Los tipos duros no leen poesía (21 page)

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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

BOOK: Los tipos duros no leen poesía
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Déniz no pudo reprimir una sonrisa.

—Dile de mi parte que se esté tranquilo, que está todo controlado.

42

C
uando Eladio Monroy despertó se quedó extrañado. Su último recuerdo era el techo de una ambulancia, un enfermero diciéndole que lo que acababa de inyectarle le aliviaría y le haría «echar una cabezada», mientras una marea de engrudo llegaba suavemente para cubrir techo de ambulancia y voz de enfermero.

Ahora le dolía todo el cuerpo, desde la pierna herida hasta la partida de nacimiento. Al abrir los ojos, vio un cielorraso pintado de color verde pálido, un televisor con un dispositivo de tarjeta de prepago. Un hospital, evidentemente.

No fue eso lo que le extrañó, sino la presencia de la chica. Estaba allí, sentada en una silla a la izquierda de la cama, de frente a él, con los ojos color café, tras las gafas de montura rosada recorriendo las páginas de un libro. Parecía totalmente inmersa en la lectura, así que aprovechó para observarla. No veía sus piernas, cruzadas en forma de loto sobre el borde de la silla y envueltas en una larga falda color violeta. La joven estaba echada hacia atrás para leer más cómodamente el libro que reposaba sobre su regazo. Le resultaba familiar, pero de manera lejana, como si la hubiera visto en fotos o se la hubiera cruzado alguna vez por la calle. Recordó, no supo exactamente por qué, a la camarera de una tetería que le había obsequiado con una galleta. Y luego recordó el momento en que la presencia de la muchacha de la tetería le había recordado a su hija. Pero, finalmente, reconoció a Omayra y la llamó por su nombre.

Ella se sobresaltó un instante, le miró y sonrió. Dejando el libro, vino a sentarse al borde de la cama.

—Omayra —repitió Monroy—. ¿Qué haces tú aquí?

—¿Cómo estás? —preguntó ella, ampliando la sonrisa. Parecía llevar bastante tiempo esperando a que se despertara.

—Molido. Pero ¿cómo es que estás aquí? ¿Quién?

—Llamé a tu móvil y lo cogió un policía amigo tuyo.

—Déniz.

—Ese mismo. Déniz. Me dijo lo que te había pasado.

—Joder con el puto Déniz de los huevos.

El rostro de ella se ensombreció, pero más con el gesto de quien ve a un niño hacer una gamberrada que con verdadera tristeza.

—¿Te molestó que viniera?

—Claro que no. Me molesta que te hayan preocupado sin necesidad.

—Pensé que si Bueno, pensé que si te habían hecho esto por mi culpa, lo mínimo era.

—No me lo hicieron por tu culpa —la interrumpió Monroy.

—Fui yo quien te pidió que.

—Créeme: no es culpa tuya. Tiene que ver con lo de tu tío, pero no es culpa tuya.

—Tu amigo no me explicó nada. Dijo que no podía.

—Y no puede, supongo.

—Entonces, ¿qué pasó con mi tío?

—Pasó que un abogaducho que se llamaba Alfredo Suárez Smith y una tía de perras, una tal Melania Escudero, tuvieron un enfrentamiento con él y lo mataron.

—¿Y crees que los van a coger? ¿O se van a ir de rositas?

Monroy pensó un momento y se preguntó hasta dónde podía contar. Solo después respondió:

—Ni una cosa ni la otra. Están muertos.

Los ojos de Omayra se abrieron como platos. Casi inmediatamente, miró a Monroy con una mezcla de compasión y simpatía. Él adivinó lo que pasaba por la cabeza de la chica.

—No te preocupes. No lo hice yo.

—Pero, todo eso, ¿por qué?

—Sobre eso no tengo ni idea, Omayra —mintió Monroy—. Lo único que sé es que tu tío se metió en tratos con esa gente y que algo se torció. No creo que pretendieran acabar con él. Seguramente, pelearon y la cosa se les fue de las manos. Pero eso es el cómo, no el porqué.

Guardó silencio. Se encontraba débil y algo mareado. Teniendo en cuenta sus circunstancias físicas, había hablado demasiado, demasiado deprisa y sobre cosas demasiado complicadas y ahora sintió un vahído, la misma fragilidad vertiginosa de una menopáusica que se fuma una caja de puros en plena crisis térmica. Cerró los ojos unos segundos y cuando volvió a abrirlos, Omayra continuaba lanzándole una mirada inquisitiva.

—¿No me vas a contar nada más?

—No. Ya sabes todo lo que necesitas saber. Esto es lo que hay.

—Pero si no fuiste tú, ¿quién mató a?

—Eso no es asunto tuyo —cortó él, cerrándose en banda y mirando hacia otro lado.

Omayra frunció el ceño y volvió a sentarse en la silla y dijo, como en un aparte teatral:

—No, si va a tener razón Gloria.

Ahora fue Monroy el sorprendido.

—¿Y tú de qué conoces a Gloria?

—Llevamos aquí juntas desde ayer. Una tía de puta madre.

—Esa boquita, niña.

Omayra se echó a reír.

Monroy sonrió (y comprobó que el labio continuaba doliéndole).

—Y, bueno, ¿qué es lo que dice Gloria?

—Que tienes la cabeza más dura que lo perros de la plaza de Santa Ana.

En ese momento entró Gloria, que volvía con dos cafés en vasos de cartón.

—Ya se despertó Mike Hammer —dijo, poniendo los vasos en la mesilla de noche y acercándose para poner una mano en la frente de Monroy, pero sin abandonar su gesto de reproche.

Omayra, por ignorancia generacional, se interesó por saber quién era Mike Hammer. Con los ojos clavados en los del convaleciente, Gloria dijo, con tono algo teatral:

—Era un detective de novela. Era duro como él solo. Un justiciero solitario que se enfrentaba a los malos a tiro limpio y siempre conseguía salir sin un solo rasguño. —Después adquirió un tono grave para añadir—: Pero, claro, la diferencia es que Mike Hammer era de papel y por eso no podían darle puñaladas. Y, si se las daban, nadie sufría ni tenía que cuidarlo en la clínica.

Monroy guardó silencio. Gloria no había retirado la mano ni había cambiado la expresión severa de su rostro. Probablemente, su cara reflejaba lo que pensaba y su mano lo que sentía.

—Tú no lo sabes —continuó diciéndole Gloria a Omayra—, pero no es la primera vez que este hombre me las hace pasar canutas.

Monroy se sintió molesto por el hecho de que se hablara de él como si no estuviera, pero decidió que, por una vez, se lo merecía, así que intentó ser cordial, al decir:

—Aunque también te hago pasar ratitos buenos, ¿no?

Gloria se rió y Omayra también, cuando captó el sentido de la broma.

—Eso cada vez menos, abuelo —dijo Gloria sin dejar de reír. De pronto, pareció recordar algo importante y cambió de tercio—. Bueno, los recados: Manolo te manda recuerdos. Dice que los de la Asamblea están flipando con todo esto.

—Se lo tienen que estar pasando pipa.

—Di que sí. También te manda un saludo la gente del Casablanca. El Chapi y Dudú me dijeron que vienen a verte esta tarde.

Monroy pensó que sería una buena oportunidad para conseguir que el Chapi le pintara de una vez la furgoneta como Dios manda.

—Matías dice que le debes un par de periódicos —continuó Gloria, alargando el brazo para coger algo que había sobre la mesilla de noche—. Y Déniz vino hace un par de horas y te dejó esto.

Era una tarjeta de visita del comisario, en el dorso de la cual, Déniz había anotado de su puño y letra un nombre y un número de teléfono móvil. Nada más.

—¿Y esto a qué viene? —preguntó Monroy, enarcando las cejas.

Gloria le miró con complicidad, como si ella también ignorara el motivo, pero estuviera de acuerdo con el tácito mensaje que Déniz parecía querer darle.

—No lo sé, Eladio —dijo mientras Monroy volvía a clavar la vista en la tarjeta—. Me dijo que habías hecho unas grabaciones y que, después de oírlas, pensó que esto te hacía falta.

Omayra los observaba con interés. Parecía haber estado presente también cuando Déniz había dejado allí aquella tarjeta y, por su gesto comprensivo, Monroy pensó que Gloria y ella debían de haber pasado mucho rato charlando. El ex marinero sintió algo de pudor y lo disimuló desviando la atención hacia el lomo del libro que Omayra continuaba teniendo entre las manos.

—¿Qué estás leyendo? —preguntó.


Los hombres que no amaban a las mujeres
.

—Joder, ese libro me persigue.

Epílogo

L
a detención de los tres sicarios y del patrón del
Buendía
fue el inicio de lo que dos meses más tarde saltaría a los medios de comunicación como
Operación Virrey
. Hubo suerte: el propietario legal del
Buendía
era el mismísimo Reinaldo Flores. Era un buen hilo del cual tirar, como más tarde le explicó Déniz.

Los mexicanos, en un coche alquilado, y después de errar el camino varias veces, habían logrado llegar al casco de Mogán, hacia las once de la noche. Pero al ver el movimiento de policías en toda la ladera del municipio en la que debía de estar la casa que buscaban, se alegraron de su desconocimiento del territorio, que les había evitado caer en aquella encerrona. Discretamente, dieron media vuelta y volvieron hacia la capital. Llegaron a la dársena cerca de la una de la madrugada y aparcaron cerca del centro comercial. Seguramente, tenían la intención de tomarse allí unas copas para celebrar que se habían librado por los pelos y para consolarse por no haber podido hacer su trabajo. No llegaron a entrar en el recinto. Y tampoco pudieron escapar de los viandantes, deportistas, mendigos y parejas dándose el lote que, de buenas a primeras, se convirtieron en agentes de Policía y les rodearon antes de que pudieran intentar huir o resistirse. En un instante, se vieron en el suelo, encañonados y a punto de ser esposados. Pérez, al cachear a uno de ellos, mostró una sonrisa de triunfo al palpar el duro bulto de un revólver. Se la habían jugado al echarse sobre ellos de aquella forma careciendo de orden judicial, pero, finalmente, habían encontrado ya un buen motivo para detenerles.

Las respectivas investigaciones sobre las muertes de Weinberg, José María Pérez, alias el Ministro, y Laura Jordán dieron nuevos giros. La UDYCO tomó cartas en el asunto y, finalmente, las audiencias provinciales se inhibieron en favor de la Audiencia Nacional. Durante varias semanas, se sucedieron por todo el país las pesquisas, los dispositivos de vigilancia, las detenciones.

Cuando la UDYCO se presentó en las propiedades de Reinaldo Flores en Málaga, este ya no se encontraba en España. Había salido del país unas horas después de enterarse de la detención de su gente en Canarias.

Un día de finales de octubre, los empleados de WHQ llegaron a trabajar y se encontraron con que sus oficinas estaban ocupadas por un nutrido grupo de agentes que precintaban y se llevaban archivadores, cajones y ordenadores. Tardarían poco en enterarse de que Quiroga se había hecho humo dos días antes. Su mujer decía desconocer su paradero. Una alerta de Interpol permitió localizarle en un hotel de Guatemala, desde donde estaba a punto de cruzar a Belice. Pero cuando, a petición de la española, la Policía Nacional Civil de Guatemala entró en la habitación para detenerle, se encontró con su cadáver, horriblemente mutilado. Entre otras cosas, antes de degollarlo, le habían amputado ambas manos y los testículos. Las manos no estaban allí y jamás fueron encontradas. Sus testículos, en cambio, sí aparecieron: en el interior de su boca.

New Ideas y Garden Sibelius fueron otras dos de las muchas empresas que luego serían investigadas a fondo. Santos no intentó huir. Confiaba en sus influencias. Sabía que la única posibilidad que tenía de capear todo aquel temporal era mantener su imagen. Si lo conseguía y tenía suerte en los tribunales (y el bufete de abogados al que había contratado era de los que solían
tener suerte
), quizá las cosas llegaran a buen puerto. Al regresar a casa, en libertad bajo fianza, tras su primera detención cautelar, consiguió pasar entre los periodistas sin hacer declaraciones y se permitió estar un rato en compañía de su mujer. Luego se encerró en su despacho y telefoneó a la oficina de Diego. Su secretaria le informó, con tono excesivamente cordial, de que no estaba. Por supuesto, mentía. Lo intentó en el móvil. El teléfono dio la llamada una y otra vez, pero nadie respondió. Notó el pulso, tenso, en sus sienes. No podía ser que le dieran la espalda. Volvió a marcar el número del móvil de Diego y una voz automática le informó de que el móvil del abonado estaba apagado o fuera de cobertura.

La
Operación Virrey
había arrojado ya, en solo dos meses, un botín de al menos 210 millones de euros, entre propiedades inmobiliarias, vehículos, sociedades mercantiles y activos de cuentas bancarias de testaferros, todo ello repartido entre Las Palmas de Gran Canaria, Madrid, Málaga, México, Panamá y Belice. El dinero provenía de todo tipo de actividades ilegales, pero sobre todo del narcotráfico. Las idas y venidas del capital de un sitio a otro hacían que rastrear la procedencia original fuera un trabajo de neurocirujanos. El dinero no tiene memoria y cuando ha pasado ya por un par de sesiones de maquillaje, es muy difícil saber de dónde proviene.

* * *

—Todavía están saliendo empresas, testaferros y chanchullos de debajo de las piedras. Pero todo empezó gracias a lo de aquí. Los de la UDYCO me han enviado hasta una carta de felicitación. ¿Qué te parece? —preguntó Déniz, arqueando las cejas y esperando, al parecer, una respuesta por parte de Monroy, que permaneció inmutable.

Estaban en una cafetería cercana al edificio de los juzgados. Aún tendría que esperar unos días para conocer la sentencia, pero Monroy estaba seguro de que saldría bien parado. No todos los acusados de homicidio involuntario tienen a un sargento de la Policía Local, a un comisario de la Nacional y a un fiscal como testigos. Eso se lo había hecho notar Feluco Bosch (que estaba llevando el asunto con su eficacia habitual) antes de despedirles en la puerta de la Audiencia. A Déniz le había costado Dios y ayuda que Monroy no saliera en los papeles relacionado con toda aquella trama, pero lo había conseguido y, por eso, al acabar la vista, habían podido permitirse venir tranquilamente a tomar un café y charlar. Sentado frente al comisario, Monroy jugaba con la empuñadura de su muleta, mientras le escuchaba contar todos aquellos pormenores.

—Y todo esto gracias a que eres un jodido cabezudo. Si es que deberías haberte hecho policía, coño —concluyó el comisario.

—Oye, sin faltar —protestó Monroy.

—Hombre, lo de cabezudo te lo digo con cariño.

—Yo me refería a lo de hacerme policía.

Déniz le rió el chiste. Monroy, en cambio, mantuvo su seriedad y el otro pensó que estaba preocupado por el resultado del juicio.

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