Melania se quedó en silencio, como si recordara anocheceres de verano o cachorritos abandonados, algo muy hermoso y muy triste a la vez. Monroy pensó en aquella historia de la caja, que sonaba a copla de la Piquer, a sillones tapizados con escenas de goyescas, a baúles del año del gofio que albergaban ajuares con hedor a naftalina.
—Gustav siempre tuvo la caja sobre la mesa de su despacho, junto a mi retrato. O, por lo menos, eso pensaba yo, porque, cuando murió, la cajita no estaba allí. Revisé cada rincón, pero no apareció por ningún lado. Tampoco estaba en mi casa.
—Supongo que ustedes tenían otras casas —apuntó Monroy.
—Sí. En Madrid, en Barcelona y en Hamburgo, la casa donde Gustav nació. Pero la caja no aparece por ningún sitio.
—Vamos, que usted sospecha que está en el piso de La Minilla.
—No lo sospecho. Estoy prácticamente segura.
—Y quiere recuperarla.
—A toda costa y cuanto antes —zanjó la mujer.
Monroy dejó la foto sobre el brazo del sillón. Se levantó y fue hasta la ventana, donde encendió un cigarrillo. Miró un momento afuera, a la noche que comenzaba a nacer sobre las azoteas de Vegueta y se pellizcó el mentón, pensando.
—¿Ha probado a hablar con esa mujer?
Fue Suárez Smith quien contestó.
—Hablé con ella. Pero me dio largas. Me dijo que no sabía nada de la caja.
—Le ofrecimos dinero. Una suma más que razonable —añadió Melania—. Pero se cerró en banda.
—Según ella, no había visto esa caja en su vida. Pero miente.
Monroy se volvió hacia Suárez Smith.
—¿Cómo está tan seguro de que está mintiendo?
El embajador le miró con suficiencia.
—Soy abogado, Monroy. Eso me hace un experto en la materia.
A Monroy se le escapó una sonrisa de simpatía. Sin perderla, volvió a sentarse, a mirar la foto, a pellizcarse el mentón.
—¿Y qué pretenden que haga yo? ¿Que robe la caja?
—«Robar» no es exactamente la palabra, Eladio —dijo Suárez Smith—. Yo diría que se trata, más bien, de recuperarla.
—Sí, pero usted es abogado —le espetó Monroy, mostrando ahora algo de cinismo en la sonrisa—. Lo que quieren es que recupere la caja y eso solo puedo conseguirlo de dos maneras: robándola o convenciendo a esa mujer para que la devuelva. Y, por lo que me cuentan ustedes, eso no podría conseguirse con buenas maneras.
Melania Escudero callaba ahora, atenta a lo que decían Fredi y aquel tipo tan siniestro.
—Quizá no sea necesario llegar a esos extremos. Para emprender una acción legal, a mí me bastaría con algún tipo de indicio claro de que la caja se encuentra en poder de esa señora.
—¿Como por ejemplo?
—Como por ejemplo una foto en la que la caja aparezca en la casa de La Minilla.
—No sé demasiado de derecho, pero si me meto en su casa de forma ilegal y saco una foto, eso no va a ningún lado y encima puede costarme un paquete.
—Si entra con permiso de la propietaria del inmueble, se admitiría como prueba.
—¿Aunque sea con otro pretexto?
—Claro.
Monroy meditó unos instantes.
—O sea, que lo que ustedes pretenden es que yo me camele a esa chica de alguna forma, entre en su casa y saque unas fotos.
Melania Escudero intervino ahora con resolución.
—No. Lo que pretendemos es recuperar la caja. Si usted puede hacerlo, perfecto. Si no, al menos consiga las fotos para que nosotros podamos reclamarla de forma legal. Eso sí, tenga en cuenta que la tarifa será más reducida si solamente puede hacer lo segundo.
—Entiendo. Y eso me lleva a otro asunto. ¿De qué cantidades hablamos?
—Dos mil euros por la caja. Mil por las fotos —soltó Suárez Smith.
Al oír esto, a Monroy comenzó a olerle todo a pozo negro.
—Eso es demasiado dinero por un recuerdo.
—Eso no es nada para mí, Monroy —dijo la mujer—, sobre todo teniendo en cuenta el valor sentimental que tiene esa caja. Por otro lado, está claro que en el precio va incluida su discreción.
—La discreción va por cuenta de la casa, señora —repuso Monroy.
Seguía oliéndole a mierda, y no pensaba intentar ganarse los dos mil. Pero mil euros eran mil euros, sobre todo por, a lo sumo, un par de días de trabajo.
—Voy a necesitar algunos datos.
Suárez Smith lo había previsto. Como accionado por un resorte, se levantó y fue al escritorio, de donde tomó un gran sobre amarillo. Evidentemente, se sentía aliviado.
—Creo que aquí está casi todo lo que sabemos de ella —dijo, entregándole el sobre. Mientras Monroy lo abría, agregó—: También hay un pequeño adelanto en efectivo, por si se le presenta algún gasto inicial.
Eladio miró el contenido: varios papeles impresos, fotos y algunos billetes. Los sacó y contó trescientos euros en billetes de cincuenta.
—¿No tengo que firmarles ningún recibo?
Suárez Smith negó con la cabeza.
—Nos fiamos de usted.
Monroy miró a Melania Escudero, intuyendo que quería agregar algo.
—Falta un pequeño detalle —dijo ella—. El plazo.
—¿Plazo?
—Sí. El plazo. Verá, Eladio, salgo de viaje dentro de poco. Va a ser un viaje largo y me gustaría dejar este asunto solucionado antes de irme.
—¿Cuándo viaja?
—El domingo que viene.
Monroy hizo cálculos en silencio.
—Estamos a viernes. Hágase la cuenta de que ya es sábado. Si el martes no he averiguado algo, es que no lo averiguaré nunca.
E
l sábado, Monroy se despertó sobre las nueve. A su izquierda, los hombros bronceados de Gloria le mostraban sus lunares. Qué bien despachados tienes los lunares, hija mía de mi vida, le dijo con el pensamiento. Le gustaba mucho la situación, la forma, el tamaño de todos y cada uno de sus lunares. Pero jamás se lo había dicho. Simplemente, solía demostrárselo recorriéndolos con la boca. Se acordó de una greguería: «El lunar es el punto final del poema de la belleza». Cuánta razón tienes, Ramón, pensó dándole un beso en uno que tenía justo en la base del cuello y que le gustaba especialmente, mientras deslizaba la mano bajo el edredón para acariciar sus nalgas, carnosas y cálidas dentro de las braguitas. Por aquel cuerpo no pasaba el tiempo, o pasaba para mejorarlo, como a los buenos vinos. La mano de Monroy subió por las caderas y la cintura y se paseó suavemente por la espalda de Gloria, que respondió con un gemidito. Monroy no sabía si estaba aún dormida o si jugaba a no estar despierta. En previsión de que se tratara de lo primero (Gloria, normalmente, madrugaba mucho, muy a su pesar, y los sábados Manolo se encargaba de la librería, así que ella aprovechaba ese día para dormir todo lo posible), decidió no prolongar el juego. Le dio un último beso, esta vez en el pelo, y se levantó.
Sin molestarse en vestirse (hacía calor), encendió el ordenador, para que fuera iniciándose (cada vez era más lento) y dispuso sobre la mesa los papeles que Suárez Smith le había proporcionado. Mientras subía el café, miró por la ventana. No había demasiado cielo que ver desde su casa, pero las ventanas del edificio de enfrente reflejaban un escándalo de sol. Sospechó que Gloria le arrastraría hasta la playa para que hiciera la fotosíntesis, como solía decir ella, así que tendría que aprovechar el tiempo antes de que se despertara.
Pensó que lo mejor sería empezar solicitándole algo de información a Manolo, el socio de Gloria.
Poco después estaba sentado a la mesa, con el café y un paquete de cigarrillos recién estrenado. No le costó ponerse al día, leyendo los datos que le habían dado en papel y buceando en Internet. Para empezar, envió un correo electrónico a Manolo (que, en la Librería Ei2, un sábado por la mañana, se debía de estar aburriendo como un sordomudo en un karaoke), preguntándole qué sabía de Hossman y su grupo empresarial. Monroy confiaba siempre para estas cosas en el guerrillero antiglobalización que Manolo llevaba dentro. Después se informó sobre la artista.
Laura Jordán debía de tener treinta y pocos. Se había licenciado en Bellas Artes y era profesora en un instituto. De ahí parecían provenir principalmente sus ingresos (esto es: no era la mantenida que Melania y el embajador pretendían que era). En efecto, había participado en una exposición colectiva en la Fundación Hossman de Hamburgo y protagonizado una individual en la sede de Madrid. Pero antes ya había expuesto, en solitario o en exposiciones colectivas, en varias salas de las Islas y de la Península. Su marchante era un galerista de Valencia y, desde hacía unos años, sus piezas participaban regularmente en ARCO. En el sitio web del marchante y en la página personal de Jordán, Monroy vio algunas de aquellas piezas. Se dedicaba principalmente a la escultura, sobre todo con aleaciones. Monroy no necesitaba tantos detalles, pero por puro placer continuó buceando en aquellas galerías de imágenes, en las que aparecían flores de cobre y miembros humanos que se fundían con arbustos. Monroy no entendía demasiado de arte, pero cuando algo le gustaba, le gustaba. Y aquello le gustaba. Una de las obras que más le llamaron la atención, era lo que identificó como un flamboyán, de cuyo tronco brotaban manos abiertas con la palma hacia arriba. En vivo, la escultura debía de ser llamativa. En la foto aparecía en el centro de una sala que debía de ser La Regenta, en medio de un espacio diáfano.
La apariencia de la artista también le resultó interesante. Tenía uno de esos rostros alargados y serenos en los que se adivinaba mucha vida interior. Le recordó un poco a Charlotte Rampling en
Portero de noche
. También tenía los ojos claros (no supo si verdes o azules) y una boca de labios muy finos que se resistían a la sonrisa que había pedido el fotógrafo. En la fotografía se presentaba de cuerpo entero, muy delgada, con vaqueros, camiseta y una cazadora negra de cuero o imitación. Su hombro izquierdo se apoyaba contra la columna de una sala de exposiciones (al fondo se veían sus obras) y su melena desplegaba miel sobre sus hombros. El conjunto era juvenil y maduro a un tiempo. Tenía la mirada de las personas serias, que saben lo que quieren y se dedican a buscarlo sin pedir ni dar cuentas a nadie.
¿Por qué cojones me pondrán siempre a investigar a gente que me cae bien?, se preguntó Eladio recordando a Héctor Fuentes. No le gustaba pensar en Héctor. Casi dos años después, aún se sentía culpable. Pese a que no se diera cuenta de que estaba vendiéndole, pese a que después hizo todo lo posible por vengarse, arriesgando, incluso, su propio pellejo (la cicatriz en su costado lo probaba) Monroy seguía pensando que, de no haber aceptado aquel encargo, ahora Héctor andaría por ahí, vivito y coleando.
[3]
Manolo tardó media hora en enviarle un correo con algo de texto y una larga lista de enlaces, proporcionados por uno de los miembros de la Asamblea. Monroy los aprovechó para husmear un rato en la vida de Hossman. Había comenzado con empresas de la construcción en su país, pero luego se había introducido en la importación y exportación y, finalmente, en las finanzas. La empresa principal tenía sedes repartidas por toda Europa, además de una en México y otra en Hong Kong. Además de en lo evidente (la construcción y las empresas hoteleras), el Grupo Hossman participaba, mayoritaria o minoritariamente, en los negocios más variados: agencias de viaje, rentacars, alimentación, cadenas de tiendas deportivas y hasta una pequeña parte en una fábrica de juguetes. En la lista había también un banco y una financiera, por supuesto. Y una consultora que respondía a las siglas WHQ. Según Manolo, Hossman se había divorciado en 1987 de su primera esposa para casarse con una canaria (Manolo no decía el nombre, pero se trataba, sin duda, de Melania Escudero), «una de esas que se presentan a Miss para pillar un buen cacho» (cita textual del email de Manolo) y se había instalado en Mogán, aunque tenía casas en todos lados. «La empresa ya era gorda, pero a partir de finales de los noventa se montó realmente en el dólar. Seguro que untó a más de un político —continuaba el librero— y que sus filiales de la periferia explotan a sus obreros, pero todo parece muy legal. Eso es lo que me cabrea, que estos hijos de puta mueren de un infarto y en su cama y encima les dedican panegíricos. Mira el enlace de
Libertad Digital
».
Monroy iba a mirarlo, pero, en ese momento, escuchó la voz de Gloria llamándolo desde la cama. Le pidió que esperara un momento, calentó un café en el microondas y fue al dormitorio con la taza en una mano y un vaso de zumo en la otra.
Gloria le miró y se echó a reír. Él se quedó parado, mirándola amoscado.
—¿De qué te ríes?
—De que eres casi el hombre ideal.
—¿Casi?
—Sí. El hombre ideal es el que viene a la cama con una taza de café en una mano, un vaso de zumo en la otra y ¡seis Donuts! —dijo Gloria, incorporándose y volviendo a carcajearse.
Monroy miró hacia abajo y recordó que no estaba vestido.
—Te quejarás —dijo, poniendo el café y el zumo sobre la mesa de noche y sentándose al borde de la cama.
—Claro que me quejo —respondió Gloria echándole los brazos al cuello—. Cualquier día me busco otro más joven. Uno de esos con melenita y la tableta de chocolate marcada en los abdominales.
—Coño, ¿te refieres a Aznar?
Gloria le odió profundamente antes de besarle los labios y tender la mano hacia el café, diciendo:
—Vale, ahí me cogiste.
Después de dar los primeros sorbos, le preguntó a qué hora se había levantado.
—Hace un ratito —mintió Eladio.
—¿Y qué estabas haciendo?
—Estaba en Internet. Buscando cosas sobre Hossman y sobre esa chica.
Los ojos de Gloria se pusieron serios. Antes de dormir habían tenido una conversación sobre el asunto.
—¿Vas a hacer eso, Eladio?
Monroy rehuyó la mirada de la librera.
—Todavía no lo sé. Por eso me informaba, para ver qué hago.
Gloria sabía que no era quién para opinar, pero los trabajos que aceptaba Monroy ya le habían ocasionado más de un quebradero de cabeza. Alargó la mano y tocó la cicatriz del último susto que se habían llevado por su culpa. La acarició con dos dedos, preguntando:
—¿Tú crees que vale la pena que te metas en otro lío, Eladio?
—No te preocupes. Si veo que es algo raro, no lo acepto y santas pascuas.
Gloria miró hacia la ventana, hacia la luz que se colaba por entre las cortinas.
—Me da que está el día de playa, ¿no?