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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Malas artes (13 page)

BOOK: Malas artes
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—Fue muerta por arma blanca anoche, señor. Sabré la hora con más exactitud cuando el doctor Rizzardi me dé su informe.

—¿Tenía novio? —preguntó Patta.

—No, señor; por lo menos, que supieran la dueña de la casa o su compañera de piso —respondió Brunetti sosegadamente.

—¿Ha excluido ya la posibilidad del robo? —preguntó Patta, sorprendiendo a Brunetti con la sugerencia de que no deseaba atribuir la muerte a la causa más evidente.

—No, señor.

—¿Qué es lo que ha hecho? —preguntó Patta, no sin poner énfasis en la última palabra.

Brunetti, considerando que hechos e intenciones eran equivalentes, por lo menos, al hablar con un superior, respondió:

—Tengo a hombres interrogando a los vecinos, sobre si vieron algo anoche; la
signorina
Elettra está comprobando el registro de llamadas del apartamento; ya he interrogado a la compañera de piso, aunque estaba todavía muy trastornada para ser de gran ayuda. Y también hemos empezado a preguntar a sus compañeros de universidad. —Brunetti esperaba poder poner en marcha todas estas operaciones aquella tarde.

—¿Trabaja ese inspector suyo con usted? —preguntó Patta.

Brunetti reprimió el comentario que le venía a los labios acerca de la posible propiedad del teniente Scarpa y se limitó a un simple:

—Sí, señor.

—Bien, agilicen las cosas todo lo posible. Seguro que el
Gazzettino
lo saca en primera página, y ojalá los periódicos nacionales no lo recojan. Bien sabe Dios que en todas partes se mata a las chicas y nadie presta atención. Pero aquí eso aún causa sensación, de modo que tendremos que estar preparados para una mala publicidad, por lo menos, hasta que la gente se olvide. —Suspirando con resignación ante este otro de los quebraderos de cabeza de su cargo, Patta se acercó unas carpetas—. Eso es todo, comisario. —Brunetti se puso en pie, pero no podía decidirse a marchar. Al fin, Patta levantó la cabeza—. ¿Sí, qué sucede?

—Nada, señor. Eso de la mala publicidad, que es una vergüenza.

—Sí, desde luego —convino Patta, concentrando su atención en la primera carpeta. Brunetti concentró la suya en salir del despacho de Patta sin volver a abrir la boca.

Iba pensando en una frase que había oído, con Paola, haría unos cuatro años. Ella lo había llevado a ver una exposición de pinturas del artista colombiano Botero, atraída por la tremenda exuberancia de sus retratos de hombres y mujeres obesos, todos con cara de torta y boquita de piñón. Delante de ellos iba una maestra con un grupo de niños de unos ocho o nueve años. Cuando él y Paola entraron en la última sala de la exposición, oyeron decir a la maestra: «Ahora,
ragazzi,
nos vamos, pero, como aquí hay muchas personas que no desean ser molestadas con voces ni alboroto, todos pondremos la
bocca di Botero»,
y se señalaba sus propios labios fruncidos. Los niños, divertidos, se llevaron los dedos a los labios que comprimían imitando las figuras de los cuadros, mientras salían de la sala andando de puntillas y conteniendo la risa. Desde aquel día, siempre que él o Paola comprendían que hablar podía ser una indiscreción invocaban
«la bocca di Botero»,
con lo que sin duda se habían ahorrado bastantes disgustos, además de tiempo y energía.

La
signorina
Elettra debía de haber terminado la revista, porque Brunetti la encontró hojeando una carpeta.


Signorina
—dijo—, hay varias tareas que me gustaría encargarle.

—¿Sí, señor? —preguntó ella cerrando la carpeta, sin hacer esfuerzo alguno por tapar la ancha etiqueta de
confidencial
pegada a la izquierda del anverso ni el nombre del teniente Scarpa escrito en la parte superior.

—¿Una lectura amena? —preguntó el comisario.

—Mucho —respondió ella con audible desdén, empujando la carpeta hacia un lado de la mesa—. ¿Qué quiere que haga, comisario?

—Pregunte a su amigo de Telecom si puede darle una lista de las llamadas hechas y recibidas desde el teléfono del apartamento y decirle si Claudia o Lucia Mazzotti, su compañera de piso, tenían
telefonino.
Y vea también si hay manera de saber si Claudia tenía tarjeta de crédito o alguna cuenta bancaria. Cualquier información financiera podría ser de ayuda.

—¿Ha registrado el apartamento? —preguntó ella.

—A fondo, no. Un equipo lo hará esta tarde.

—Bien, les diré que me traigan los papeles que encuentren.

—Sí. Está bien.

—¿Algo más, comisario?

—De momento, no se me ocurre nada más. Aún no sabemos mucho. Si en los papeles encuentra alguna pista, sígala. —Al ver su expresión, explicó—: Por ejemplo, cartas de algún amigo. Eso, si es que la gente aún escribe cartas. —Y, sin darle tiempo a preguntar, añadió—: Sí, dígales que le traigan también el ordenador.

—¿Y usted, comisario?

En lugar de responder, él miró el reloj, con una repentina sensación de hambre:

—Tengo que llamar a mi esposa —dijo. Dio media vuelta—. Estaré en mi despacho, esperando a Rizzardi.

El médico no llamó hasta después de las cinco, cuando Brunetti ya desfallecía de hambre y estaba harto de esperar.

—Soy yo, Guido —dijo Rizzardi.

Hablando sin impaciencia, Brunetti sólo preguntó:

—¿Y bien?

—Dos de las heridas eran mortales, las dos interesan el corazón. La muerte ha debido de ser casi instantánea.

—¿Y el asesino? ¿Aún cree que era bajo?

—Alto no era, desde luego, no tan alto como usted o como yo, quizá un poco más que la muchacha. Y tampoco era zurdo.

—¿Significa que pudo ser una mujer? —preguntó Brunetti.

—Desde luego, aunque las mujeres no suelen matar así. —Después de pensar un momento, el forense matizó—: Las mujeres no suelen matar de ninguna manera, ¿verdad?

Brunetti lanzó un gruñido de asentimiento, preguntándose si la observación de Rizzardi podría interpretarse como un cumplido hacia el género femenino y, en tal caso, lo que significaba acerca de la humana naturaleza. La siguiente frase del doctor lo sacó de sus reflexiones:

—Creo que era virgen.

—¿Qué? —preguntó Brunetti.

—Ya lo ha oído, Guido. Virgen.

Los dos hombres meditaron sobre eso en silencio, y Brunetti preguntó:

—¿Algo más?

—No fumaba y, al parecer, tenía una salud excelente. —Aquí hizo una pausa, y Brunetti, durante un momento, confió en que no lo dijera. Pero el médico lo dijo—: Hubiera podido vivir sesenta años más.

—Gracias, Ettore —dijo Brunetti, y colgó el teléfono.

Sintiéndose de nuevo irritable, Brunetti comprendió que sólo podría desahogar el mal humor con movimiento, y bajó al laboratorio, donde pidió ver los objetos traídos del apartamento de Claudia Leonardo.

—La libreta de direcciones la tiene la
signorina
Elettra —dijo Bocchese, el jefe del laboratorio, mientras ponía encima de la mesa varias bolsas de plástico. Al ver que Brunetti las tomaba por una punta, el hombre dijo con indiferencia—: Puede tocarlas tranquilamente, porque ya he sacado las huellas de todo. Pero todas eran de ella y de la compañera.

Brunetti abrió un sobre grande que contenía otros más pequeños y papeles sueltos. Había lo normal: facturas de gas y electricidad, una invitación a la inauguración de una exposición de pinturas, facturas del teléfono y recibos de pagos con tarjeta. Debajo del pequeño fajo de papeles encontró un extracto bancario y repasó las columnas de ingresos y gastos. El primero de cada mes se ingresaban en la cuenta de Claudia diez millones de liras. Brunetti comprobó que el ingreso se había hecho todos los meses desde el comienzo del año. No había que ser un as de las matemáticas para calcular el total anual, una suma increíble para el haber de una estudiante. Pero en la cuenta no estaba aquel dinero: el último saldo era de poco más de tres millones de liras, lo que significaba que, durante los diez últimos meses, aquella jovencita se había gastado casi cien millones de liras.

Brunetti examinó atentamente el extracto: el día 3 de cada mes se hacía una transferencia de la cuenta de Claudia a la de Loredana Gallante, la dueña del apartamento. Los servicios públicos se cargaban directamente.

Y, todos los meses, sin fecha fija, se hacían cuantiosos pagos de importes distintos sin otro título que el de «Transferencia al extranjero».

Los ingresos mensuales eran consignados como «Transferencia del extranjero». Nada más. Brunetti separó el extracto del resto de los papeles y preguntó a Bocchese:

—¿He de firmar recibo?

—Creo que será preferible, comisario —respondió Bocchese, que abrió un cajón y sacó un grueso libro. Lo abrió, hizo una anotación y lo volvió hacia Brunetti—. Firme aquí, por favor. Ponga también la fecha. —Ninguno de los dos comentó sobre los constantes e infructuosos intentos de Bocchese para que se asignara una fotocopiadora a su departamento.

Brunetti hizo lo que se le pedía, dobló el extracto y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Los bancos ya estaban cerrados y, cuando volvió al despacho de la
signorina
Elettra, vio que se había marchado. La revista estaba cerrada y boca abajo encima de la mesa, y Brunetti no se atrevió a darle la vuelta para ver la portada. Pero sí se acercó a un lado de la mesa y, doblando el cuello, leyó el título del lomo.
Vogue.
Sonrió, satisfecho de ver esta pequeña prueba de que, nuevamente, la
signorina
Elettra dedicaba al
vicequestore
Patta exactamente la dosis de atención que consideraba digna.

Capítulo 13

Hasta la mañana siguiente Brunetti no pudo empezar a satisfacer su curiosidad acerca del flujo de dinero que entraba y salía de la cuenta de Claudia Leonardo. Para ello, le bastó con llamar por teléfono a la sucursal de la Banca di Perugia. Hacía años que intrigaba a Brunetti el que, entre todas las personas a las que ponía nerviosas una llamada de la policía, los banqueros se llevaran la palma, y se preguntaba qué podían estar haciendo detrás de sus grandes escritorios o entre las gruesas paredes de sus cámaras acorazadas. No pudo seguir especulando, porque enseguida lo pusieron con el director, quien, a su vez, lo remitió a una cajera, la cual le preguntó el número de la cuenta y, al cabo de un momento, le informó de que las transferencias procedían de un banco de Ginebra y que llegaban el primero de cada mes desde que se había abierto la cuenta, hacía tres años, seguramente, cuando Claudia llegó a Venecia para empezar sus estudios.

Brunetti dio las gracias a la cajera y le pidió que le enviara por fax una copia de los extractos de los tres últimos años, a lo que ella respondió que los recibiría aquella misma mañana. Tampoco ahora necesitó papel y lápiz el comisario para hacer el cálculo: casi cuatrocientos millones de liras, de los que en aquel momento quedaban en la cuenta menos de tres millones. ¿En qué podía haber gastado una muchacha más de trescientos millones de liras en tres años? Brunetti recorrió mentalmente el apartamento, buscando señales de grandes dispendios, y no pudo recordar ninguna. Incluso parecía que se había alquilado amueblado, ya que unos armarios de caoba como los que había visto en los dormitorios tenía que haberlos adquirido una mujer de la generación de la
signora
Gallante. Si la muchacha consumía drogas, Rizzardi lo hubiera observado y comentado; pero, ¿qué si no la droga podía absorber sumas tan enormes?

Brunetti llamó a Bocchese, quien le dio los nombres de los agentes que habían registrado el apartamento, y éstos le dijeron que el vestuario de las muchachas no se apartaba de lo corriente ni en calidad ni en cantidad, por lo que tampoco justificaba la desaparición de tanto dinero.

Durante un momento, se sintió tentado de llamar a Rizzardi para preguntar si había buscado en el cadáver señales de consumo de drogas, pero desistió, al imaginar la respuesta del forense. Si él no había dicho nada, no había nada.

Llamó a Paola a casa.

—Soy yo —dijo sin necesidad.

—¿Y qué quiere yo? —preguntó ella.

—¿Cómo gastarías tú trescientos sesenta millones de liras en tres años?

—¿Mías o robadas? —preguntó ella, dando a entender que lo tomaba como una pregunta relacionada con el trabajo.

—¿Supondría alguna diferencia?

—El dinero robado lo gastaría de otro modo.

—¿Por qué?

—Porque sería distinto, sencillamente. Quiero decir que no sería como si yo lo hubiera ganado trabajando, con mi esfuerzo. Es como el dinero que te encuentras en la calle o que ganas en la lotería. Te lo gastas más fácilmente; por lo menos, eso creo.

—¿Y tú cómo te lo gastarías?

—¿Es un «tú» genérico, como quien dice «una persona», o me lo preguntas a mí en concreto?

—Las dos cosas.

—Yo, personalmente, compraría primeras ediciones de Henry James.

Brunetti se abstuvo de hacer comentario alguno acerca del que, con los años, había llegado a considerar el otro hombre de la vida de su mujer, y preguntó:

—¿Y una persona cualquiera?

—Dependería de la persona, supongo. Lo más evidente sería drogas, pero el hecho de que me llames para pedirme ideas me hace pensar que ya has descartado esa posibilidad. Unos comprarían coches o vestidos de alta costura o… qué sé yo… lo gastarían en viajes.

—No; son pagos que han venido haciéndose todos los meses, pero no a fecha fija y raramente en grandes sumas —dijo él, recordando el movimiento de la cuenta de Claudia.

—¿Restaurantes caros? ¿Mujeres?

—Era Claudia Leonardo —dijo él con voz neutra.

Esto hizo detenerse un momento a Paola, que entonces dijo:

—Probablemente, lo donaría.

—¿Que harías qué?

—Lo donaría —repitió Paola.

—¿Por qué lo dices?

Una larga pausa.

—Reconozco que, en realidad, no lo sé. No tengo ni idea de por qué lo he dicho. Supongo que por cosas que ella decía en clase o que escribía en sus ejercicios, que daban la sensación de que tenía conciencia social, algo que tanto parece escasear hoy en día.

La siguiente pregunta de Paola sacó de sus reflexiones a Brunetti.

—¿De dónde procedía el dinero?

—De un banco suizo.

—¿No era Alicia en el País de las Maravillas la que decía: «Más curioso y más curioso»? —Después de otra pausa, Paola preguntó—: ¿Cuánto has dicho, trescientos sesenta millones en tres años?

—Sí. ¿Alguna otra idea?

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