—¿Crees que no te voy a matar, imbécil? ¿Crees que no? Mira.
De pronto, el sonido de un disparo sirvió de eco al imperativo del hombre grande. Monroy se negó a mirar hacia allá, pero sintió cómo el cadáver de Melania Escudero se desplomaba hacia delante y caía de bruces sobre todo aquel desorden.
—Última oportunidad —dijo el hombre grande apoyándole el cañón de la pistola en la frente.
Eladio Monroy, entonces, se señaló la sien.
—Está aquí —dijo—. Dame un papel y te lo apunto.
—¿Lo memorizaste?
Volvió a asentir y, poniéndose en cuclillas, sacó el bolígrafo que siempre llevaba por si acaso.
El hombre grande buscó con la mirada por la estancia y encontró un revistero. De él sacó un periódico y se lo entregó a Monroy. Monroy, así, acuclillado, escribió lentamente: ITIBBZ. Después comenzó a añadir la larga serie de números. De vez en cuando, paraba y alzaba la vista hacia el hombre grande. Evidentemente, hacía memoria. Este le alentaba con la mirada. La tercera o cuarta vez que lo hizo, el hombre grande le dijo con amabilidad:
—¿Prefieres sentarte en el sillón? ¿Te ayudo?
Monroy sabía que, por bien que le hubiera caído, el hombre grande le pegaría un tiro justo después de que anotara el último carácter. Sabía que le había visto matar a dos personas. Sabía que le había causado demasiadas complicaciones como para que le permitiera salir indemne. Y sospechaba que esos eran los últimos movimientos que hacía en su vida. Por eso decidió no malgastar las fuerzas que le quedaban esforzándose en hacerlo él solo, únicamente por orgullo.
—Si me haces el favor —dijo con humildad desacostumbrada.
El hombre grande se propuso alzarle por los hombros. La pistola le estorbaba, así que se la encajó en el cinturón.
Y ese fue el movimiento que no debió de haber hecho jamás. Lo supo cuando Eladio Monroy hundió con todas sus fuerzas el bolígrafo en su entrepierna. De abajo arriba, con toda la energía que quedaba en sus maltrechas piernas, se levantó y empujó hacia delante. No te pares, no te pares ahora, se decía mientras el dolor del muslo le reventaba el alma a cada paso. Pero el hombre grande cedía hacia atrás, mientras gemía de dolor, dándole brutales golpes en la espalda, al mismo tiempo que sentía el maldito bolígrafo retorcerse como un alfanje de fuego dentro de su organismo. No te pares, sigue empujando, seguía diciéndose Monroy. El hombre grande retrocedía, empujado por el ex marinero, que continuaba echándose sobre él y utilizando el peso de ambos para hacerle trastabillar. Para evitarlo, el hombre grande daba pasos hacia atrás, pero Monroy no dejaba de avanzar. Así continuaron hasta que el hombre grande notó algo duro a la altura de los muslos y, más allá de él, a la altura de su espalda, sintió el aire de la noche, la más completa y absoluta nada, el vacío que le esperaba. En el último momento, intentó asirse a los bastidores, pero el ventanal era demasiado amplio y no logró abarcar todo el ancho. Monroy no utilizó toda su fuerza restante para embestir, sino que, echándose hacia atrás en un movimiento en el que había más pánico que rabia, alzó al hombre grande sobre el marco y lo soltó al notar que el otro perdía el equilibrio. Escuchó el grito del hombre durante la breve caída, un golpe seco, el chapoteo cuando se sumergió en la piscina. Al asomarse, vio el cuerpo inerte, seguramente ya sin vida, flotando en medio del agua cristalina que comenzaba a macularse con la sangre que brotaba de su entrepierna y de su cabeza. Un hilo muy fino surgía del interior de su oído. El borde de piedra más cercano a la casa presentaba también la huella escarlata del impacto de la cabeza del hombre grande al estrellarse contra él.
Monroy se desplomó. Luego, apoyándose en la pared, logró levantarse y llegar nuevamente al centro del salón, donde estaban los cadáveres de Melania Escudero y Suárez Smith. El de ella había quedado en el suelo, boca abajo, en un charco de sangre. Justo al lado, estaba la bandolera. Sacó de ella la grabadora, que había accionado la primera vez que había simulado coger el móvil. Comprobó que aún funcionaba y que lo había estado haciendo todo el rato. Luego fue al dormitorio de Melania y entró en el cuarto de baño, esperando encontrar algo que pudiera servirle para hacerse un torniquete.
Y
esto es lo que hay, mi querido comisario y, sin embargo, amigo. Supongo que las grabaciones no van a servir como prueba, pero por lo menos te van a guiar un poco. Ya sabes: hay que investigar a Weinberg, a Hossman, a Quiroga, al Indio y a Santos. Por cierto, este trabaja habitualmente para cierto partido que tú y yo conocemos. No sé si te dejaran investigar eso. Por si te quedan dudas, te lo explico rapidito. Hossman, Weinberg y Quiroga (este hijo de puta tiene que estar camino del aeropuerto, si no se lo han cargado ya), tenían una lavandería que se llamaba WHQ. La pasta venía de México, la metían en la empresa de Santos y la hija del Indio, y de ahí iba a WHQ. Estos invertían en todo tipo de negocios, además de depositar pasta en cuentas de testaferros en unos cuantos paraísos fiscales, como Belice y, seguramente, Panamá. Cuando volvía de allá, estaba limpia como una patena. Los testaferros y los lavanderos se quedaban con los intereses. Todos menos el tal Hossman, que decidió quedarse con un plus y fue el que montó todo este lío de mil pares de huevos por el que yo cuento ya seis muertos. Eso, sin contar conmigo No sé si el tipo que está flotando en la piscina fue el que se cargó a Weinberg. No creo. Seguramente fueron los que vinieron hoy en barco. Lo que sí está claro es que al Ministro y a Laura Jordán no los mató ningún sicario. Por si no te queda claro por las otras grabaciones, a José María lo mataron Melania Escudero y Alfredo Suárez Smith. A Laura, Melania solita. Nada de violencia de género, a no ser que el género sea el de la tragedia. A ellos les pegó un tiro el de la piscina, pero la pistola era la del mismísimo Suárez Smith y fue la que se utilizó en los otros dos crímenes. También tiene mis huellas, porque se la quité a él
. Volvió a parar la grabadora y meditó un momento antes de seguir adelante.
El de la piscina iba a pegarme un tiro. Nos peleamos, le clavé un bolígrafo en los huevos y conseguí empujarlo por la ventana. Al caer, se golpeó la cabeza. No sé si murió del golpe o si se quedó sin sentido y se ahogó. Pero tengo la pierna hecha mierda, así que no estoy para bajar a averiguarlo. No sé qué más añadir. Ah, sí. ITIBBZ son las siglas del Industrial and Trade International Bank of Belize. Por mis cuentas tiene que haber, mínimo, unos cuantos millones, porque, si no, no me explico toda esta mierda Estoy medio desmayado. A lo mejor me muero antes de que lleguen los mexicanos. En todo caso, ni estoy para conducir ni para saltar la tapia, ni para bajar las escaleras. He pensado que lo mejor va a ser intentar esconderme. Puede que en esta choza haya un cuarto de lavadoras o una cabaña para los esclavos. Intentaré llegar hasta donde sea, pero la putada es que sigo chorreando sangre y eso deja un rastro de cojones. Otra posibilidad es hacerme el muerto. Quién sabe, a lo mejor voy y me lo hago desde el método
. Se le escapó la risa ante su propia broma macabra. Pero la carcajada acabó en un golpe de tos que hizo que las magulladuras del riñón y de la cabeza le dolieran todavía más.
Ahora hablando en serio: necesito un par de favores. Para empezar, dile a Gloria que estos años fueron cojonudos, que le debo más de un buen ratito, aunque se empeñara en que leyera libros infumables. Y busca a mi hija Paula. Intenta convencerla de que no fui tan mala gente. Que todos los días me acordaba de ella. Déjale claro que yo nunca quise alejarme, pero que la cosa no estaba para acercarme demasiado
.
Monroy sintió pudor. Se sentía ridículo. Aquello de ponerse solemne no iba con él, pero se sentía en la obligación de atar cabos. Y en su vida había muchos cabos sueltos. A veces le daba la impresión de que más que vivir la vida, se había dejado vivir por ella, sin tomar, realmente, decisión alguna. Pero sabía que esa impresión estaba dictada por la mala fe. Siempre se puede elegir. Si había elegido mal (o si se había negado a elegir), la culpa era única y exclusivamente suya. No iba a poder arreglarlo con aquella especie de testamento, que estaba dictado más bien por fidelidad a los viejos ritos, a las tradicionales ceremonias de la muerte.
Miró al otro extremo de la estancia, a los cadáveres que habían quedado en posiciones ridículas. Ellos no habían tenido oportunidad de hacer testamento.
En fin, Déniz, ya vale, que nos vamos a poner sentimentales. Si todo sale como yo creo que va a salir, acuérdate de
En ese instante, escuchó el ruido de un motor acercándose y paró la grabación.
Se había dejado llevar por el melodrama y no había buscado un lugar para esconder la grabadora ni, mucho peor, para esconderse él. No le quedaba tiempo para pensar, así que, simplemente, improvisó.
Saltando sobre la pierna sana, llegó hasta el sofá y empujó la grabadora debajo. Después cogió el cuchillo y se situó, saltando de nuevo sobre la pierna sana, en un lateral derecho de la escalera. Tardó bastante en llegar.
Si al menos hubiera tenido a mano la pistola, hubiese contado con una posibilidad. Examinó el cuchillo, aún manchado con su propia sangre, que había comenzado a coagularse sobre el acero. Era un buen cuchillo, de unos diez centímetros de largo, parecido al que él mismo utilizaba para cortar carne y verduras en su cocina (de la cual, en ese instante, sintió nostalgia), pero mucho más caro y mejor afilado. Podría dar con él un buen tajo, semejante al que le habían propinado a él. Pero solo uno.
Se tumbó y escuchó. El coche se había parado ya ante la tapia. Quienquiera que fuese la estaba saltando. Volvió a pensar en esconderse o en hacerse el muerto. Pero su cuerpo había decidido por él. Desde donde estaba, vería la cabeza de quien fuese antes de que le viesen a él y, si tenía suerte y venían por su lado, quizá le fuera posible propinar la cuchillada por entre los barrotes de la barandilla antes de que le pegaran un tiro. Ya que lo iban a matar, no moriría como un perro, intentando esconderse. Moriría matando.
Escuchó los pasos abajo. Uno, dos, quizá tres hombres. Se movían lentamente, con sigilo. Les imaginó con armas de fuego preparadas para apuntar y hacer blanco en cuanto vieran moverse a alguien. Ahora debían de estar inspeccionando toda la planta baja.
Escuchó ahora los pasos en el nacimiento de las escaleras. Uno iba delante, por el lado cercano a él. Los otros dos, cada uno por un lado. El de enfrente sería el que le mataría. Vio surgir, casi al mismo tiempo, una cabeza de pelo negro y el cañón de un revólver. El hombre, seguramente joven, lo empuñaba a la altura de la sien. Decidió esperar a ver algo más. El hombre siguió ascendiendo, lentamente, paso a paso. Le daba la espalda. El cuello de su camisa era azul eléctrico. Y vio algo negro a la altura del hombro. Lo que había allí no era un sicario, sino un Policía Local del Municipio de Mogán. Soltó el cuchillo y dio un suspiro de alivio.
Casi al mismo tiempo, un concierto de sirenas invadió el valle.
D
éniz no había perdido el tiempo, y aunque a Monroy le pareciera una eternidad, había actuado a velocidad de vértigo y con una eficiencia casi inédita en él. Antes de salir de casa, había comenzado por telefonear a Carmelo Sánchez, un amigo suyo que era sargento de la Policía Local de Mogán y resumirle el asunto refiriéndose a Monroy como «un hermano». Según contó luego el comisario, el hombre estaba en Arguineguín, viendo el partido de fútbol con sus nietos por televisión, pero enseguida movilizó a una patrulla y se puso él mismo en marcha, ya que, como declaró antes de colgar el teléfono, «si es hermano tuyo, es hermano mío». El puesto de la Guardia Civil de Arguineguín estaba relativamente cerca, pero Déniz no contaba con ningún conocido allí para explicarle la delicada situación legal de Monroy, así que, a la larga, podía ocasionarle muchos perjuicios. Por tanto, eligió telefonear al comisario de Maspalomas. Para finalizar, subió a su coche y arrancó rumbo a Mogán, con el manos libres conectado.
Por el camino, tuvo un toque de genialidad y telefoneó a su gente. Les ordenó contactar con la Autoridad Portuaria y averiguar si durante la tarde había llegado al Muelle Deportivo una embarcación de recreo, probablemente española, con tripulantes mexicanos. De ser así, debían montar un operativo discreto pero minucioso, sin escatimar en medios y número de agentes. Probablemente eran muy violentos y entraba en lo posible que estuvieran armados.
Mientras Déniz se dirigía al sur, fue recibiendo llamadas que le iban poniendo al día de cómo se iba moviendo el asunto. La primera tuvo lugar desde el Muelle. Alonso y Pérez, que veían el partido en comisaría, solo habían tenido que cruzar la avenida y estaban ya con la Policía Portuaria. Fue Pérez quien le informó. A las ocho y media había atracado una embarcación de recreo de 30 metros de eslora, el
Buendía
. El patrón estaba en el barco, pero, según sus averiguaciones, habían llegado al menos otros tres hombres con él.
—Ese tiene que ser el nuestro —dijo Déniz, mas para sí que para el agente—. Monten el operativo de tal forma que, si vuelven ahí, puedan entrar, pero no volver a salir. Me da la impresión de que, después del registro, van a comisaría. Pero sean muy discretos.
—De acuerdo, jefe. Haremos lo habitual: gente haciendo footing, parejitas paseando y algún mendigo.
—Lo que le parezca mejor. Pero tengan mucho cuidado. Otra cosa. En cuanto lleguen refuerzos, quédese usted ahí y que Alonso intente localizar al juez. No sé quién está de guardia, pero que le solicite una orden de entrada y registro, por si las moscas.
Unos minutos después, le telefoneó Carmelo Sánchez. Dos patrullas estaban ya en la casa y él mismo estaba a punto de llegar. Había tres cadáveres: el de la dueña de la casa y los de dos hombres desconocidos. También había un herido grave.
Déniz cortó, esperando que Monroy hubiera tenido tiempo de irse o que, al menos, no fuera uno de los fallecidos. Había pasado ya Puerto Rico cuando su amigo de Mogán volvió a llamarle.
—Ya tenemos identificado al herido. Es Monroy —Déniz dio un suspiro e, inconscientemente, desaceleró—. Lo más grave es una puñalada en la pierna. Lo están atendiendo los de la ambulancia.
—Cuídamelo, Carmelo.
—Los de la ambulancia lo están intentando. Pero el tipo no se está quieto. Me dijo que había no sé qué debajo del sillón y no hace más que preguntar por unos mexicanos.