Al hombre grande lo que le parecía más peligro era precisamente eso: no que aquellos hombres fueran armados, sino que iban armados con miedo. Él sabía por experiencia que no hay nada tan peligroso como alguien que tiene miedo y una pistola a su alcance.
Imaginó el peor escenario posible. Imaginó a tres, quizá cuatro de aquellos hombres, embarcando en Málaga con bolsas de deporte en las que llevaban más armas de las necesarias para este trabajo. Imaginó a esos hombres bebiendo y esnifando cocaína durante la travesía. Les imaginó desembarcando con ropa suelta y caminando en grupo con ademanes chulescos, con la sangre latiendo con fuerza en las sienes, con los sentidos embotados, deambulando por la isla y llamando la atención de todo el mundo. Y, lo peor de todo, imaginó a Tacho entre ellos.
M
elania Escudero cortó la comunicación y dejó el móvil en la mesita, ante sí. Aunque estaba sentada en el sofá, no lograba que sus rodillas dejasen de temblar. De un trago, se bebió el vino que quedaba en su copa y volvió a llenarla. Sintió algo de acidez mientras el vino bajaba por su esófago y un calor sofocante que ascendió por su cuerpo hasta arrebolarle las mejillas.
—Vendrá aquí. Mañana. A las diez.
Suárez Smith, sentado junto a ella, dejó su copa e intentó tomarle la mano para tranquilizarla. Ella la retiró con brusquedad cercana al desprecio. Cogió la copa y salió por la puerta acristalada a la gran terraza que hacía las veces de solarium. Pasó entre las cuatro hamacas y llegó hasta la barandilla, donde se apoyó para mirar a la noche rasgada por las luces del pueblo.
En su momento, Gustav se había empeñado en apartarse todo lo posible del casco. Por eso su casa era una de las que estaban situadas en la zona más alta del valle. El único acceso era una pista de tierra, no demasiado larga. Desde la planta alta y el solarium podía divisarse todo Mogán, casi hasta el molino de viento situado en el camino hacia el puerto. Por lo demás, en la casa no faltaba de nada: piscina, jardín, un garaje en el que cabían tres vehículos y un apartamento para los invitados. El servicio se reducía a una cocinera, una asistenta que limpiaba tres veces a la semana y un jardinero que venía los martes. Tras la muerte de Hossman, Melania había prescindido de la cocinera. Si estaba en el Sur (lo más usual), hacía las comidas en alguno de los hoteles de la cadena. Eso si no quedaba con Patri o con alguna otra amiga. Solo cocinaba si Fredi o algún otro (a veces había
algún otro
) venían a visitarla. Sabía que se trataba de algo innecesario, pero ella era amiga de ciertos rituales, de ciertas ceremonias de cortejo que hacían que el sexo se pareciera, al menos lejanamente, al amor.
Abajo, junto a la tapia, observó el negro bulto de Rocco, durmiendo junto a su caseta. Jamás lograron que el animal se acostumbrase a dormir dentro de ella. Se quedaba al lado, junto a la puerta. Un rottweiler de cuarenta kilos era motivo suficiente para disuadir a cualquiera de que convenía no tomarse el trabajo de saltar la alta tapia que circundaba la finca. Aquella tapia, aquel perro, aquella casa siempre le habían hecho sentirse segura. La alarma de seguridad, instalada por Gustav hacía unos años, le pareció una estupidez innecesaria, un gasto inútil, un capricho de viejo. Ella pensaba que con Rocco era suficiente para guardar lo que, en su más íntimo pensamiento, era una fortaleza. Ahora esa fortaleza no le resultaba tan inexpugnable. En unas doce horas llamaría a aquella puerta un hombre peligroso, que llegaría con amenazas, con intimidaciones físicas y el pobre Rocco tendría que ser atado para permitirle entrar. Una vez en el interior, aquel hombre podría hacer cualquier cosa.
Se volvió y, a través del cristal, percibió a Fredi, bajando la cabeza hacia la mesa, alzándola unos instantes después y echándola hacia atrás. Cuando notó que el abogado se ponía en pie, se giró nuevamente hacia la barandilla. Escuchó sus pasos acercándose y notó sus manos posándose en sus hombros. Esta vez no le rechazó, pero su cuerpo adoptó una rigidez refractaria a las caricias.
—Deberíamos ir pensando en salir ya —dijo Suárez Smith—. Conviene que lleguemos un rato antes.
—Lo que conviene es que dejes de meterte coca, Fredi. No es momento.
—Me pone a tono.
—Y tanto.
—Entiéndelo, mujer. Estoy nervioso. Yo tampoco estoy acostumbrado a estas cosas.
—Bueno, la cocaína no es célebre por sus efectos relajantes, precisamente.
—A mí no me sienta mal. Yo controlo.
—Ya —zanjó ella, con ironía—. No hay manera de convencer a un hombre de que no haga lo que le da la gana. Siempre encuentra una justificación. Gustav era igual.
—No me gusta que me compares con él.
—Si no te gusta que te compare con él, no deberías haberte metido nunca en mi cama. Ahora, te jodes. En todo caso, no hay mucha diferencia: los dos igual de cabezudos. Le advertí mil veces que no se mezclara con esa gente. Pero él, como tú: «Yo controlo». Y encima, no contento con eso, intenta Joder. No sé por qué coño hizo eso.
Suárez Smith no tardó en responder:
—Por dinero.
—Mira a tu alrededor. ¿No tenía ya dinero suficiente?
—No sé ¿Cuánto dinero es
suficiente
?
La pregunta flotó en el aire unos segundos. Luego la brisa de la noche se la llevó hacia las buganvillas del porche.
—Habrá que llamar a Quiroga para decirle que sus amigos están aquí —observó Melania.
—Lo llamas luego, cuando estemos en el coche.
—Nunca debí dejarme convencer para hacer esto. Teníamos que habernos hecho los locos y dejárselo todo a ese inútil de Quiroga.
—Probablemente hubieran llegado igualmente hasta donde está la pasta. Pero se hubieran cobrado las molestias. Es mejor colaborar con ellos. Ya viste lo que le hicieron a Weinberg.
Melania sintió un sabor amargo que no tenía nada que ver con el vino. Como si le hubieran echado un puñado de picón en la boca. Suárez Smith se acercó más a ella y depositó en su cabeza un beso en el que había algo parecido a la ternura. Sintió que el cuerpo de la mujer se relajaba un poco.
—Anda, vamos, reina. Mañana, a estas horas, nos estaremos riendo de todo esto.
—Ojalá tengas razón —repuso ella, apurando su copa.
E
l martes Monroy se levantó temprano. Contra su costumbre, no fue al Casablanca. Hizo café y se puso a leer y escuchar música. Había acabado el libro de McCarthy y tras el paréntesis con Hierro, había decidido empezar el dichoso libro de Stieg Larsson. Sobre las diez y media, telefoneó al móvil del Ministro, que no contestó. Calentó más café y continuó leyendo hasta las doce. Entonces volvió a llamar, con idéntico resultado. Tampoco hubo suerte en su casa. Finalmente, llegó a la conclusión de que el Ministro le estaba comenzando a tocar los humildes. Puso la radio sin ganas, solo por no escuchar el silencio mientras se duchaba. Luego iría a Schamann para esperar al Ministro y cantarle las cuarenta.
La tertulia radiofónica se interrumpió para dar una última hora de sucesos. Habían hallado el cadáver de un hombre con evidentes signos de violencia en el puerto de La Luz, en la explanada del antiguo muelle del Jet Foil. Al parecer, el hombre presentaba, entre otras, heridas de arma de fuego, algo bastante inusual en la crónica negra de las Islas. A continuación, los tertulianos se arrojaron como buitres sobre la noticia, la hicieron jirones a dentelladas y la vomitaron mezclada con reflexiones acerca de la inseguridad ciudadana, el número de efectivos del cuerpo de Policía destinados a la provincia y el ridículo capricho de un costoso cuerpo de Policía Autonómica, que, antes de nacer, ya había sido apodada como «la Guanchancha». El tertuliano conservador y la tertuliana progresista no tardaron en cruzar mutuas acusaciones, el tertuliano nacionalista opinó que aquello demostraba la imperiosa necesidad de disponer de un cuerpo de policía autonómico y el tertuliano moderado en todos los sentidos hizo la cama al moderador, mientras este insertaba un par de comentarios supuestamente ingeniosos que estaban más usados que el retrete de una estación.
Monroy salió de la ducha y apagó la radio. Se puso unos vaqueros, una camiseta gris y unas alpargatas y, después de coger la cartera, el móvil, el reloj, el tabaco y el bolígrafo que llevaba siempre por si acaso, salió a la calle dispuesto a localizar al Ministro antes de la hora del almuerzo. Primero se dirigió al taller del Chapi, que le recibió en la puerta.
—¿Ya está pintado?
El Chapi adoptó una pose chulesca.
—Bah, flipadito te vas a quedar, tío. Quedó de puta madre. Entra, para que lo veas.
A Monroy no le convencía tanto triunfalismo y comenzó a percibir un particular hedor a gato muerto en la actitud del Chapi, pero decidió no adelantar acontecimientos y lo siguió al interior. Allí estaba, mirándole de frente, Naranjito, que ahora ya no era naranja, sino de un color gris oscuro que, realmente, le sentaba muy bien. Ante aquel capó reluciente, tuvo que reconocer que el Chapi, en lo suyo, era bueno.
—Y lo mejor de todo: la pintura no te va a costar un duro. La mano de obra ya te la iba a regalar yo, pero me hice un bisne con un patrocinador y tampoco tienes que pagar los materiales.
—¿Y eso del
patrocinador
? —inquirió el otro, suspicaz.
—Buenos negocios que hace uno.
Monroy se alejó unos pasos a la derecha, para admirar el trabajo en todo su esplendor y, enseguida, descubrió por qué había salido gratis la pintura; en los flancos de la Renault Express, en letras amarillas, podía leerse un rótulo que decía: BAR TORIBIO. TAPAS VARIADAS. GRAN SALÓN PARA BAUTIZOS, BODAS Y COMUNIONES, sobre una dirección de la ciudad de Telde y dos números de teléfono.
La risa de Dudú, desde el fondo del taller, se le clavó a Monroy justo entre las nalgas, mientras hacía esfuerzos por dominar sus impulsos de estrangular al Chapi, que continuaba mostrándole, orgulloso, su gran obra.
V
einte minutos más tarde, Monroy conducía su Renault Express, de color gris oscuro, con el rótulo que anunciaba el Bar Toribio por Luis Doreste Silva, en dirección a Juan XXIII, subiría por el Barranquillo de don Zoilo, rumbo a Schamann, escuchando un programa local en la radio para intentar olvidarse del gran cabreo que tenía. Se había descargado a gusto con el Chapi, amenazándole con provocarle diversas desgracias (incluidas la emasculación, la evisceración y la decapitación) si no arreglaba aquel desastre.
En la radio, entre bloque de anuncios y bloque de anuncios, Juan Luján entrevistaba a Paco Montesdeoca, el hombre del tiempo de Televisión Española, un clásico. El tipo parecía simpático. No paraba de reír y de hacer bromas socarronas. Cuando ya llegaba a la esquina con Juan XXIII, justo durante la cuña de una talasoterapia, comenzó a sonar su móvil y apagó la radio. Era Déniz. La comisaría quedaba al final de la calle y a Monroy, como siempre en aquellos casos, le pareció absurdo todo aquello de la tecnología. En lugar de girar hacia la izquierda, continuó adelante y, tras parar en doble fila en la trasera de la Supercomisaría (un monstruo de cemento y cristal que probablemente violaba la Ley de Costas), devolvió la llamada.
—Eladio, te acabo de llamar —dijo Déniz, haciendo que Monroy odiara, como siempre, aquellos trastos que mostraban el nombre del interlocutor antes de que pudiera identificarse por los medios comunes.
—Por eso te llamo. ¿Qué pasó?
—Te tengo que dar una mala noticia. Sobre un amigo tuyo.
—Suelta la gallina.
—José María Pérez Delgado. Lo encontraron muerto esta mañana.
—Se te fue la pelota. Ese no es amigo mío. Yo no conozco a ningún.
—El Ministro —interrumpió Déniz—. Le decían el Ministro.
Monroy guardó silencio unos segundos, recordando lo que había escuchado en la radio.
—No será el que encontraron esta mañana en el Puerto.
—Ese mismo. Al mirar el móvil, vimos que estabas en la agenda y que lo habías llamado esta mañana.
Monroy sopesó opciones. Una verdad completa quizá no fuera necesaria. Pero, posiblemente, una verdad a medias le evitaría algunas preguntas incómodas.
—Para su casa iba, precisamente. Oye, estoy delante de Comisaría. Si estás ahí, bájate y echamos un café.
—Mejor sube tú al despacho. Esto está que arde y es mejor que me quede por aquí. Daré aviso de que te dejen pasar.
—Aparco bien y subo.
D
esde el asunto de Héctor Fuentes, Eladio Monroy no había vuelto a pisar el despacho de Déniz, pero el sitio había cambiado poco. Los mismos cuadros de Paco Sánchez, el mismo espacio limpio y diáfano. Solo había un par de modificaciones: el ordenador de Déniz había sido sustituido por un pequeño portátil y a la pinacoteca se habían sumado un atractivo cuadro de Pipo Hernández (inspirado en un fotograma de una película antigua en el que se mostraba la imagen de una decadente orquesta de
vaudeville
) y una marina de pésimo gusto (seguramente pintada por alguna de aquellas señoras con más alcurnia que talento que exponían de vez en cuando en el Club Náutico) representando una bahía donde fondeaba un bergantín de dos palos, con velas cuadradas de color amarillo. La presencia de aquel horror junto a los otros cuadros evidenciaba que Déniz entendía de arte lo mismo que de física de partículas. Sobre la mesa, entre papeles y útiles de escritorio, Monroy identificó la portada de una novela de Arturo Pérez Reverte.
Déniz, arremangado y con el nudo de la corbata flojo, hizo que les trajeran café y mostró a Monroy una bolsa de plástico transparente precintada, que contenía un teléfono móvil.
—Cuando vi que había llamadas desde tu teléfono, te di un toque. ¿Estabas trabajando con él?
—¿Estamos locos? —se asombró Monroy—. ¿Tú sabes a qué se dedicaba este hombre?
—Según la ficha policial, lo suyo era el hurto menor y las pequeñas estafas. Poco más que un trilero.
—¿Y tú me ves a mí trabajando en algo así?
—Joder, no, Eladio, pero con esto de la crisis.
—Mira, Déniz, no me toques los huevos con lo de la crisis. Eso de la crisis es un rollo de ricos. Para los que siempre hemos comido mierda, un poco más de mierda no importa. No me voy a cagar las manos yo ahora, después de viejo.
—¿Entonces, a qué tanta llamada, Eladio?
Monroy no se había preparado aún una buena excusa. Miró el cuadro espantoso del bergantín y dijo: