—¿Para quién? ¿Para su padre o para el
dottor
Filipetto?
—Me parece que sería imposible encontrar algo que haya ido mal para un Filipetto, padre o hijo —dijo ella, y agregó, mordaz—: aparte del páncreas, claro.
—¿De qué se trataba?
Ella pensó un momento y explicó:
—Mi padre tenía participación en un restaurante que ponía mesas a lo largo de un canal. El
dottor
Filipetto vivía en el tercer piso, encima del restaurante, y decía que las mesas le tapaban la vista del otro lado del canal.
—¿Desde el tercer piso?
—Sí.
—¿Y qué pasó?
—Filipetto era viejo amigo del juez que fue asignado al caso. Al principio, ni mi padre ni su socio se preocuparon, porque la alegación les parecía absurda, hasta que se enteraron de que tanto el juez como Filipetto eran masones, miembros de la misma logia, y entonces comprendieron que no tendrían más remedio que buscar un acuerdo extrajudicialmente.
—¿Y cuál fue el acuerdo?
—Que, si mi padre le pagaba un millón de liras al mes, él se comprometía a no presentar más demandas.
—¿Cuánto hace de eso?
—Unos veinte años.
—Entonces un millón era una fortuna.
—Mi padre vendió su parte al poco tiempo. Ahora ya no habla de aquello, pero aún recuerdo lo que decía de Filipetto entonces.
A Brunetti el caso le recordaba otros muchos similares relacionados con el
notaio
Filipetto, de los que había oído hablar años atrás.
—Me parece que me acercaré a ver si está en casa.
Al salir, Brunetti se paró en la oficina de los agentes, donde encontró a Vianello que, después del ascenso, aún ocupaba su mesa de siempre, porque el teniente Scarpa se había negado a asignarle otra entre los otros
ispettori.
—Voy a Castello a hacer una visita, ¿me acompaña?
—¿El caso de esa muchacha?
—Sí.
—Encantado —dijo Vianello, poniéndose en pie y descolgando la americana del respaldo de la silla—. ¿A quién vamos a ver? —preguntó cuando salían de la
questura.
—Al
notaio
Gianpaolo Filipetto.
Vianello no llegó a pararse pero sí vaciló un momento.
—¿Filipetto? —preguntó—. ¿Todavía vive?
—Eso parece —respondió Brunetti—. Claudia Leonardo tenía su número en la libreta de teléfonos. —Habían llegado a la
riva
y torcieron a la derecha, en dirección a la
piazza.
Por el camino, Brunetti informó a Vianello sobre las transferencias y las obras benéficas a las que habían sido destinadas.
—No parece la clase de asunto en el que pudiera intervenir un Filipetto —observó el inspector.
—¿Se refiere a dar tanto dinero a los necesitados?
—A dar cualquier cosa —respondió Vianello.
—Aún no sabemos si hay alguna relación entre él y el dinero —dijo Brunetti, aunque no lo dudaba.
—Entre un Filipetto y el dinero siempre hay relación —dijo Vianello, como enunciando una verdad que los venecianos hubieran comprobado durante varias generaciones.
—¿Cuántos años calcula que pueda tener ese hombre? —preguntó Brunetti.
—No sé, cerca de los noventa, diría yo.
—Parecen muchos para que a uno le interese tanto el dinero, ¿no?
—Es un Filipetto —respondió Vianello, desestimando cualquier especulación que Brunetti pudiera plantearse.
La dirección correspondía a
campo
Bandiera e Moro, un edificio situado justo a la derecha de la iglesia en la que fue bautizado Vivaldi y de la que, según se decía, muchas pinturas y tallas habían pasado a manos de particulares en tiempos de un párroco anterior. Llamaron al timbre, y volvieron a llamar, hasta que una voz de mujer preguntó por el interfono quién llamaba. Cuando Brunetti respondió que era la policía, sonó el chasquido del resorte que abría la puerta y la voz les dijo que subieran al primer piso.
Arriba los esperaba una mujer que parecía formada toda ella por ángulos de diferente magnitud, la mandíbula, los codos y hasta el sesgo de los ojos, eran rectilíneos. Ni un arco, ni una curva, los mismos labios eran una línea recta.
—¿Sí? —preguntó desde el vano de la puerta, igualmente rectangular.
—Deseo hablar con el
notaio
Filipetto —dijo Brunetti mostrando su credencial.
Ella no se dignó mirarla.
—¿Sobre qué? —preguntó.
—Sobre un asunto que puede afectar al
notaio
—dijo Brunetti.
—¿Qué asunto?
—Un asunto policial,
signora,
del que sólo puedo hablar con el
notaio,
lo siento.
O la mujer era muy expresiva habitualmente o ahora quiso manifestar con claridad lo mucho que reprobaba aquella intransigencia.
—Es muy mayor. No hay que molestarlo con asuntos de la policía.
Detrás de ella sonó una voz aguda:
—¿Quién es, Eleonora? —Ella no contestó, y la voz repitió la pregunta y, como ella seguía sin contestar, preguntó de nuevo—: ¿Quién es, Eleonora?
—Será mejor que entren. Ya lo han puesto nervioso —dijo ella, retrocediendo hacia el interior del apartamento y sosteniendo la puerta. Desde el fondo, seguía llegando la voz, que repetía la misma pregunta. Brunetti estaba seguro de que no pararía hasta que se la contestaran.
Brunetti vio que la mujer apretaba los labios y sintió por ella una ligera compasión. La escena le recordaba algo, no sabía qué, algo de una novela.
En silencio, la mujer los condujo a la parte trasera del apartamento. Vista de espaldas, no era menos angulosa: hombros delgados, paralelos al suelo y cabello profusamente veteado de gris y cortado en línea horizontal un poco más arriba del cuello del vestido.
—Ya voy, ya voy —gritó la mujer, haciendo que su voz los precediera, y entonces la otra voz calló, ya fuera como respuesta, ya como un reloj que se queda sin cuerda.
Llegaron a un arco enorme, a cada lado del cual había una puerta abierta.
—Por aquí —dijo ella entrando en un despacho.
Un anciano estaba sentado ante una gran mesa, con un semicírculo de papeles ante sí. A su izquierda, una pequeña lámpara vertía una luz débil en los papeles dejando en la sombra la parte superior de la cara del hombre.
Se veían unos labios finos, tendidos sobre una hilera de dientes postizos que habían ido agrandándose a medida que la edad descarnaba la cara; unos profundos pliegues de piel que colgaban a cada lado de la boca y que hicieron pensar a Brunetti en un perro de aguas, y, más abajo, una papada cuyos frunces recogía el cuello de la camisa.
Brunetti sabía que el hombre los miraba, pero la luz de la lámpara no llegaba a los ojos de Filipetto, y no podía ver su expresión.
—¿Sí? —preguntó el hombre con su voz cascada.
—
Notaio
—dijo Brunetti acercándose, a fin de procurarse una visión completa de la cara de Filipetto—, soy el comisario Guido Brunetti.
—Ya sé quién es —le interrumpió el anciano—. Conocía a su padre.
Brunetti, sorprendido, tardó un momento en reaccionar, y entonces le pareció ver cómo los delgados labios se curvaban ligeramente hacia arriba. Filipetto tenía una cara larga y delgada, con la piel como de cera y una especie de copos de pelusa blanca diseminados sobre su cráneo pecoso, como plumón en la piel de un polluelo enfermo. Cuando los ojos de Brunetti se habituaron a la penumbra, vio que los de Filipetto, bajo los pesados párpados, tenían el color amarillo pergamino de los de un lobo.
—Era un hombre que sabía cumplir con su deber —dijo Filipetto con un tono en el que era evidente que quería imprimir admiración. No dijo más, pero siguió moviendo los labios, como si los masticara con su dentadura postiza.
Aquel comentario ayudó a Brunetti a fijar el recuerdo de aquel hombre: no necesitó más.
—Sí, señor; lo era —dijo—. Y eso trató de inculcarnos a nosotros.
—Usted tiene un hermano, ¿verdad? —preguntó el anciano.
—Sí, señor.
—Bien. Un hombre debe tener hijos varones. —Antes de que Brunetti pudiera responder a esto, aunque no tenía ni idea de cómo, Filipetto preguntó—: ¿Qué más les inculcó?
Brunetti era vagamente consciente de que la mujer seguía en la puerta y que Vianello, automáticamente, había erguido el tronco, emulando una marcial actitud de firmes, dentro de lo posible, con corbata amarilla.
—El sentido del deber, del honor, de la disciplina y el amor a la bandera —recitó Brunetti, tratando de recordar todo lo que siempre le había parecido más risible de las pretensiones del fascismo, pero enumerándolo en tono laudatorio. Y notaba cómo Vianello, a su lado, cuadraba la figura, estimulado por la fuerza vigorizante de estas ideas.
—Siéntese, comisario —dijo Filipetto, desentendiéndose de Vianello—. Eleonora, una silla —ordenó. La mujer se adelantó y Brunetti se mantuvo a la espera, como el que está habituado a dejar que le sirvan las mujeres. Ella situó una silla frente al anciano, y Brunetti se sentó, sin molestarse en darle las gracias.
—¿Qué lo trae por aquí, comisario? —preguntó Filipetto.
—Ha surgido su nombre, señor, durante una investigación en curso. Al leerlo, yo… —aquí Brunetti carraspeó con una risita nerviosa, miró al anciano y prosiguió—. Bien, recordé cómo solía hablar de usted mi padre y, sinceramente, no pude resistir la tentación de conocerle personalmente al fin.
Que Brunetti pudiera recordar, sólo había oído a su padre mencionar el nombre de Filipetto cuando echaba pestes de los hombres que más se habían beneficiado del saqueo de las arcas del Estado durante la guerra, aunque el nombre de Filipetto no era el primero de la lista, lugar que el padre de Brunetti siempre reservaba para el que había vendido al ejército las botas de cartón que le habían hecho perder seis dedos de los pies, pero figuraba en ella, en lugar destacado, entre los de los hombres que, sin el menor esfuerzo, habían pasado de lucrarse con la guerra a encumbrarse con la posguerra.
El anciano miró a Vianello y, al observar la sonrisa de aprobación con que seguía las palabras de su superior, le dijo:
—También puede sentarse.
—Gracias, señor —dijo Vianello, obedeciendo, pero con cuidado de mantener la espalda bien erguida, dispuesto a oír en actitud atenta y respetuosa todas las verdades que se revelaran durante esta conversación entre unos hombres que tan fielmente reflejaban sus propios ideales políticos.
Brunetti aprovechó el inciso y la momentánea distracción del anciano para lanzar una mirada a los papeles que estaban en la mesa: una revista con fotos del Duce en distintas actitudes, a cual más elocuente y documentos varios, pero, antes de que él pudiera enfocarlos con la mirada, Filipetto reclamó su atención al preguntar:
—¿Y qué investigación es ésa?
—Su nombre… —respondió Brunetti, diciéndose que un número de teléfono equivalía a un nombre—, su nombre ha aparecido en los papeles de una persona recientemente fallecida, y me gustaría que me dijera si tenía algún trato con ella.
—¿Quién?
—Claudia Leonardo —dijo Brunetti.
Filipetto no hizo señal alguna de que el nombre le sonara y miró nuevamente los papeles que tenía delante, pero el radar de la experiencia dijo a Brunetti que no era la primera vez que lo oía. Con el espacio que los periódicos habían dedicado al asesinato, no era probable que hubiera en la ciudad una sola persona que no reconociera el nombre.
—¿Cómo? —dijo el notario, con la cabeza inclinada.
—Claudia Leonardo. Murió… fue asesinada aquí, en la ciudad.
—¿Cómo ha podido aparecer mi nombre entre sus efectos? —preguntó el anciano, volviendo a mirar a Brunetti, sin interesarse por el cómo ni el porqué del asesinato de Claudia.
—Eso no importa, señor. Si nunca ha oído hablar de ella, no es necesario seguir con esto.
—¿Quiere que le firme algo al efecto? —preguntó Filipetto.
—Basta con su palabra —respondió Brunetti con vehemencia, como si no pudiera disimular la sorpresa que tal ofrecimiento le causaba.
Entonces Filipetto levantó la mirada, enseñando los dientes en una sonrisa de franca satisfacción.
—¿Y su madre? —preguntó—. ¿Aún está con nosotros?
Brunetti no tenía ni idea de lo que Filipetto había querido decir con eso: si su madre vivía, como así era; si estaba lúcida, como así no era; o si se mantenía fiel a las ideas políticas que habían costado a su marido la juventud y la paz de espíritu. Como ella nunca había tenido para aquellas ideas nada más que desprecio, Brunetti se inclinó por la primera opción.
—Sí, señor.
—Bien, muy bien. Aunque ahora hay mucha gente que empieza a valorar lo que nosotros tratamos de hacer, reconforta saber que hay personas que han sabido mantenerse fieles a los viejos principios.
—Estoy seguro de que siempre las habrá —dijo Brunetti sin revelar ni un asomo de la repugnancia que le inspiraba la posibilidad.
El comisario se levantó dejando la silla donde estaba y se inclinó para estrechar la mano fría y frágil del anciano.
—Ha sido un honor —dijo.
Vianello hizo una profunda inclinación de cabeza, como si fuera incapaz de expresar de otra manera su firme adhesión.
El anciano levantó una mano y la agitó en dirección a la mujer que seguía en la puerta.
—Eleonora, haz algo útil, acompaña al comisario. —Dedicó a Brunetti otra sonrisa de despedida y volvió a inclinarse sobre sus papeles.
Eleonora, cuya relación con el viejo seguía siendo una incógnita, dio media vuelta y los guió hasta la puerta de la escalera. Brunetti no hizo tentativa alguna por rasgar el velo de silencio en el que ella se había envuelto durante toda la entrevista, y al salir se limitó a murmurar un débil «gracias» antes de bajar la escalera y salir al
campo
seguido de Vianello.
—Hasta un cerdo vomitaría —fue todo el comentario de Vianello cuando aspiraron el aire fresco del anochecer.
—No se puede negar que con él los trenes llegaban a su hora —adujo Brunetti.
—Desde luego. A fin de cuentas, ¿qué importan un par de millones de muertos y un país en ruinas, si los trenes llegan a su hora?
—Justo.
—Dios, piensas que ya están todos muertos, levantas una piedra y debajo aún encuentras alguno.
Brunetti gruñó afirmativamente.
—Se puede comprender que hoy haya jóvenes que se creen toda esa mierda. Al fin y al cabo, en la escuela no les enseñan nada acerca de lo que pasó realmente. Pero los que lo vivieron, los que entonces eran personas adultas y veían lo que pasaba, ésos tendrían que saber.