pero no el pecador —canturreó el embajador.
—Amigo, a mí los pecados me resbalan. Pero los tipos que se hacen los interesantes, me resbalan más. Antes de seguir hablando, cuénteme cómo dio conmigo.
Suárez Smith dio un respingo. El temperamento de Monroy era, al parecer, aun más difícil de lo que le habían dicho.
—Humberto Jaén —se limitó a decir.
Monroy no tuvo que buscar demasiado en su memoria. Con un nombre así, no le costó recordar al productor de televisión bajito y calvo que le había pedido que localizara a su hija, mayor de edad pero aún adolescente, que se había marchado no se sabía exactamente adonde ni con quién. La chica había resultado ser una pieza de cuidado, que andaba en líos con un camello que vivía en Doctor Miguel Rosas. Monroy conocía al individuo: un treintañero que despachaba cocaína a media profesión periodística y televisiva de la ciudad. Lo curioso es que el mismo Jaén era cliente suyo, sin sospechar en ningún momento que fuera quien había seducido a su hija (todo eso, claro, en el supuesto de que se pensara que la chica había sido seducida). En aquella ocasión, a Monroy no le costó demasiado solucionar el asunto. Le bastó con esperar a que la muchachita fuera a la compra y hacerle una visita al
dealer
, para convencerle amablemente de que lo mejor para el futuro de la chica (y para el futuro de sus propias piernas) era que «la dejara tranquila». El camello, a quien le gustaba caminar por sus propios medios, tardó poco en mostrarse razonable. Desde el exterior del edificio, Monroy fue testigo de la bronca monumental que tuvo la pareja y de cómo la jovencita salía del portal con una mochila en la que llevaba sus cachivaches; y no dejó de seguirla hasta que volvió a entrar en el portal del hogar familiar, pensando que era ella misma quien había tomado la decisión de regresar. Jaén nunca quiso saber con quién había estado su hija durante aquellas semanas y Monroy suponía que, seguramente, continuaba bizcochándose las meninges con la basura que le compraba al mismo camello cada sábado sabadete. Sin embargo, eso, una vez cobrados sus honorarios, tenía para él una importancia exactamente igual a cero.
—¿Se acuerda de él? —insistió Suárez Smith.
—Vagamente —mintió Monroy, separando la silla que había a su derecha para que el embajador se sentara—. Cuénteme.
—¿A usted le apetece algo? —preguntó Suárez Smith tomando asiento.
—No, gracias.
Suárez Smith apuró la cerveza que le quedaba y pidió por señas otra a Casimiro. Se quedó bastante sorprendido cuando constató que Casimiro no la traía a la mesa, sino que la depositaba en la barra. Evidentemente, Suárez Smith estaba acostumbrado a otro tipo de servicio. Al fin, se resignó a levantarse, coger la caña y volver a la mesa.
—Por aquí no es que sean demasiado amables, ¿no?
—Tenemos nuestros ratos buenos, no se vaya a creer.
—Cuando tengan uno, no deje de avisarme —comentó el otro.
Monroy estuvo casi a punto de esbozar una sonrisa, pero decidió guardársela para cuando el embajador se marchara.
—Me dijo que quería verme por trabajo.
—Bueno, sí. Lo que ocurre es que no soy yo quien quiere contratarle.
—Empezamos bien.
—Deje que me explique. Hay una persona que tiene que hablar con usted, pero no le conviene dejarse ver por aquí.
El embajador remató la frase echando un vistazo a la mugrienta apariencia del Casablanca. Monroy se alegró de que Casimiro continuara despistado con el microondas.
—¿Por qué no le conviene? ¿Es un marqués? ¿O El Hombre Elefante?
—No. Ni una cosa ni la otra. Es una mujer. Una mujer muy bien situada. Una clienta mía que tiene un problema que podría solucionar alguien como usted. Vamos, un trabajo del tipo de los que suele usted hacer.