Los tipos duros no leen poesía (3 page)

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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

BOOK: Los tipos duros no leen poesía
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—¿Y cuál es el tipo de trabajos que suelo hacer yo?

—Localizar a gente. Localizar cosas. Ser discreto cuando hay que serlo. Cosas así. ¿O me equivoco?

Monroy asintió.

—Esa persona quiere entrevistarse contigo en mi despacho Te puedo tutear, ¿verdad?

—No.

El embajador hizo una mueca de disgusto, pero decidió tomárselo a broma.

—Pues querría entrevistarse en mi despacho con
usted
, esta tarde, a poder ser, a partir de las ocho.

—¿Por qué a esa hora?

—Porque a esa hora ya no están los otros compañeros del bufete, ni el personal administrativo.

—O sea, que quieren discreción —dijo Monroy acariciando con el dedo índice la tarjeta de visita, que continuaba ante sí sobre la mesa.

—Por eso es por lo que acudimos a usted.

Monroy se pellizcó el mentón unos instantes. Luego preguntó:

—Si se trata de un asunto que lleva usted, ¿por qué tengo que entrevistarme con la clienta?

—Cuando la conozca lo entenderá. Le gusta saber el terreno que pisa. Una mujer muy precavida. Pero también una mujer única.

Monroy leyó en las lagunas que eran los ojos del abogado y comprendió que, si no se acostaba con su clienta, estaba a punto de hacerlo o, en alguna ocasión remota, ya lo había hecho. En todo caso, parecía sentir por ella algo semejante a la devoción. Eso despertó su curiosidad.

—Ocho y media en su oficina —dijo.

—De acuerdo. Nos veremos allí —dijo Suárez Smith, levantándose y ofreciéndole una mano sin un solo callo que Monroy estrechó con cierta repulsión.

* * *

Antes de salir, Monroy dejó pasar un tiempo prudencial para no volver a encontrarse con Suárez Smith en la calle. Luego dejó el dinero sobre la barra, se despidió de Casimiro y se acercó a Talleres Betancor, donde el Chapi y Dudú estaban en plena gresca profesional ante un 206.

—Eso es como yo te diga, Dudú. Se cambia la pieza y a tomar por culo.

—Pero —rezongaba el senegalés— si tu puede arreglá, ¿po qué va a cobrá tanto dinero a clienta, hombre?

—Pues, joder, porque para eso estamos aquí: para ganar perras. En la tarde que te pasas arreglándolo, haces dos arreglos más.

Dudú hizo ademán de volver a meter la cabeza bajo el capó del Peugeot, pero se lo pensó dos veces y protestó de nuevo:

—Tú no tiene corazón, Chapi.

—Corazón sí; lo que no tengo es un tío rico, cojones. Y tú tampoco.

—Dudú buena gente. Tú quiere estafa clienta —concluyó dándole la espalda y tomando la llave de chicharra, con cuyos movimientos en la maquinaria del auto pareció dar por zanjada la cuestión.

Chapi dudó un momento, ante la espalda flaca y los pantalones caídos del senegalés.

—Hay que joderse con el listillo este de los huevos —acabó diciendo, obteniendo la indiferencia como respuesta—. Por lo menos tápate la hucha, joder, que estás en la misma puerta del taller y se te ve la raja del culo, coño.

Sin girarse ni incorporarse, Dudú, sencillamente, utilizó la mano izquierda para subirse ligeramente los pantalones y continuó a lo suyo.

Monroy, divertido, había estado disfrutando de la escena sin que ninguno de los dos se percatara de su presencia. Observó al Chapi, flaco y grasiento, desarmado por la rotunda imperturbabilidad de Dudú, quitándose, desconcertado, las no menos grasientas gafas de anticuada montura de pasta, intentando limpiárselas con un kleenex usado que sacó del bolsillo del mono.

—Joder, qué bonito es el amor —dijo, burletero.

Al escucharle, Mecánico, que dormía en un rincón ajeno a la bronca del personal del taller, se levantó y fue hacia Monroy, ladrando y meneando el rabo al mismo tiempo. Monroy nunca supo si el perro le recibía con alegría o con inquietud cuando se acercaba de esa manera, aunque finalmente el pequinés acababa olisqueándole los pies mientras le miraba de hito en hito a la cara, con esa actitud de intento-morderme-mis-propios-ojos-pero-no-alcanzo que tienen todos los pequineses que en el mundo han sido. El Chapi se había vuelto hacia la puerta, señalando a Dudú, mientras este sacaba la cabeza y saludaba a Monroy con la mano antes de meterse una vez más en las tripas del coche.

—¿Tú te puedes creer esto, Eladio? Cuatro días en la civilización y ya está dando lecciones de ética, me cago en la leche. Y seguro que en su tierra —añadió gritando para que Dudú no se perdiera ni una sola palabra—, seguro que en su tierra se pasaba el día robando gallinas.

Pero Dudú no cayó en la trampa. Por fin sacó la pieza y se dirigió con indiferencia al fondo del taller, donde estaba el tornillo de banco.

—A mí no me digas nada —advirtió Monroy—. Yo en cosas de matrimonios no me meto.

El Chapi pareció serenarse y se interesó por el motivo de la presencia de Monroy en el taller.

—Venía a preguntarte cuándo me vas a pintar de una vez a Naranjito.

—¿Naranjito?

—Sí, hombre, Naranjito —recitó con sorna Monroy—. La Renault Express que me dijiste que comprara y que me ibas a pintar gratis, mariconazo.

—Ah, la furgona Pues, mira, Eladio, ahora mismo tengo un lío de cojones.

Monroy lo miró de reojo, alzando una ceja.

—No me mires revirado, coño, que es verdad. Hoy mismo me entra otro coche. Además, eso de «gratis» Yo nunca te dije eso, Eladio.

Desde el fondo del taller, llegó la voz de Dudú, gritando:

—Sí, señó Se lo dijiste delante de Dudú: «Yo pinto a ti grati». Eso le dijiste tú a Eladio, que yo lo oí.

—Me cago en la madre del Pepito Grillo subsahariano este —masticó con rabia el Chapi—. Maldita sea la hora en que me lo presentaste.

—Cállate, cabrón Con el cambiazo que ha dado esto desde que está él —objetó Monroy.

—Sí, sobre todo para la clientela, joder Que ahora siempre salen ganando ustedes. Me tiene todo el día currando a lo bestia, con la lengua fuera ¿Te puedes creer que esta mañana no me ha dejado un momento libre para irme al bar a echarme el cortado? Como él es una puta mula, no deja que nadie se relaje. Joder, si parece que el dueño es él y no yo.

—Mira, Chapi, a mí no me cuentes tu vida. ¿Cuándo coño me vas a pintar la Express? Llevo un año esperando y ya me da hasta vergüenza salir por ahí con la furgona.

—Chacho, Eladio, afloja un poco —el Chapi se acercó a un calendario de pared, decorado con la fotografía de una culturista rubia en braguitas—. Vamos a ver Tráetelo el lunes a primera hora, a ver si le puedo dar el pistolazo.

—Se dijo. Y acuérdate: un color bonito y discreto.

—De acuerdo. Dejaré que te lo elija el negro robagallinas ese que tienes aquí de espía.

El comentario debió de herir profundamente a Dudú, que ahora sí reaccionó y vino desde el fondo del taller, gritando:

—¿Quién e el negro robagallina? Tú me repeta a mí, que yo a ti no te he faltado.

—Ni yo a ti. ¿O me vas a decir que no eres negro?

Ese fue el comienzo de un nuevo espectáculo digno de una tertulia televisiva del corazón. Monroy, por esa mañana, ya se había reído bastante, así que se alejó sin despedirse, tomando nuevamente León y Castillo en dirección a la calle Murga. Se le iba la mañana y aún no sabía qué haría de comer. Finalmente se decidió por una carne de fiesta. Su estómago ya no estaba para platos tan fuertes, pero un kilo de carne de cochino esperaba en su nevera y, qué diablos, si de algo hay que morir, mejor que sea bien alimentado.

3

S
uárez Smith llegó a la plaza de parking donde había aparcado su TT de color rojo. Nada más sentarse, dio al contacto para bajar la ventanilla. Después sacó su móvil y buscó un número en la memoria del aparato. Casi enseguida, se escuchó una voz de mujer.

—¿Qué hay, Fredi? ¿Diste con él?

—Di con él y hablé con él —contestó el abogado en tono triunfante—. Nos vemos esta tarde en mi oficina. Quedamos sobre las ocho.

—¿Y qué te parece?

—¿Él?

—Claro: él, alma de pollo —escupió la mujer, irónica, impaciente—. Él. ¿Qué impresión te causó?

—Bueno, ya lo verás tú misma. Es un personaje. De esos que se las dan de duros. También se las da de listo, pero no creo que lo sea tanto.

—Sigo pensando que quizá deberíamos contratar a una agencia.

—Y yo sigo desaconsejándotelo. Los detectives privados mantienen la confidencialidad, pero con un mandato judicial tienen que entregar todos sus informes. Debes hacer esto sin que quede huella, porque que no sabemos lo que va a pasar el día de mañana.

Se hizo un silencio espeso y oscuro como un puré de lentejas. Después, la mujer lo quebró con una cucharada interrogativa:

—¿Servirá?

—Servirá. Me han hablado bien de él. Por lo visto es más o menos fino en lo suyo. También tiene fama de discreto. Y lo mejor de todo: no va a guardar informes ni archivos ni leches machangas.

—Espero que tengas razón, Fredi.

Suárez Smith notó la preocupación en la voz de la mujer.

—Todo se va a solucionar —dijo—. En unos días nos quedamos tranquilos.

La mujer volvió a guardar silencio un largo rato.

Finalmente, Suárez Smith repitió:

—Todo se va a solucionar. Confía en mí.

Al otro lado se escuchó algo parecido a un suspiro. Luego se despidieron con un «nos vemos» y Suárez Smith miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca del coche. Sacó de la guantera el estuche de un cedé de Queen y, del bolsillo de su chaqueta, un bote que había contenido un carrete de fotos y ahora albergaba una bolsita con algo menos de un gramo de cocaína.

Después de echar otra ojeada al exterior, utilizó la uña del meñique derecho para rasgar el plástico de la bolsa y la estrujó entre el índice y el pulgar para que cayera sobre el estuche la cantidad de polvo necesaria. Contempló con ansiedad la montañita resultante y, en un solo movimiento, guardó nuevamente la bolsita en el bote, buscando en su cartera una tarjeta de crédito.

4

M
ientras Suarez Smith conducía el Audi con las pupilas dilatadas como la vagina de una vaca parturienta, Monroy había llegado ya al número 15 de la calle Murga. Subió al cuarto piso y, en lugar de abrir la suya, se acercó a la puerta de la derecha. En el interior se oían gritos, disparos, policías dando el alto a delincuentes que, al parecer, hacían caso omiso, porque los disparos volvían a sucederse, todo ello mezclado con música incidental. Supuso a Matías viendo su diaria película de acción. Llamó al timbre y el ruido cesó. Poco después, se escuchó el chancleteo del viejo acercándose a la puerta. Luego, una pregunta.

—¿Quién es?

—La basura —respondió Monroy.

—Deje dos bolsas.

Monroy reprimió una carcajada, mientras Matías descorría el cerrojo y asomaba la cabeza por la rendija. Iba, como siempre, mal afeitado, en pijama y sin su dentadura postiza. Sacó la mano para coger el periódico que le tendía su vecino.

—¿Qué estás viendo hoy?

—Una del Bruce Willis:
Dieciséis calles
.

—Esa no la he visto. Cuando la veas me la prestas.

—Vale. Te va a gustar, porque sale viejo, gordo y cojo. Más o menos como tú.

Monroy pensó un segundo, mientras se volvía hacia su puerta y metía el llavín en la cerradura. De pronto, volvió la cabeza con gesto pensativo y dijo a Matías, que estaba a punto de cerrar:

—Entonces,
Dieciséis calles
. Deberían ser tres calles menos. Así serían doce. Un número más redondo.

Matías hizo cálculos y vio una oportunidad de oro para enmendarle la plana a Monroy, cosa que le encantaba.

—Doce no, inútil —corrigió—. Serían trece.

—Cuanto más me la mamas, más me crece —canturreó de corrido Monroy, rompiéndose el pecho de risa mientras abría su puerta.

Escuchó los insultos de Matías al otro lado, hasta que, al fin, aquel se cansó y dio un portazo. Aquella falsa enemistad, el pueril juego diario de invectivas, burlas y chascarrillos soeces les divertía a ambos igualmente. Monroy sabía que, cuando se le pasara el enfado por haber perdido la partida de hoy, el viejo comenzaría a pensar de qué forma le insultaría mañana.

Se desembarazó de las llaves, el tabaco, el mechero, la cartera y el bolígrafo metálico de resorte que siempre llevaba encima por si acaso. Pinchó un disco de Leonard Cohen y se fue a la cocina mientras el canadiense cantaba aquello de
dance me thru the panic with a buming violin
. Sacó de la nevera la carne de cochino, la puso en una fuente e hizo llover sobre ella un puñado de sal gorda. En el almirez, machacó comino, ajo, perejil, tomillo y orégano. Luego agregó pimentón, una pizca de vinagre y un buen chorro de aceite. Vertió todo el majado sobre la carne y lo cubrió todo con vino blanco, mezclando bien. Cuando acabó, ya Cohen había cantado un par de temas y se dedicaba a contar que puedes pasar toda la noche junto a Suzanne en su escondite junto al río. Dejaría reposar la carne al menos una hora antes de freiría. Tenía que haber hecho aquello la noche antes, pero, aun así, obtendría una carne adobada en condiciones.

Aprovecharía el tiempo. Buscó la tarjeta de visita de Suárez Smith y volvió a leerla. Recapacitó unos minutos, pellizcándose el mentón, y bajó el volumen de la música. Buscó en su agenda el número de Rafael Bosch, cogió el teléfono y marcó. Después de dar la señal de llamada un par de veces, contestó una voz grave, varonil, seca, seria.

—Dígame.

—Feluco, soy yo, Eladio.

Al instante, el tono de Rafael Bosch mudó a la sorpresa y la alegría.

—Coño, Eladio ¿Qué pasó, querido?

—Por aquí me ando. ¿Y tú? ¿Cómo lo llevas?

—Pues mira, tío, hartito de todo esto, como siempre. ¿Te puedes creer que acabo de llegar ahora a la oficina?

—¿Y eso?

—Un juez cabrón, que me ha tenido toda la mañana de un lado para otro. Pero, en fin, dime, ¿para qué me llamabas? Supongo que estarás metido en algún follón, como siempre, porque tú no llamas si no.

—Cualquier día te muerdes la lengua y te envenenas, mamón. Pues mira, no. Llevo un tiempo tranquilito. Te llamaba para preguntarte una cosa.

—Tú dirás.

—¿Conoces a un tal Alfredo Suárez Smith?

Bosch tardó exactamente dos segundos en contestar.

—Coño, ¿y quién no?

—Pues yo, hasta hace un ratito.

—Alfredito S. Smith Un figura.

—¿Qué sabes de él?

—Bueno, pues si lo conociste hace un rato, ya te habrás dado cuenta: un pistoso. Algo fantasmón y con aires de educación británica.

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