Lyonesse - 2 - La perla verde (25 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 2 - La perla verde
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El rey Casmir se rascó la nariz.

—No di a Shalles oro para Torqual. No lo pidió… ¿Para qué necesita el oro?

—No me lo ha confiado.

—¿Y tú trabajas con él?

—En efecto. El nuevo rey ha prohibido que los hombres peleen y lleven a cabo justa venganza. Pero ¿ves lo que me ha hecho Elphin de Floon? Aillas y su ley me importan un bledo. En cuanto haya terminado con Elphin de Floon, Aillas puede hacer de mí lo que quiera.

—¿Y qué tiene que ver eso con Torqual?

—Somos renegados. Recorremos los brezales como una manada de lobos. No hace mucho encontramos una guarida adonde nadie puede perseguirnos, y ahora necesitamos oro para acondicionar el refugio y comprar provisiones, pues resulta más fácil comprarlas que robarlas.

—¿Cuánto oro necesitas?

—Cien coronas.

—¿Qué? ¿Pensáis alimentaros de verderoles y miel de jazmines? Te daré cuarenta coronas de oro; debéis comer potaje de cebada y beber leche de oveja.

—He de aceptar lo que me des.

El rey Casmir se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—¡Dominic!

El guardia que custodiaba la puerta se asomó.

—¿Majestad?

—Tengo una misión peligrosa para un hombre valiente.

—Majestad, yo soy el hombre que buscas.

—Prepárate, entonces. Debes ir al norte con un saco de oro, y luego me dirás a quién lo has entregado. Este caballero, cuyo nombre ignoro, te guiará.

—Así se hará, majestad.

IX
1

El castillo Clarrie se erguía en una de las zonas más remotas de Ulflandia del Sur, a treinta kilómetros de la frontera de Ulflandia del Norte y casi al pie de los Cortanubes, tres desolados picos del Teach tac Teach.

El amo del castillo Clarrie y de las tierras circundantes era el señor Loftus, uno de los barones que más se resistía al gobierno del nuevo rey. Basaba su intransigencia en los datos de la historia reciente, es decir, las incursiones de los esclavistas ska. Estos episodios habían disminuido con los años, pero partidas de ska aún recorrían la Carretera Alta con propósitos indeterminados.

Además, había entre los vecinos de Loftus personas como Mott de Motterby y Elphin de Floon, tan recalcitrantes como él, y muchos pertenecían a un clan hostil.

El enemigo tradicional del castillo Clarrie había sido durante muchos años la familia Gosse de Fian Gosse, un castillo situado en un valle a treinta kilómetros de Clarrie. Al contrario que Loftus, el joven señor Bodwy había decidido respaldar al rey Aillas en todos sus decretos, con la esperanza de terminar la sangrienta reyerta que había acabado con su padre, sus tíos, su abuelo y con muchos otros parientes en el pasado.

En el cónclave de Doun Darric, Bodwy había hablado con Loftus de Clarrie para manifestar su esperanza de que aumentara la confianza y la cordialidad entre ambas casas, y había comprometido todos sus esfuerzos para propiciar la conciliación, afirmando que una hostilidad perpetua no favorecía los intereses de nadie.

Loftus había respondido secamente, declarando que no volvería a atacar a los Gosse.

Por tanto, un mes después, Bodwy se sorprendió al oír estas palabras de su pastor Sturdevant:

—Lucían el color verde y las charreteras de Clarrie; eran cuatro, aunque yo no conocía a ninguno de vista. Aun así, trataron con insolencia y crueldad a tu hermoso toro Negro Butz, y se lo llevaron hacia Clarrie al galope, con una cadena sujeta a la argolla de la nariz.

Sin demora, Bodwy se dirigió con Sturdevant hacia el castillo Clarrie, adonde durante un siglo ningún miembro de la familia Gosse había ido en paz. Loftus lo recibió con amabilidad, y Bodwy examinó el gran salón del castillo con curiosidad. Manifestó su admiración por un fino tapiz.

—Ojalá éste fuera mi único motivo para venir —manifestó Bodwy—. En realidad, estoy buscando a mi toro Negro Butz. Sturdevant, cuenta tu historia.

—Señor —intervino Sturdevant—, para ser breve, ayer cuatro hombres con la indumentaria verde de Clarrie se llevaron a Negro Butz de sus pasturas.

—¿Qué? —exclamó Loftus con expresión altiva—. ¿Ahora, a pesar de todo, me acusas de robar tu ganado?

—¡En absoluto! —declaró Bodwy—. Te respeto demasiado para eso. Pero convendrás en que las circunstancias son sospechosas. Sturdevant vio el verde de Clarrie en hombres que no consiguió identificar. Las huellas llevan a tus tierras, pero terminan en el río Swirling.

—Eres libre de registrar mis propiedades —declaró Loftus con voz glacial—. Interrogaré de inmediato a mis pastores.

—Loftus, estoy menos ansioso de encontrar a Negro Butz que de averiguar los motivos de esta extraña acción, y de saber quiénes fueron.

A pesar de muchas cualidades admirables, Loftus carecía de capacidad para adaptarse a ideas nuevas y poco claras. Habían robado el toro de Bodwy, y éste había venido a verlo: la deducción era manifiesta. Bodwy lo consideraba un cuatrero, aunque hipócritamente sostuviera lo contrario.

Loftus quedó bastante desconcertado cuando descubrieron a Negro Butz en un pesebre de su establo, sacrificado y descuartizado.

El perplejo Loftus al fin atinó a hablar. Llamó al mayordomo y ordenó que se entregaran cinco florines de plata a Bodwy, aunque negó toda responsabilidad personal por el acto. Bodwy rehusó el dinero.

—Es evidente que no eres culpable y no puedo aceptar tu dinero. En cambio enviaré un carro a buscar el animal, que mañana crujirá y siseará en el asador —Impulsado por la generosidad, añadió—. Tal vez tú y otros de tu morada deseen visitar Fian Gosse para participar en el banquete. Este extraño acontecimiento podría tener un efecto contrario al que se buscaba.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿Recuerdas a Shalles, ese presunto caballero de Dahaut, que sin duda era un agente de Lyonesse?

—Recuerdo a Shalles. Su asociación con el rey Casmir no me resulta tan obvia.

—Se trata, desde luego, de una teoría. También tengo la teoría de que Shalles no era el único agente aquí.

Loftus sacudió la cabeza desconcertado.

—Haré averiguaciones. Gracias por tu invitación, pero ante las circunstancias, cuando todavía soy blanco de sospechas, temo que debo rehusar.

—¡Loftus, apostaría todas mis pertenencias a que no eres culpable de este episodio! Reitero mi invitación: que el pobre Negro Butz, quien murió de manera innoble, preste al menos un valioso y postrer servicio a nuestras casas.

Loftus era muy obstinado; una vez que hablaba, consideraba que su palabra era irrevocable, para que nunca lo acusaran de inconstancia.

—Excúsame, Bodwy, pero estaré incómodo hasta que se haya aclarado este misterio.

Bodwy regresó a Fian Gosse. Transcurrieron cinco días. Por entonces un pegulajero fue a verlo con noticias desastrosas. Catorce de las mejores reses de Loftus habían sido robadas durante la noche, y arreadas hacia el sur. Los pegulajeros habían identificado a los ladrones como pastores de Fian Gosse, por su actitud furtiva, y porque nadie más cometería semejante acto.

Faltaban aún noticias peores. Slevan Wilding, sobrino de Loftus, había seguido las huellas hasta las tierras de los Gosse. En un sitio llamado Cerro Hierro, tres hombres ataviados con la librea de Fian Gosse arrojaron una andanada de tres flechas. Herido tres veces, en el corazón, el cuello y el ojo, Slevan Wilding había caído muerto sobre sus propias huellas. Sus camaradas habían perseguido a los culpables, quienes lograron escapar.

Loftus, al enterarse de la emboscada y examinar las flechas, alzó los puños al cielo y envió a sus jinetes por los brezales y hacia los valles remotos para convocar a los caballeros del clan Wilding al castillo Clarrie. Con ley del rey o sin ella, se proponía vengar la muerte de Slevan Wilding y castigar a quienes le habían robado las reses.

Bodwy envió mensajeros a Doun Darric y preparó Fian Gosse para resistir el asalto y el sitio.

Los mensajeros entraron en Doun Darric al mediodía, montados en caballos agonizantes. Por fortuna, un batallón de doscientos jinetes estaba preparado para cabalgar rumbo a la frontera de Ulflandia del Norte para realizar maniobras. Aillas cambió las órdenes para que se dirigieran deprisa a Fian Gosse.

La tropa cabalgó toda la tarde, se detuvo al caer el sol para descansar una hora y reanudó la marcha a la luz de la luna llena: por el brezal de Bruden, la Carretera del Río Werling hasta el Brezal del Muerto, y luego hacia el nordeste. A medianoche arreció el viento y las nubes ocultaron la luna; había peligro de precipitarse en una ciénaga o un barranco, y la tropa buscó refugio en un bosquecillo de alerces, para apiñarse alrededor de fogatas humeantes.

La marcha se reanudó al amanecer, a pesar del fuerte viento y las ráfagas de fría lluvia. Con capas ondeantes, las tropas avanzaron por el brezal Murdoch Azul, y galoparon bajo nubarrones grises por el camino. Dos horas después del mediodía llegaron a Fian Gosse, cuando hacía apenas una hora que Loftus y los suyos, en número de cien, sitiaban el lugar. Por el momento se habían agrupado fuera del alcance de las flechas enemigas para construir escaleras: allí serían particularmente útiles, pues las murallas de Fian Gosse eran bajas y había pocos defensores. Loftus pensaba que el lugar caería ante el primer embate, el cual se proponía dirigir a la luz de la luna.

La aparición de las tropas del rey, y del rey mismo, frustró sus planes, y al instante conoció la amargura de la derrota completa. Si ahora corría sangre, los Wilding aportarían el torrente más abundante. Se preguntó qué debía hacer. ¿Retirarse? ¿Luchar? ¿Parlamentar? No lograba ver nada salvo la humillación.

Loftus enfrentó las tropas del rey con altiva pesadumbre, el yelmo echado hacia atrás, las manos en la empuñadura de la espada, la punta clavada en la hierba a sus pies.

Un heraldo se adelantó, se apeó con elegancia y se dirigió a Loftus.

—Señor, hablo con la voz del rey Aillas. Te ordena que envaines la espada, te acerques y expliques por qué estás aquí. ¿Qué mensaje he de llevar al rey Aillas?

Loftus no respondió. Envainó furiosamente la espada y echó a andar. Aillas desmontó del caballo y lo esperó. Los ojos de todos los presentes —el clan de Wilding, los defensores de Fian Gosse, las tropas reales— seguían cada paso.

El rastrillo de Fian Gosse subió rechinando, y el señor Bodwy, con tres acompañantes, salió y se acercó también al rey Aillas.

Loftus se detuvo a tres metros de Aillas. Bodwy se acercó en silencio.

—Entrega tu espada a Glyn —ordenó Aillas—. Estás arrestado, y te acuso de conspiración para efectuar un asalto ilegal y cometer actos de violencia sanguinaria.

Loftus entregó la espada sin decir palabra.

—Escucharé tu alegato —dijo Aillas.

Loftus habló, y luego Bodwy, y así sucesivamente, hasta que se contó toda la historia.

Aillas habló con voz más desdeñosa que ruda:

—Loftus, eres obstinado, soberbio e inflexible. No pareces cruel ni perverso, sólo impulsivo hasta el extremo de la tontería. ¿Comprendes cuánta suerte has tenido de que yo llegara antes de que se hubiera derramado sangre? Si se hubiera perdido una sola vida, te habría considerado culpable de homicidio; te habría colgado de inmediato y después habría reducido tu castillo a un montón de escombros.

—¡Se ha derramado la sangre de mi sobrino Slevan! ¿A quién colgarás por ese crimen?

—¿Quién es el asesino?

—Uno de los Gosse.

—¡No! —exclamó Bodwy—. ¡No soy tan tonto!

—Exacto —rumió Aillas—. Sólo a alguien tan neciamente apasionado como tú se le escaparía el propósito de este crimen, que estaba destinado a provocar una reyerta entre vosotros y a causarme problemas. Me has puesto en un difícil trance, y ahora debo recorrer un delicado sendero entre la sabiduría y la ciega justicia, pues no quiero castigar la simple necedad. Además, Pirmence te considera inocente de encarcelamientos y torturas, lo cual te favorece en gran medida. Pues bien: ¿qué garantías ofreces de que nunca más tomarás las armas para hacer justicia por tu propia mano, salvo en defensa propia, o al servicio del rey?

—¿Qué garantías ofrece Bodwy de que no me robará más reses? —barbotó Loftus.

Bodwy soltó una risilla divertida.

—¿Tú robaste mi toro Negro Butz?

—No. Jamás haría tal cosa.

—Tampoco yo robaría tu ganado.

Loftus miró hacia las colinas con mal ceño.

—¿Afirmas que todo esto es un truco?

—¡Peor, mucho peor! —exclamó Bodwy—. Alguien planeó que tú sitiaras y destruyeras Fian Gosse y luego sufrieras las consecuencias, para perjuicio mío, tuyo, del rey Aillas y de toda la región.

—Veo adonde va tu razonamiento. ¡Sólo un loco podría concebir un plan tan artero!

—No un loco —dijo Aillas—. A menos que Torqual lo esté.

Loftus parpadeó.

—¿Torqual? ¡Es un renegado!

—Al servicio de Lyonesse. ¡Decídete, Loftus! ¿Cómo me garantizas que en el futuro te mantendrás fiel, leal y obediente a las leyes del país?

Torpemente, Loftus se arrodilló y se puso al servicio del rey, jurando por su honor y la reputación de su casa.

—Eso será suficiente —declaró Aillas—; Bodwy, ¿qué dices tú?

—No tengo denuncias que hacer, siempre que terminen las disputas entre los Wilding y los Gosse.

—Muy bien, así sea. Glyn, devuelve al señor Loftus su espada.

Demasiado conmovido para hablar, Loftus envainó la espada.

—Nuestro enemigo es Torqual —manifestó Aillas—. Se esconde en Ulflandia del Norte y viene aquí a perpetrar actos oscuros. No me cabe duda de que en este mismo instante nos está observando desde la montaña o el bosque. Os pido que averigüéis sobre él cuanto esté a vuestro alcance. En la actualidad no podemos adentrarnos en Ulflandia del Norte sin provocar a los ska, para lo cual aún no estamos preparados. Sin embargo, tarde o temprano repararán en nosotros. Y dudo que les importen nuestros intereses.

»Mientras tanto, ordenad a vuestros arrieros y pastores que vigilen los brezales. Sea hombre, mujer o niño, quienquiera que ayude a capturar a Torqual tiene la fortuna garantizada. Divulgadlo, por favor. También advertid a vuestra gente acerca de Torqual y sus trucos.

»Ahora, Loftus, no puedo dejarte libre sin más, pues perdería mi reputación. Primero estarás a prueba durante cinco años. Segundo, te multo con veinte coronas de oro, que pagarás al erario real. Tercero, debes presidir un festival de amistad entre vuestros clanes, en el cual nadie llevará armas, y sólo se pronunciarán palabras afables. Que haya música y danza, y que se ponga fin al derramamiento de sangre entre vecinos.

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