Tiró algunas fotos más: Laura Jordán apoyada sobre la mesa. Laura Jordán sentada en la silla y, por último, Laura Jordán en su banco de trabajo, como si soldara dos piezas de metal.
Por último dio las gracias y se dirigió hacia la puerta, tras coger sus cosas y prometer a la entrevistada que le haría llegar un ejemplar de la revista en cuanto saliera al público.
La mujer, que parecía impaciente por acabar con la visita, lo acompañó y cerró tras él.
Luego regresó al escritorio y examinó la caja. Era la misma caja de madera, en el sitio de siempre, exactamente igual a la de siempre. Sin embargo, había algo distinto.
E
ladio Monroy llegó a casa, sacó de la bandolera la cámara de fotos y la dejó sobre la mesa del comedor. También sacó la grabadora. Localizó la grabación de la entrevista y la borró. Le parecía una obscenidad conservarla. Era una de esas grabadoras modernas, que utilizaban el formato mp3 y tenían hasta dos gigas de memoria. Aquel trasto era el restante de una partida de veinte grabadoras que Hanif Viram le había vendido a muy buen precio y que Monroy había ido colocando entre las chicas de Molino de Viento y algún conocido que se dedicaba al periodismo. Finalmente, no había logrado venderlas todas y se había quedado con aquella, igual que de vez en cuando se quedaba una cámara de fotos, una consola de videojuegos o una minicadena para las que no conseguía comprador. Era la primera vez que el cacharro le había resultado útil para algo. Aquel era el último negocio que habían hecho, hacía más de un año. Ahora Hanif se había retirado, dejando las tiendas en manos de su hijo. Y su hijo era un tipo moderno, con ínfulas de gran negociante, que estaba intentando organizar, según sus propias palabras, «una empresa seria», porque «el mundo ha cambiado y nosotros tenemos que cambiar también». Así que, por un lado, nunca haría con él los tratos que hacía su padre (aquellos tratos de bazar con regateos inauditos y agresividad impostada que desembocaban en una tranquilidad de acuerdo razonable para ambas partes) y, por el otro, Monroy no se sentía cómodo tratando con el chico. Pero sabía que, de alguna manera, el joven tenía razón: los tiempos de la gente como Hanif Viram y Eladio Monroy (aquellos tiempos de contenedores descargados a hurtadillas, de mercancías que entraban en los almacenes a medianoche y sin albarán) habían pasado ya hacía mucho, por más que individuos como ellos se hubieran empeñado, durante años, en pensar que todo continuaba como siempre. Con ellos se extinguiría la última generación del cambullón, el escaqueo y el bisne. La calle peatonal, el hipermercado y el centro comercial habían ido dando puñalada tras puñalada a aquella ciudad portuaria, sucia y colorista. La de ahora era más amplia, más limpia, mejor edificada y, decididamente, más aburrida.
Se quitó la camisa azul marino, los vaqueros y las deportivas y se puso unas bermudas y una camiseta. Eran ya las siete de la tarde, pero hizo café. El que le había ofrecido Laura Jordán estaba algo aguado. La visita le había dejado un sabor agridulce. No solo por haberse hecho pasar por quien no era, sino porque, hacia el final, había percibido un cambio importante en la actitud de la chica, precisamente cuando vio la caja. Se preguntaba si ella sospechaba algo raro, algo que tenía que ver, precisamente, con la caja de marras.
Deseaba quitarse el asunto de encima lo antes posible. Llamó al despacho de Suárez Smith. Le respondió él mismo.
—Ya no necesitamos de sus servicios, Eladio —dijo el abogado inmediatamente después de saludar—. Olvídese del asunto. Quédese con los trescientos euros como compensación por las molestias y olvídese de que nos conoce. Buenas tardes —añadió, cortando, a renglón seguido, la comunicación.
Monroy no esperaba esa actitud. Suárez Smith le había cogido desprevenido como la lluvia a un veraneante. Se quedó desconcertado, con el teléfono aún en la mano, preguntándose si acababa de pasar lo que acababa de pasar. Su orgullo, como acostumbraba en esas ocasiones, le dijo que lo más adecuado sería ir inmediatamente a la oficina de Suárez Smith, llamar a la puerta y borrarle la cara a hostias. Su sentido común, por el contrario, le aconsejó esperar e intentar averiguar cuál era la causa de que Suárez Smith hubiera cambiado así de actitud. Y, en el pasado, se había equivocado lo suficiente como para saber que, en caso de sentirse herido en su orgullo, lo mejor era hacer caso a su sentido común. Volvió a llamar a la oficina, pero el abogado no descolgó. Tampoco contestó al móvil.
U
na vez, en una entrevista, escuchó a un filósofo bizco decir que quien se te acerca en un velatorio y te dice «No somos nadie» se convierte, en ese mismo instante, en filósofo. A Monroy, en su momento, esa afirmación le pareció interesante y lúcida. Pero cada vez que iba al acompañamiento de un fallecido, comprobaba empíricamente que las personas que hacían eso solían ser individuos de una cretinez perfecta y que empleaban esa frase baúl porque las convenciones les impedían decir lo que pensaban realmente, que era: «No sé qué hago yo aquí, con lo a gusto que estaría en mi casa».
Por lo demás, al velatorio del Ministro no había acudido demasiada gente. Su familia se reducía, según entendió, a una hermana de mediana edad sentada en un sofá con la frente apoyada en la palma de la mano, un cuñado que llevaba todo el rato en la puerta del tanatorio, fumando y apestando a ron y dos sobrinos adolescentes: una chica callada y seria que no se separaba de su madre y un joven rapado, con un tatuaje cubriéndole el dorso de la mano y un piercing a juego en una ceja. El chico vestía unos vaqueros y una camisa de color marrón, completamente abotonada, pero no era difícil imaginárselo en su barrio, haciendo esquina dentro de un chándal que le venía enorme y una gorra adobando los ademanes chulescos con los que ahora se le veía ir y venir entre el lugar de su padre y el lugar de su madre. En torno a ella y la chica, tres vecinas guardaban un silencio sepulcral, que se rompía a veces para ofrecer un vaso de agua, una manzanilla, un sándwich que serían traídos enseguida desde la cafetería y que fueron rechazados sin excepción.
En cuanto a los amigos presuntos o reales del Ministro, hacían corro en torno al cuñado, contando anécdotas sobre el fallecido, procurando que estas fueran simpáticas y provocaran, al menos, la sonrisa. El humor y el sexo son los mejores paliativos contra el horror que nos produce la idea de la muerte. Y está muy mal visto practicar el sexo en los tanatorios.
Monroy llegó al velatorio y, tras dar el pésame, se sentó junto a la puerta, donde permaneció la mayor parte del tiempo.
Dada la notoriedad del caso, algunos periodistas se acercaron a lo largo de la tarde. Incluso, un equipo de televisión intentó entrevistar a los familiares. Aquellas gentes humildes e incultas se sintieron deslumbradas por la repentina presencia de la cámara. Sin embargo, la sobrina del Ministro se convirtió de pronto en cabeza de familia: con firme amabilidad, pidió a la reportera que no grabaran y que abandonaran el lugar. «La sala de un velatorio no es un lugar público. Les ruego que se marchen», acabó por decir ante la insistencia de la periodista. Su postura dejó en evidencia a los mayores, quienes tuvieron que apoyar su demanda de intimidad.
A Monroy le sorprendió el aplomo de la chica y se fijó más en ella. De rostro redondo, con ojos almendrados ocultos tras unas gafas de montura de color rosa, la chica no debía de tener más de diecisiete o dieciocho años, pero hablaba como si tuviera bastantes más. En aquella familia, dura y vulgar, era como una flor de loto en medio de una ciénaga.
Media hora más tarde, cuando la joven anunció que bajaba a la cafetería para tomar algo, Monroy decidió que a él también le apetecía un café. Dejó pasar unos minutos y la siguió.
La sofisticación de los ritos mortuorios proporciona al hecho del óbito una especie de asepsia cosmética que la hace aparentemente más llevadera. El tanatorio de San Miguel es un sitio moderno en el que hay parking, varios espacios al aire libre y una cafetería que dispone, incluso, de varias mesas en terraza. En una de ellas se había sentado la sobrina del Ministro, con una taza de café con leche y un paquete de cigarrillos recién estrenado. Monroy pidió un cortado y un vaso de agua y se sentó en la mesa más cercana, tras hacerle un gesto de saludo con la cabeza. Se habían visto antes, en la sala, pero, tras el pésame, la chica parecía no haber vuelto a reparar en su presencia. Ahora, sin embargo, se dirigió a él directamente.
—Tú eres Monroy, ¿verdad?
Monroy no permitía que cualquier persona, y mucho menos gente joven, le tuteara. Pero aquella muchacha, pensó, se lo merecía. Le dedicó una sonrisa y un asentimiento.
—¿Por qué no te sientas aquí? —invitó ella.
Monroy cambió de mesa y quedó frente a frente con la chiquilla, que, en ese momento, se pasó la mano por el cabello teñido de color caoba, alisándoselo con una mezcla de coquetería e intención de guardar la compostura.
—No te acuerdas de mí, ¿verdad?
—Refréscame la memoria —dijo.
—Me llamo Omayra. Cuando era chica, mi tío Jose Mari me llevaba a pescar a la Avenida. Y luego, a veces, íbamos al Casablanca. Qué rápido olvidan los hombres a las mujeres a las que invitan a beber —añadió, teatral, con una sonrisilla pícara.
—¿Yo te invité a beber?
—Tú me compraste una vez un zumo de melocotón ¡Ah! Y un paquete de papas La Canaria.
Monroy hizo memoria y encontró la imagen de una niña acompañando al Ministro en un día soleado.
Ambos rieron. La risa de Omayra era fresca y contagiosa. Cuando se fue apagando se convirtió en una sonrisa en la que había, no obstante, un dejo de tristeza.
—Cuando paso por delante de allí, te veo tomando café y leyendo el periódico. Mi tío decía que formabas parte del mobiliario del bar.
—Casi —reconoció él.
Omayra sintió que debía aclarar el comentario.
—Lo decía con cariño, que te conste. Mi tío te respetaba mucho. A veces me hablaba de ti.
—Espero que no te contara nada malo.
—Todo lo contrario. Me decía que te has pateado el mundo. Que eres muy leído. Y que eres un tipo fajado, como los de antes, de los que se hacen respetar.
—Bueno, viendo cómo te manejaste antes con los de la tele, no tienes nada que envidiarme en ese sentido.
—Esos hijos de puta me ponen de los nervios. Se aprovechan de gente simple para buscar mierda y servírsela calentita a gente todavía más simple.
—Yo no lo hubiera descrito mejor.
Omayra aplastó su cigarrillo en el cenicero, expulsó la última bocanada de humo y continuó hablando.
—Yo sé que mi tío Jose Mari hacía sus chanchullos; y que se metió en más de un lío, pero era buena persona. No se merecía acabar así.
—Nadie se lo merece.
—Pero él menos que nadie —apostilló la chica, ahora ya sin sonrisa—. Lo mataron como a un perro. Y, por lo visto, no le robaron. Así que lo hicieron por odio, por venganza o por diversión.
—Eso ya se verá. La Policía.
—A la Policía no le interesa una mierda —apostrofó Omayra.
—Esa boquita, niña.
—Es la verdad, Monroy, tú sabes que o lo solucionan ahora que la cosa está en los papeles o se olvidan completamente. Cuando se olvide la noticia, nadie se va a preocupar de la suerte de un chorizo de segunda división.
Guardaron silencio durante un rato. Se dedicaron a tomar sus cafés, a fumar otro cigarrillo, a mirar a quienes entraban y salían de la cafetería.
—¿Vives en Schamann? —preguntó Monroy.
—A dos calles de mi tío.
—¿Y qué estudias?
—¿Por qué estás tan seguro de que estudio?
—Porque tienes la cabeza bien amueblada.
Omayra sonrió, halagada.
—Magisterio. Pero también trabajo, por las mañanas. Hago unas horitas en un bazar.
Monroy arqueó las cejas. Ella tomó nota de su sorpresa.
—No todas las pibas de barrio estamos esperando a que venga un tipo que nos deje preñadas. Algunas queremos salir de la rueda. No quiero verme a los cincuenta como mi madre, amarrada a un tío que no me quiere y con un hijo que no para de entrar y salir del Salto del Negro.
Monroy pensó en lo dura que debía de ser la vida para Omayra, en las experiencias que debía de haber tenido. Y en el ejercicio de control mental y el estoicismo que eran necesarios para hablar de esa manera acerca de tu propia familia.
—¿Qué edad tienes, Omayra?
—Dieciocho.
Monroy guardó silencio.
—Sé lo que estás pensando. Piensas que soy demasiado joven para ser tan bestia y hablar así, ¿verdad?
—No exactamente. Pienso que es una pena que la vida sea tan jodida que tengas que hablar así. Pero también que tienes unos ovarios del tamaño de una hormigonera y que tu tío debía de estar orgulloso.
—Lo estaba. Una vez, hace un par de años, me dijo que no se puede andar por la vida sin saber dónde está uno y sin saber quién es. Él era así. Te soltaba esas prendas y luego se quedaba tan fresco, como si no hubiera dicho nada. La pena es que yo era la única que lo apreciaba. Mi padre lo odiaba. A mi madre le daba vergüenza. Mi hermano pasaba de él.
La conversación había tomado un cariz amargo. A Monroy no le apetecía enterarse de todo aquello. No era asunto suyo. No le tocaba de cerca en absoluto. Había ido al velatorio por compromiso, porque, de alguna forma, sabía que se sentiría peor si no asistía. Sin embargo, aquella chiquilla le resultaba digna de atención y de respeto. Ese es el padre no realizado que hay en ti, se dijo, sentimental como una milonga, cutre como un geranio de plástico; tú tienes a tu propia hija y no la ves nunca; deja esta charla y mándate a mudar cagando leches.
Pero no lo hizo, permaneció allí, viendo cómo la chica, ahora de nuevo silenciosa, tragaba saliva y dejaba que las lágrimas, por primera vez en toda la tarde, afloraran de sus ojos vivos. Ya la hemos liado, se dijo Monroy. En algún momento, ella tosió y se las borró con las yemas de los dedos.
—Perdona.
—No hay nada que perdonar, niña.
Omayra se sonó con una servilleta de papel y sonrió, avergonzada. Después miró el reloj.
—Oye, voy a subir, a ver cómo sigue mi madre.
—Claro —dijo Monroy, levantándose—. Yo creo que voy a irme a casa ya. Tengo cosas que hacer.
La muchacha, también en pie, se acercó a él. Monroy notó que olía a algún tipo de perfume de vainilla.